Publicado originalmente el 4 de noviembre de 2020 en Zenda.

Políticos españoles. Ernesto Pérez Zúñiga

 

‘El intruso’. 1969, perteneciente a la serie ‘Guernica 69’, de Equipo Crónica.

A quién le importa lo que pienso yo de los políticos españoles. Una respuesta fácil sería afirmar que, para empezar, a casi ninguno de ellos. Pero probablemente es una respuesta injusta. Caemos sin duda en la injusticia al generalizar nuestra opinión sobre los políticos, aunque haya razones evidentes para que esta palabra, «político», sea una de las más devaluadas de nuestra lengua. De hecho, a menudo se usa como insulto. Lo que le pasa a fulano es que es muy político, se suele decir, como sugiriendo con ello que es poco fiable, hipócrita, conveniente, amigo del provecho propio. O bien, ojo con fulana: se ha metido a política, como advirtiendo que le interesa el poder por encima de todo.


Sin embargo, varias generaciones de políticos -hombres y mujeres-, empujados por la sociedad de la que forman parte, han hecho de este país una de las democracias más importantes de Europa y, por tanto, un lugar excelente para vivir, pleno de derechos y libertades a pesar de lo que nos llueve con la pandemia. Es verdad también que varias generaciones de la misma estirpe -también con la complicidad de parte de la sociedad-  la han manchado con su corrupción. Y, con todo, en esta doble percepción de la política, en este vocablo ambivalente, la carga negativa parece prevalecer sobre la primera. Como si en política se metieran solamente los peores. O como si estas dichosas palabras, «política», «políticos», recogieran en realidad la sombra de lo que los ciudadanos nos negamos a ver en nosotros mismos.

Hagamos autocrítica. A los españoles nos apasiona la política. No es un pueblo indiferente al devenir de su Historia. El historiador Álvarez Junco explica cómo España va construyendo su identidad como país a lo largo del siglo XIX a partir de las guerras napoleónicas, las guerras carlistas y las revoluciones de final de siglo. En todas ellas, lo que llamamos pueblo tuvo un papel relevante. Es cuando comienza el tiempo de los políticos (liberales y conservadores) y, poco a poco, deja a ser el tiempo de los reyes (el Antiguo Régimen, para entendernos). Galdós, en sus Episodios nacionales, expresa como nadie el papel activo del pueblo en los cambios sociales, un pueblo asociado a la necesidad de libertad y de progreso, frente a la idea de populacho, entendida como masa destructiva, vociferante e inculta, obediente, manipulable. Afirma Álvarez Junco que, entre todos aquellos problemas con los que nació España -analfabetismo, pobreza, totalitarismo, aislamiento internacional-, nos sigue quedando arreglar el problema territorial, fuente de crisis constantes, a las que se añaden las crisis económicas, la crisis medioambiental y la crisis educativa y, en concreto, de lectura que tiene nuestro país.

A los españoles también nos apasiona tener la razón y criticar sin piedad a quien creemos desposeídos de ella: una crítica -que mal llevada al ejercicio político- pretende conducir a la destrucción del enemigo. Lo vemos a menudo en el congreso, aunque también vemos que esas razones apasionadas, con sus argumentarios, van cambiando según la necesidad práctica de los líderes de los partidos. Los ejemplos son muchos, recientes, a un lado y otro de las bancadas. Sánchez, para gobernar, se coge del brazo del íncubo que atormentaba sus sueños. Casado se arrepiente de su conciliación con la ultraderecha, cuando ya le quema el aliento que llevó complaciente en los talones.

En el siglo XIX, unos políticos eran liberales y otros eran conservadores. Unos pensaban en el progreso del pueblo, otros pensaban que el bien del pueblo consistía en mantener sus privilegios tradicionales, dando por hecho que la tradición es un privilegio privado de consecuencias públicas (frente a la democracia, que es un privilegio público con consecuencias privadas). Unos llegaron a pensar en la República (pensamiento que hoy día sigue causando escándalo), otros en alguna de las monarquías heredadas del Antiguo Régimen, la eclesiástica, la carlista, que provocó un par de guerras civiles, y la parlamentaria, que aún triunfa. Las dos Españas, que en realidad eran algunas más, se dibujan ya en el siglo XIX, rabiosamente pintarrajeadas por los nacionalismos que sólo quieren pertenecer a sí mismos, a su propia razón.

Defender la razón propia a toda costa es el cáncer de la política, porque el bien común es una síntesis de múltiples razones, no de una razón única. Eso representa la Constitución del 78, por muy mejorable que sea (a mí, desde luego, me lo parece), y el acuerdo de la Transición a la que contribuyeron políticos tan dispares como Carrillo y Suárez. Quisieron el bien común la mayoría de los políticos que se adhirieron a ella. Renunciaron entonces a tener una razón única, y compartieron y resumieron sus razones en el texto que sigue rigiendo nuestras leyes.

