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Luis Bárcenas, la pasada semana, en la Audiencia Nacional. JAIME VILLANUEVA

Publicado originalmente en El País Opinión, el 10 de junio de 2018.

Los políticos son los protagonistas de esta película mala en la que los actores cambian, a su beneficio, la idea original del guion democrático

Da la impresión de que hemos dejado que los políticos abusen del espacio público que les corresponde, una omnipresencia que retrata una España de opereta, con personajes oscuros, muy poco edificantes. Llenan las pantallas, los diarios, y, lo que es peor, nuestras mentes. Bailamos al ritmo de sus ocurrencias y disparates, como si la vida pública no fuera más que la de ellos en lugar de, sin ir más lejos, la nuestra: médicos, obreros, profesores, comerciantes, dependientes… filósofos, que tan bien hay alguno. Pero los políticos son los protagonistas de esta película mala en la que los actores cambian, a su beneficio, la idea original del guion democrático.

Si la democracia existe para el bien común, muchos la entuban para su bien particular. Y aunque no todos se comportan así (hay miles de políticos que se dejan la piel en su trabajo) hoy en España resplandecen los más irresponsables, muchas veces no elegidos por el pueblo, sino por camarillas intrigantes que comercian con lingotes de poder. Ahí tenemos a Torra, recién llegado por las bambalinas, empeñado en representar un papel de energúmeno xenófobo, en lugar de usar el privilegio recién adquirido para tratar de conciliar la pluralidad de Cataluña. Quizá porque ha llegado por una puerta que los ciudadanos no son capaces de prever. Quizá porque el sistema de acceso está mal diseñado. ¿Un gobierno de los mejores? Al menos, no de los peores.

Estamos malacostumbrados a aceptar ciertas manías como hechos consumados. Por ejemplo, esa insistencia en que las lenguas sirven para separar en lugar de para unir. No es cierto, por mucho que se empeñen Torra y los torrantes. Las lenguas son instrumentos de comunicación, antes que un carné de identidad. Pretender, en el siglo XXI, que un idioma sirva para aglutinar a sus hablantes en un fortín de autocomunicación y autocomplacencia, es definitivamente tribal. O en cualquier caso no representa ningún valor del que se pueda presumir.

También el fracaso de la política de Pablo Iglesias parece de una película de Berlanga. Casi lo podemos ver: pasea por la polis criticando en los demás lo mismo que él va guardando en su mochila. Lo ha conseguido. Ha triunfado a fuerza de escisión. Y encima tiene el morro de pedir a sus militantes que borren su hipocresía con los votos. Como si una ética particular pudiera justificarse con la aquiescencia de quienes sustentan el poder de una persona: un sistema parecido al que usaban los emperadores en el coliseo para perdonar o salvar las vidas según el clamor del público.

En otro episodio de la película esperpéntica, Cifuentes ha sido defenestrada por un video guardado minuciosamente por sus socios enemigos, en el que vemos a la otrora brillante presidenta convertida en la niña que no pudo dejar de ser. Y, en el penúltimo episodio, después de múltiples vericuetos —Garzón y Zapatero defienden al Ubú Maduro, Ciudadanos sale del armario socialdemócrata bajo una banda sonora cantada por Marta Sánchez, mientras Pedro Sánchez no sabe qué cantar—, al fin Zaplana es apresado por la policía, como si los espectadores no hubieran adivinado desde el principio quién era el malo de la película. Al igual que ha ocurrido con Bárcenas y la trama Gürtel. Pues España sabía que, en el fondo, esa trama era la misma que la otra, y que el PP era culpable antes de que lo dijeran los jueces, lo mismo que lo sabe de Pujol y su partido, y del PSOE, en sus casos de corrupción, más cercanos o lejanos en el tiempo. Porque, aunque sigamos permitiendo que los políticos abusen del espacio público, la sociedad está condenando clamorosamente que los políticos abusen del espacio oculto.

No nos vamos a escandalizar, por tanto, al descubrir lo que hemos ignorado adrede, cuando el director de esta película que se llama España ha decidido por fin fijarse en Algeciras, ciudad que, junto a La Línea de la Concepción llevan conformando, desde hace décadas, una de las fronteras más desahuciadas de Europa. Ciudades sin empleo, descascarilladas, cuyas calles, a veces, parecían bombardeadas. Allí una parte de sus pobladores se inventó un sistema paralelo para vivir. Ilegal, delictivo. Podían haberse hecho budistas o yoguis o misioneros, pero prefirieron continuar la tradición del contrabando, arraigada en aquella parte del mundo. Algunos jóvenes lo explicaban de una manera muy sencilla: no había mucho más donde elegir. Esto lo sabíamos hace 30 años. Hoy aquella tarea es una industria que alimenta (violentamente) a muchas familias. En lugar de unirlas al resto de la sociedad, en su momento permitimos que se separaran. Que construyeran su madriguera rentable. Una madriguera económica, en lugar de ideológica.

Si reducimos el comportamiento de todos los personajes a un esquema básico, el móvil de todos ellos se parece bastante. Un grupo se separa de otro, obcecado en sus propios intereses. Busca la separación, en lugar de la armonía con el resto de la sociedad —de la que, sin embargo, se beneficia cuanto puede—. Y alguien se queda el alijo.