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Escrito por Juan Ángel Juristo y publicado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos.

Desde que en 2002 publicara Las botas de siete leguas y otras maneras de morir, Ernesto Pérez Zúñiga (Granada, 1971), cuya obra hasta entonces se centraba en la poesía, entró por derecho propio en el género narrativo en cuya modalidad, la novela, ha conseguido una relevancia que le ha hecho ser considerado una de las voces más cualificadas de la actual narrativa española. A este libro de cuentos le siguió Santo diablo, en 2004, novela ambientada en torno a los años de la Guerra Civil, un trabajo que muestra un registro muy variado de personajes y circunstancias y, por tanto, distintos modos de estilo hasta el punto de que se encuentran en ella muchas de las obsesiones temáticas que el autor desarrollará en novelas posteriores. Deudora de cierta condición valleinclanesca, Santo diablo abunda en la condición esperpéntica, donde se aúnan en feliz condición lo grotesco, lo esperpéntico y la mirada naturalista, sin que el mecanismo que une a historias tan dispares chirríe en momento alguno. Tengo para mí que esa armonía que Pérez Zúñiga consigue en sus historias, donde lo poético y lo real, lo mítico y lo naturalista, el deseo de trascendencia y el escepticismo que, en principio, parece deberían ser irreconciliables, se unen sin estridencias retóricas, se debe al modo en que el autor celebra su doble condición de poeta y narrador y en momentos determinados acude a esa modalidad. Desde luego hay que decir para entender este modo de proceder que el narrador es en realidad un poeta cuyo resultado es consecuencia de un proceso que parece no tener fin; el que nosotros convencionalmente llamamos poeta, el versificador, es proclive a la instantánea y procura entonces que el lenguaje signifique, se llene de densidad, por lo que está en condiciones de unir en momentos determinados situaciones que el narrador resolvería dando un rodeo acumulando más historias, otorgando de ese modo al discurrir de la vida el significado otorgado sólo a la palabra con que el poeta desvela la cosa. En la obra narrativa de Pérez Zúñiga esa recurrencia y complicidad entre lo puramente narrativo y la poesía no sólo salva ciertas situaciones sino que está implícitamente ligada a la concepción estética del autor y que se muestra en cada una de sus novelas.

Estos dos libros no fueron los primeros con que me enfrenté a la obra de Pérez Zúñiga. En realidad fue El segundo círculo, 2007, que fue galardonada con el Premio Internacional de Novela Luis Berenguer, el primer libro que leí de él y tengo que decir que no me hice idea de su condición de poeta hasta que no me llegó a las manos Siete caminos para Beatriz, un poemario evidentemente basado en la Comedia de Dante y que publicó en 2014. El segundo círculo alude, claro, al segundo de ellos que está presente en el Infierno y trata del sexo, la lujuria y, por tanto, de la insatisfacción y de lo que oculta ésta. También, por extensión, de la hipocresía, y en El segundo círculo ello se concreta en una descripción desolada de una tierra gastada, la de los pueblos vacíos de tierras sorianas. Luego me aconteció la lectura de El juego del mono, en 2011, donde Pérez Zúñiga hace alarde de esa condición a la que aludimos anteriormente, donde la descripción realista se alía felizmente a una trascendencia capaz de ser resuelta en lenguaje poético. En los avatares de Montenegro, profesor de instituto de La Línea de la Concepción (Montenegro es nombre que en Pérez Zúñiga adquiere significados varios en algunas obras posteriores) en el mundo de la droga y la marginación y, a la vez, en la indagación sobre la presencia de un profesor que tiempo atrás había vivido en la misma casa donde Montenegro habita y que había sido secuestrado por una mujer acompañada de un mono, en esa doble condición en la que se desarrolla la trama de la novela encontramos de manera explícita y hábilmente trazada esa característica binaria de las narraciones de Pérez Zúñiga, condición que, adepta a ciertas formas de ensoñación propias del Romanticismo, adquiere ya características de cierta maestría en La fuga del maestro Tartini, donde el autor se enfrenta nada menos que al mito faústico, tema romántico por excelencia en lo que tiene de traspaso de todos los límites. Pero Pérez Zúñiga requiere en la resolución de esta narración el equilibrio goethiano y, así, en la rememoración que de su vida hace el maestro Tartini, el creador de la celebrada «El ritmo del diablo», un empecinado trasunto musical propio de un Eugenio Oneguin, hallamos una rebeldía extraña en tiempos del canon neoclásico propio del régimen de las pelucas, algo que podría hacernos caer en anacronismos en tanto en cuanto el lector sabe más que el propio narrador sólo por vivir en tiempos posteriores a lo rememorado. Pérez Zúñiga resuelve con maestría ese peligro con la inclusión de una segunda voz que hace que el lector se sumerja en su propio tiempo, el de la actualidad, y, así, la narración quede ajustada al conocimiento de sus tiempos respectivos. Estas obras mencionadas hasta ahora poseen cierta tendencia al manierismo del que Pérez Zúñiga se ha desprendido en sus obras más recientes, sin renunciar por ello a sus obsesiones temáticas y estéticas, sólo que atemperadas por una ajustada tendencia a la narración que se justifica por ella misma, lo que hace que los recursos poéticos estén cada vez más medidos y se presenten cada vez con menos evidencia, ocultos tras un presencia tenue, discreta pero no por ello menos efectiva.

