Publicado originalmente en Zenda Libros.
Ya que los jóvenes callan, habrá que seguir dejando hablar a Valle-Inclán. En un mundo literario que tiende a estar dormido, a plantar semillas hueras con los libros, a convertirse a sí mismo en espectáculo de un día o de un año, reconforta una y otra vez leer las palabras del maestro. Declaraba en torno a 1930: “Voy a publicar el próximo mes de marzo una obra contra las dictaduras y el militarismo (…). Ya que los jóvenes callan, es cuestión de que lo hagan los viejos por ellos.”
Lo recoge la maravillosa publicación que la Biblioteca Castro dedica a las Obras completas (V, Teatro y poesía) de Valle Inclán, en la ejemplar edición de Margarita Santos Sanz. Qué gozo leer los trabajos introductorios a cada una de las obras que recoge este volumen, tan eruditos en los contextos históricos como eficaces al desenterrar las claves creativas. Pero, sobre todo, qué gozo recorrer, una tras otra, desde Divinas palabras a Martes de Carnaval, pasando por Luces de bohemia, las sendas que conducen a una de las cumbres de la literatura mundial del sigo XX y, desde luego, el Everest de la literatura española contemporánea.
Se trata, ni más ni menos, de la fascinante historia de la creación del esperpento, del análisis y sublimación de la sociedad española, trasladada a un lenguaje literario único y convertido en categoría estética universal.
Obra a obra, el lector puede comprobar cómo el lenguaje se depura y cuánto los aguijones se desatan. La frase se adensa y la palabra adquiere consistencia de cristal cóncavo o de lupa, de manera que las imágenes llegan a nuestro cerebro achispadas de realidad. ¿Y qué realidad es esta? La de una España hambrienta de provecho, ridícula de conveniencias, política sin puntos cardinales, a la que suenan las castañuelas de los huesos y las telarañas de la mente, donde se maltrata la voz profética de los poetas, llámese Max Estrella (Mala Estrella) o Valle-Inclán.
Se trata de un teatro apenas representado en su tiempo, ninguneado por el éxito, y que Valle escribía con la intención, cada vez más depurada, de que fuera leído. Es algo que los lectores podían comprobar en la perfección y audacia literaria de las acotaciones, y en la libertad creativa de estos libros, tanto en prosa como en verso, donde el autor (que un día afirmó: “acaso la gran novela española empieza en La Celestina”), con firmes raíces en la tradición, buscaba el aire de un género nuevo y, con seguridad, la apertura de fronteras entre el teatro y la novela. “Quiero que mis personajes se presenten siempre solos y sean en todo momento ellos, sin el comentario, sin la explicación del autor”, aseguraba Valle-Inclán. “Conduzco a los personajes al destino trágico, pero me valgo para ello del gesto ridículo”.
Así, en paralelo a otras corrientes expresionistas de la época, Valle iba afinando el esperpento, un género que tenía el doble mérito de convulsionar la mediocridad literaria y de sacudir la docilidad social. Al publicar Farsa y licencia de la reina castiza, se la manda a Alfonso XIII con las siguientes palabras: “Señor: tengo el honor de enviaros este libro, estilización del reinado de vuestra abuela, Isabel II, y hago votos porque el vuestro no sugiera lo mismo a los poetas del porvenir”. ¿Cuántos hoy se atreverían a hacer algo parecido, renunciando a las prebendas del poder?
“¡Tac! ¡Tac! ¡Tac! Don Gargarabete,
bajo las sombras del paseo,
surge con un fausto taconeo
y el bastón en un molinete.
¡Tac! ¡Tac! ¡Tac! Don Gargarabete”.
Así despacha Valle el retrato de un cortesano. Un hombre, un hombre fatuo y ridículo, se convierte en un sonido seco: ¡Tac! ¡Tac! ¡Tac! Esta es su marca. Esta es la única huella que va a dejar su paso por la vida. ¡Tac! ¡Tac! ¡Tac!
