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El revólver de Onetti (con balas de Vargas Llosa)

El revólver de Onetti (con balas de Vargas Llosa)

Ernesto Pérez Zúñiga

Escrito con ocasión del congreso El canon del boom, organizado por la Cátedra Vargas Llosa, y Acción Cultural Española en 2012

 

Para Jonathan Blitzer

 

  1. Habitante

 

No recuerdo a otro autor que me marcara tanto, cumplida la mayoría de edad, como Juan Carlos Onetti. Tengo la sensación (y sé que la historia ha sido otra) de que fue el primer autor contemporáneo al que leí. Recuerdo el libro en las manos, en una librería de Granada, antes de comprarlo por las palabras del título, por aquello que avisté entre las páginas. Era una edición barata y estaba cerca de saber que Onetti iba a darme más que otra lectura. El mundo iba a estar en otro lugar que las calles que pisaba, cada vez menos adolescente, menos miedoso. No porque ese mundo no fuera válido, sino debido a la instauración de otro, paralelo, inventado por aquel escritor desconocido, y que iba a contaminar la dimensión del presente: convertirse en una manera de ser, más allá de las perpetraciones literarias.

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Prólogo de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, de José Balza

 

Prólogo a la última edición venezolana de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar. José Balza.

 

Rastros

entre

Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar.

Ernesto Pérez Zúñiga

 

La obra narrativa de José Balza (1939, Delta del Orinoco) es de una precocidad asombrosa. Antes de los 30 años había escrito dos novelas de enorme solidez, Marzo anterior y Largo. Tendría 35 cuando se publicó en Caracas Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, una llave maestra comparable con Percusión, su novela más citada hasta el momento, publicada en Barcelona, en Seix Barral, casi una década después. Quisiera que Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar se cite con la misma frecuencia a partir de ahora.

 

     1974. Esta es la fecha de su publicación. Tengo tres años. Doy mis primeros pasos mientras Balza la ha estado escribiendo. Al leer hoy la novela, sé que he crecido en ella. Es el bosque donde aprendo a caminar. No hay una espesura mejor. Profunda, pero llena de claridad.  Seguir leyendo

Prólogo a Cuentos de José Balza

Obedecer al río

Prólogo a Cuentos, de José Balza.

Editorial Paréntesis,  Sevilla, 2012

 

Como apartar una rama en la selva y, encontrar de repente, la ciudad futura. Así recibimos la publicación de esta colección de cuentos del venezolano José Balza, escritor imprescindible de la narrativa en español. No leerlo es perder. Y leerlo supone una experiencia plena: placer, alimento y una fusión con algo misterioso, mejor. Algo que está ya aquí y también acabando de llegar, quizá durante décadas: una literatura que llena el presente y, de manera circular, los precipicios del tiempo.

     José Balza, nacido en 1939 en el Delta del Orinoco, es autor de una amplia y cuidada obra narrativa y ensayística, que destaca por un número de cualidades raras en un mismo escritor: la impecable factura y sensualidad del lenguaje, la variada invención, la sutileza del pensamiento, la capacidad de amalgamar jugando estructuras y tramas, de proponer ritmos e inquietudes que  vienen de la experiencia, de los sueños o de otra dimensión que está en algún lugar invisible de la realidad. Todos estos elementos los reúne, por ejemplo, una sola novela, Percusión, publicada en España por esta misma editorial en 2010, después de la primera edición de Seix Barral en el 82.

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El de vivir más ardiente. Mínima introducción al jazz

Publicado originalmente en  El rapto de Europa

El de vivir más ardiente. Mínima introducción al jazz

  

El jazz es una vibración musical de tal intensidad que, cuando uno tiene la suerte de encontrársela en un momento clave de la vida, se convierte en una suerte de despertador-refugio. Imaginemos un enorme despertador de los antiguos, en el que podemos entrar por una portezuela trasera y, allí, bajo de la rueda del tiempo, hay un escenario donde están tocando cuatro músicos con una libertad que uno no ha visto hasta el momento. Sentimos la calidez de la penumbra. Pero, sobre todo, algo casi inexplicable se está despertando en nuestra caja torácica, donde resuena lo que ocurre en el escenario. Aquellos músicos van sacudiendo las telarañas que teníamos hasta entonces en el pecho. Las normas, las dudas, la desazón, la rabia, se derrumban en la velocidad de los dedos en el piano, en los brincos alados del saxofón, en ese ritmo magnético que marcan la batería y el bajo. Ah, entonces en esto consistía vivir, se dice uno. Ah, entonces uno estaba muerto hasta ahora. Mientras esta música siga sonando. Mientras que, incluso cuando ha callado, sigue meciendo nuestro silencio cuando caminamos por la más solitaria de las calles.

 

A mí me ocurrió al final de la niñez. Me gustaba coleccionar fascículos de los quioscos: un álbum de barcos que no me llevaron a ninguna parte, fichas sobre animales que me animaban a escapar de la ciudad donde vivía. En esos días apareció una colección de jazz. Me hice con los primeros discos de Louis Armstrong, Duke Ellington y Lester Young. Giraban en el equipo de música y yo no podía creer cuánta curación emanaba de aquel jazz, incontables emociones y pensamientos musicales, pero sublimados en una corriente de eléctrica belleza en la que el cuerpo, sin que uno le ordenara nada, comenzaba a moverse. Uno se inicia en el balanceo del swing, un balanceo que fuerza la voluntad a encontrase, quizá por primera vez, con uno mismo. El swing obliga a decir sí, como la Molly Bloom de Joyce, un sí rotundamente natural a la vida, que nace en los dedos que tamborilean sobre el pantalón, y en la pierna que se mueve sola. Porque aquellos viejos discos grabados en los años 30 han creado un canal directo entre nuestro cuerpo y nuestras emociones, después de enrojecer, calentándolo, el punto central de nuestra diana interna.

 

Pero el swing es solo el principio. El jazz es la búsqueda que nace del swing y está centrada en el desarrollo de la intimidad y del conocimiento a través de la investigación de un instrumento sobre infinitas variaciones rítmicas y armónicas. El piano de Monk o  el saxo de Charlie Parker son vehículos intensos de la búsqueda de uno mismo a través de la música. La historia del jazz se escribe con las páginas que buscadores de una creatividad casi inconcebible han abierto en este camino: Miles Davis, Charlie Mingus, Eric Dolphy, Mal Waldron, Cannonball Addlerdey, Dexter Gordon, Horace Silver. Algunos de ellos, como John Coltrane llegaron muy lejos en esa búsqueda. Tan lejos que se convirtieron en auténticos mediums de energías sobrehumanas, de una espiritualidad envolvente que, en la música, se transformaba en un torrente de sonidos y armonías casi imposibles de concebir a priori salvo por aquellos genios que se iban alimentando unos a otros. Muchos de ellos tocaron juntos. He dicho que su búsqueda era solitaria. Tan solitaria como el arte verdadero puede ser. Pero se realizaba, se recreaba, se acababa construyendo en común. Como si en el escenario, milagrosamente, se fueran apareciendo las piezas de un solo edificio armónico y nunca visto gracias a la integración de lo que van diciéndose cada uno de los instrumentos, cada una de las búsquedas hasta construir algunas de las maravillas del mundo. Afortunados los que pudieron escuchar en directo los conjuntos que grabaron A Kind of blue, quienes presenciaron The night of the cookers o estuvieron con Thelonius Monk en el Five Spot.

 

Solo al escribir los nombres de estos músicos parecen deshacerse en la boca como un imposible azucarillo de amargura. Porque la mayoría de ellos tuvieron un destino trágico o murieron jóvenes en esa búsqueda que la vida trufó con drogas, pobreza o discriminación racial. El jazz es también la historia del derecho a ser de una raza maltratada por los blancos hasta nuestros días. Y todos esos impulsos reunidos han ido creando, a juicio de muchos, la música más interesante de nuestro tiempo. Como dice Geoff Dyer, en uno de los libros más hermosos que se ha escrito sobre la historia del jazz, But beautiful, “ninguna otra forma de arte investiga con tanto ahínco la famosa distinción de T.S. Eliot entre lo que está muerto y todavía sigue con vida”.

 

El jazz nos galvaniza, nos sacude, nos despierta, se descarga en nosotros y nosotros en él, porque el jazz también se hace de quien lo escucha. Necesita de los pabellones auditivos de la gente que se sumerge en él en directo o en su casa. Las ondas que rebotan en nuestra carne y vuelven a los dedos del pianista, que a su vez escucha lo que dice el bajo, que escucha el bambú de la batería, que escucha el viento del saxofón, que escucha a las estrellas que se deshacen en una tromba de luz invisible que atraviesa nuestro interior.

 

Nadie me ha acompañado tanto. Desconocidos a quienes conozco mejor que a un hermano. Como si aquello que llamamos Dios fuera capaz de sollozar dentro de uno y unir en un solo canto de felicidad y desdicha a todos los seres humanos. Saint John Perse escribió sobre los pájaros: “Entre todos nuestros hermanos de sangre el de vivir más ardiente”. Lo mismo se puede decir del jazz. No en vano, Bird fue el verdadero nombre de Charlie Parker.

 

Sollozaba. Y no sabía que quería decir: gracias.

 

Ernesto Pérez Zúñiga

Esperpento versus novela histórica

El esperpento es una mirada estética que arranca de la decepción por el ser humano en sociedad y, por tanto, de una falta de respeto –en el sentido de pavor, en el sentido de un sobrecogimiento lleno de afinidades- hacia el valor de sus acciones históricas. La lupa del esperpento va sobrevolando el mapa de nuestra Historia.

Es un fenómeno estético fundamentalmente moderno, pero pueden hallarse pinceladas de su manera de mirar, entre muchos, en el Satiricón, en el Libro de buen amor, en la picaresca, en algunos momentos del Quijote durante los cuales los personajes se convierten en fantoches; en la literatura burlesca del siglo de Oro, en los Sueños de Quevedo, en el escritor que lo imitó un siglo más tarde, Torres Villarroel; en la pintura negra de Goya, en sus grabados. De esta lista puede inferirse que el esperpento está enraizado en la tradición estética española. Acaso los españoles nos decepcionamos con anterioridad a los demás y retratamos nuestras debilidades a través de otras formas que venían a configurar un camino derivado del exceso del barroco, del barroco que huye hacia delante desde el horror del vacío. Vienen a la cabeza para desmentir la españolidad esperpéntica las imágenes de los cuadros del Bosco, algunos lienzos del expresionismo europeo; Woyzek, obra teatral de Georg Büchner, que murió en 1837, o este famoso fragmento del Macbeth:

“La vida es una sombra que camina, un pobre actor que en escena se arrebata, se contonea y nunca más se le oye. Es una historia contada por un idiota, llena de ruido y de furia, que no significa nada”.

Para mí el esperpento parte de una visión como ésta –aunque no sea la única posible y aunque, por supuesto, Shakespeare no escribía esperpentos-; diferente a la definición del esperpento como burla a través del arte o simple deformación.

Más que con los “cómicos” que intervenían en los dramas del Siglo de Oro para burlarse de un personaje principal y divertir al público, el esperpento tiene relación con los cuadros de Valdés Leal que hoy permanecen en el Hospital de la Caridad de Sevilla sobre la tumba del vividor arrepentido Juan de Mañara: Valdés Leal (In Ictu Oculi, Finis gloriae mundi) nos enseña las ricas ropas de los poderosos de la tierra, nobles y eclesiásticos, desparramadas en una sala oscura bajo los pies del esqueleto que nos advierte sobre la vanidad de todos nuestros afanes de grandeza, la vanidad de la Historia. Retratados minuciosamente los ropajes, vacíos ya de todo lo humano pero señalando sin cesar su anterior presencia, la advertencia es brutal, porque supone una desacralización de la actividad humana, especialmente la que tiene que ver con nuestra dimensión social, imprescindible para que surja muchos años después la mirada del esperpento puro.

(El estilo esperpéntico prefiere una estilización del lenguaje donde contrasta mejor lo que la lupa deforma. Quizá es lo que queda de esa angustia barroca que huía del vacío llenándolo de materia; en el esperpento ese vacío se construye, se malfigura).

Es un proceso que se va fortaleciendo a lo largo del siglo XIX (Goya muere en 1828): la cantada muerte de Dios implica la muerte de la divinidad del hombre. Y si durante la época romántica todavía el arte se ha salvado de la hoguera de la desacralización, Baudelaire en un escrito de 1865 ya esboza una suerte de esperpento sobre la Aurerola perdida, o pérdida de la aureola.

