Publicado originalmente el 8 de enero de 2020 en Zenda.
Séptima entrega en la que dos escritores exponen su punto de vista sobre un mismo tema. Pérez Zúñiga y García Ortega, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos cada primer miércoles de mes en pos de un único destino: la literatura.
El rostro. Ernesto Pérez Zúñiga
El rostro de la amada o del amado. El rostro de Laura (Gene Tierny) en el cuadro mientras el detective (Dana Andrews) pasea inquieto por la habitación donde investiga su muerte. El rostro misterioso y magnético que le mira desde la pintura con el enigma de la vida y del amor. El rostro de la persona desconocida que, de repente, irrumpe en el apartamento y, para sorpresa del detective, solo del detective, tiene los mismos rasgos que la mujer del cuadro. Los rostros que vamos a amar siempre descubren nuestra ignorancia.
Nacemos al rostro. El rostro es un nacimiento. El rostro tiene infancia, madurez, vejez y vacío.
El niño quiere ser el rostro de un héroe: John Wayne, por ejemplo, Ringo Kid cuando se interpone en el camino de la diligencia y blande su rifle y lo hace girar en el aire mientras sonríe con la seguridad de alguien que ha decidido vivir sin miedo.
Cuántas veces, en cambio, el adulto ha acabado escondiendo el rostro de un monstruo en el laberinto que ha ido trazando con su vida. El rostro del Minotauro vive dentro del alma de Teseo. Me acuerdo del rostro de Orson Welles en Macbeth, cuya expresión se va transformando en la exploración del destino que él mismo va creando con su ambición, con su crueldad. Un rostro que las brujas han sabido leer primero que él mismo. Y que le recitan en la cara, y que él, desde entonces, sigue al pie de la letra.
Grandes narradores han investigado en el rostro que queremos esconder. El de Hyde cuando Jekyll se mira al espejo. El que envejece y se envilece en el cuadro de Dorian Grey mientras nos vamos de fiesta con caras de niños guapos.
Los poetas místicos ansiaban un rostro misterioso, que se había impreso en la Sábana Santa. Borges, que era místico a su manera, escribió: «El rostro no es el rostro de las láminas/ (…). No lo veo/ y seguiré buscándolo hasta el día/ último de mis pasos por la tierra». San Juan lo encontró subiendo por la interior escala, con ligereza de amor, con suavidad de arder. Para los místicos, Dios no tiene rostro porque de Él nacen todos los rostros. «A Dios nadie lo ha visto jamás», dice el cuarto evangelista. Pero todos los rostros le pertenecen. Empezando por el rostro de Eros, que también es un rostro sagrado.
Cuenta Apuleyo cómo Psique, su amada, trató de descubrirlo en la oscuridad de la noche acercándole una lámpara de aceite. Una gota ardiente cayó sobre la piel del dios dormido, quien al despertar tan bruscamente huyó para enseñarnos que el rostro divino solo se puede amar en la oscuridad.
En la luz está el rostro del otro: el que afinamos y definimos con nuestros ojos: el de nuestra pareja, el de nuestra madre, el de nuestros compañeros de trabajo, rasgos que van recogiendo una historia genética y también la historia invisible de un interior muchas veces solo vislumbrado.
Pocas oportunidades tenemos para contemplarlos con detenimiento, sin que el propietario del rostro se sienta molesto o insultado. Por eso recurrimos a los cuadros de los museos y a las fotografías de los libros, sabiendo que en esos rasgos se funden de alguna manera también el del pintor o el del fotógrafo. Ocurre cuando Velázquez y Bacon, en su terrorífica versión, retratan a Inocencio X. Y, doblemente, en el autorretrato de Van Gogh. El autorretrato de un alma. El autorretrato de un sueño.
Nuestros sueños son cruzados por centenares de rostros: gente conocida o confusa, apariciones, criaturas que parecen venir de los bestiarios medievales, y de pronto un rostro nítido y afín, pero perfectamente desconocido.
Me hace pensar en el rostro entrevisto por cada uno de nosotros desde la infancia: el que está en la misma vertical que nuestros ojos y del que apenas entrevemos la punta de la nariz (un apéndice carnal al que nos hemos acostumbrado tanto que nos resulta transparente como un fantasma). El rostro que sabemos nuestro y que los demás ven de manera diferente a como nosotros nos hemos acostumbrado a imaginarlo y a verlo en el espejo, mejorándolo tanto como podemos con imperceptibles movimientos musculares. Mientras los demás hacen lo mismo: nos ofrecen el suyo, que ellos piensan levemente, particularmente distinto.
Solemos estar seguros de que nuestro rostro es verdadero y que aún en nuestro interior hay otro más verdadero todavía que permanece oculto y acaso no por completo comprendido. Y todos vamos enseñando nuestro rostro por la vida, el rostro que solo pueden ver los demás, pensando que solo lo podemos ver nosotros.
Pienso en el rostro de una bandada de pájaros, que para los humanos resultan idénticos.
Recuerdo los rostros del metro de Japón, del metro de Nueva York y de Londres, y el de Madrid, por supuesto.
Visito el rostro misterioso del espejo, donde se reproducen todos los que fuimos y seremos como en un loop infinito.
Atisbo el rostro inscrito dentro de nuestros ojos.
Y siento que todos los rostros son el otro y que todos los rostros son el mismo.
Cada uno como si fuera diferente y al mismo tiempo único. Cada uno dueño, como decía Valle-Inclán, de un solo matiz.
Nuestro rostro.
El que asoma en este instante para leer y dar sentido a esta sucesión de caracteres.