Publicado originalmente el 1 de abril de 2020 en Zenda.
Microdecamerón. Ernesto Pérez Zúñiga
Al contrario que los personajes de Bocaccio, nos quedamos encerrados en la ciudad. Algunos de nosotros teníamos casas de campo, lejos de las calles contaminadas y de nuestra propia contaminación, pero no quisimos llevarla a los ancianos.
Nos contábamos historias de los pueblos.
Había una señora que siempre habíamos visto sentada al sol escuchando el río. La mujer recortaba las cortinas de su casa y con los pedazos fabricaba mascarillas que, al atardecer, en el silencio, dejaba en la puerta de los vecinos, para que salieran tranquilos a comprar el pan, que seguía viniendo en furgoneta desde el horno más cercano.
Los pájaros cantaban como nunca.
Muy poco más allá, campaban los corzos. Habían dejado de oír el zumbido de las carreteras, las voces por los caminos, y se acercaban confiados.
De noche, con los hocicos, llamaban a las puertas de las casas. Parecían preguntar.
Pensábamos que los peces harían lo mismo que los corzos. En su caso, habían dejado de percibir el roncar infinito de los motores que suelen recorrer los mares.
Comenzaron a acercarse hacia la costa.
Podían nadar hasta el confín de su propio mundo y balbuceaban sus incógnitas en la orilla con su boca diminuta.
Hablábamos de corzos y de peces porque sabíamos que era imposible contar las historias que estaban ocurriendo en el Palacio de Hielo, donde podíamos imaginar los ataúdes detenidos sobre un suelo congelado, y a la Muerte, de afilados patines, deslizándose entre ellos.
En realidad, la Muerte volaba de ventana en ventana, por los pasillos de los sanatorios atestados, por las habitaciones, por los pabellones. Mujeres y hombres, médicos y enfermeros, celadoras y limpiadores, trataban de cazar la Muerte volandera como tiradores expertos armados de escopetas.
Y al igual hacían los panaderos, los agricultores, los camioneros, los arrendadores de pisos, los fabricantes de ropa y de coches, los científicos, los profesores, los barrenderos, los escritores, los periodistas, los músicos, todos, todas disparaban a la Muerte.
Imposible nombrarlos, nombrarlas.
Hasta los yoguis disparaban a la Muerte.
Incluso los policías con sus pistolas reglamentarias, a pesar de distraerse con los chivatos de los balcones cuando denunciaban los besos de los enamorados.
Desde luego disparaban a la Muerte los políticos, algunos con mucha puntería, mientras otros aprovechaban para espantar a la población y establecer mecanismos para vigilarla de ahora en adelante.
Disparaba a la Muerte la gente sin hogar, que compartía su pan con los pájaros del parque prohibido.
Y la Muerte gemía de dolor, y tosía con las toses de los nuestros, y la Muerte tenía fiebre muy alta, tan alta que sus alas perdían fuerza y aleteaban con torpeza. Y supimos que muy pronto iba a derrumbarse sobre el suelo, en la noche de sombras. Y que, como una sombra, se iba a borrar.
Pensábamos que Europa también iba a caer, por egoísmo, al mismo ritmo que la Muerte. Y que igual pasaría con las naciones del mundo que obraran del mismo modo, e incluso con cada persona que así obrara.
Antes incluso de que volviéramos al campo y dejáramos de contarnos esta historia.
En el tiempo de después, cada uno de nosotros nos habíamos convertido en reinas y reyes. No había súbditos. Reinábamos sobre nosotros mismos. Y el conjunto de nuestros reinos se entrecruzaba infinita y solidariamente como las ondas de la lluvia sobre el agua.