El ensayista estadounidense Marshall Berman en su libro: Todo lo sólido se desvanece en el aire (Siglo XXI, 1988), analiza dicho poema en prosa de Baudelaire:

“El desenlace de Baudelaire, en el que la aureola del héroe se desliza de su cabeza y rueda por el fango –en vez de ser arrancada con un gesto violento al estilo de (…) Shakespeare- evoca el vo-devil, la farsa, las pantomimas metafísicas de Chaplin y Keaton. Apunta a un siglo en que sus héroes aparecerán vestidos de antihéroes y cuyos momentos más solemnes de verdad no sólo serán descritos, sino realmente experimentados como payasadas, como rutinas de teatro de variedades o sala de fiestas”.

El esperpento, tal como lo conocemos hoy, no hubiera sido posible si esta concepción desacralizada acerca de las relaciones del ser humano con la vida, sobre todo del ser humano en sociedad, no se hubiera ido afianzando ideológicamente a través de la literatura y del arte, una concepción que es una de las bases fundacionales de la modernidad (y que continúa desde Dostoievski a Samuel Becket, de Orson Welles a Jeunet y Caro, y que Orson Welles me perdone).

La propia obra de Valle Inclán refleja esta deriva ideológica, que en su caso supone una transformación evidente de su estilo y de su manera de concebir el movimiento de sus personajes; desde el regodeo en la vitalidad malditista del Marqués de Bradomín hasta la guiñolización de los innumerables personajes históricos que pululan por el Ruedo Ibérico.

Los espejos del callejón del gato son las primeras lupas del esperpento; detrás de cada uno de los espejos se oculta el ojo agudísimo de Valle Inclán, que contempla la deformación de aquellos que se miran en ellos. Aquí se define el esperpento como una estética que nace en un callejón –sería imposible que naciera en un bosque-, como una estética ciudadana y peatonal, que se corresponde con los habitantes de una sociedad concreta; de una condición humana concreta y perdida en un tiempo edificado entre hormigones. La borrachera de Max Estrella y don Latino, el fondo del vaso del que hablan, apuntan hacia otra de los direcciones del esperpento: una irracionalidad latente en los objetos que retrata, un embrutecimiento que obedece a impulsos del que sus protagonistas no están del todo avisados.

Pero quizá mi definición favorita está en Los cuernos de don Friolera: Don Estrafalario le dice a don Manolito: “Mi estética es una superación del dolor y de la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos al contarse las historias de los vivos (…). Yo quisiera ver este mundo con la perspectiva de la otra ribera”.

La definición de Luces de bohemia estaba fundamentada en una realidad social.

La de Los cuernos de don Friolera va un paso más allá, de hecho se va al más allá, a un punto de vista metafísico: la visión de los hechos humanos se establece desde fuera del mundo, desde el plano de la muerte, la distancia total, desde donde el narrador observa sin prejuicios pero también sin lo que se suele entender por “realismo”, por el sencillo hecho de que su visión se produce sobre un promontorio que no pertenece a lo que entendemos por realidad. Las consecuencias inmediatas son:

– La mirada desde la muerte –que ya anunciaba Valdés Leal- no tiene prejuicios: observa con distanciamiento las acciones humanas, presentándolas con otra objetividad.

– Sin embargo, con la distancia, la lupa del esperpento necesita más aumentos y deforma más aquello que mira.

– A la vez, la mirada desde la otra ribera, es sobre todo transcendente: por esta razón, la estética que surge de ella es mucho más simbólica que satírica.

“En charcas de sangre, cantaron su triunfo las ranas del orden”. Esta frase de Valle (que pertenece al Ruedo Ibérico) sería una buena síntesis de este esperpento “desde la otra ribera”: la crueldad y la brutalidad del poder que se ejerce como una especie de instinto animal, sin sentido, ridículo desde la distancia moral desde la que se contempla. Esta construcción metafórica tiene una efectividad mucho mayor que el retrato de los protagonistas de la represión como meros fantoches o marionetas con pistolones.

Este tipo de consideraciones, que había ido intuyendo en mis lecturas de Valle, se me volvieron conscientes conforme escribía mi primera novela.

Santo diablo se inspira en en las condiciones sociales y en los personajes que protagonizaron o precedieron, décadas antes, nuestra Guerra Civil (Vulturno es Ronda; Ambusta, Acinipo; Cañoncito Pum, un terrateniente andaluz que se ganó el apodo instalando una ametralladora en su coche; Mateo Cristalina y Manuel Juanmaría, los anarquistas que imprimían periódicos clandestinos desde finales del XIX y los repartían entre los jornaleros que trabajaban a cambio de miseria).

Pretendía seguir las claves estéticas que usó Valle en las tres novelas del Ruedo Ibérico, que narran el período del reinado de Isabel II, retratan su corte de visionarias y petimetres, y aventuran cómo se rebelaron militares y revolucionarios en distintas partes de España. Me parecía que su visión impresionista y esperpética de la Historia podía llegar con más fuerza al corazón de los sucesos y del comportamiento de sus protagonistas. En un momento en que las librerías estaban llenas de novelas históricas potenciadas por las editoriales como fenómeno comercial, sentí que la novela que tenía dentro acerca de la guerra civil debía alejarse lo más posible de aquel modelo y, buscando una concepción de realismo más amplia, escribir una fábula donde tuviera cabida otra polifonía.

El distanciamiento y la deformación de claroscuro sirven para enfocar la esencia de embrutecimiento que esconden la ambición, el interés y los resortes de la voluntad y la barbarie de gran parte de los personajes.

La narración esperpéntica esculpe bajorrelieves sobre la narración realista para destacar los tópicos y los mitos de las clases sociales, la ingenuidad de ciertos discursos revolucionarios; para destacar aún más, porque más se prestan, la retórica y los mensajes ideológicos de los vencedores que se transmitieron como patrones de comportamiento durante décadas del último siglo español.

Pero un esperpento contemporáneo busca algo más que la expresión última de la realidad a través de la deformación: trata de hacer reaccionar químicamente los elementos subconscientes y conscientes de la mente del lector, usando en la escritura la herencia moral e ideológica recibida por nuestra Historia más reciente.

Cada lector puede recibir y volver a deformar el esperpento según su propia memoria e idiosincracia. Cada lector obrará (reaccionará) sobre la narración según su propia postura –consciente y subconsciente- respecto a ella. En este sentido, el esperpento se convierte en un mecanismo vivo de indagación, reflexión y denuncia sobre nuestra Historia.

El término “novela histórica” guarda una paradoja, es un oxímoron tramposo, porque no parece serlo. Un novelista se rige por las reglas de la ficción y de la subjetividad, mientras que el historiador debe obedecer a la búsqueda de la verdad desde un punto de vista puramente objetivo. La Historia puede llegar a ser un argumento literario, pero entonces queda bajo la fuerza gravitatoria de la invención. Solo ella, la invención, establecerá el lugar que los acontecimientos históricos ocupan en el juego de las palabras. La fidelidad a los hechos históricos puede destrozar (o no) la verosimilitud de una novela. En una novela manda la relación de la ficción con el lenguaje. Los argumentos en sí importan menos que las palabras.

No creo que los novelistas deban buscar argumentos en la Historia. Es ella, la Historia, la que nos busca. Nace como una fuente inevitable en la mano de los novelistas, uniendo memoria, inconsciente y toma de conciencia. Me hice novelista con Santo diablo justo porque necesitaba explicarme, imaginar y contar una historia que, sin haberla vivido, formaba parte de mi herencia tanto como el idioma con el que hablo y escribo. Entre dicha herencia, encontré la lupa del esperpento. Su óptica lingüística, su estética consciente, resulta uno de los instrumentos más creativos y eficaces -todavía nuevo Valle-Inclán- para contemplarnos en el pasado.

(publicado en papel en la revista El rapto de Europa, nº 16).

 

(Imágenes con agradecimiento a Juan Carlos Chirinos, que hizo la primera edición de este artículo para La Mancha). 

La bohemia que se quedó sin río

 Chulapos mambo

Juan Carlos Méndez Guédez

Casa de Cartón, Madrid, 2011.

El escritor venezolano Juan Carlos Méndez Guédez. /Fotografía de Vasco Szinetar

Publicado originalmente en la revista digital Fronterad.

La bohemia que se quedó sin río

Las últimas novelas del venezolano Juan Carlos Méndez Guédez, afincado en Madrid, se vienen caracterizando por una lúdica atención a nuestro mundo urbano más contemporáneo y, en concreto, a las nuevas formas de convivencia que se ha ido definiendo en España en los últimos lustros de emigración. Una tarde con campanas (2004) inició este camino con maestría, humor y lirismo, continuado después por Tal vez la lluvia (2009), dotada de una ironía mayor, melancólica, que nos lleva, un paso más allá, a este Chulapos mambo, desvergonzado, hilarante, brutal retrato sin piedad de tres personajes que reúnen lo peor de nuestra época. Se publica esta novela un siglo después de que Madrid se poblara de tantos escritores de  provincias peninsulares o de los países de ultramar, que fueron configurando esa bohemia en la que Alejandro Sawa acabó convertido en paradigma, no sólo por sustanciar al Max Estrella de Valle-Inclán, sino por escribir su propio testimonio en una novela como Declaraciones de un vencido, que recoge el gran portazo que la realidad de la capital dio a sus sueños de triunfo literario, como le ocurrió a tantos otros que se fueron convirtiendo en una suerte de pícaros de la literatura. Chulapos mambo, de pie en nuestros días, rescata situaciones que recuerdan las golferías de los modernistas que se pasean por las calles de Madrid en Luces de bohemia, y lo hace con un original homenaje estético a géneros que florecieron en aquel tiempo llevando, principalmente a los escenarios, el revuelto grotesco de aquellas aspiraciones y desesperaciones de ciudad: zarzuelas, sainetes, astracanes durante las primeras décadas del XX hasta el depurado género que fue cosiendo Valle-Inclán en los esperpentos. El  título de la novela de Méndez Guédez  nos da una clave en esta dirección al indicarnos con una paradoja la naturaleza guiñolesca de sus protagonistas: el chulapo, personaje típico de un Madrid de barrio que pasó del teatro a sus fiestas populares con una considerable dosis de artificio y de olor a bambalina. Y, en lugar del chotis y por aposición, el mambo, el ritmo caribeño que traen los nuevos soñadores de un triunfo que, hoy, al principio del siglo XXI, sigue siendo tan difícil como al principio del XX. Ya, desde este audaz título, Juan Carlos Méndez Guédez les otorga una categoría de marionetas del absurdo, que entroncan con las maneras de un Jardiel o un Mihura, rescatando más tradiciones hispanas, y acercándose a un género de novela cómica con valedores actuales como Tom Sharpe, en la literatura inglesa, o, en la española, como Eduardo Mendoza, Ignacio Vidal Folch o Antonio Orejudo. Sin embargo, la propia naturaleza de Juan Carlos Méndez Guédez, como autor hispanoamericano que vive en España y conoce muy bien las dos orillas del Atlántico, otorga a su forma satírica una visión única, entre cuyas fuentes hay que mencionar, desde luego, las narraciones picarescas que nacen del Lazarillo.

La trama de la novela se estructura a través de tres voces, correspondientes a la de los tres “chulapos” de nuestro tiempo. Simao, narrador en primera persona, es un inmigrante que ha llegado a España con su familia obligado por la necesidad de trabajo y de huir de un disparatado régimen político que recuerda, sin nombrarla, a la actual Venezuela. Simao es una suerte de pícaro ilustrado, a quien la necesidad obliga a vivir hacinado, a hacer el amor con su mujer delante de sus padres y de un omnipresente perro, y a ganarse la vida haciéndosela  imposible a una anciana a quien debe echar de su casa, para que las fuerzas inmobiliarias puedan actuar impunemente. Es el poder sin escrúpulos del materialismo de nuestro tiempo, encarnado por el segundo chulapo, Alejandro, un español que representa el sueño utilitario de la prosperidad: director de una marca de ropa con fábricas en países con obra de mano barata. Aficionado a los deportivos y obsesionado por el porno, recuerda al protagonista enloquecido de Dinero, de Martin Amis. El tercer chulapo, el chulapo mambo genuino, es Henry Estrada, un escritor hispanoamericano que viene a Madrid en representación de su propio país, a cambio de vasallaje político, y que decide quedarse en España con la misma idea que aquel Alejandro Sawa de la vieja bohemia: triunfar. Solo que, a diferencia de éste, Henry Estrada apenas ha escrito un libro todavía, empeño en el que pasará toda la novela, obsesionado con los autores del Boom, acosando a autores vivos como Bryce Echenique, Vargas Llosa, Muñoz Molina o Tabucchi, convertido en una marioneta cómica, una especie de míster Bean de la literatura, que esconde una afilada sátira contra la vanidad de los escritores y las modas literarias, o contra aquellas ingenuidades vendibles de algunos escritores que creen descubrir novedades, que encubren, más que nada, una falta de lectura. Hay episodios desternillantes en este sentido, como cuando Estrada descubre el Henrygrama, trasunto de los caligramas de Apollinaire, o escribe su novela junto a un crítico secuestrado que debe indicarle, bajo tortura, lo que se debe escribir hoy en día para vender mucho.

