Cuando un escritor, en la quinta línea de una novela, en la palabra número treinta y nueve, cita a Juan Carlos Onetti, probablemente ya me ha ganado para su causa, ya me ha predispuesto a su favor. Luego, a poco que se avanza en la lectura, uno empieza a saber que lo intuido estaba cargado de razón, que Ernesto Pérez Zúñiga tiene esa profundidad narrativa que nos gusta tanto porque podemos rastrear en ella el aliento de un poeta. Al lector con ciertas exigencias, con el paladar hecho a algo más que a fast foodliteraria, le agrada encontrar escritores que cuidan el lenguaje, que tienen una intención estética más allá de la tiranía de la trama, que buscan la forma y la cultivan: “vivo en la ciudad de los muertos, frente a la bella ciudad del tiempo”.
El juego del mono, la última novela de Ernesto Pérez Zúñiga, es una de esas novelas que apetece escribir antes incluso de haberla terminado de leer. Tal vez sea por lo que tiene de onírica y evocadora, o porque su personaje central, Montenegro, un profesor de literatura carcomido por el fracaso del sistema educativo, dé pie al autor para llenar el texto de homenajes literarios (Dostoievski, Murakami, Nabokov) y también de metaliteratura. Y además, tiene el acierto de colocar a ese personaje en un territorio fronterizo, La Línea de la Concepción. Algún día habría que hacer el recuento de cuántas obras literarias han utilizado (desde Cervantes e incluso otros antes que él) el viejo truco del manuscrito encontrado. Pero hasta ahora nadie lo había empleado para construir a su alrededor una sutil metáfora del escritor, un ser sometido a una profesión durísima, si quiere hacerse honestamente, que siempre trabaja con los pies fríos y que, para colmo, es consciente de la imposibilidad de huir. El escritor ejerce, así, un “oficio de tinieblas” que queda perfectamente descrito: “te voy a entregar mis sueños. Y es irónico hacerlo. Porque he de penetrar mi oscuridad. Caminando por ella, observar sus decorados absurdos que encubren una caja fuerte donde se guarda el sentido. Y aquí comienza la paradoja de mi labor: descubrir la combinación, extraer los sueños con cuidado y llevarlos a la luz a través de la escritura. Corresponde a tus ojos alumbrarlos. Los lectores son la luz de la palabra”, párrafo adjudicable a un escritor sin nombre que permaneció secuestrado en un sótano y cuyo manuscrito encuentra Montenegro puede que por casualidad.
Pérez Zúñiga proporcionará al lector con gusto literario dulces momentos, felices hallazgos y un juego de homenajes que resultará divertido ir descubriendo mientras Montenegro, por su parte, baja a los infiernos de los ambientes marginales fronterizos, trata de desentrañar el enmarañado misterio del escritor secuestrado y, de camino, reflexiona en torno al hecho literario (a veces paraíso a veces averno) y su maravilloso poder para difuminar los límites entre la realidad y la ficción.
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