Autor: Ernesto Pérez Zúñiga (Página 1 de 11)
El proceso se diría invisible. Cómo fuimos cambiando comodidad por independencia o reduciendo, como una luna obstinada en el menguante, la capacidad de visión. Lo he vivido desde niño. La tecnología en la locomoción, en la vivienda, en la informática lo fue llenando todo, para ayudarnos. Autopistas, centros comerciales, bancos y pensamientos. Mientras tanto, el campo alrededor de las ciudades desaparecía, se enlodaba, se cimentaba. La vega de los cañaverales se la comía a pedazos cualquier Titán especulador, camuflado en otro: un concejal de urbanismo, por ejemplo. En realidad, no importa quién porque la corriente es tan poderosa que se vivifica en cada uno de nosotros. Somos sus manos, sus ideas. Trabajamos para ella en cuanto nos descuidamos. La corriente. No únicamente para ella, por supuesto. También para generaciones visibles e invisibles de seres humanos. También para la misma Tierra, la corriente mayor que nos contiene. Pero esa corriente eléctrica y económica es tan sutil en su invasión que solo tenemos que dejarnos llevar. Bajar una aplicación atractiva en el ordenador y en el móvil. Pues mucho nos va servir en nuestro trabajo para alcanzar con rapidez conocimientos y tareas antes imposibles. O hará de nosotros el escaparate perfecto sin necesidad de alquilar un local en la avenida. Podemos incluso trabajar a distancia desde cualquier lugar del mundo, casi en medio de un bosque. Y protegerlo del fuego con un solo click. Y lo celebro. Y también me preocupa. Y me obligo a recordar: no soy la corriente comandada por negocios que sobrepasan mis capacidades contables. En cambio cada día me dejo hacer y abro cuentas aquí y allá.
No importa que me lo adviertan libros y artículos en cualquier rincón de la web o en los anaqueles de las librerías (ya no en los difuntos quioscos. Ni aquella señora que me cuidaba el perro antes de entrar en el mercado ni aquel tunecino que me guardaba el periódico camino del trabajo): el capitalismo de vigilancia, la explotación de los datos.
Los datos salen de mis dedos con la misma perseverancia procesional con la que los esclavos construyeron pirámides, murallas, palacios y los monumentos de los vencedores. Sirven a las empresas. Sirven a los gobiernos. Sirven a los que venden y a los que propagan su poder. Y sirven a mi deseo, nos sirven a nosotros: porque vamos cambiándolos por el provecho de nuestra curiosidad y necesidades en incontables asuntos, también en el de comunicarnos, libres se diría en apariencia y desde luego en contraste con otros países donde no hay alternativa posible a la sumisión expresa o al castigo.
Nunca fue una isla aunque quisiéramos creerlo: Europa. Atrapada por una historia de destrucción y una reconstrucción llena de derechos y esperanzas. Incómoda y obligada entre la vocación de conservarlos y no quedarse atrás en la carrera tecnológica.
Es el momento de la Sacrosanta Inteligencia Artificial, remedo de lo divino, sustituto de lo humano. No parece impactarnos saber cuántos oficios van a desaparecer, cuánta inteligencia humana va a tener que dedicarse a los lunes al sol. Se acumulan los argumentos a favor de los avances y logros que ya nos trae en la ciencia, en la salud, en la aeronáutica, en beneficio de una humanidad cruzada de brazos y que ya se va habituando a confesarse ante la misma máquina que posiblemente llegue a controlarla, siempre con un tono encantador y eficaz, hasta en las capas más recónditas del alma.
No parece impactarnos demasiado que la industria armamentística construya máquinas diminutas que se bastan con un geolocalizador para cazar personas, a condición de que tengan un teléfono activo. En el contexto de las guerras contemporáneas, es algo que ya está sucediendo.
Tampoco parece importar demasiado a la mayoría de los usuarios particulares cuánta energía necesita cada consulta al ChatGpt, o a DeepSeek, pues aunque éste gaste diez veces menos su uso se ha multiplicado y se multiplicará por diez veces más, y el coste será y ya es el mismo. Pero, para generar esa energía, hace falta, y lo seguirá haciendo en progresión equivalente a la implantación mundial de la IA, expandir por el planeta más plantas nucleares, fotovoltaicas, eólicas, terrestres y submarinas, y pronto celestes. Allá donde alcancen nuestros ojos, si es que los levantamos de las pantallas. Salvo en los lugares oficialmente protegidos con la ayuda de la misma IA. Mientras las islas de plásticos crecen en el océano, mientras nuevos arrecifes escupen ropa usada en las costas africanas, mientras afloran montañas de deshechos informáticos, mientras se degluten los minerales «raros» que alimentan las máquinas a cambio de «paz». Mientras los olivares y trigales de antaño se esmaltan de placas solares.
Todo como si fuese invisible aunque sea suficientemente conocido. Todo como si no comiésemos trigo ni aceite o estos pudieran venir solo de la multinacional garantizada. Estamos zarandeados por paradojas que escapan a nuestra capacidad de acción.
A veces me pregunto si, por eso mismo, hay una rendición inconsciente a una esclavitud llevadera, confortable, de pasar la vida bajo la distraída tutela de una conglomeración de vigilancias, como los ojos fragmentados de una mosca que se concentran en uno solo. Una mosca que se alimenta suavemente de la acumulación de los individuos que protege. Y para esa tutela total, para esa blanda esclavitud, no hay nada como el sueño de convertirnos en ciborg, de hacer parte de nuestro cuerpo lo que ya hemos hecho parte de nuestras costumbres, de culminar uno de los empeños de la civilización contemporánea: el alejamiento completo -aunque imposible en esencia- de la naturaleza.