Los tres chulapos son guiñolescas representaciones de profundas enajenaciones de nuestra sociedad. Lo que en Alejandro es obsesión por el placer, en Simao es necesidad de supervivencia, y en Henry devoción absurda por la fama, a través de un arte que ha perdido su sentido: la escritura ya no es una búsqueda estética del mundo sino una sucesión de peldaños vacíos donde el ser humano sublima su más perfecto ridículo. Con estos personajes, Juan Carlos Méndez Guédez ridiculiza gran parte de los valores huecos  (otra vez los hombres huecos de Elliot) de las ciudades en que vivimos. Además, Simao y Henry concentran una crítica sin piedad  a las contradicciones de un poder político que acaba usando precisamente la falta de ética y la necesidad de supervivencia como poderosos instrumentos para convertir a los ciudadanos en marionetas perfectas.

Las tres voces presentan una escritura muy ágil, que incorpora con facilidad diferentes tipos de discurso y un repaso de técnicas narrativas, que sirven a su autor para hacer un homenaje a esos autores del Boom, a los que el personaje Estrada quiere imitar, a la vez que para elaborar una meticulosa ironía sobre diferentes tradiciones narrativas, y una autoironía establecida principalmente en el narrador omnisciente al que corresponde detallar las aventuras y desventuras del aspirante a escritor.

El conjunto de los personajes, y las peripecias que los interconectan, configuran un retrato despiadado y cómico de nuestro mundo, y del propio hecho de escribir sobre él. A la pregunta Shekesperiana del material sobre el que se hacen ciertos sueños, Méndez Guédez nos muestra con valentía cómo la gente de nuestro tiempo es capaz de convertirlos en un simple deshecho, en basura, o en todo caso en un simulacro de la realidad, que acaba sustituyendo a la realidad misma.

Es lo que ocurre con una de las últimas parodias del libro, situada en el río Manzanares, al que se acerca uno de los personajes con la idea mitificada de un glorioso suicidio, como el de Celan en el Sena. Pero el propio río, por su ínfimo tamaño, por su carácter suburbial, es una broma de sí mismo, una parodia de río mayor, por lo que hasta la dignidad de la muerte es una idea absurda. Aquí uno vuelve a pensar en Mihura o en Ionesco, vestidos en un carnaval con guirnaldas de fiesta terminada. La vieja bohemia vino a Madrid en busca de un triunfo inexistente. Ha regresado en un nuevo principio de siglo, lleno de los atractivos espejismos que hemos elaborado durante cien años, y esta vez, por no conseguir nada, hasta se ha quedado sin río.

Como se dice en un momento de la novela, con belleza y desolación macbethianas: “Vivíamos en fragmentos, en pedazos. Cada pedazo tenía sentido por sí mismo y no guardaba continuidad con ningún otro.”

 

Ernesto Pérez Zúñiga

La fraternidad del miedo

Publicado originalmente en Primeras noticias. Revista de literatura, ISSN 1695-8365, Nº 183, 2001-2002, págs. 34-35.

El grito, de Edvard Much.

La fraternidad del miedo

El susto es poco más que un sobresalto. La alarma es un susto que se estira en el tiempo, ya sea por una amenaza justificada o por la influencia de un grupo de murmuradores. Pero el miedo, el miedo auténtico,  no admite hipocresías. A menos que obedezca a un volcán que se abalanza sobre un pueblo, o a un emperador que pulveriza una nación extranjera, el miedo es una emoción muy poco social. 

El miedo nos conoce a la perfección y, a cada uno de nosotros, nos acecha en nuestra más depurada individualidad, aunque esté camuflada detrás de una estantería de máscaras o debajo del diván donde se turnan las confesiones infinitas de las distintas personalidades que cobijamos uno solo. Hasta aquel lugar, el que mejor hayamos escondido, vendrá el miedo a quebrarnos con su fina aguja.

Él sabe que siempre estaremos solos ante lo desconocido. Él sabe que siempre estaremos solos ante el daño que vamos a soportar nosotros o aquellos a quienes amamos. No importa que nos rodee la multitud en una plaza ni que el universo entero sea proyectado en la pantalla de un televisor. No basta que un buen amigo apriete tu mano. Cuando el miedo nos asalta, somos acorralados contra la pared más íntima de nuestra soledad.

Sería muy interesante ir comprobando, vestigio a vestigio, cómo el ser humano ha ido refugiando su miedo en la literatura y en el arte en general. Se me viene a la cabeza un cuadro que lo expresa: El grito de Munch; otro que lo narra: La pesadilla de Füssli; y una obra que lo lleva en la médula que había dentro de cada línea del pentagrama donde fue escrita: La isla de los muertos de Rachmaminov, que se basó en el lienzo homónimo de Arnold Boecklin,  para introducirnos con su música en la barca de los muertos que Caronte guía por la laguna Estigia. Uno, al escucharla, se mece en esas olas construidas sobre las tenebrosas notas del Dies Irae. Es una recreación sobre el infierno de los clásicos, los clásicos que, cuando todavía no lo eran, también tenían miedo. Es famoso este pasaje del canto XI de la Odisea, donde Ulises ha llegado a las Tinieblas Infernales, el Érebo, para pedirle al adivino Tiresias un pronóstico para su viaje, un pronóstico para su tiempo:

“Más después de aplacar con plegarias y votos las turbas de los muertos, tomando las reses cortéles el cuello sobre el hoyo. Corría negra sangre. Del Érebo entonces se reunieron surgiendo las almas privadas de vida, mujeres desposadas, mancebos, ancianos con mil pesadumbres, tiernas jóvenes idas allá con la pena primera, muchos hombres heridos por lanza de bronce, guerreros que dejaron su vida en la lid con sus armas sangrantes. Se acercaban en gran multitud, cada uno por su lado con clamor horroroso. Yo, presa de lívido miedo (…), sacando otra vez el agudo cuchillo, me quedé conteniendo a los muertos, cabezas sin brío, sin dejarles llegar a la sangre hasta hablar con Tiresias”.

Esos muertos que aterrorizan a Ulises quieren saciar su sed de vida en la negra sangre de las reses sacrificadas, allá en la antigua Grecia, igual que Bram Stoker mojaba su pluma en la tinta negra que había adquirido en algún establecimiento de la moderna Gran Bretaña para escribir su Drácula.

Y aquel canto era popular entre los griegos como hoy día, en un pueblecito soriano, se reúne todo el pueblo la Noche de Difuntos desde no se sabe cuándo para cantar unas cuartetas cuyo autor ya se ha perdido en el tiempo: 

“En calabozos oscuros

hay muchas almas metidas

clavadas contra la tierra

diciendo: de mí se olvidan”.

 

Olvidamos los nombres de nuestros antepasados pero nunca perdemos la memoria del miedo.

“Tengo mucho miedo,

de las hojas muertas,

miedo de los prados

llenos de rocío.

Yo voy a dormirme.

Si no me despiertas,

dejaré a tu lado mi corazón frío”.

Esto lo escribió García Lorca en su adolescencia, que es la estación espiritual del miedo como el invierno es la estación donde el miedo se hace cuerpo. Y –termino ya con este juego de simetrías- unos lo expresan en un poema, otros los plasman en una historia; unos lo escriben y otros lo leen; y ambos experimentan una sensación unísona de dolor y desahogo. 

De esta manera el miedo nos encierra en nuestra habitación más privada con la sola compañía de un libro, el regalo más maravilloso que se puede entregar a nuestra soledad, pues un libro es el único lugar donde poder sufrir nuestro miedo al mismo tiempo que se disfruta de él, por la sencilla razón de que leer es una actividad solitaria y placentera. En el sillón o en la cama, una buena historia de miedo nos enfrenta con una pesadilla ajena a la que acabamos perteneciendo.

Es un fenómeno que suele ocurrir al final de la infancia: uno de esos libros se nos aparece en el momento justo en que estamos descubriendo esa soledad que hay en nosotros y, con ella, los grandes miedos de nuestra condición humana, mucho más profundos ahora que aquellos, los primeros de la niñez, todavía demasiado inocentes y sencillos como para hacer temblar los cimientos de una conciencia que por entonces apenas es una semilla. 

Nuestra conciencia es el tambor del miedo y, sin ella, el miedo nos pasaría desapercibido. 

Por esos años, conforme la niñez se va deshaciendo en la pubertad, esa conciencia va echando raíces en una soledad creciente, al tiempo que se desarrolla nuestra capacidad de reflexión y de lectura. Es entonces cuando leemos por primera vez Los ojos verdes de Bécquer, donde, en la Fuente de los Álamos su protagonista sucumbe de amor ante una bellísima mujer demonio que acaba por ahogarlo en las aguas donde ella habita, por supuesto, entre sus brazos; justo cuando el deseo de unos brazos y unos labios ajenos está empezando a reventar cotidianamente en uno, que se ha acercado por la mañana a una compañera de clase con el secreto temor de ser arrastrado al fondo de un rechazo o de un capricho adolescente, como en efecto, acaba sucediendo. Luego, por la noche, el lector se mira en los reflejos de la Fuente de los Álamos. 

O se identifica con Miles, el niño de su misma edad que, en la Otra vuelta de tuerca de Henry James es tutelado por el fantasma de Peter Quint, que le malicia por el laberinto de las perversidades. 

Después, una vez terminado este libro, con la nebulosa culpa de haber participado de algún modo en la muerte del niño, uno comienza a comprender que el que ha muerto es el niño que todavía se es sin ya serlo y, sin pensárselo mucho más, comienza la lectura de El vigilante, de Sheridan Lefanu en aquella estupenda antología que hizo Rafael Llopis para Alianza, relato que enseña cómo los actos cometidos nos persiguen incluso desde el más allá para castigarnos en esta vida:

“En la calle reinaba un silencio profundo, temeroso, como si en él acechase algo indefinible… Al cabo de un momento empezó a oír el ruido de otros pasos que parecían seguirle, manteniéndose siempre a una distancia constante de él”. 

Poco más adelante, el perseguidor le envía un mensaje al perseguido:

“Nadie con una conciencia limpia debe temer al vigilante”.

O como le aclara otro personaje a mitad de la historia:

“Usted es su propio perseguidor”.

Una tesis muy parecida –no sabemos si es algo sobrenatural o nuestra propia mente la que nos castiga- sostiene El corazón delator de Edgar Allan Poe. Y, por cierto, quién, que por entonces haya sustituido un amor intenso por otro no tanto, no ha temido y deseado que en el rostro del nuevo ser amado se encarnen desde la muerte –y cito a Poe- “los grandes ojos, los ojos negros, los extraños ojos de mi perdido amor, los de Lady…. Lady Ligeia”.

Para colmo, en ese momento de la adolescencia en que uno busca su identidad, tiene la inmensa fortuna encontrase con Stevenson, o de reencontrarse con él y, en concreto, con El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde y empieza a intuir que no hay una sola personalidad, como él creía y la que él buscaba, sino que el individuo cobija varias que normalmente operan por separado pero las cuales llegarían a ser feroces enemigas si algún día lograran actuar al mismo tiempo. 

A este paso, el lector va llegando a las puertas de la juventud devoto hasta la muerte del placer masoquista por la literatura de miedo. Y profesa para siempre los votos de este género y se repite, como si de una jaculatoria se tratara, ese microcuento de horror que escribió Juan José Arreola: 

«La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones».

Las historias de miedo –prefiero esa denominación casera, de niño con abuelo, a ninguna otra- tienen en común una trama que corre dentro de un cable de tensión sobrenatural, alta o sutil. En todo caso, el camino de la historia está trazado sobre las arenas movedizas de la anormalidad. Mientras avanza por sus páginas, los pies del lector se van hundiendo en la contemplación de un monstruo que es la imagen deformada de sí mismo, del que se está mirando en un libro o leyendo en un espejo. Porque las mejores de estas historias poseen, a la vez que un argumento inquietante o terrorífico, el desarrollo de un conflicto tan profundamente humano que sólo en el horror y en lo indefinible puede explicarse y aceptarse como si no fuera nuestro. 

