9788416734085Publicado originalmente el 1 de noviembre de 2016 en Cuadernos Hispanoamericanos.

La escasez de frecuencia en la incursión en el género épico en nuestros días se debe a ciertas identidades con las que se afronta la realidad: la tendencia a acotar espacios cerrados, la falta ya de tierras incógnitas que hace que la indagación se vuelva hacia uno mismo, la desconfianza hacia las ideologías totalizadoras, la inmersión definitiva en un mundo lleno de matices y de grises, en agudo contraste con ese planteamiento en blanco y negro, casi dicotómico, del siglo xix –y que hacía aumentar el aspecto melodramático que hoy día se antoja artificioso y, lo que es peor en la literatura, inverosímil– hacen que las amplias perspectivas en que se mueve la épica y cierto esquematismo inherente a ella sea terreno poco habitado en la literatura actual. Con actual nos referimos a una narrativa que comienza tras la Segunda Guerra Mundial, cuando se inicia la labor de demolición del enfrentamiento entre valores burgueses y revolucionarios que hasta bien entrado el siglo había condicionado buena parte de la narrativa –que hasta bajo el género del recién creado thriller era literatura de denuncia, de revulsión–. La crisis del 29, por ejemplo, fue el último acontecimiento capaz de generar una épica: Las uvas de la ira, La ruta del tabaco… las atmósferas trágicas del sur faulkneriano, son ejemplos señeros de haber rozado, quizá por última vez, el género. Y no hay que olvidar que es justo en esos años cuando en el cine aparecen los primeros films del western, la última gran frontera del género épico en Occidente: La diligencia, de John Ford, madre nutricia de ellos, es de 1939.

Curiosamente la Guerra Mundial subsiguiente no dio obra de alcance épico de calidad en la narrativa, la sombra demoledora del expresionismo había dado sus frutos, salvo en el cine, con estructuras estéticas mucho más convencionales. Y, luego, ya es sabido, las corrientes estéticas de posguerra no favorecieron ese resurgir del género que para muchos tenía ya el aspecto de una nostalgia mal llevada pero doblemente anhelada. En cierta manera la épica nos acerca al mito y éste es necesidad recurrente en el arte.

De ahí que para mí tenga un valor inexcusable la última novela de Ernesto Pérez Zúñiga, No cantaremos en tierra de extraños, y que rebasa el ámbito de su calidad literaria para ingresar en la categoría de obras de rara ambición, lo que las hace doblemente preciosas. La novela, además, representa un salto adelante respecto a su evolución como escritor, con una escritura más despojada que en sus novelas anteriores y donde el modo manierista, presente más como tendencia que como feliz resultado, ha desaparecido casi por completo. No cantaremos en tierra de extraños es novela de tonos decididamente épicos, en la estela que quiso el Max Aub de los Campos –éste en la estela de los Episodios Nacionales, de Galdós, pero con una decidida inmersión en la ironía, no hay otra manera de encarar hoy día la Historia–, lo que hace que el libro posea una mirada decididamente contemporánea, y si bien es cierto que, como el propio Pérez Zúñiga ha dicho en más de una ocasión cada vez que se le ha entrevistado, desde Valle Inclán toda referencia épica tiene que estar teñida de ironía, es decir, de distancia, lo cierto es que esta novela mezcla la recuperación del tono sentimental, decididamente infrecuente en la narrativa actual, con la épica, lo que tiene como resultado que la ironía se atempere. Y, desde luego, el raro equilibrio entre destino individual y destino colectivo, equilibrio inherente a una buena obra épica desde Homero. Son cualidades inherentes a esta novela. Como veremos, no son las únicas.

Frecuento la obra de Pérez Zúñiga desde que publicó El segundo círculo, segunda novela de su autor, una narración enmarcada en el problema de la hipocresía pero tomado desde la perspectiva del Dante, de ahí el título de la novela, un autor muy querido por Pérez Zúñiga –que, en su labor como poeta, ha rendido homenaje a la Beatrice dantesca en un libro de rara belleza–. En esta novela Pérez Zúñiga incidió en la creación de ruinas imaginarias, en tierras baldías a consecuencia del abandono de los pueblos, en concreto de los pueblos sorianos. Luego me aconteció la lectura de El juego del mono, estamos en 2011, donde el autor nos introduce en un mundo opresivo, el de la marginación y la droga, en que se sumerge un profesor de instituto de la Línea de La Concepción, Montenegro, mientras la narración nos describe, asimismo, un mundo paralelo, salvífico, el de la indagación de Montenegro sobre un escritor que había vivido tiempo atrás en la misma casa que habita y que había sido secuestrado por una mujer a la que acompañaba un mono. Estas inmersiones en atmósferas extrañas, cercanas a la ensoñación, nos revelan la inclinación de Pérez Zúñiga por ciertos aspectos del Romanticismo que considera presentes aún.

Lo que se hizo más patente si cabe en una magnífica novela, La fuga del maestro Tartini, narración que se quiere una recreación del mito de Fausto. Pérez Zúñiga es autor que ama las fronteras y esta novela roza ciertos límites que el autor, apelando al equilibrio goethiano, ha sabido resolver con acierto. Tartini, el músico conocido por «El ritmo del diablo», rememora su vida, y Pérez Zúñiga, con afamada tendencia por lo romántico, ha recreado en esa rememoración un personaje propio de esa época en tiempos de pelucas, cuando el canon neoclásico era inmutable. Hay en la creación de este personaje un débito que considero obligado por el Eugenio Oneguin, por la querencia de amplios horizontes a lo Childe Harold; y conviene tomar nota de esa simpatía por personajes teñidos de una profunda entrega a la pasión para entender ciertos aspectos de No cantaremos en tierra de extraños que son determinantes para entender la peculiar atmósfera sentimental de la misma, y que creo es una de sus más preciosas cualidades.

