Editorial Galaxia Gutenberg, 2025.

Lucía, con 49 años, llega a la Academia de España en Roma para pintar el cielo de la ciudad y rehacer su vida. Bajo un apellido falso, huye del matrimonio que la asfixiaba y de una decisión irreparable que no deja de perseguirla. Mientras un encuentro inesperado la enfrenta a su capacidad de amar, empieza a sentir que la espían y que los secretos de su vida pasada no la dejarán atrás.

En Veníamos de la noche, Ernesto Pérez Zúñiga construye una conmovedora e intrigante historia sobre la complejidad de las relaciones humanas, las búsquedas artísticas, la identidad, la redención, la locura y el amor.

Las contradicciones de la sociedad contemporánea y de la conciencia habitan en esta absorbente novela, donde el resplandor de Roma, con sus claroscuros, es un personaje más.

Entrada

 

Gioachina me avisó de que Lucía se había refugiado en la nave espacial y que no quería que nadie la encontrara, especialmente yo. La nave espacial. Así es como Gioachina llama al Tempietto de Bramante: «una nave espacial de estilo renacentista».

–Me ha dicho que, si preguntas por ella, no te diga dónde está.

Habíamos quedado en su estudio para una primera reunión de seguimiento pero, por lo visto, no quería tenerla. La imagino cerrando los ojos dentro del Tempietto. No podía hacer nada. Sólo esperar. El Tempietto la calmaba si se sentaba en el suelo, sobre las baldosas de mármol, y se tomaba el Nolotil que ya tenía entre los dedos. El Tempietto como una gigantesca cápsula de Nolotil, que la engullía a ella y no al contrario, serenando su mente, llevándola de nuevo a la transparencia de su desván interior. Después volvería a su estudio. Y, al atardecer, cuando le pareciera oír un crujido al otro lado de la puerta, se arreglaría un poco y se iría a cenar al Trastevere. Al restaurante que se llamaba como ella, solo que en la parte del nombre que había querido conservar de sí misma, y donde aquel hombre que leía la Divina comedia se la había quedado mirando.

Se imaginó que aquella nave espacial de estilo renacentista ascendía por fin y que, al romper la barrera del sonido, lo que caía del espacio era pintura, un cielo inmenso de pintura, un océano de color firme y silencioso, incapaz de traición.