En este sentido, tanto el escritor como el lector son unos tramposos: disfrutamos con la narración de unos  acontecimientos que están proyectados sobre la fantasía literaria y que padecen unos personajes lejanos, irreales, otros: el otro. Es una trampa cuya eficacia consiste precisamente en que el horror de esos acontecimientos y personajes no son más que una hipérbole de nuestros peores miedos. En las criptas y en los espectros de estas historias, habitan nuestros propios fantasmas encarnados en un protagonista que se enfrenta a un abismo donde se esconden nuestras preguntas sin responder. 

El monstruo por excelencia, la criatura de Víctor Frankenstein, es más que nada el hijo de un dios que le condena a una existencia infeliz. Su principal horror no es otro que el que tanto filósofos y teólogos han intentado explicar a la naturaleza humana. Dice el Monstruo:

“¡Mil veces maldito el día que me vio nacer! (…) ¡Infame creador! ¿Por qué habéis dado vida a un ser monstruoso frente al que, incluso vos (le dice a Víctor Frankenstein) apartáis de mí la mirada, lleno de asco? (…) Mi cuerpo es una abominable parodia del  vuestro, más inmundo todavía debido a esta semejanza. Satán tiene, al menos, compañeros, otros seres diabólicos que le admiran y le ayudan. Pero mi soledad es absoluta y todos me desprecian”.

Muchos protagonistas de los relatos de Lovecraft actúan como seres atormentados que, en la búsqueda de un sentido oculto y verdadero de la vida, se adentran en mundos cada vez más cenagosos por alejados de la racionalidad y de la cordura, un más allá que los acaba devorando, sin dejar otro rastro de ellos que el testimonio de la angustia que les produjo esa travesía en sombra. Lo explica muy bien el narrador de La llamada de Ctulhu, antes de pasar a describirnos el horror que llegó a conocer:

“A mi juicio, no hay cosa más digna de compasión en este mundo que la incapacidad de la mente humana para poner en relación todo su contenido. Vivimos en un apacible islote de ignorancia en medio de tenebrosos mares de infinitud, pero no fuimos concebidos para viajar lejos. Hasta el momento las ciencias, cada una siguiendo su propia trayectoria, apenas nos han reportado mal alguno. Pero el día llegará en que la reconstrucción de los conocimientos dispersos nos pondrá al descubierto tan terroríficas panorámicas de la realidad, y de la pavorosa situación que ocupamos en las mismas, que o bien nos volveremos locos ante semejante revelación o huiremos de la luz mortal en pos de la paz y salvaguardia de una nueva era de las tinieblas.”

Y, en relación con estas tinieblas, no hay en la mitología moderna una encarnación del mal tan poderosa como la de Drácula. En contra de la interpretación cinematográfica de Coppola, donde el vampiro cobra ese prestigio y comprensión que hoy le damos al comportamiento de los poetas malditos y donde la ambigüedad de Mina Harker es más bien la de una enfermera de Chicago que descubre que no ama a su actual marido sino al enfermo que atiende cada día en el hospital, en contra de esta interpretación, digo, el libro de Bram Stoker es una clarísima exposición de la lucha entre el bien y el mal, ambos en estado puro. Drácula es la maldad por excelencia, la maldad que es casi infinitamente poderosa por los poderes sobrenaturales del vampiro y, sobre todo, porque resulta inconscientemente atractiva para cada ser humano: Drácula tiene el privilegio de la inmortalidad, tan ansiada por el hombre desde que Dios lo expulsara del Paraíso, un privilegio que el vampiro obtiene gracias al delito de sangre, justo el que cometió Caín y por el que Dios le maldijo y de cuya maldición descendemos ya encadenados a la debilidad y a la muerte. Drácula, en cambio, el peor de los hijos de Caín, es poderoso e inmortal gracias a que asegura su vida por la acumulación de muertes humanas en cuya ejecución encuentra un placer muy parecido al deseo sexual. En esa unión de dos de los mandamientos de la ley de Dios: “no matarás” y “no cometerás actos impuros” se encuentra el peor de los pecados, que paradójicamente obtiene, por el poder del mal, una recompensa eterna en vida a cambio de la soledad y del hedor de las bestias. “Entonces posó sus malolientes labios sobre mi garganta”, cuenta Mina Harker. Ella, cuya vida –y más importante aún, su alma-  intentan proteger Van Helsing y su grupo de hombres, es la encarnación del bien en el libro de Stoker. En nuestra larga tradición simbólica, repleta de heroínas y santas, no hay desde la Virgen cristiana una mujer cuya pureza –la pureza del bien- sea comparable a la de Mina. Esa pureza –la de su alma y la de su sangre – es la que pone en peligro el vampiro. “¡Oh, impura, soy impura! ¡Nunca más podré tocarte ni abrazarte! ¡Oh, pensar, que soy tu peor enemigo, que es a mí a quien debes temer!”, le dice Mina a su marido Jonathan poco después de que Drácula la infestara con su sangre.  Mucho más irónico es lo que le había dicho Drácula a ella antes de morderla: “Vamos, ten calma, querida. No es la primera, ni la segunda vez que la sangre de tus venas sacia mi sed (…). Tú eres mía ahora, carne de mi carne, sangre de mi sangre, y tú colmarás todos mis deseos, serás mi compañera y mi bienhechora”. Porque Drácula, sólo destruyendo a Mina logrará poseerla, y ésta es, sin duda, una de las maldiciones del amor humano.

La intensidad emocional que padecen –o hacen padecer- los personajes de la literatura de miedo hace que el peso de su individualidad como protagonistas sea mayor que en cualquier otro tipo de literatura. De hecho, en numerosas ocasiones, son ellos los que dan el título a la obra, como los mencionados Drácula, Frankenstein, Jeckyll y Hyde, Ligeia y tantos otros relatos entre los que quiero destacar esta tarde aquí, El estudiante de Salamanca, de Espronceda, entre otras razones, por su absoluta singularidad en la biblioteca del miedo que reunió el siglo XIX español. 

El Estudiante de Salamanca es un cuento (como subraya el subtítulo), un cuento de miedo escrito en verso que, aunque tiene ilustres precedentes como La novia de Corinto de Goethe, ahonda en la metafísica del terror, yo diría, más que ninguna prosa española de aquella larga época.  La ambientación con la que comienza el poema no puede ser más prometedora:

Era más de media noche,

antiguas historias cuentan,

cuando, en sueño y en silencio 

lóbrego envuelta la tierra,

los vivos muertos parecen,

los muertos la tumba dejan.

Era la hora en que acaso

temerosas voces suenan

informes, en que se escuchan 

tácitas pisadas huecas,

y pavorosas fantasmas

entre las densas tinieblas

vagan, y aúllan los perros

amedrentados al verlas;

en que tal vez la campana

de alguna arruinada iglesia

da misteriosos sonidos

de maldición y anatema,

que los sábados convoca

a las brujas a su fiesta.

Desde aquí, dan ganas de leer el cuento entero, pues, aparte de que los versos sean excelentes, Espronceda hace un uso musical y rítmico de la métrica como yo nunca he visto en otro lugar, amalgamando forma y contenido como un alquimista que convirtiera los reflejos de la realidad en muñecos vivos del arte. Con la misma facilidad que escribe los octosílabos que acabo de leer, que siguen la tradición del romance, perfectos para comenzar una historia (en la edad media las historias se contaban en octosílabos), de pronto Espronceda utiliza trisílabos para describir la rapidez de un hombre que pasa: 

El ruido

cesó,

un hombre

pasó,

embozado,

y el sombrero

recatado

a los ojos

se caló.

No es esta la ocasión para detenernos en cuestiones musicales (aunque el miedo tiene su música, como la Música fúnebre de Lutoslawski), pero la cuestión musical es asombrosa cuando Espronceda describe cómo el Estudiante de Salamanca, Don Félix de Montemar, desciende a los infiernos en persecución del fantasma de Elvira, la mujer que se suicidó por su causa, no correspondida en su amor, y que ahora le guía hacia el lecho nupcial donde le aguardan fémures apasionados y besos de calavera. 

Suene la música como suene, lo que más nos importa aquí es la descripción que hace Espronceda de su protagonista. Al principio es un golfo bravucón que recorre la noche salmantina sin ningún temor de los hombres, y poco a poco, va desafiando también a los muertos, al Diablo y al mismo Dios. Las calles nocturnas se transforman en galerías pobladas de espectros que conducen a un dolor sobrenatural, y en don Félix se agiganta el héroe convencional romántico:

Grandiosa, satánica figura,

alta la frente, Montemar camina

espíritu sublime en su locura

provocando la cólera divina:

fábrica frágil de materia impura,

el alma que la alienta y la ilumina,

con Dios le iguala, y con osado vuelo

se alza a su trono y le provoca a duelo.

Segundo Lucifer que se levanta

del rayo vengador la frente herida,

alma rebelde que el temor no espanta,

hollada sí, pero jamás vencida,

el hombre en fin que en su ansiedad quebranta

su límite a la cárcel de la vida

y a Dios llama ante él a darle cuenta,

y descubrir su inmensidad intenta.

Por fin alguien arroja su miedo –que es su vida- por la borda y se pone a la altura de Dios para hacerle confesar todas esas preguntas que tenemos sin responder, para reprocharle la creación del sufrimiento y la muerte, para echarle en cara la creación misma y la propia identidad divina. En la ciega y orgullosa valentía de Montemar nos sentimos por fin reivindicados contra la angustia de nuestra ignorancia humana –hay uno, aunque sea sólo uno, uno que no teme- y el peor de los castigos –cuando Montemar sufre la más espantosa de las muertes- no es  la caída del héroe que nos representa, sino que nosotros regresamos a la oscuridad de nuestro miedo.

Y uno se queda muy solo con su miedo. Es lo que le pasó a Ulrico Kunsi, el protagonista de un cuento de Maupassant, El refugio (o El albergue, también traducido así). Resumo su planteamiento para quien no lo conozca:

El refugio está en la montaña y todos los inviernos se queda aislado por la nieve. Lo vigilan, con un perro, el joven Ulriko y el viejo Gaspar Hari. Un día éste se va a cazar y no vuelve al refugio. Ulrico sale a buscarlo y, después de largas horas por la nieve, decide regresar. Sabe que Gaspar puede estar sólo unos metros más allá, pero sus fuerzas desfallecen y si continúa adelante morirá. También sabe que Gaspar puede estar perdido en cualquier otra dirección de la montaña. Y que dentro de poco comenzará a agonizar. Ya delante de la chimenea, Ulriko Kunsi cree oír el último grito del viejo antes de entrar en la muerte. Y, desde entonces, sabe que el espíritu de Gaspar Hari le perseguirá hasta que no encuentre su cuerpo y lo entierre en el cementerio.  Es aquí cuando en la conciencia de Ulriko se levantan como esculpidos en un sólo tótem los demonios del miedo y de la soledad. Maupassant lo cuenta con su máquina de fotos perfecta, especialista tanto en exteriores como en interiores:

“Cuando sale el sol, Kunsi recobra un poco su seguridad perdida y prepara su almuerzo, hace la sopa para el perro, y luego se sienta, inmóvil, torturado, pensado en el viejo tirado en la nieve. Pero, en cuanto la noche cubre de nuevo la montaña, le asalta el mismo terror. Y empieza a dar vueltas por la cocina apenas alumbrada por la llama de un velón, y la recorre a largos pasos, andando de un extremo a otro, escuchando, escuchando siempre si el horrible grito de la noche anterior no rasgará el pesado silencio que reina fuera. El miserable se siente solo, solo como ningún hombre se ha sentido, solo en la desierta inmensidad de nieve, solo a dos mil metros sobre la tierra habitada, por encima de las casas humanas, por encima de la vida que se agita, bulle y palpita, solo bajo el cielo helado. Deseos locos de escapar, no importa dónde, no importa cómo, se apoderan de él (…); pero ni siquiera se atreve a abrir la puerta, pues está seguro de que el otro, el muerto, le  cerrará el paso para no quedarse solo allá arriba”.

Este Ulriko me recuerda inevitablemente la Ulrika de Borges. No sólo por la fraternidad de los nombres, sino porque en este relato también hay nieve y mucha soledad, aunque esta vez compartida. El narrador y Ulrika pasean por un campo nevado, de Inglaterra. Ella “era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises”, dice Borges. Los dos acaban de conocerse, se han besado y Ulrika conduce la conversación por vaguedades muy antiguas. Hasta que de pronto dice algo muy concreto: 

“-Oye bien. Un pájaro está por cantar.

“Al poco rato”, dice el narrador, “oímos el canto.

“En estas tierras”, le dice a Ulrika, “piensan que quien está por morir prevé el futuro.”

“Y yo estoy por morir”, dice ella.

