Publicado originalmente el 2 de diciembre de 2020 en Zenda.
El milagro musical. Ernesto Pérez Zúñiga
Hay que darle espacio a la voz, creo que esa es la clave, mi querido Adolfo García Ortega, compañero de este viaje. Cabalgar tiene su ritmo, ya sea al galope o al trote. A lo mejor te ha pasado lo mismo que a mí otras veces: un texto no funciona porque no tiene música. Digamos que, en principio, venía con todo lo necesario: una buena historia y palabras precisas, por ejemplo, pero le faltaba esa misteriosa melodía interior que casa el universo de las palabras. La voz. Por ella reconocemos a los autores por muy diferentes que sean sus libros publicados. Hay algo, un tono del decir, un matiz difícil de definir pero característico que a todos nos identifica. Música del alma, precisaba Pitágoras y luego tantos neoplatónicas. Música del alma que se convierte en voz.
O en voces. Cuando hace veinte años me preguntaron por cuál era mi poética, contesté, entre otras cosas, algo que me sigue pareciendo verdadero: cada emoción tiene un ritmo propio y este ritmo desemboca en una forma específica en cada texto, sea poema o novela. Entonces pensaba, por ejemplo, en Monteverdi, quien había desarrollado su teoría musical dando estructura melódica a la melancolía, al arrobo amoroso o al ardor guerrero. No era consciente todavía que el ancestro literario que más quiero, ya sabes, Ramón del Valle-Inclán, había dicho lo mismo y con las mimas palabras hace más de un siglo.
Ahora ando estudiando otra vez uno de sus libros, La lámpara maravillosa, y en él hay un capítulo dedicado a lo que él llama «El milagro musical», donde compara al poeta con aquellos creadores de monstruos mitológicos que combinaban alas de águila y garras de león en busca de una expresión inédita. «Algo semejante acontece con las palabras», dice Valle. «El poeta las combina, las ensambla, y con elementos conocidos inventa también un linaje de monstruos: el suyo.»
¿Cuáles son las voces de ese linaje de monstruos? Solo hay que leer nuestros libros para descubrirlas y, si uno nos parece fallido, es porque no hemos dejado que se libere lo suficiente el rugido melodioso del monstruo de turno, que no tiene por qué ser un fantasma terrible o un Bartleby (más quisiera), pues vale cualquier criatura que, como en aquellos cuentos antiguos, transformaban la bestia aparente en el héroe que esperaba.
Esa labor de alquimia es seguramente una de las funciones de la literatura. Y tanto tú como yo y tantos escritores sabemos que solo desemboca en el papel sobre la marcha procelosa y minuciosa de la escritura. Que la literatura no trae la voz de la que somos conscientes sino aquella que aleteaba en la sombra, por mucho que nos perteneciera. Valle, en «El milagro musical», lo afirma así: «Todo se halla desde siempre en nosotros, y lo único que conseguimos es ignorarnos menos. (…) El secreto de las conciencias sólo puede revelarse en el milagro musical de las palabras».
Es decir, aunque durmiera en alguna parte de nuestros secretos, estaba aguardando ese trabajo de transformación interior inevitable que acontece cuando atravesamos la escritura de un libro desde la primera frase hasta su punto final. Lo diré de otra forma: cada aventura tiene su música. Cuántas nos esperan aún en la escritura y qué habremos hallado al término de cada una de ellas.
«El poeta es un taumaturgo que transporta a los círculos musicales la creación luminosa del mundo», decía Valle. Y también:
«Las artes literarias dan la sensación de no haberse definido aún, y de luchar por ser. Aparecen como largos caminos por donde las almas van en la exploración de su mundo interior.»
Sostengo que, por suerte, no acabarán de definirse nunca y que siempre dependerán del ejército de escritores que, desde cualquier rincón del planeta y de la historia, vamos hilando de dentro afuera, en pasado y en futuro, la inmensa red de araña del sueño de la ficción.
Uno de los mejores amigos de Valle-Inclán, Rubén Darío, nos exhortaba: «Ama tu ritmo, y ritma tus acciones». Y en el prólogo del libro al que este verso pertenece, Prosas profanas, se explicaba de la siguiente manera: «como cada palabra tiene un alma, hay en cada verso, además de la armonía verbal, una melodía ideal. La música es solo idea muchas veces».
Esto es: del alma (o como queramos llamarla) a la idea (si queremos llamarla así), y de la idea a la música de la escritura, pues solo aparece escribiendo y después de cultivarla silenciosamente durante meses o incluso durante años. La voz de la escritura nace del barbecho tenaz de la vida, sujeto, inevitablemente, a las inclemencias y regalos y descubrimientos de las estaciones. Luego esa voz habrá de vibrar en los cristales de la imaginación de cada cual y, de allí, destilarse en las palabras.
Otro amigo mío, Juan Malpartida, lo dice así a través de Alonso, protagonista de una excelente novela, Señora del mundo, recién publicada y pletórica de voz: «el que escribe trata de fundirse con lo específico de su fraseo, con el ritmo de la prosa, con la configuración de sus personajes».
En fin, querido Adolfo, tengamos voz y a mucha honra. Y, como quería Cervantes, ladren porque cabalgamos. A nuestro ritmo.
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