Publicado originalmente en Zenda Libros.
Escarcha es, de todas mis novelas, la única que ha esperado décadas para ser escrita. Se ha macerado en vida y en silenciosa imaginación. Y ya, tensa como un arco, ha salido disparada hacia las páginas.
La tuve que contener. Era una manada de caballos que podía desparramarse en múltiples direcciones, en una llanura sin fin. Para domarla, fragüé un sistema matemático, que apliqué, en primera instancia, sin piedad sobre la libertad de la escritura. Toda ella giró en torno al número siete. Siete temporadas con siete capítulos cada una. Siete páginas cada capítulo, formado cada uno por un metraje de 2.401 palabras (múltiplo de siete), sin excepciones. Trabajé de este modo en los primeros borradores de Escarcha.
Me había inspirado en las series de televisión, especialmente en mi favorita, Los Soprano. Muchos personajes en torno a un protagonista. Un mundo que se va desarrollando, capítulo a capítulo, ante los ojos del lector. Pero cada capítulo, con un motivo concreto, que aglutinaba el movimiento de los protagonistas. Cada temporada desarrolla una parte concreta de sus destinos. Pero solo el conjunto de ellas lo revela por completo y acaba iluminando y encajando la diversidad de todas las historias.
Por supuesto, hay precedentes de este método en la novela clásica. Pero las mejores series habían conseguido pulir el método, integrarlo en la contemporaneidad con excelentes técnicas narrativas. Mi intento fue devolverlo a la literatura, con la ambición de mostrar que, frente a las series de televisión, las novelas tienen una capacidad mayor de sutileza y de integración de la realidad humana. Son más divertidas, más conectivas, se parecen más a lo que somos.
Así lo hice. Además, trabajé con inspiración joyceana en los juegos con las estructuras, y también en la deconstrucción crítica de un mundo, una ciudad (Granada, en mi caso, frente al Dublín del gran maestro). Pero, a diferencia de Joyce, me empeñé en que los andamios apenas se notaran. Por ejemplo, hay un capítulo que ocurre durante una corrida taurina, dividido en seis partes de la misma extensión, una por toro. En la lectura, esta forma es invisible, pero funciona de la misma manera que, cuando oímos música, queda detrás la partitura que el compositor dividió en compases. Fue un gran reto trabajar de este modo. Y hay muchos capítulos de los 49 que componen este libro que todavía obedecen a esta arquitectura matemática, que emparentan esta novela con las aventuras del grupo Oulipo. Sin embargo, una vez conseguida la aparente perfección, decidí destruirla.
Sucedió en Roma. Mientras miraba el Apolo y Dafne de Bernini. En la Galería Borghese. Me di cuenta de que aquella obra maestra solo era posible por los huecos que el escultor había abierto en las proporciones matemáticas. Por el silencio que había propiciado en determinados espacios del mármol. Por la irregularidad genial que había transmitido a los cabellos de Dafne y a las uñas de sus pies. Solo así se obraba el milagro de que su pelo se transformara en hojas de laurel y sus piernas en raíces; de que, en definitiva, aquel ser inerte transmitiera vida, y tiempo en un instante detenido. El milagro de que la piedra respirara.
Fue entonces cuando escribí de nuevo Escarcha. La definitiva versión, de las muchas que ha tenido. Abrí en los párrafos los silencios necesarios y, en otras partes, añadí las historias que faltaban. Ocurrió algo extraordinario: las venas de la novela se llenaron de sangre. Y el proceso de cambio interno y de descubrimiento de uno mismo que supone la escritura de toda novela terminó por suceder. Dentro de aquel rigor, una vez que me desprendí de él como de una corteza, me estaba esperando la reconciliación.