El ser sin alma, en el esperpento, acaba estilizado en un pelele, en un muñeco que cacarea lleno de ruido y de furia —podríamos decir al modo de Macbeth—, y que no significa nada. O poca cosa. Valle, que tan bien conocía a Shakespeare, teoriza su búsqueda estética disminuyendo el tamaño de los héroes, hasta convertirlos en los protagonistas de su teatro de sombras y siluetas. “Mi musa moderna / encarca la pierna”, declara armonizando paradojas y contrarios, haciéndolos convivir con naturalidad tanto en su teatro (pensemos en la mixtura de personajes grotescos y trágicamente golpeados por la sociedad en Luces de bohemia) como en su obra poética (donde rimas imposibles enfocan el sentido de cada verso, de manera tan sorprendente como reveladora).
Esta pasión por volcar en un teatro renovado los aspavientos de la realidad de su tiempo culmina en la trilogía que conforma Martes de carnaval, retrato de la corrupción y la falta de ética en la sociedad española, en todos los niveles, desde el pícaro al militar. Una de las obras del tríptico, La hija del Capitán, censurada y retirada por la dictadura de Primo de Rivera, se atreve a esperpentizar al propio dictador. Recordemos que es la época en que publicaban sus libros los poetas de la Generación del 27, por entonces todavía tibios con sus ideas políticas. Es en este contexto donde la cita que encabeza esta reseña se vuelve especialmente significativa: “Ya que los jóvenes callan”.
Pero Valle no pretendía hacer una mera crítica social, sino lograr una nueva dimensión estética y ética a través de la literatura, como refleja el diálogo entre don Estrafalario y don Manolito en Los cuernos de don Friolera. “Mi estética es una superación de la risa y el dolor, como deben ser las conversaciones de los muertos al contarse las historias de los vivos (…). Yo quisiera ver este mundo con la perspectiva de la otra ribera”.
Hay aquí una posición de la conciencia inaudita en la literatura y, se podría decir también, en la filosofía española del momento, con las resonancias espirituales que Valle había definido en uno de los libros más hermosos de nuestro idioma, La lámpara maravillosa, y también en su obra poética, especialmente en El pasajero, libro que en esta edición se puede leer tal como se publicó en su tiempo, y no en la versión que encontramos en las Claves líricas, donde Valle acabó reuniendo y reconfigurando sus tres libros de poemas (Aromas de leyenda, El pasajero y La pipa de Kif). Haber publicado estos tres títulos singularísimos, pletóricos de conocimiento y divertidos de hallazgos, en sus versiones originales y antecedidos por el estudio crítico de Rosario Mascato Rey, es otro de los aciertos de este volumen.
“Cada cual tiene el poeta que se merece”, dice Don Estrafalario en Los cuernos de don Friolera. Valle, sin duda, aludía a España, que durante muchos años no estuvo preparada para comprenderle a él. También afirmaba Don Estrafalario: “Toda la literatura es mala”.
Creo entender que señala la literatura de palabra muerta y complaciente, escrita para los museos académicos o para el aplauso periodístico, y no para la vida. Para la vida se escribe otra cosa, algo que no existe y que es necesario traer a la palabra, algo, por esto mismo, vivo, una palabra poética, tensa de sentido, que en el caso de Valle hallamos tanto en su obra en prosa como en su obra en verso, y en cualquier género.
“Toda la obra de Valle Inclán es un sabotaje literario —asegura Greenfield, en uno de los testimonios críticos recogidos por Margarita Santos Sanz—. Lo saboteado es la literatura convencional, así como los valores de la sociedad que la engendra”.
Resulta prodigioso constatarlo en un tiempo como el nuestro, donde una buena parte de los escritores parece no querer otra cosa que recibir los halagos de la sociedad a la que pertenecen.
En una entrevista de 1932, Valle dijo: “Si yo supiera, si yo intuyera cómo podría ser la literatura del año 2000, ya la estaría escribiendo”. No podía adivinar Valle Inclán que tantos creadores del año 2000 habrían renunciado a la aventura literaria y a exprimir poéticamente el jugo de la vida, de la sociedad y de la Historia. No podía ni imaginar Valle-Inclán que la literatura más audaz y lograda del año 2000 todavía seguiría siendo —junto a algunas excepciones de mucho mérito— la que él escribió.
Bravo!!!!! Buenas letras, mejor fondo. Es la literatura para la vida, no la vida para la literatura.