Entonces el lector puede pensar que uno pasa la vida en vaguedades y que lo único concreto es la muerte, y que Ulrika puede estar al mismo tiempo viva y muerta, puesto que conoce el momento de su muerte cercana. Poco antes había aullado un lobo.

-¿Oíste al lobo? –dice Ulrika cuando llegan a una posada-. Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.

Entonces el narrador sube corriendo las escaleras que conducen a la habitación donde ya le espera el cuerpo desnudo de Ulrika, un cuerpo que quizá sea sólo la imagen de un fantasma que conoce el futuro y el pasado –“Ya no quedan lobos en Inglaterra”- y que puede desaparecer de un momento a otro en la ficción del tiempo. El narrador llega a abrazarla y nosotros sabemos que ese es el abrazo más solitario del mundo porque Ulrika, esté viva o esté muerta, es o será un espectro tarde o temprano o ahora mismo. Cuando ella haya desaparecido un minuto equivaldrá a un segundo o a un año.

Uno siempre se acaba quedando sin Ulrika y, como Ulriko, se queda muy solo con su miedo. Y lo único que nos hace compañía es el pavor de los otros en una buena historia.

¿En una ficción? Helena Petrovna Blavatsky sostenía que sus historias eran revelaciones de los arcanos. Ella, que fundó la Sociedad Teosófica en Nueva York hace unos 130 años, cuenta que mucho antes había recibido en el Tíbet su capacidad de contactar con el más allá. Y que viajó por toda Asia y por la Europa tenebrosa antes de hacerse famosa en los salones aristocráticos de Londres. Muchos creyeron en ella y otros tantos la descubrieron farsante. En cuanto a esto, lo único que yo he llegado a saber es que su mirada es capaz de turbar aún desde las ilustraciones de un libro viejo. 

Mario Roso de Luna, científico, filósofo y escritor español de principios del siglo XX, descubrió un cometa, dirigió la Biblioteca de las Maravillas y se convirtió en propagador incansable de las doctrinas teosóficas de Madame Blavatsky y también de sus narraciones. Roso de Luna compara los cuentos de Blavatsky con los “pinceles hiperfísicos” del Greco y Goya, y con los maestros de la narración macabra, estableciendo con estos últimos una (y lo cito) “diferencia esencialísima. Estos los ensoñaron en sus delirios de inspiración o neurosis de la que acaso fueran víctimas, mientras que aquélla, aunque parezca a primera vista lo contrario, glosó sus argumentos con pleno dominio de sí misma y con un fin perfecto y conscientemente ocultista (…). Es decir, que, mientras los cuentos, por ejemplo, de Poe, cuentos escritos bajo el influjo del alcohol, son cuentos que parecen dictados por alguien desde el astral, ese vedado mundo que Poe había abierto con la ganzúa de la bebida, los de Helena Petrovna no son sino fábulas entretenidas, bajo cuyo velo encubrió, para que los hallasen después los espíritus selectos, las enseñanzas más fundamentales del Ocultismo.”

Desde luego, ese fabular consciente de madame Blavatsky tiene un poder de inquietud, igual que su mirada en los retratos antiguos. Sus historias suceden, de alguna manera, en el infierno de nosotros mismos. Sus protagonistas son nuestros demonios y condenados: comportamientos que repugnaron nuestra moral más despiadada, fantasías y existencias prohibidas que confinamos en el subconsciente al despertar de una pesadilla en el alba de nuestra adolescencia.

El relato suyo que prefiero se llama El alma de un violín y creo que es una de las mejores narraciones de toda la literatura fantástica. En él, la ambición de perfeccionamiento y de belleza hace que un músico instale en su violín cuerdas fabricadas con los intestinos de su mejor amigo y maestro, quién amándole, se ha suicidado para dejarle las entrañas a su disposición:

“Franz, hijo querido –le dice en la carta de despedida-. Cuando leas ésta, tu viejo maestro, tu amigo, habrá ya hecho el mayor sacrificio que por el logro de tu ideal de fama y riqueza podía. El que te amó tanto, héle ya aquí frío e inerte. Ya sabes lo que te corresponde hacer (…) Yo, libre y espontáneamente, te he ofrendado mi cuerpo en  holocausto a tu fama futura, y realizarías la más negra de las ingratitudes si, por timidez o cobardía, hicieses inútil este sacrificio mío. Cuando tu amado violín se vea con sus nuevas cuerdas y estas cuerdas sean una parte de mi propio ser, aquél se verá ya investido del mismo secreto mágico del célebre Paganini. En ellas, en mis cuerdas, encontrarás siempre que quieras los ecos de mi voz, mis gemidos, mis cantos de amor y de bienvenida, los acentos (…) de mi inmenso amor hacia ti (…). Entonces alcanzarás a comprender y a oír, oh Franz querido, cuán potente son siempre las notas de todo amor desinteresado, y en la última caricia de aquellas cuerdas te acordarás de que son el cuerpo y el alma de tu abnegado maestro que, por última vez, te abraza y te bendice.”

Madame Blavatsky lleva al límite la mundanal sospecha de que el alma humana pervive en los objetos que le pertenecieron en vida y, sobre todo, el nefasto poder del egoísmo para destruir el amor que se le entrega,  y el nefasto poder del amor ciego para construir el egoísmo en el ser amado.

Todo indica que las historias de miedo son narraciones de aventuras en las que los personajes luchan por la solución de un misterio que está dentro de ellos mismos, como Hyde está dentro de Jeckyl. Una lucha en la que los lectores comenzamos a participar desde la primera página.

Es una puerta interior. Cuando la has abierto, te arrastra el vacío de una fuerza incontrolable, como la marea aleja al nadador experto de la orilla, una fuerza sobre la que el hombre no puede usar ninguna de las habilidades de su raza, ninguna de las conquistas de la razón. 

Porque eres un aventurero perdido en una selva no explicada, donde los gritos de lo invisible te interrogan, donde te espían ojos que nunca fueron clasificados en los libros de los naturalistas y hay un olor en el aire que sólo se puede identificar con el alma.

Y es ahí donde estaría la explicación, si la hubiera, de todo ese misterio. En el alma en pena que recorre el pasillo de una casa abandonada. 

Durante una noche de tormenta, un viajero se refugia en ella. Contempla, a la luz de una linterna, las cortinas raídas, el óxido de la cocina, las habitaciones sin muebles. El viajero está seguro de que allí vivieron uno o varios de sus semejantes y, de algún modo, se siente un intruso en ese espacio que aún guarda los ecos de los que ya desaparecieron. 

Todavía el viajero no los ha escuchado. Pero, por aquel pasillo, hay un alma en pena que se está acercando a él desde una infinita soledad sin tiempo, un alma en pena que guarda en la muerte todas las preguntas sin contestar y la desdicha de no disponer de otro más allá al que seguir huyendo. 

El alma en pena se muestra al viajero, entra a través de sus ojos aterrorizados, le habla a su alma. Sólo le dice: tú eres mi hermana.

Ernesto Pérez Zúñiga

Miedo para melómanos

Escrito para las Terceras jornadas de literatura fantástica, Museo Romántico, año 2002

Miedo para melómanos

 

“Buenas noches, señores y señoras, los duques le agradecen la asistencia al baile”. Quizá queda un eco similar en algún rincón de este salón que fue dedicado al asombro, a la murmuración y a la danza. “Del salón en el ángulo oscuro,/ de su dueña tal vez olvidada,/silenciosa y cubierta de polvo,/ veíase el arpa”. Tal vez. Tal vez exista una armonía entre lo visible y lo invisible, entre la realidad y todas aquellas presencias que para el tiempo han desaparecido pero aguardan muy quietas en nuestra capacidad de percepción como en un pentagrama. Tal vez lo que existe es una desarmonía insalvable entre la inteligencia humana y la corriente eléctrica que corre por el cerebro que la alimenta. Esta noche ambas posibilidades son compatibles y, conjurados bajo estos versos de Bécquer, rescatemos de las paredes de este salón ese otro eco alegre de “¡Que empiece la música!”, aunque no lo sea tanto, tan alegre, porque estamos aquí reunidos para  hablar de la música, la literatura y el miedo. Que empiecen, pues.

Científicos de la universidad de Dartmouth, en Canadá, han comprobado que la música y nuestras emociones comparten una misma región del cerebro, el cortex prefrontal; de él tomamos una melodía para silbarla con tristeza o jovialidad, gracias a él detectan una nota desafinada los que tienen buen oído o, mejor decir, “buen cortex” a partir de ahora. En este lugar también está el camino que a veces se interrumpe cuando queremos recordar voluntariamente un dato, una melodía o un rostro, quizá porque los esfuerzos de la voluntad obturan el movimiento libre de todos los elementos simples que componen nuestras emociones, espontáneas y por eso siempre fieles en su habilidad para traicionarnos.

En el experimento de Dartmouth, ocho músicos escucharon la misma melodía ante la cual el cerebro de cada uno reaccionó de una manera ligeramente diferente, justo en ese lugar que participa en la recuperación de los recuerdos individuales y en el control y descontrol de las emociones. De esta manera se vinculaba la música con los estados de ánimo y se acababan de destilar aquellas proclamaciones románticas y platónicas sobre la música como el arte más puro porque estaba más conectado que ninguno con el espíritu humano. Valga esta palabra, espíritu, en unas jornadas de literatura fantástica. Los científicos de Dartmouth sugieren que el espíritu está ligado de alguna forma a la música. ¿En las líneas que traza la música se funden los espíritus para tener movimiento? ¿En las líneas musicales se mueven, bailan trazados, se conmueven los espíritus? ¿Los de los vivos y los muertos? El miedo, una de nuestras emociones primordiales, ha inspirado parte de la mejor música y literatura de la creación humana.

El cristianismo, que ha inspirado gran parte de la literatura de terror, dio a través de la música sagrada tanto consuelo por la esperanza del paraíso venidero como temor por el fin del mundo terrenal que conllevaba. El codex –no el cortex, ojo- el codex del convento cisterciense de las Huelgas en Burgos fue escrito alrededor del año 1300 para el uso cantado y cotidiano de cien monjas, 40 novicias y 40 doncellas que recibían la mejor educación que podía otorgar la aristocracia. Entre los bellísimos cantos del codex hay uno que refleja especialmente el matrimonio entre la música y el miedo cristiano, el “audi, pontus, audi tellus” que, en el interior de una melodía lentamente melancólica, viene a decir: “ Mar, escucha/ escucha, tierra/(…)/escucha, hombre/ escuche todo aquello que vive bajo el sol/: está ya cerca, aquí viene/ aquí está el día/el día odiado, el día amargo/ en el que el cielo huirá/enrojecerá el sol/la luna se convertirá en una fugitiva/y las estrellas más altas caerán sobre la tierra/Ay, mísero, ay, mísero/, ay, hombre/por qué persigues la alegría inepta”. No sé si cantos como estos podrían sacar de la crisis a nuestra enseñanza secundaria, el caso es que a lo largo de los siglos el Dies irae y los oficios de difuntos poblaron la imaginación de los feligreses de las iglesias europeas (como veremos más adelante en algún relato) y fueron la arena invisible con que fueron construidas por nuestros músicos más de una clásica misa de réquiem. Si entre ellos destaca el de Mozart, aparte de por su excelencia compositiva, al menos eso es lo que dicta el cortex, es porque su réquiem está escrito por la parte ya muerta de Mozart, es decir, por el espíritu que ya sabía que iba a morir y ya tenía experiencia y sabiduría de la muerte, una partitura dictada por ese yo previamente difunto y que, durante el sueño enfermizo de Wolfgang Amadeus, visitaba por su cuenta el mundo de los muertos.

En lo que llamamos música clásica hay una larga tradición de obras basadas en lo sobrenatural, el más allá, o lo fantástico, ya sea porque adquieren sus temas o  porque están escritas desde ese punto de vista; es decir, y siguiendo con el ejemplo de Mozart, tienen una naturaleza diferente el mencionado Réquiem y su ópera dedicada al mito de Don Juan.  Héctor Berlioz en la quinta parte de su Sinfonía fantástica  narra “el sueño de una noche de sabbatt” con un tema típico de la literatura fantástica: la asistencia del compositor a su propio funeral a través de una música llena de ruidos extraños que parecen provocados por el entrechocar de huesos de los esqueletos que danzan grotescamente en una orgía diabólica que termina en una parodia del tema del Dies irae. Esta secuencia de la liturgia católica que se cantaba  en la misa de difuntos y que predecía el día de la ira de Dios, el apocalipsis del mundo, fue reinterpretada numerosas veces en obras relacionadas con la muerte. También aparece en la Isla de los muertos de Rachmaninov, trenzada en el sonido de la orquesta que transforma en música el sonido de las olas de la laguna Estigia que golpean la barca de Caronte en su camino a las puertas del infierno con su cargamento de muertos. Rachmaninov se había basado en el tema del Dies irae tanto como en un cuadro de Arnold Boeklin. Era el año 1909.