Razones únicas, sin embargo, se devastaron unas a otras en las guerras del XIX. La Civil del 36 fue la más desgraciada de todas, pues allí el sueño regenerador de la República -con todos sus defectos primerizos- fue cuestionado, primero, por el sueño de varias revoluciones surgidas en una sociedad partida por la pobreza y aplastado, después, sangrientamente por los herederos del Antiguo Régimen, que declararon la guerra a la incipiente democracia e instauraron bajo palio la dictadura en España.

¿Se da cuenta Abascal, cuando se pone se pone un morrión del siglo XVII para hacer propaganda electoral que está convocando metafóricamente otra vez la retórica imperial de un tiempo, resucitado por Franco, en que, sencillamente, la democracia no existía? ¿Se da cuenta la derecha de nuestro país de cuánto ha abusado de este tipo de mitos anteriores a las ideas democráticas? ¿Se dan cuenta Torra y Puigdemont de que su nacionalismo hunde sus raíces en ideas míticas similares, enfocadas en un territorio de menor extensión?
Razones únicas nos siguen devastando hoy día, cuando en plena pandemia, nuestros políticos insisten en la confrontación y hacen amagos de sacar provecho electoral de la división y de la desgracia.

La democracia no consiste en votar a un gobernante -el voto no es más que una de sus herramientas-, sino en la responsabilidad comunitaria de gobernarse a uno mismo, delegando nuestro poder público en el poder político (y en el poder de los jueces). Pero ni la ultraderecha ni la ultraizquierda han querido nunca un poder de razones múltiples. No parecía quererlo Iglesias cuando enseñaba los dientes bolivarianos antes de llegar al gobierno, donde se ha sosegado, aunque no por completo. No lo quiere ninguno de los ciudadanos que claman por un poder que imponga la razón única a los demás, en Cataluña, a la que supo también representar el partido de Rivera, hasta que, en el exceso de su razón propia, perdió el norte y el centro; en el País Vasco -que tiene un partido con olor a sangre-, expulsando a los impuros, o en Madrid, cuando desprecia a los discordes. No lo quieren los totalitarios de cualquier grado: no quie-ren democracia, ni esa tolerancia positiva de la que hablaba Thiebaut que consiste en comprender al otro en lugar de soportarlo (hasta que llegue el momento de quitarlo de en medio).

Hagamos críticas constructivas. Censuremos a los políticos que ejercen el poder atendiendo a sus propios intereses, al del gobierno de turno y, por supuesto, y casi por encima de todo, al partido al que pertenecen. Para ellos -y ellas- el ciudadano es lo último: una consecuencia de su poder, más que la razón (múltiple) del mismo.

Denunciemos la corrupción de los partidos de cualquier sigla cuando ejercen el poder, con el lamentable caso que ahora tenemos delante de los ojos, bautizado Kitchen, para mayor vergüenza del último PP. La corrupción parece un daño colateral de la Democracia pero, en realidad, es un monstruo interno que ha tratado de devorarla y del que han sido y son cómplices otros muchos ámbitos sociales.

Cuestionemos a los presidentes que cambian radicalmente de opinión obedeciendo a argumentos prácticos o de gobernabilidad, sin darse cuenta de que en nuestros tiempos de crisis necesitamos, más que nunca, creer en el poder público al que ha hemos otorgado nuestro poder individual. Pues, enfrente de esa confianza democrática, solo nos esperan fragmentaciones que el totalitarismo naciente devorará como si fuesen canapés.

Analicemos qué papel desempeñamos cada uno de nosotros en los mismos escenarios, cada uno con su nivel de responsabilidad. Preguntémonos hasta qué punto nos estamos implicando en la construcción del bien común, además de en nuestros intereses particulares.

Y celebremos nuestra Democracia, que será más fuerte si participamos en ella cada uno desde nuestros oficios y dones. Es más, ce-lebremos nuestra socialdemocracia, una de las más avanzadas del mundo, insisto, en derechos y libertades.

Celebremos a los políticos de cualquier sexo y condición que dedican su vida a ser servidores públicos trayendo conciencia, justicia y concordia, y respuestas a los problemas de nuestro tiempo, en lugar de nuevos problemas. A los que saben que este país pertenece a algo más amplio que los conceptos anquilosados de nación y frontera, incluso más amplio que el concepto de esta Europa a la que por fortuna pertenecemos.

La naturaleza -lo que somos esencialmente-, espera nuestra respuesta cotidiana y urgente. Y también cada persona que necesita hoy nuestra solidaridad dentro y fuera de nuestro país.

Celebremos a los políticos que trabajan, en estos tiempos de pandemia, en contra del miedo, a favor de la salud y la sostenibilidad económica y social, haciendo encaje de bolillos para que el con-trol del virus no se convierta en un control consolidado de las libertades.

Celebremos a los ciudadanos (vivan en ciudad o en pueblo) que hacen lo mismo.

Este mundo sigue pendiente de nuestra evolución ética, ecológica, educativa y cultural. Nuestra Democracia todavía nos espera.