A mediado del siglo pasado, Günter Anders alertaba en La obsolescencia del hombre acerca de los peligros de la sociedad tecnológica: «Los métodos como los que utilizaba Hitler son obsoletos. Basta con desarrollar un condicionamiento colectivo tan poderoso que la idea misma de la revuelta ni siquiera pase por la mente de la gente. (…) El condicionamiento producirá así una integración tal que el único temor -que debe mantenerse- será el de quedar excluido del sistema y, por tanto, no poder acceder a las condiciones necesarias para la felicidad. El hombre masa producido de esta manera debe ser tratado como lo que es: un ternero, y debe ser vigilado de cerca, como debe ser un rebaño. (…) Es increíble hasta dónde ha llegado la libertad de robar la Libertad (…). Al totalitarismo suave nada le gusta más que dejar con sus víctimas la ilusión de la autonomía o incluso de producir en ellas esa ilusión”.
El miedo a ser excluido del sistema. Gunter Anders escribía estas líneas casi 20 años antes de mi nacimiento. Qué diría hoy. Seguro mantendría la siguiente convicción: «Hagamos o dejemos de hacer, vivimos ya en una humanidad, para la que ya no vale el ‘mundo’ y la experiencia del mundo, sino sólo el fantasma del mundo y el consumo de fantasmas: sobre eso, nuestra ‘huelga privada’, nuestra abstención no cambia nada».
A pesar de ello, sigo conversando cada día conmigo mismo. Me digo qué debo cultivar y de qué fantasmas debo independizarme. Quizá no deban abstenerse de la IA ciertas personas y organizaciones que mejoran el bienestar de la humanidad y del planeta a través de la agricultura o de la ciencia o de la ingeniería o de los diccionarios o del arte que explora el uso de esta tecnología. Pero yo sí, y otras muchas personas ya lo están haciendo. Si pienso en un sueño colectivo, ese sería un buen pacto. La IA solo para aquello que redunde en el bien común, incluyendo en ese bien el del planeta.
En mi caso, renuncio a la comodidad que me ofrece en multitud de investigaciones y consultas. Me bastan los libros y el uso normal de Internet, pues necesito la reflexión, la imaginación y hacer el trabajo por mí mismo. No puedo delegar mi vocación sin destruirme, sin destruir lo que me hace humano. No puedo delegar mi voz interna, el ritmo de la escritura, la manera en que el inconsciente y la memoria alimentan una novela, un ensayo o un poema en su matrimonio mágico con la conciencia. Me abstengo, pues.
Hay, además, otra realidad que me invita constantemente a la abstención: la Tierra no cementada ni cableada, la Tierra no digital, la inmensa mayoría de la Tierra. Un solo almendro en flor en el ocaso.
Publicado originalmente en 142
«The Earth speaks. We are its tongue, though we do not know it. Not just us, of course—the birds, the trees, the rivers, and the wind as well. But we have forgotten. We are its ears, and yet we pretend to be deaf. We are deafened by the cities, where we visualize the shape and structure of our civilization. In it, we remain submerged and blind. How often, walking through Madrid, for example, do I glimpse the hills masked by asphalt and buildings, the streams buried beneath the sewers, the poplar forests now buried under the Paseo de la Castellana? By sharpening my ears and eyes, I can sense the soft tread of deer where the traffic roars».
You can read more in World Literature Today.
«El centro no es el ser humano, sino el planeta del que emanamos con la misma entidad que una roca, un arroyo, una hoja, un lince. Nuestra misión no es la bíblica de dominar y explotar el mundo -ahora a través de la robótica- sino respetarlo, comprenderlo, y vivir en él con armonía. Esa evolución de muestra conciencia resulta mucho más urgente que cualquier tecnología que podamos inventar. Nada de la naturaleza nos resulta ajeno. De la esperanza del geohumanismo puede surgir un nuevo Renacimiento. Nos lo está pidiendo a voces de huracán, a golpe de deshielo, y en el silencio de los desiertos progresivos, quien nos da la vida: la Tierra».
Publicado originalmente en El País
Se puede leer el artículo completo en este pdf.
«Situar el planeta en el centro de nuestra conciencia: esa es la revolución mental más acuciante que necesita el ser humano hoy en todas las naciones del mundo. En la educación, en la política, en el arte y, desde luego, en la literatura. Por eso cuando he leído El roman de la isla Bararida de Juan Carlos Méndez Guédez, me ha sacudido una fuerte emoción de esperanza y de belleza».
Se puede leer el artículo completo en este pdf.
Publicado originalmente en 142
«El humanismo renacentista quiso poner a nuestra especie en el centro del cosmos, para desarrollar todo nuestro potencial como seres divinos. Ahora resulta imprescindible y urgente que la Tierra, Gea, ocupe la posición que le corresponde en el centro de ese desarrollo. Un geohumanismo, por tanto, donde el ser humano se conozca como parte armónica de la Tierra, ni más ni menos que el resto de los animales, las plantas y las rocas. Ni más ni menos que las montañas, los bosques y los océanos. Todo desarrollo o progreso humano sin la Tierra es subdesarrollo y suicidio».
Se puede leer el artículo completo en este pdf.
Originalmente publicado en 142