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Reseña escrita por Alfonso Salazar para Infolibre.

La novela de aprendizaje, a la que se aplica el germanismo de Bildungsroman —es decir, en la que un personaje evoluciona, se forma, se educa en el paso de la niñez a la juventud— es una práctica que cultivaron autores como Jean PaulMann Hesse en la tradición alemana y de la que es ejemplo estadounidense la muy gamberra y clásica novela El guardián entre el centeno de Sallinger. Aunque de la tradición alemana procede la línea fundadora —al menos fue la tradición que acuñó el término— es en las novelas de aventuras donde podemos rastrear ese paso liminar del adolescente que crece, como le sucedió a Jimmy en La isla del tesoro, a Huckleberry Finn, Tom Sawyer, David Copperfield —y a Harry Potter, claro—. Estoy convencido de que Escarcha debe a ambos mundos su existencia: a la tradición de las aventuras de adolescencia y a la introspección del crecimiento, a la reflexión que aportó la tradición alemana al género.


Escarcha es una ciudad muy reconocible en un tiempo muy memorable. Así, Escarcha es más que una sencilla novela de aprendizaje y pasa a ser una novela para una generación, para la generación de los chicos y chicas que lo fueron en los ochenta y ahora andan cincuentones. Las ciudades medianas se parecen mucho a los barrios, por ello, raro es que las identificaciones del lector puedan sustraerse al ambiente narrado por Ernesto Pérez Zúñiga, a los hitos, los rumores y los hechos que jalonan el crecimiento de Manuel Montenegro, quien entra niño en las primeras páginas y saldrá a punto de alcanzar la razón de los adultos en las últimas, tras avatares, lutos, abusos, alegrías, besos y mucha amistad.

Monte, Manuel Montenegro, es hijo de una tradición instaurada por el propio Ernesto Pérez Zúñiga. La familia de Monte hunde sus raíces en Santo Diablo y en Nunca cantaremos en tierra de extraños, dos novelas anteriores del autor, donde se traza una línea genealógica diáfana que lleva desde Ronda hasta Granada —ambas ciudades entre la fantasía y la magia, apenas nombradas, totalmente identificables— señaladas por la conmoción de una guerra civil y el exilio como cicatrices familiares, como señales del pasado que condicionan el futuro de los personajes. Entre ellos, los abuelos que provienen de ambos bandos, los que se enfrentaron cuarenta años antes; donde aparecen amigos de los vencidos que vuelven de Francia en la esperanza de que esta España fuese otra España. Entre ellos, los curas que controlan la educación y la formación; los profesores, los inolvidables y los que quisiéramos olvidar; los padres y madres, aprendiendo cada día; los amantes que viven horas a escondidas, un par de veces a la semana; los hermanos, tan parecidos y tan diferentes; los delincuentes, tan cerca y tan lejos. Y los amigos, porque Escarcha es un canto a la amistad, a ese soporte que sujeta a los individuos en la edad en que la familia se diluye, en la edad en que el héroe que todos somos —y la heroína— sale al mundo y comienza a andar y nadar por su cuenta: es entonces cuando los amigos iluminan y apagan los pasillos de la adolescencia, ayudan y hunden los pasos en ese mundo nuevo donde se comienza a jugar a ser adulto.

Yo viví en Escarcha, y usted también lo hizo. Era una ciudad de silencios y pactos, donde solo se podía confiar en los amigos, donde los peligros acechaban en la noche y la calle, donde los colegios olían a incienso, a sudor y madera vieja; una ciudad con bares embozados llenos de humo y risa; una ciudad que reside ahí, al fondo de la infancia, con un pie en la juventud. Una ciudad que ya no existe pero que todos recordamos.