Así la épica presente en su siguiente novela, No cantaremos en tierra de extraños, una muy buena narración donde el autor recrea los años de nuestra Guerra Civil y de la Segunda Guerra Mundial a través de una historia tremenda de amor y frustración, donde la pasión más desenfrenada que parece salida de las mejores páginas del Romanticismo y del surrealismo dedicadas al amor se mezclan con historias bélicas de profunda raigambre surgida de los cantos épicos antiguos, y donde el autor realiza un bello homenaje a los españoles de la División Leclerc que entraron los primeros en París cuando la liberación de la ciudad. No es momento de extenderse en esta novela de complejidad tan provista que es capaz de aunar la pasión por el wéstern con la narrativa de corte galdosiano de las novelas de la Guerra Civil escritas por Max Aub, pero sí decir que en cierta manera prefigura significados manifestados de manera muy distinta en su siguiente novela, Escarcha, publicada recientemente y que se presenta como una novela de corte iniciático.

En este sentido, Escarcha es deudora del aire de su tiempo. Ese modo de describir sucesos familiares que le han acontecido al propio autor, y de cuya modalidad en España fue pionero Marcos Giralt Torrente en una bella novela dedicada a su padre, Tiempo de vida, y que parece fue el pistoletazo de salida para que muchos escritores, algunos incluso de una generación mayor que Giralt Torrente, abandonaran por un momento en sus narraciones la creación de personajes de ficción para rendir cuentas sobre sus avatares familiares, caso de Luís Landero, por ejemplo, le ha sucedido, parece casi una consecuencia lógica, la de la novela iniciática, pero no al modo de la bildungsroman centroeuropea, donde desde Wilhelm Meister hasta Hans Carstop pasando por el estudiante Törless, el personaje era obligatoriamente un personaje de ficción aunque difícilmente velara las experiencias del propio autor, sino donde el autor no se recata de presentar su propio desarrollo vital a la vista del lector. Y aquí las modalidades son múltiples, desde la contenida en la última novela de Vicente Molina Foix, El joven sin alma, que es deudora de cierta concepción romántica a Entusiasmo, de Pablo D´Ors, de corte posmoderno y, por tanto, más enraizado en el canon clásico aunque radicalmente transformado, en su caso la tradición cultural centroeuropea, que es tradición en la se formó D´Ors.

Escarcha, sin embargo, me recuerda modos de otras culturas. Leyendo este tremendo y melancólico libro no he tenido por menos que recordar El Gran Meaulnes, de Alain Fournier, una de las más bellas historias escritas sobre el primer amor y, por ende, una novela de iniciación que no evita lo místico, en un alarde de bello y pasmoso esoterismo. Como en la novela del malogrado escritor francés, en Escarcha se produce una doble condición de que goza su protagonista, Monte, y que es la de habitar en dos esferas, la de la búsqueda desesperada de la pureza y la constatación de un mundo despiadado que se esfuerza desesperadamente por destruir esa pureza. Una vez más el Romanticismo llevado casi a la exasperación pero dotado de una capacidad de penetrar en el alma de los seres y las cosas que hacen de esta novela, así lo creo, la narración más personal de su autor, pero también la más acabada, donde Pérez Zúñiga ha dado lo más genuino de sí mismo y ese riesgo, que es siempre propio del coraje, ha sido premiado con el éxito, pues conozco pocas novelas actuales donde las anécdotas contadas contengan tantos referentes hasta hacer de ella una novela de alta complejidad que se lee con la aparente facilidad que manifiestan las cosas importantes. Un ejemplo de esa doble condición de que goza Monte se produce nada más comenzar el libro, donde el río de Oro y el Darro granadino se unen en los orígenes etimológicos, sí, pero también en un significado lleno de esoterismo para hacernos entender el paisaje donde Escarcha acontece: «El río de Oro había dividido la ciudad y, en tiempos remotos, los buscadores solían mostrar ínfimas pepitas a los que se asomaban al puente. Ahora sus habitantes lo habían convertido en un basurero y se podía palpar, en las orillas verdes, el peso húmedo de los que habían desaparecido». El Darro corresponde a Granada como el río de Oro a Escarcha, nombre que el niño de doce años, Manuel Montenegro, (recordemos El juego del mono) llamado Monte, otorga a su ciudad natal en los años de la Transición (hielo de noche, desierto de día) y que está poblada de ángeles, demonios y trasgos por partes iguales. Hay una bajada a los infiernos en esta novela dentro del mundo de la pureza mancillada en varios momentos, quizá el más importante el de Robin, el maestro de música, empeñado en destruir con cierto desesperante y tiránico, amén de confuso deseo, esa condición inocente de sus alumnos pero que trasciende por suerte temas de actualidad en los medios, como el maltrato infantil o los abusos sexuales.

Robin, sin embargo, es uno más de los múltiples personajes que asoman por las páginas de este cargado libro. Personajes que van desde el abuelo, sargento del ejército republicano que participó en la liberación de París ­—¿es necesario referirnos al guiño a No cantaremos en tierras de extraños?—, a su otro abuelo, médico, inscrito en el bando de los vencedores, y que sirve al autor para realizar cierta operación a corazón abierto de las raíces profundas en el conservadurismo en que está inmerso desde hace mucho tiempo la sociedad granadina, pasando por Antifaz, Rata, Ancas o el Rubiales, colegas de Monte; por Isabel, ese primer amor nunca olvidado y siempre rememorado de diferente manera; Diana, hermana de Robin; el hermano Dostoievsky, el director del colegio donde estudia Monte y varios personajes proclives al tráfico de droga y la delincuencia que suelen aparecer en varias narraciones del autor y que aquí no son los peores demonios con que tiene que enfrentarse Monte.

Bella novela, cargada de emociones genuinas, difíciles en su indagación porque la rememoración de la pubertad está llena de trampas, Escarcha es, por ahora, la mejor novela de su autor, aquella en la que más ha arriesgado y donde ha creído que era más adecuado desnudarse. Se dice que «finis coronat opus». Por ahora en el caso de Pérez Zúñiga es así… en su ascensión.