Un año más tarde Mahler comenzó su décima sinfonía, turbadora y sublime, que su muerte dejó inacabada en 1911. En el manuscrito de su  partitura Mahler apuntó algunas frases: “Piedad, oh, Dios, por qué me has abandonado”. “Satán, danza conmigo”.  El dolor, el miedo y la décima sinfonía estuvieron un día en el cortex de Mahler, antes de que su cerebro se convirtiera en polvo, igual que la historia de la composición de una sinfonía se puede convertir en una historia de terror. De hecho, la transformación de la normalidad, la trasgresión, no es sólo una técnica del arte del terror sino también uno de sus principios morales.

En este sentido, dos de las partituras más terroríficas del siglo XX fueron versiones de textos famosos; Otra vuelta de tuerca, la ópera que escribió Britten sobre la novela de Henry James logra estremecer al espectador, aun conociendo sobradamente la historia, cuando Miles, el niño aconsejado y atormentado por el fantasma de Quint, canta una canción que incluye un deseo sobre el que se podría escribir un tratado que no cabe en esta conferencia, el deseo de ser “malo en la adversidad”, determinación ética que implica la renuncia total al bien, incluso en el momento en que el interesado, el “malo”, podría necesitar la ayuda, la piedad o lo que, es peor, el perdón de alguien, humano o divino, en un juicio primario o final. Detengámonos más, sin embargo, en la versión que Béla Bartok hizo del cuento de Barbazul para convertirlo en ópera. La historia de todos conocida fue convertida por el poeta húngaro Béla Balázs en un libreto que poco tiene que envidiar a la mejor literatura de horror metafísico. Barbazul va abriendo a petición de su enamorada esposa Judit las siete puertas que hay en su castillo, sumido en la oscuridad, que ella se propone ir iluminando con la apertura de cada una. Pero tras ellas, en lugar de luz, hay algo aún más oscuro o, lo que es peor, algo muy luminoso pero construido a través del mal, como un brillante río de sangre, perteneciente a sus anteriores esposas que habitan como espectros tras la última puerta. Por supuesto, Judit acaba siendo encerrada en esta última habitación a pesar de que sigue amando a Barbazul, cuyas palabras de despedida son: “de ahora en adelante todo será oscuridad”. Béla Bartok compuso para este libreto una música absolutamente siniestra y, desde luego, oscura, sin ninguna concesión ni a la armonía tradicional ni tampoco a la esperanza. Trece años después de la muerte de Bartok, en 1958, Lutoslawski escribió en memoria suya la “Música fúnebre para cuerda”, una obra perfecta para ser escuchada en el interior de una tumba. Oyéndola, uno se puede imaginar con claridad en el interior de un ataúd. Uno  no sabe si aún tiene cuerpo o sólo es una mente que percibe ese sonido profundo, rasgado, cambiante, vencido, desesperanzado, cuya tensión va aumentando muy nerviosamente hasta arañar la tapa del ataúd, hasta astillarse la uñas bajo la lápida.

La música puede producir aversión a pesar de su belleza, como le ocurrió a Ulises cuando navegó ante las Sirenas, en uno de los primeros pasajes literarios en los que el miedo y la música aparecen relacionados. Así es como Circe describe la situación, en el canto XII de la Odisea: “Lo primero que encontrarás en tu ruta será a las Sirenas, que hechizan a los hombres que vienen hasta ellas. Quien incauto se les acerca y escucha su voz, nunca más regresará al país de sus padres (…). Con su aguda canción las sirenas lo atraen y le dejan para siempre en sus prados: la playa está llena de huesos y de cuerpos marchitos con la piel agostada”.

La antigüedad clásica también nos proporciona el ejemplo contrario a través del mito de Orfeo, en el que la música produce la atracción de las criaturas celestes, terrenas e infernales. Gracias a su lira, Orfeo tiene el privilegio de entrar vivo en el infierno, como también lo tendría por propia iniciativa otro músico, esta vez de la palabra, el poeta Dante. Lo que éste no lograría es parar los tormentos de los condenados, como sí hacía Orfeo con su música: daba paz a los diablos y hasta a las furias y espectros que guardaban la puerta del Hades. Justo interpretando este episodio, Gluck compuso uno de los pasajes más hermosos de su ópera Orfeo y Eurídice (1762) en el contraste entre la voz dulcísima del héroe que pide clemencia a las Furias y el clamor iracundo de éstas que se niegan en las múltiples voces del coro: “¡No!”, dicen (…) “Aquí no habita otra cosa que el luto y el gemido”. Esta reacción de las Furias nos atemoriza menos que la escena en que Orfeo se reencuentra con Eurídice resucitada. Hasta salir del infierno, el héroe no puede mirarla so pena de que ella vuelva a morir; pero ella achaca esa actitud a la falta de amor de Orfeo y prefiere verse muerta a vivir con un dolor como ése. En tal malentendido, tan cotidiano en nuestras casas, se produce la tragedia en el que Orfeo perderá de nuevo a su esposa.

Un desencuentro parecido se produce muchos años más tarde, también gracias al poder de atracción de la música, en un relato del modernista uruguayo Julio Herrera y Reissig (muy aficionado, por cierto, al opio y al espiritismo), que lleva por título Mademoiselle Jaquelin, donde el joven protagonista se enamora, por la voz, de una cantante que vive en un piso cercano al suyo, la cual luego resulta ser una mujer vieja que, como en los poemas vejatorios de Quevedo, se afeita, se rellena y se compone. El joven opiómano reflexiona así cuando al fin la conoce:  “Yo por demasiado tarde, ella por asaz temprano… Viajeros absurdos, ¡ay!, unos que van y otros que regresan, encontrados un segundo, de paso, en una estación de empalme de su destino y que se reconocen a la luz espectral de una linterna para luego desaparecer”. Vale la pena también reproducir el párrafo en el que el protagonista describe la reunión, de algún modo corrupta y precadavérica, de la cantante vieja con su antiguo pianista: “El ex piano era una decrepitud inconsolable, con su reuma sonoro. Se quejaba, se exhalaba, se suicidaba, por cuartos de tono y por bemoles torturados de vidrio gangoso, en cromáticas estridencias, en agudos cascados, en acordes indecisos, en bajos sacerdotales, en roncos vagidos de batracio lunático, con un desafinamiento interesante de cosas confusas que desaparecen dando un grito agudo. En cambio ella, qué voz mórbida, fresca, como empapada en amanecer, en la que se expresaban saudades y ansias tardías, caprichos de monja romántica al morir, horror de náufrago que llama en vano y se hunde”.

Estas ideas de Herrera y Reissig pueden resultar inquietantes; sin embargo, la música es el reactivo fundamental de algunos relatos puramente fantásticos.

De las pocas leyendas que escribió Bécquer, dos de ellas están dedicadas a la música como instrumento de lo sobrenatural y el miedo, por lo que podemos decir que es un tema fundamental en su concepción poética y narrativa del género. Maese Pérez, el organista de la Iglesia de Santa Inés de Sevilla, enfermo de muerte, no deja de acudir a su cita anual con la misa del gallo y el nacimiento del niño. Moribundo, ante una multitud atónita, consigue por fin la cima de su arte. Bécquer, un especialista en la descripción de la música como materia espiritual,  nos narra así el momento del clímax: “El sacerdote inclinó la frente (…) y apareció la hostia ante los ojos de los fieles. En aquel instante, la nota que maese Pérez sostenía tremando se abrió (…). De cada una de las notas que formaban aquel magnífico acorde (…) diríase que las aguas y los pájaros, las brisas y las frondas, los hombres y los ángeles, la tierra y los cielos, cantaban, cada cual en su idioma, un himno al nacimiento del Salvador”. (Fin de cita) A pesar de este himno, mejor dicho, debido a él, la mano de Maese Pérez cae muerta sobre la última nota de la misa. Lo terrible de la historia comienza cuando el comportamiento heroico del protagonista, en vez de alojarle para siempre en la paz divina, le convierte en fantasma que persigue su propia obsesión, la de tocar en la iglesia de Santa Inés en la misa del gallo del año siguiente, ya sea para invadir la interpretación pagana, sin fe, de un músico mediocre y mundano, lo que tendría cierto sentido en cuanto una defensa del concepto de justicia, o ya sea, una vez más al año siguiente, para tocar en el lugar de su propia hija, organista también. Lo peor es que, cuando se aparece ante ella, lo hace como una sombra atormentada, cuya música “parecía un sollozo ahogado dentro del tubo de metal”. Y cuando ante una multitud horrorizada unas manos invisibles vuelven a tocar la misa del gallo, “el órgano seguía sonando (…) como sólo los arcángeles podrían imitarle en sus raptos de místico alborozo”. Es decir, el fantasma padece en lugar de las recompensas del paraíso una especie de privilegio cruel: la de estar encadenado a la materia, condenado al órgano de la iglesia, para conseguir de nuevo una vez muerto la esencia sagrada de una música que a Maese Pérez debía haberle regalado el juicio final.

Esta impiedad de la salvación cristiana se vuelve aún más terrible en la leyenda que lleva por título El miserere, y lo terrorífico consiste en que Bécquer logra pervertir maravillosamente una idea fundamental del cristianismo: detrás del valle de lágrimas hay una paraíso que espera al justo. Tanto en Maese Pérez como en El miserere son los justos, o los que tienen mayor ambición espiritual, los que reciben el peor castigo, mientras que los hombres vulgares viven y mueren en paz.

En el comienzo de El miserere el narrador nos describe las anotaciones que ha encontrado al margen de una partitura, que de algún modo vaticinan las que en la vida real escribió Mahler muy cercano a su muerte, como si las joviales predicciones de Julio Verne de nuestros submarinos y cohetes se cumplieran en este caso de una manera macabra. “Había unos renglones”, nos dice el narrador, “escritos con letra y en alemán” (para colmo de las coincidencias): “Crujen… crujen los huesos, y de sus médulas ha de parecer que suenan los alaridos (…) Las notas son huesos cubiertos de carne”. El motor de este relato es la culpa que siente su protagonista, que busca componer un miserere “tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles dirán conmigo cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor. “Misericordia”, y el Señor la tendrá de su propia criatura”.

Esta ambición estética del protagonista coincide con una profunda ambición moral que consiste en humillarse totalmente ante el creador a través de la más excelsa belleza; sin  embargo, su propósito es tan alto, que ninguno de los misereres que ha oído le sirven de inspiración para la obra que se propone. Un  pastor le habla entonces de un Miserere que se escucha durante las noches de jueves santo, en boca de unos monjes que fueron asesinados en una fecha semejante. A pesar del miedo que produce en las gentes presenciar tales conciertos, nuestro músico procede al atrevimiento de vencer su terror para escuchar “el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos y saben lo que es morir en el pecado”. En efecto, los esqueletos salen de la tierra envueltos en sus hábitos y comienzan un canto “que parecía un grito de dolor arrancado a la humanidad entera (…) formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias  de la impiedad”. La sensibilidad sinestésica de la que se sirve Bécquer para describir una música inefable es magistral: “Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo”. Hasta que por fin la desesperación del Miserere consigue su efecto, el cielo se abre y los ángeles comienzan a acompañar el canto de aquellos diablos malditos, cuyas osamentas vuelven a revestirse de carne bajo lo que parece por fin el perdón divino. En este punto, nuestro músico cae desvanecido y, a partir del día siguiente, no hay para él otro objetivo en su vida que el de reproducir el Miserere que ha oído. Noche y día trabaja en aquella partitura, consiguiendo trasladar todo aquello pero, por más que lo intenta, es incapaz de plasmar el momento del perdón, cuando los arcángeles también cantaron. El Miserere de nuestro protagonista no despierta la misericordia divina, la partitura queda inacabada (como la décima sinfonía de Mahler) y el músico entregado muere loco. Lo que en principio parece una hermosa leyenda de coros de fantasmas se ha vuelto a convertir e una terrorífica inversión del dogma católico y de la idea cristiana del martirio: el sacrificio no obtiene la recompensa de la salvación, sino desesperanza, pavor y  castigo.

