“Todo aquel que escribe ficciones es un inquisidor de las posibilidades verosímiles que tiene la realidad para manifestarse extraordinaria”. Esto lo piensa, lo dice, lo escribe, el hombre que está encerrado en el sótano en compañía de un mono al que acabará por matar y, finalmente, devorar cocinado en guiso. El hombre que estuvo encerrado en un sótano, secuestrado por una hermosa mujer a la que relacionará con Sherezade, ha redactó un manuscrito. El manuscrito quedó en el sótano, el sótano está en una casa en medio de un jardín, la casa que está en medio del jardín se encuentra en una urbanización en la que vive Montenegro y también “La Niña”, que es una apetecible adolescente a la que Montenegro desearía hincarle el diente. La niña apetecible es alumna de Montenegro y éste ejerce de profesor de literatura en un Instituto del Campo de Gibraltar y a instancias de él la clase entera lee Drácula, de Bram Stoker, y eso que la lectura predilecta de Montenegro parece ser Lolita, de Vladimir Nabokov. Entonces uno piensa que “La Niña” es Lolita y el anti héroe Montenegro quisiera ser Drácula para morderle el cuello y otras cosas más.

“Siempre sobrevivirá en algún lugar de la tierra un hombre distraído que dedique más horas al ensueño que al sueño o al trabajo, y que no tenga otro remedio, para no perecer como ser humano, que el de inventar y contar historias”, piensa, dice, escribe el hombre encerrado en el sótano cuyo manuscrito lee Montenegro. Lo lee en el sótano y en compañía de un mono de Gibraltar. Otro mono, no el que mató y al que se comió el anterior inquilino, secuestrado por una Sherezade que le hace el amor y de la que el prisionero se enamora. A todo esto uno sospecha que el hombre secuestrado es sólo un narrador puesto en hojas de papel por el profesor Montenegro, tipo relativamente alcohólico, cocainómano, antihéroe y perdedor nato. Pero es que Montenegro es el narrador de esta historia y ha sido puesto allí —como la muñeca mayor de un juego de muñecas rusas— por el autor, un tal Ernesto Pérez Zúñiga, que escribe de maravillas, oiga usted. Llegados a este punto no es del todo ilícito sospechar que Montenegro, el prisionero del sótano, la dama que este último relaciona con Sherezade, el mono vivo y el mono devorado, la niña apetecible y demás personajes pudieran ser todos ellos emanaciones fantásticas de Pérez Zúñiga. Sí, el mismo que ha pergeñado esta novela cuyo final cierra como un portazo, y el lector ya sabrá porqué lo expreso así.

Las novelas que a uno lo impresionan lo llevan a evocar novelas leídas con anterioridad.

Novelas de otro tiempo. Lo digo con la mejor intención, porque no es que Pérez Zúñiga escriba como se escribía en otro tiempo. No, para nada, tan sólo digo que la lectura de su última novela me traslada a otras novelas que igualmente me han impresionado, y esto es así porque mientras recorría las páginas de El juego del mono llegaban a mi memoria pasajes de El extranjero, de Albert Camus, o de El lobo estepario, de Hermann Hesse, o de Los siete locos, de Roberto Arlt, al tiempo que Montenegro me hacía pensar en los anti héroes de Fiodor Dostoievski o de Raimond Carver. Sin embargo, El juego del mono es cosa diferente, por supuesto que sí. Y por supuesto que este tipo de asociaciones corren exclusivamente por cuenta del lector. Otros lectores harán, con seguridad, asociaciones diferentes, que eso es lo que nos ocurre con las novelas que nos impresionan.

Ah, y Lovecraft…

(Publicado en Facebook: grupo Dr. Jackyll and Mr. Hyde)