Di7_Up9XoAErIfM

Escrito por Guillermo Busutil y publicado originalmente en La opinión de Málaga.

Lo conocí de niño. Tenía un tercer ojo en forma de verruga en la frente, y seguro que ya guardaba un tesoro sobre el que escribir un día una maravillosa novela sobre Granada, la forja entre la imaginación y la experiencia, y los amores con los que cada uno se convierte en un ensayo del deseo. No se llamaba todavía Monte, e ignoraba yo que le fascinase el río de Oro -al igual que a mí, nazarí del barrio que se derrama en sus aguas de lágrimas de Aynadamar- y también sus pasadizos que conducen clandestinamente al corazón de la Alhambra. Tardé años en descubrir que aquel escritor maestro en esgrima literaria de Tartini, y en la música con la que sucede toda la magia en el lenguaje narrativo y sus posibilidades de encantamiento, el mismo que acariciaba la culata de su revólver frente a la pantalla del oeste a cuyos desiertos lo llevaba su padre, el que un día cruzó la frontera como su abuelo para salvarle el amor a un amigo del que conoció la bala de su muerte, era el pequeño Ernesto. El hijo del hombre con el que en mi juventud brindaba por la literatura, la vida y las mujeres, y que ahora escribe novelas por las que montar a caballo con la dignidad erguida; en las que ser un argonauta en los goces de un hammam; el rebelde eterno de cualquier república cuya única bandera sea la libertad, la lealtad y las estrellas con nombres árabes.

Un Ernesto Pérez Zúñiga que en su última novela Escarcha -ese resbaladizo vello de frío blanco que todavía, de vez en cuando, cubre la piel de invierno de Granada- demuestra su magisterio en atmósferas, en armar universos cruzados cada cual en sus destinos, y vidas que suceden dentro de otras y en los márgenes donde sucede la infancia y la adolescencia como un relato siempre mítico en la memoria. Tanto en la sentimental sobre la que dice el padre de Monte, el protagonista, de la que al morir sólo nos examinarán de amor, como en la que va conformando la manera de mirar el mundo igual que una narración tejida de espacios de silencios, de luces, de sombras a las que hacer frente, de lecturas que nos dejan un tatuaje Stevenson, London, Joyce o García Lorca, según las edades de la piel donde exhibirlos. Son las raíces del poético talante de esta novela de talento que desgrana a ritmo de músicas, entre las que suenan Supertramp, Queen y Stefan Grappelli, los ritos iniciáticos del deseo, el descubrimiento de que «besar es beber un mordisco de carne», la liturgia del duelo, el choque entre la lealtad y la traición, los libros como espejo de la identidad cuya sexualidad a veces se desconoce.

Un daguerrotipo Marsé, pespuntado con personajes de las anteriores novelas y la ambición de ir construyendo la vida de un unicornio capaz de intuir lo invisible y de enfrentarse a un íncubo que roba la pureza. De fondo el latido de la Transición de una ciudad por cuya alma llora Santa María de la Alhambra, a la que poco le importa que descienda el Granada a pesar de tener en su delantera a Lalo Maradona. Un ídolo con el que Monte aprende que el fútbol es la mejor manera de entenderse con la gente fuera de casa. La enseñanza del padre, antaño sombra de la Mano Negra, y fascinante personaje como los abuelos de los bandos de la guerra, la madre pianista, y el profesor Robín, símbolo hoy tan presente de aquellos pederastas protegidos por los curas de los colegios de aquellos años de secretos familiares. No faltan en esta magnífica historia sobre el silencio de los abusos, la tropa inefable de la infantería emocional de los camaradas de peripecias en Granada y en Alfacar -metáforas de territorios emocionales y de una paz sellada- la escarcha sobre la moral de una sociedad en metamorfosis, igual que su héroe adolescente. El carnal protagonista del que reconozco una brillante y poética memoria existencial por la que he vuelto a pasear y a correr, a besar y a soñar, cruzándome a cada paso con aquel Monte que hoy es un escritor de letras grandes.