Claro que, probablemente en nuestros días no podemos imaginarnos la profunda impresión que los sonidos, la música y, más aún la música sagrada, podía ejercer sobre una mente sensible. De algún modo, hemos perdido gran parte del poder de la música al perder todo el poder del silencio en nuestro mundo audiovisual y superpoblado. Una simple melodía en mitad de la noche, en una iglesia por ejemplo,  podía guardar un misterio tan sugerente como para que Bécquer soñara una leyenda o E.T.A. Hoffmann , a comienzos de aquel siglo XIX, igual que nosotros decimos: “ya sabes el ruido que hay dentro de una discoteca”, escribiera en uno de sus relatos: “Bien sabes, ¡oh Luis!, qué encanto encierran los acordes de la música cuando resuenan en la noche. Tuve la sensación, entonces, de que en aquellos acordes me hablaba la voz maravillosa del espíritu”.  Hoffmann, que era músico a la vez que uno de los más ingeniosos urdidores de relatos fantásticos, ligaba la música a la vez al espíritu y al silencio, y la trinidad resultante al misterio que explica la naturaleza. Precisamente por esa ligazón de la materia y el espíritu –unidad más deseada que comprobada- uno de los temas favoritos de Hoffmann es la relación del hombre con los autómatas; una relación frustrante cuyo mejor ejemplo se encuentra en su famoso El hombre de la arena, donde el protagonista enloquece al enamorarse sin saberlo de Olimpia, bellísima autómata, y ver ante sus propios ojos cómo la parten en pedazos. También en otro extraño relato, llamado Los autómatas, Hoffmann destapa con claridad su opinión sobre ellos. En un momento dado de la historia, dos jóvenes entran en el salón de un famoso científico: éste, sentado al piano, ejecuta una melodía mientras la corte de autómatas que le rodean comienza a acompañarle con diferentes instrumentos. Al finalizar, uno de los jóvenes alaba la maravilla del mecanismo; sin embargo, el otro afirma: “la música mecánica me parece algo infernal (….). Por medio de (…) toda clase de piezas mecánicas (…) se hace esta absurda experiencia de tratar lograr únicamente con objetos lo que puede lograrse por medio del espíritu, que rige hasta los más mínimos movimientos. El mayor reproche que se le hace al músico es que toca sin sentimiento alguno, por lo cual realmente perjudica al espíritu de la música, o mejor dicho, anula la música en la música”.

Esta fascinación que siente Hoffmann por los autómatas tiene tanto que ver con la metafísica como que la única explicación que en este relato se le da a un maravilloso autómata, llamado El Turco, que habla y se mueve como un humano, es que algún espíritu poderoso se sirve de su mecanismo como de un organismo. En el fondo, de lo que Hoffmann siente terror es de los cuerpos sin espíritu, de la respuesta a esa pregunta que la mayoría de las personas nos hemos hecho alguna vez: ¿Somos cuerpos sin alma? O como diría Hoffmann: ¿somos algo más que autómatas? Por eso su angustia no tiene más remedio –todos nosotros tenemos esa tentación- de vincular la música con el espíritu. De hecho, Hoffmann llega a establecer la identidad de la música con la existencia no sólo del hombre sino de la Naturaleza, donde la música se esconde, dice en este mismo relato, como un secreto: “Únicamente cuando el espíritu obra en toda su pureza física, o sea en sueños, se rompe el hechizo, y entonces hasta podemos escuchar (…) esos sonidos de la Naturaleza y hasta percibimos cómo se engendran en el aire y luego flotan ante nosotros y se difunden y resuenan”. (Estas ideas de Hoffmann me recuerdan la única vez que yo mismo soñé con una melodía y logré evocarla al despertarme y escribirla en una partitura: el sueño me daba el título de la música: “la canción de los seres perdidos”. Lo curioso es que la guardé muy a la vista y, cuando quise volver a ella, nunca pude encontrarla.) Hoffmann sugiere que al despertarnos lo que también perdemos es la libertad del espíritu. Por eso los autómatas nunca duermen y, por eso, los protagonistas humanos de Hoffmann llegan a obsesionarse con instrumentos que puedan arrancarle también en la vigilia a la Naturaleza, es decir, a la realidad la música que guarda. Vuelve a hablar el protagonista de Los autómatas: “Las arpas del viento consisten en gruesos alambres tendidos en extensos espacios, que se ponen a vibrar en contacto con el aire, resonando poderosamente (…) Penetrando en los sagrados misterios de la Naturaleza, podremos llegar a percibir y ver a la luz del día las cosas que hemos presentido”. De noche, se entiende. Sin embargo, el párrafo maravilloso que relaciona la tragedia de los límites del conocimiento humano, que son los límites de la carne, con un sentido espiritual, musical y oculto, está en otro relato titulado El Sanctus: “Siento como si la naturaleza estuviese en torno nuestro como un clavicordio, cuyas cuerdas rozásemos, creyéndonos que los acordes y los tonos los habíamos producido voluntariamente, y muchas veces, si somos heridos mortalmente, ignoramos que el tono inarmónico es el que nos ha producido la herida.

– Eso es muy oscuro –respondió el director de orquesta”.

Desde luego que lo es. Eso es lo que da miedo, un miedo que no quiso amortiguar un músico de operetas llamado Offenbach, especialista en el género cómico, que hizo de Los cuentos de Hoffmann su última ópera justo antes de morir en 1880. En esta ópera, tan repleta de alegría musical como de pesimismo argumental, hace tres versiones de los cuentos con el propio Hoffmann como protagonista. El libreto de Barbier y Carré termina con una historia que en el espectador logra fabricar la ilusión de que realidad y ficción son una misma cosa, ni más ni menos en una ópera, el arte más artificioso. La música vive en el espíritu de la joven y bella Antonia, pero su cuerpo padece una extraña enfermedad, por la que Antonia, que es una cantante inaudita, morirá si no guarda silencio. Ella lucha contra su propio espíritu, sólo porque en él habita otra fuerza similar: su amor por Hoffmann. Sin embargo, el espíritu se su madre muerta, invocada por el malvado Miracle, se le aparece para instarla a cantar. Antonia muere por culpa de la música y Hoffmann termina en una taberna refugiado en el alcohol.

Allí es donde lo vamos a dejar de un momento a otro, aunque primero va a alzar el brazo par señalar hacia la puerta, por donde entra Niccolo Paganini, contemporáneo suyo, aquel fascinante compositor y violinista que quizá inspiró a Hoffmann el relato El violín de Cremona, donde narra cómo otro violinista llamado Crespel, cuya obsesión más poderosa era su violín, había llegado a la locura de encerrar dentro de su instrumento el alma de una diva a la que amaba y el alma purísima de su propia hija, Antonia (la misma en que está basado el final de la ópera de Offenbach), con el fin de tocar la música más hermosa imaginable. Lo más siniestro de esta historia es cómo el violinista utiliza la fuerza del bien que ha recibido, amor en ambos casos, para invertirlo en la megalomanía de su música.

Paganini, muerto en 1842, había arrancado de su violín sus máximas posibilidades expresivas, tantas que en torno a él se forjó la leyenda de que había vendido su alma al diablo, rumores a los que acaso contribuía una mirada especialmente intensa y retadora, cierta avaricia y algunos otros pecados capitales que solemos imaginar en las personas de éxito.

Las raras virtudes de este instrumento de nombre modesto y agudo, el violín, han creado a su alrededor la fantasía del diablo, quizá porque es más difícil imaginarse a un diablillo tocando malignamente un contrabajo. Giusepe Tartini, también compositor y violinista virtuoso,  padeció un siglo antes la misma leyenda que Paganini. La teósofa rusa muerta hace 112 años, la teósofa Helena Petrovna Blavatsky, nos la cuenta de esta manera: “Después de haber luchado en vano a fin de hallar inspiración para la sonata que estaba componiendo, el maestro quedó profundamente dormido. Preocupado como estaba con su tema, Tartini soñó que continuaba su trabajo de la vigilia tan estérilmente que, desesperado, invocó al diablo, quien, apareciéndosele, le propuso la más abundante inspiración a cambio de su alma. Hecho el trato, el maestro escuchó al instante un violín maravilloso que ejecutaba la sonata más asombrosa que podía oírse, sobre todo en las frases finales, que no parecían, en efecto cosa de este mundo…. Tartini despertó sobresaltado, pero, con la inexplicable inspiración en el sueño recibida, lleno de ardor, tomó su instrumento, y al punto quedó compuesta la obra que desde entonces se llamó La sonata del diablo”. Aquí, Hoffmann, en su taberna, vuelve a levantar el brazo: ¿no había dicho él que el espíritu es en el sueño cuando se encuentra con la música verdadera?

La propia madame Blavatsky, que aunque escribió extensos libros, no se dedicó a los relatos de ficción, no quiso dejar de escribir uno, titulado El alma de un violín, en el que sublima esta tradición de violinistas demonizados a través de la historia del joven Franz Stenio, que vivía en una aldea del centro de Europa;, mientras tocaban las campanas de la iglesia para llamar a  los fieles a la misa dominical, él interpretaba las notas macabras de la danza de las brujas contraponiendo a la música de Dios la música del réprobo. Esta supuesta danza, por cierto, no es otra que la de la famosas asambleas de brujas y aquelarres que se celebraban en noches señaladas como la de Walpurgis en la montaña alemana del Blocksberg o como la de San Juan en una montaña pelada cercana a Kiev, que inspiró en 1867 a un músico llamado Modesto Mussorgski la partitura de su Noche en el Monte Pelado, la más famosa de las piezas de música fantástica; grotesca, danzante, furiosa y tan mágica y divertida como debe de ser un aquelarre.

La evolución del violinista Franz Stenio compendia muy bien las diferentes vinculaciones de la música con la literatura fantástica. Después de desafiar las campanas cristianas, Stenio comienza a vagar por los bosques de Europa buscando, como quería Hoffmann, la música de la Naturaleza, (es cita) “reduciéndolo todo a armonías como el alquimista lo reduce todo a oro (…). Su violín parecía animar con fuerzas de sagrada magia a los mismos árboles, a las peñas, a los musgos, a todo cuanto, como un nuevo Orfeo, le rodeaba embelesado”. Es en este momento, cuando se encuentra con el viejo profesor de violín Samuel Klaus, que, asombrado del extraordinario talento de Stenio, le apadrina con su arte y con su afecto. Entonces el joven comete su primer gran error, un error que consiste menos en obrar que en desear, en sentir:(es cita) “Contento(…) con el aplauso de los dioses moradores de su volcánica fantasía, quería además el aplauso de los hombres mortales”. Este deseo se va transformando en una poderosa ansia de éxito, en un ambición que le conducirá  a la ruina moral y al horror de los mecanismos de lo que el catolicismo dio en llamar pecados de obra. París, capital de la Europa de entonces y capital por tanto de todos los conflictos mundanos, es la ciudad a donde llegan el viejo profesor y Franz Stenio después de una gira exitosa por otras ciudades europeas, que han quedado asombradas del genio del violinista. París, sin embargo, acaba de conocer la música de Paganini, de quien se dice que “la magia de su arco permitíale al gran artista determinar la voluntad de los más aparatosos ataques histéricos en las mujeres y despertar entre los hombres fuertes el más loco frenesí”.  Todo lo cual se debía, según se murmuraba, a que “las cuerdas de su violín no eran como las de las demás instrumentos, sino que estaban torcidas con verdaderos intestinos humanos, extraídos por su hechicería con arreglo a los cánones más horribles de la necromancia”. Muerto de envidia, incapaz de superarle, el joven Stenio jura no volver a tocar el violín hasta no montarlo con cuerdas humanas, y lo que es peor, después de saber por boca de su maestro Klaus que “los meros intestinos humanos no bastan por sí para el logro de nuestro intento, sino que tienen que haber sido arrancados a alguien que le haya querido a uno con afecto desinteresado y santo”. ¿Cuántos músicos, escritores y otras personas de bien han sacrificado su propia alma y la de sus seres queridos por una limosna mayor de la gloria? El relato de Blavatsky puede servir de modelo a muchos más. La envidia por el insuperable arte y éxito de Paganini, junto con el conocimiento de que la solución estriba en destripar a su viejo maestro, provoca en Franz Stenio una locura feroz y una fiebre mortal que le lleva al lecho de muerte. Allí el profesor Klaus, entregado a salvar la vida de su alumno, le escucha delirar sobre sus deseos ocultos de tumbarle en la sala de operaciones de un taxidermista. La reacciones de Klaus fueron tres:

– La primera, dejar morir al chico para perder su cuerpo y salvar su alma. Klaus la rechazó.

-La segunda, apiadarse de la vida de su alumno, y poner todo su empeño en conseguirlo, cosa que logró en poco tiempo.

