Publicado originalmente el 21 de enero de 2021 en Zenda.

Pedro Jesús Fernández, el viajero y la casa. Ernesto Pérez Zúñiga

 

Todos los días deben ser de lluvia cuando muere Pedro Jesús Fernández.

Llueve sobre la terraza de la plaza de Cascorro, donde cenamos una última noche este verano, repasando cálidamente la vida. Llueve sobre el parque del Moro adonde mira, huérfana, su ventana de Madrid. Llueve sin duda en Roma, sobre el tejado de Santo Stefano Rotondo, y en los callejones secretos de los barrios llenos de esas historias suculentas que sólo se sabía él y que contaba con esa voz peculiar, rasgada y alegre, entreriendo y caminando con pasos largos. Llueve con especial fuerza en Piazza Navona, sobre la Fuente de los Cuatro Ríos de Bernini. Estaba orgulloso de haberse arruinado alquilando aquel apartamento para que sus hijos Gonzalo y Marta se despertaran, cada mañana, sobre el asombro cotidiano de la plaza.

Llueve en el Sacro Bosco de Bomarzo. Llueve dentro de la Basílica de Asís, donde me llevó para que conociera los frescos de Giotto que contempló Giuseppe Tartini en su época de prisionero escondido. Llueve en Selinunte. En Ortigia. En el cráter del Etna llueve. Y, sin duda, llueve en otro volcán, en Cuernavaca, y en el restaurante Las Mañanitas donde me enseñó a comer huevos de hormiga entre el paso meditabundo de los pavos reales. Especialmente debe llover en Tepoztlán, sobre aquella casa rodeada de un jardín que resplandecía tanto como el cielo y que hoy no resplandece. Llueve obligatoriamente en Buenos Aires. Hoy debe llover a mares sobre Sanntiago de Chile, donde ayer murió Pedro Jesús Fernández, viajero y escritor, amante de toda belleza.

Nos hicimos amigos en el año 1997, recién llegado yo a Madrid, gracias a otro buen amigo común: el editor Juan Diego Pérez. Ambos eran vecinos en la calle Caleruega, y acogieron como a un hermano pequeño a aquel aventurero que venía del sur, entre libros de Boris Vian, Roald Dahl y láminas de Modigliani. Desde el primer día, Pedro Jesús comenzó a enseñarme su mundo, que se concretaba en lugares exquisitos y poco frecuentados: una taberna, una iglesia con un fresco deslumbrante, un libro, un cuadro, un paseo, un rincón del cielo entre edificios. Era especialista en descubrir, con enorme disfrute personal, lo que para los demás pasaba desapercibido, a quienes luego se lo regalaba en forma de charla o de artículo, como un músico que se va desprendiendo de su repertorio.

Tuve la suerte de leer, antes de que se publicara, la novela que, inmediatamente, en 1998, se convertiría en un éxito descomunal: Peón de rey, la historia de un monje en la España medieval, aventurero, peregrino, investigador curioso, como el propio Pedro, quien recogió en esta novela un término que sintetizaba su visión del mundo, el de homo viator, el ser humano que se transforma en el viaje, en interacción decidida con el camino, aprendiendo de él, y entregándose a él, sin más inquietud que vivir rotundamente el presente y así poder regresar con dignidad a casa, como acaba de hacer Pedro con su muerte.

Pedro, de manera fulgurante, se había convertido en un escritor muy famoso. Y, aunque pronto comenzó a rehuir de las pompas de la corte, compartió con sus amigos la buena fortuna. Después de prologar mi primer libro de poemas, me propuso participar con un juego en su segunda novela, Tela de juicio, del año 2000, para la que compuse un falso emblema de Alciato y un acróstico donde se ocultaba la clave para resolver un misterio que, como todo en Pedro Jesús Fernández, tenía que ver con la emoción y con el arte, en este caso, con Velázquez, un pintor que conocía al dedillo, como se puede comprobar en el libro Quién es quién en la pintura de Velázquez (1997), editado en la editorial Celeste, junto a un libro mellizo sobre Goya, por el editor, y también amigo común, Miguel Ángel San José.

Este último verano, en la terraza del bar Los Caracoles, me aseguró que estaba terminando por fin una tercera novela, en la que llevaba trabajando casi dos décadas y de la que hablamos en numerosas ocasiones y en distintas ciudades del mundo. Pedro escribía cotidianamente. Su escritura amena, elegante, bien humorada, siempre con una mirada singular, se puede disfrutar en los muchos artículos que publicó en el suplemento El Viajero, y que, recopilados, podrían formar un volumen extraordinario, con el que peregrinar de país en país, libro en mano, una vez termine esta pesadilla del virus asesino, que también se ha llevado a Pedro Jesús Fernández.

Cuidaba, mimaba, aquella tercera novela. Debía ser la mejor de las tres. Y no solo para sí mismo. Quería cuidar también la mirada del otro. Quería señalar de la mejor manera posible los detalles de su propia pasión, para compartirla. Esta vez, transcurría en el siglo XX. Ojalá, antes del golpe, lograra terminarla. Y el homo viator y escritor haya tenido tiempo de dejarla en el camino. Para que otros, al recogerla, mejoremos el nuestro.

Junto a Belén Jaráiz, su esposa, pocos viajeros han sido tan hospitalarios con los visitantes. Él, que había recorrido tantos caminos, conocía la importancia de dar cobijo y buena mesa y buen consejo a quien anda investigando la vida de un lugar a otro.

Pedro Jesús Fernández viajaba y era casa.

Hoy sus amigos nos sentimos sin tejado y sin suelo. Bajo la lluvia. E, incluso, así, Pedro señala el lugar más hermoso, donde escampa y otra vez se abre la luz.