Publicado originalmente el 7 de octubre de 2020 en Zenda.

Visito Moria. Ernesto Pérez Zúñiga

Refugiados y migrantes esperan ser registrados en el nuevo campo de refugiados temporal cerca de Panagiouda, el 12 de septiembre de 2020 AFP/Archivos

 

Visito Moria. No cojo un avión para hacerlo. Puedo ir desde cualquier lugar del mundo. También tú tienes esa posibilidad. Nada humano nos es ajeno. De hecho, podríamos ser perfectamente tú y yo los que estamos allí dentro. Juntos. Ayer. Mañana. Ya pasó otras veces. Los españoles refugiados en los campos del sur de Francia. Hace 80 años. Hacinados. Enrejados. En tierra extraña. Con la expectativa de una liberación que no llegaba nunca. Todo lo contrario: se complicó con la guerra que venía a Francia. Iban de una guerra a otra hasta que la segunda terminó. Luego, el vacío. ¿Qué podían construir con él?

     Construyeron esta Europa que se soñaba a sí misma solidaria, convencida, que apuntalaba fuertes democracias y leyes transpiradas por los derechos humanos tras la barbarie de los egoísmos nacionales. Nunca otra vez. Así es como lo decían, Moria.

     Qué decimos nosotros, los hijos y los nietos de aquellos europeos. Los bisnietos oyen nuestras palabras, miran nuestras acciones. Miran la isla de Lesbos. Qué hay allí. Un confinamiento. Después de estos meses de pandemia, quizás hasta parezca normal: un confinamiento dentro de otro, como una caja china o una muñeca rusa de seres que no pueden ser. Nosotros, sí. Ellos, no.

     Soy sirio. Soy dentista. Soy siria. Soy maestra. Soy profesor de literatura. Soy panadero. Soy bailarina. Soy un niño que aprendía en una escuela. Soy una niña que ya no es. Ayudo a mis padres a conseguir cualquier cosa cada día: comida, agua, medicinas, jabón. Soy un viejo. O una vieja. Soy una mujer o un hombre que me creía fuerte. Soy cualquiera y puedo tener tu rostro.

     La guerra, una guerra de la que Europa tampoco es inocente, nos expulsó de nuestro país. No te puedo contar el pasado. No puedo contar los muertos que quedaron atrás. El viaje hasta Moria. También nosotros sabíamos lo que era un «viaje de placer». También teníamos ese concepto. Es fácil perder un concepto para siempre. Solo tienes que viajar hasta Moria. Verte en una circunstancia como esta. Que te toque a ti perder el concepto «viaje de placer» para siempre. Vosotros los seguís haciendo incluso con el virus, en cuanto os liberan un poco. Os quejáis de vuestro encierro. No os podéis imaginar lo que es un encierro de verdad.

     Cuando viajamos a Moria, detrás había una esperanza: Europa. Nos tuvimos que conformar con contemplarla tras su propia frontera. Escondida. Agachada. Como tratando de que no la viéramos y perfectamente visible, ridícula incluso en su voluntad de pasar desapercibida. Cada día nos llegaban noticias de que algunos países acogerían a algunos de nosotros. ¿Os imagináis eso? Vivir en estas condiciones y oír que algunos de nosotros iban a ser acogidos. Por fin. Pues para eso vinimos. Para eso vamos los que huimos aquí o en cualquier punto del planeta y de la Historia.

     Eran tan pocos los acogidos, pasaba tanto tiempo, que nos fuimos olvidando. Con tanta tierra, con tantas ciudades que en Europa hay de norte a sur, de este a oeste. A veces nos partimos de risa cuando nos llegan noticias (porque sabemos leer, os lo aseguro) del abandono de las zonas rurales en España o en otras partes del continente. La España vacía. Nos imaginamos allí, en ese vacío, nos conformamos con poco. Nos partimos de risa y de dolor. Europa está vacía, sí, desde luego que sí. Toda Europa está apretujada en el campo de Moria.

     Europa era el campo de Moria. Vino el virus y Moria fue más Europa todavía. Para qué enumerar la reunión de calamidades que vivimos, como una concentración de plagas. Todas para Moria. También salen en los periódicos. Podéis leerlas. Pero las palabras se han convertido en algo que no vale nada. Las palabras y las promesas.

     Nosotros leemos esas noticias y las vivimos al mismo tiempo. Nos fuimos convirtiendo en expertos en la teoría y en la práctica. Hasta que nos quemaron el campo. Las llamas hablaban por nosotros (era nuestro inconsciente que deseaba salir de aquí) pero también hablaban por vosotros (era vuestro inconsciente que nos quería hacer desaparecer).

     Entonces nos habéis llevado a un lugar mucho peor. Se llama Kara Tepe. Nos habéis llevado porque todo esto sucede gracias a vuestros impuestos o gracias a las ayudas que dais a las organizaciones humanitarias. Gracias por traernos a Kara Tepe. No hemos viajado mucho. Nuestro «viaje de placer» ha sido breve. Seguimos en Lesbos. Es verdad que en el trayecto hemos visto grandes carteles de vuestros centros comerciales, publicidad de supermercados con ofertas en pescadería o en verduras, parecida a la que veíamos en Damasco. Es el colmo. Incluso hemos visto publicidad de ventas de parcelas y de apartamentos con vistas al mar.

     También las tenemos en Kara Tepe. Vistas al mar. Preferimos ir a la orilla a hacer nuestras necesidades porque las letrinas del campo son infectas. También, como vosotros, tememos al virus, aunque aquí, en esas letrinas, hay muchas otras enfermedades. De todas formas, miro un rato el mar. Una luz inmensa. No para de moverse. ¿Qué hemos hecho? Le pregunto. Y una ola llega a mis pies. Luego se marcha. Ella sola. Europa sigue inmóvil.