La fuga del maestro Tartini era obra de marcada modernidad gracias a recursos muy sutiles y queridos por el autor, de los que ha hecho gala en cada uno de sus libros. El problema de que un autor de nuestros días caiga en anacronismos de sensibilidad a la hora de recrear tiempos pretéritos radica en dejar la narración sin elementos ambiguos que jueguen con recursos propios de la narrativa posmoderna, momento en que nos encontramos hoy. Pérez Zúñiga resuelve esa caída recurriendo a una segunda voz, que actúa al modo de segundo Tartini y que hace que el lector sepa de aspectos desconocidos del músico, incluso para él mismo.

Ni que decir tiene que estas novelas mencionadas poseían cierto aire manierista, rozaban el goce de sí mismo, el goce del propio estilo, al modo en que le sucede al gran manierista Stanley Kubrick, por poner un caso ajeno a la literatura donde éste alcanza cotas de marcada excelencia, y que en La fuga del maestro Tartini se hace especialmente relevante y con muy afortunada incidencia. Tenía interés por saber de la evolución de esa tendencia en la obra de Pérez Zúñiga posterior y mi sorpresa –relativa, porque sé de los tours de force de que gusta el autor– fue gozosa cuando comencé a leer esta No cantaremos en tierra de extraños. Esa incidencia es casi inexistente y el estilo se ha depurado en aras de mostrar realidades menos dadas al cultismo.

Pérez Zúñiga es autor de altos vuelos y prueba de ello es que en cada una de sus novelas se enfrenta con un problema literario de alcance. El autor es, rara avis en nuestra tradición, escritor muy consciente de sus recursos y que reflexiona sobre ellos. Si en La fuga del maestro Tartini se rozaba una recreación del mito faústico, en esta última novela Pérez Zúñiga recrea el modo épico en tiempos de marcada desconfianza hacia esos valores, es más, es capaz de hacer de la épica un género proclive a la fascinación, lo que demuestra bien a las claras la maestría del autor en relación con ciertos recursos literarios que creíamos ya agotados, cuando sólo estaban preteridos.

El western está presente en la novela, según confiesa el autor, afirmando que había sido su padre el Virgilio que le había guiado por el paraíso del cine del Oeste y donde Pérez Zúñiga descubrió la épica. Según cuenta el autor, la canción que Marilyn Monroe canta en Río sin retorno, de Otto Preminger, le acompañó como soniquete mientras redactaba el libro, al igual que el tema musical de Centauros del desierto. Todo esto poco o nada tiene que ver con el resultado del libro, pero nos revela el modo de trabajar del autor, que necesita de la inmersión en los ambientes que recrea, y a toda costa. Tengo para mí que la deuda mayor de Pérez Zúñiga no está, sin embargo, en los ejemplos del western: Max Aub es aquí sombra, sobre todo en la primera parte de la novela, y desde luego el ejemplo de los Campos es determinante, esencial, para entender el modo en que Pérez Zúñiga resuelve muchos de los problemas respecto a la atmósfera épica del libro.

Trata esta novela de Manuel Juanmaría y Ramón Montenegro; el mismo nombre, Montenegro, ya había aparecido en El juego del mono, también profesor de literatura, que fue suboficial de la Nueve, la columna de españoles bajo las órdenes de Leclerc y los primeros en liberar París, dos supervivientes que en el otoño de 1944 se encuentran y deciden ir al rescate de una mujer; Beatriz siempre aparece de una u otra manera, en la España terrible del momento. Como es novela de trama apasionante, eso que se llamaba hace años suspense, no voy a destripar aquí la historia, pero sí conviene resaltar que el autor aquí ha sido escrupuloso con el canon inherente a una historia de amor a distancia y que una de las cualidades del libro es esa mezcla entre pasión y acción que hacen las delicias de los libros de aventuras. Porque No cantaremos en tierra de extraños es novela de tono épico pero está resuelta, como no podía ser menos, como un libro de aventuras donde la lealtad es condición esencial para el desarrollo cabal de la misma, donde lo terrible es parte esencial de la trama pero no determina el carácter de la narración. Y no porque el autor haya creído que el libro debía ser optimista, nada de eso, sino porque lo horrible se exorciza mediante el amor, único modo de que este mundo siga girando a pesar de todo.

La novela, por otra parte, está llena de guiños al lector avisado, ese lector que sabe de los campos de refugiados y sabe del destino de Max Aub, y del de Antonio Machado, y esta narración abunda en estos guiños porque el autor, bajo ningún concepto, ha querido que el lector se sienta transportado con ingenuo modo a la época descrita. Es la manera en que Pérez Zuñiga recrea el pasado y que me parece muy acertada: no deja que el lector pierda conciencia de que asiste a un tiempo pasado, por muy ejemplar y fascinante que éste sea, o no los imaginemos.

Creo que No cantaremos en tierra de extraños es, por ahora, la novela más acabada de su autor, su novela más equilibrada y donde los ingredientes narrativos están mejor mezclados, en rara conjunción, condición esencial a una buena novela. El libro es novela épica, de aventuras, de pasión amorosa, de destinos cruzados, posee la obligada melancolía que le suponemos a la época y que teñimos de blanco y negro, como los sueños. De ahí que nos suene a inquietante melodía la que canta la Monroe en Río sin retorno: «No return, no return. Never». Gran lección.