Fotografía de la Agencia Efe

Escrito por Fernando Larraz y publicado originalmente en la Revista Contrapunto.

No cantaremos en tierra de extraños, la anterior novela de Ernesto Pérez Zúñiga (Madrid, 1971), estaba protagonizada por dos combatientes republicanos refugiados en Francia tras la guerra civil que realizan una peligrosa y romántica operación de incursión en la España de 1944. A estos dos amigos, Ramón Montenegro y Manuel Juanmaría, los volvemos a encontrar, ya mayores, regresados a España y en plena Transición, en Escarcha. El primero es abuelo del protagonista, de nombre Manuel en honor al viejo camarada Juanmaría, aunque lo conocen por la apócope de su apellido, «Monte». Monte vive en Granada, a la que se refiere metafóricamente como Escarcha para significar su quietismo provinciano. La novela es un relato del complejo y casi siempre escabroso camino de maduración hacia la adultez que recorre este chico a través de momentos clave: el abuso que sufre por uno de sus profesores, la muerte de su padre, la separación de la fe religiosa, el amanecer de la sexualidad, el desengaño amoroso, el descubrimiento de la literatura y también de la traición, de la violencia y, en general, de la ambigüedad moral de los sentimientos. En todo ello es alumbrado por el ejemplo de sus abuelos, no solo del paterno, ya viudo y siempre leal a los valores republicanos, sino también de los abuelos maternos, de su religiosidad bondadosa y de su inocente conservadurismo.

A Monte lo definen su despierta conciencia, la nobleza de sus sentimientos y la resistencia a permitir que estos se corrompan al madurar. Con los adultos tiene una relación conflictiva: no quiere parecerse a ellos porque sabe que ello implicaría punzantes renuncias, pero sabe que hay una cierta fatalidad que hace que la resistencia resulte inútil. Celebra, por encima de todo, el amor, la amistad y la poesía. Pérez Zúñiga derrocha habilidad para dotar a su protagonista de una dignidad inquebrantable que no merma el hecho de que, a veces, actúe con cierto aturdimiento, vacile en sus decisiones y sea incapaz de racionalizar el mundo cambiante a su alrededor y de actuar con determinación en él. Lo trascendental, sin embargo, es que es un joven grave y cabal que siempre va tras la justicia, la verdad y la belleza y que a través de ellas arriba, al final de la historia, en un simbólico baño iniciático, en la tolerancia y la compasión. En ese desconcierto que es crecer, Monte busca héroes literarios para tratar de evitar perderse y ahí aparecen Baroja y Lorca, entre otros.

Al igual que en No cantaremos en tierra de extraños, el elemento maravilloso está presente, aunque más sutilmente. Lo busca Monte para explicarse aquello que le ocurre: mitifica a su difunto padre, cuya presencia cree descubrir constantemente, realiza actos paganos, fetichiza como símbolos algunos objetos cotidianos… Hay una necesidad en él de no perder cierta conexión telúrica con el universo y de ahí su relación con Paula, una lejana pariente del pueblo de sus abuelos. Monte se afana en experimentar la realidad de su mundo y en evaluarla con rigor, también con equidad, aunque esto le produzca dolorosos desgarros cada vez que se topa con la poquedad y mezquindad. Sin embargo, en Monte siempre hay un resto de piedad hacia las limitaciones humanas. Ello no obsta para que la novela haya abordado sin tapujos vicios sociales cuya crítica, si no es el objetivo de la narración, deviene elemento clave para la estructuración de la sensibilidad de Monte y, sobre todo, para la caracterización de un tiempo en nada idealizado: la hipocresía católica, la formas de violencia sexista, la atávica homofobia o la vigilancia de un tradicionalismo ortodoxo, junto con elementos clave en la formación de la generación de Monte (el poder devastador de las drogas, por ejemplo), tienen presencia fundamental en estas páginas. Para conseguir este complejo retrato personal y generacional, Pérez Zúñiga ha poblado el universo del protagonista con un prolijo coro de personajes dotados de hondo aliento que dotan de autenticidad al mundo de Escarcha y de identidad a Monte.

Lo dicho basta para valorar Escarcha, sobre todo por su equilibrada sensibilidad, como una novela excepcionalmente hermosa e intensamente literaria. Un texto que supera inteligentemente la falsa antinomia entre idealismo y realismo, una novela de formación que huye de fáciles moralismos, en fin, una novela de lectura muy perdurable.