Publicado originalmente el 4 de diciembre de 2019 en Zenda.
Nueva entrega en que dos escritores exponen su punto de vista sobre un mismo tema. García Ortega y Pérez Zúñiga, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos cada primer miércoles en pos de un único destino: la literatura.
El espejo del héroe. Ernesto Pérez Zúñiga
El espejo del héroe es el temblor de un agua tranquila, antes de que lo engulla la turbulencia. La etimología de esta palabra que enciende nuestra imaginación está relacionada con la palabra “hora”. Y, desde el inicio, nos indica una misma suerte: la fugacidad, el tránsito.
Quizá no podamos pensar la fugacidad sin la hermosura ni la fuerza. Así está inscrito en los ciclos de las estaciones.
La estación más heroica es la primavera, cargada de potencia, con un pie en el esplendor y otro en la creación de algo que se recogerá en verano, caducará en otoño, morirá en el invierno y renacerá en el rostro de los nuevos héroes que traerá la siguiente primavera.
Los héroes son flores efímeras que, sin embargo, persiguen una gloria inextinguible. Homero los proyectó en nuestra psique para siempre en forma de canto. Y a su condición heroica unió, desde el principio, una flagrante humanidad. Los héroes no son dioses. Los héroes no tienen superpoderes. Los héroes solo alcanzan esa condición en el momento de un prodigio que resplandece y nace de la misma debilidad que a todos nos hermana.
La diferencia entre el héroe y los demás es que él o ella, la heroína, ha sabido responder a la llamada recibida. Una voz poderosa que nos sacude y que, de no ser atendida, se resbala delante de nuestros ojos para convertirnos en el más anodino y resignado de los seres.
Entre los clásicos, Aquiles quiso ser grandioso en su soledad. Y Héctor, asesinado por el afán de Aquiles, siguió un parecido impulso por defender la sociedad en la que vivía: la desdichada ciudad de Troya.
De estos dos arquetipos nace el resto: los héroes del sí mismo frente a los héroes del nosotros.
A ellos habría que añadir un tercero, representado por Ulises: el héroe que oculta su nombre para serlo. Y que, en lugar de decir «yo soy Aquiles, el destructor de Héctor» o «yo soy Héctor, el defensor de Troya», afirma con la misma rotundidad ante el Cíclope:
—Mi nombre es Nadie.
A partir de entonces Nadie es el mejor nombre del héroe porque, de hecho, el héroe o la heroína puede ser cualquiera. Aquel o aquella que, como describe Joseph Campbell, atiende la llamada, recibe una ayuda o una señal, emprende el viaje, supera terribles pruebas y regresa a la comunidad a la que pertenece para entregar un tesoro que mejorará su mundo y lo hará más consciente, más sabio, lo salvará de la muerte o de la decadencia que, en tantos casos, toma la forma de ignorancia.
Porque el verdadero héroe es el que nos hace saber.
El que toma el rumbo de su alma y regresa, como Jasón, con el vellocino ausente.
Cualquiera: el que se transforma y transforma sacrificando el yo de su estado previo.
En la soledad. En la ciudad de Troya. Ante el ojo cegado del Cíclope.
Frente al monstruo ciego, el héroe sabe ver; después avanza.
El héroe despierta en el espejo.
El héroe está en el instante.