– La tercera, quitarse la vida después de escribir a su alumno una carta, de la que os leo unas líneas:

“Franz, hijo querido. Cuando leas ésta, tu viejo maestro, tu amigo, habrá hecho ya el mayor sacrificio que por el logro de tu ideal de fama y riqueza podía. El que tanto te amó, hele aquí frío  e inerte. Ya sabes lo que te corresponde hacer… ¡Fuera necias preocupaciones! Yo, libre y espontáneamente, te he ofrendado mi cuerpo, en holocausto a tu fama futura, y realizarías la más negra de las ingratitudes si, por timidez o cobardía, hicieses inútil este sacrificio mío. Cuando tu amado violín se vea con sus cuerdas nuevas, y estas cuerdas sean una parte de mi propio, ser, aquél se verá ya investido del mismo secreto mágico del célebre Paganini. En ellas, en mis cuerdas encontrarás siempre que quieras los ecos de mi voz, mis gemidos, mis cantos de amor y bienvenida (….) hacia ti. (…) Entonces alcanzarás a comprender (…) cuán potentes son siempre las notas de todo amor desinteresado”. (Aquí acaba la cita).  Después de leer la carta, Franz Stenio ahogó un sollozo y un remordimiento y obró con el cadáver de su maestro según necesitaba. Guardó el violín en su estuche, con sus cuerdas flamantes, y concertó un desafío con Paganini ante un auditorio repleto y expectante. La noche antes del duelo, Stenio no puede dormir. Cuando lo logra,  el cadáver del viejo Klaus se le acerca a la cama y le cuenta que su alma está presa en las cuerdas de su violín, que ha hecho todo lo posible para liberarse de la mortaja de sus tripas, pero que, como no lo ha conseguido, le pide su ayuda.  Al despertar de esta pesadilla, Stenio marcha al teatro, escucha la interpretación fabulosa que hace Paganini de la “danza de las brujas”, el entusiasmo del público, sube él mismo al escenario y comienza a tocar la misma “danza”. Nos lo cuenta Blavatsky: “Al avanzar las notas del preludio, una extraña reacción se operó en el público. Sí, aquella hábil factura musical era la misma que la de Paganini (…) pero era algo más también (…)Las cuerdas aquellas, pisadas por los largos y enérgicos dedos del joven Stenio, vibraban, temblaban sobrehumanas, cual los intestinos aún palpitantes de la víctima bajo el escalpelo del disector, gimiendo en extraña melodía como el lamento angélico de un niño moribundo (…) Los sonidos parecían colorearse y tomar formas tangibles (…) criaturas infernales, burlonas, proteicas (…) mientas que allá en las sombrías interioridades del escenario parecían estarse representando las mayores lubricidades, los más sabáticos y monstruosos himeneos (…) Todas las delicias del opio, todos los paraísos artificiales ensoñados en sus pipas por los más perturbados fantaseadores coránicos, con huríes seductoras en cuyos labios de fuego libasen a un tiempo la vida y la muerte (…). Mientras, en el público “las señoras chillaban y se desmayaba, los hombres rechinaban los dientes y crispaban las manos” (…). “Era ya indudable que las mágicas voces de mil brujas sonaban allí mismo en los ámbitos de la escena (…) Pero en (…) aquella satánica apoteosis del delirio, en mitad de una de las escalas cromáticas postreras (…) acaeció algo extraño (…). Los sonidos se habían hecho inconexos, contradictorios, inarmónicos, absurdos, mientras que del fondo de la caja sonora surgía la voz cascada y chillona del anciano Samuel Klaus, que, espeluznante y mortal, le decía: ¿Cumplí o no cumplí mi promesa, Franz, hijo, querido”.  (Aquí acaba la cita). Entonces, las reacciones del público fueron dos:

– La primera, la burla, las risas, y la humillación de Stenio.

– La segunda, al comprobar que lo que sucedía en el escenario era más que un artificio, el horror y el pánico.

Vuelve a hablar Blavatsky:

“Las hermosas facciones juveniles de Franz Stenio cambiaron y envejecieron en un segundo (…) Los más sensitivos (…) vieron (…) la forma (…) del viejo maestro Samuel Klaus, gruñona y grotesca, con el vientre sangrando y los intestinos tendidos sobre la caja del violín, mientras con frenético movimiento, ya de un condenado eterno, Franz rascaba y rascaba con su arco sobre aquellas cuerdas humanas (…)”.

El relato termina con la muerte de Stenio, ahogado por las cuerdas vengadoras, es decir, por el símbolo material que unía la música, la ambición (con asesinato incluido) y el amor (del maestro). Y el colofón lo pone una ironía muy propia de una ocultista como Blavatsky: Paganini, que ha presenciado admirado pero impertérrito el espectáculo, corre con las gastos del entierro y recoge hasta los últimos restos del destrozado violín.

Aunque he de pedir disculpas por las largas citas, merecía la pena traerlas aquí desde una edición ya difícil de encontrar, y resaltar así este relato poco conocido de la literatura fantástica, ejemplo perfecto de cómo la música es el motor del miedo y, lo que a mí más me lo produce, cómo el amor desinteresado en la vida se convierte en una feroz venganza desde la muerte.

Más conocido es el relato de Lovecraft que lleva por título La música de Erich Zann, y que otro autor podría haber precedido de una cita de Fray Luis de León para después hacer más terrible el mensaje de la historia:

“El are se serena

y se viste de hermosura y luz no usada,

Salinas, cuando suena

la música extremada

por vuestra sabia mano gobernada.

(…)

Traspasa el aire todo

hasta llegar a la más alta esfera,

y oye allí otro modo

de no perecedera

música, que es la fuente y la primera.”

Como era de esperar,  Lovecraft logra evolucionar el género del terror también en lo que respecta a la figura del violinista diabólico y lo hace en este relato a través de tres estadios:

Para empezar, el narrador y testigo de esta historia nos describe a un violinista que nada tiene que ver con los atractivos Paganini o Franz Stenio; Erich Zann es anciano, mudo, pequeño y encorvado, calvo, con “una expresión entre grotesca y satírica”; no es un músico de éxito y tampoco parece ambicionarlo: nos cuenta el narrador “que por las noches tocaba en una orquestilla teatral”. Vive en la buhardilla de una casa vieja, donde también se hospedan otros inquilinos en pisos inferiores, entre ellos, el narrador que una noche oye la música desde lejos y se ve atraído por ella, lo mismo que le ocurre al protagonista del cuento de Herrera y Reissig. El narrador nos explica la razón de esa atracción: “ninguna de sus armonías  tenía nada que ver con la música que había oído hasta entonces”. Esta característica es común a todos los relatos de este género, pero frente a los protagonistas que ansían el éxito o en todo caso no se esfuerzan en evitar a su auditorio, Erich Zann “no podía tocar para otros sus extraños acordes ni tampoco soportar que los oyeran”.

El narrador acaba accediendo a este extraño privilegio por la fuerza de la insistencia: pero entonces la música que toca Erich Zann no es la misma, el violinista disimula su arte. Sólo escondido, nos dice el narrador, “en el angosto rellano, al otro lado de la atrancada puerta (…) pude oír  (…) sonidos que me embargaron con un indefinible temor, ese temor a algo impreciso y misterioso que se cierne sobre uno. No es que los sonidos fuesen espantosos (…) sino que sus vibraciones no guardaban parangón alguno con nada de este mundo, y a intervalos adquirían una calidad sinfónica que difícilmente podría imaginarme proviniese de un solo músico”. Esta calidad sinfónica de la que nos habla Lovecraft  se asemeja a aquella música que los protagonistas de Hoffmann estaban empeñados en arrancar a la naturaleza y a los sueños. Pero con una diferencia importante: el misterio de esa música, en Hoffmann, proviene de la hermosura de una realidad oculta; en Lovecraft esa música viene también de una realidad oculta, pero provoca un terror indefinible a algo misterioso “que se cierne sobre uno”.

A partir de aquí, el narrador va haciendo descripciones de la música que son versiones de otros rasgos que ya hemos oído a lo largo de esta conferencia (por cierto, los propios rasgos de Erich Zann van tomando  “un aspecto cada vez más demacrado y huraño”). Así nos lo asegura el testigo: “oí al chirriante violín dilatarse hasta producir una caótica babel de sonidos (…) que me habría hecho dudar de mi propio juicio (…). Cada vez más frenéticamente ascendía el lastimero y chirriante alarido de aquel desesperado violín. El solista emitía unos ruidos extraños al respirar y se contorsionaba cual si fuese un mono, sin dejar de mirar temerosamente a la ventana con la cortina echada. En aquellos frenéticos acordes me parecía oír una nota más estridente y prolongada que no procedía del violín (…) que venía de algún lugar en dirección oeste”.

Es en estas alusiones a algo que hay más allá de la ventana echada, de la habitación del músico, donde se encuentra el mayor logro de Lovecraft y el sentido profundo del terror que puede albergar este relato. El narrador de esta historia, que ha conseguido entrar en la habitación de Erich Zann, se percata de que la música terrible del violinista no proviene de su sola inspiración: Erich Zann, como también lo hacía Salinas, el músico del poema de Fray Luis de León, toca acompañando algo que hay más allá de la ventana, una realidad más alta y más poderosa, “una no perecedera música”, como decía Fray Luis. El narrador nos cuenta así el momento en que por fin se atreve a mirar por la ventana: “no vi una ciudad debajo de mí”, como esperaba, “sino únicamente la oscuridad del espacio sin límites, un espacio inimaginable lleno de música y movimiento”. Sin embargo, en lugar de de contemplar la armonía de las esferas pitagóricas, el personaje de Lovecraft contempla “el caos y el pandemonium más absoluto”. La desarmonía terrible y maligna del universo es la clave de nuestra existencia.

Habrá que dejar para otra ocasión el uso que Lovecraft hace del sonido en muchos de sus relatos para conseguir en el lector la sensación de terror o de simple misterio. Hay un terror de otro orden, una escrupulosa degradación de la música como aquel arte más espiritual del que hablaban los románticos que se corresponde con la degradación absoluta de la sociedad humana, en un estupendo relato escrito por Kafka sólo tres años más tarde de que Lovecraft escribiera La música de Erich Zann.

Kafka escribió Josefina la cantora o el pueblo de los ratones en 1924, cuando comenzó a sentir los síntomas de la enfermedad que le empujaría a la muerte ese mismo año. Es entonces cuando Kafka quiere contarnos sus impresiones sobre el arte más espiritual. Al principio del relato, no sabemos muy bien quién es esta diva Josefina ni quién el narrador que desmenuza los pormenores de su personalidad y de su fama. Poco a poco,  a través de esa transgresión continua encadenada lógicamente, trabada e inquietantemente explicada a través de la razón, tan propia del arte de Kafka, vamos comprendiendo, ayudados también por el título, que Josefina no es más que un roedor, que el público que la aclama y que muere por ella no son más que roedores atemorizados en el momento de su muerte, y que su bellísimo canto no es más que un chillido.  Lo que asusta en esa degradación es cómo entre nosotros “se afirma esa ninguna voz, esa ninguna destreza”, un “nosotros” que el lector sabe que toca, en última instancia, lo peor de la sociedad del siglo XX en la que Kafka está a punto de morir. “Nosotros”, dice el narrador en el que nosotros no podemos ver un ratón, “nosotros no tenemos escuelas, y de nuestro pueblo, a cortísimos intervalos, manan bandadas incontables de niños, siseando o pipiando hasta que pueden chillar; revolcándose o rodando bajo la presión del montón, hasta que pueden andar solos; arrollando torpemente con su masa todo lo que encuentran hasta que pueden ver”. ¿Este es el pueblo que ya somos, se pregunta el lector, el que seremos en los tiempos venideros? Una vez, en otros pueblos, sabemos que existió la música. En el pueblo de los ratones, escribe Kafka, la voz es como sigue. “Bisbisando en confianza, muchas veces con ronquera, a fuerza de chillidos por mortecinos que sean, puesto que así es la lengua de nuestro pueblo, sólo que muchos chillan toda la vida y ni siquiera lo advierten”. No podemos dejar de identificar el siglo XX con la voz del narrador: “Somos demasiado viejos para la música”, dice, “su agitación, su vuelo no convienen a nuestra pesadez. Cansados, la rechazamos con el gesto: nos hemos reducido a chillar. Nos bastan unos pocos chillidos, de tiempo en tiempo”. ¿Qué ha ocurrido entre la visión de la música que tenía Hoffmann a esta de Kafka? y, sobre todo, ¿qué ha ocurrido entre el mito de Orfeo y el mito de Josefina la cantora? “Es verdad” –nos dice el narrador- “que muchas veces el enemigo dispersó nuestras reuniones, matando a muchos de los nuestros, y que Josefina, la culpable de todo –tal vez atrajo al enemigo con su chillar- se reservó siempre el lugar más seguro y desapareció la primera, con la complicidad de sus partidarios. Todos lo sabemos, y sin embargo, nos apresuramos a rodearla cada vez que vuelve a cantar”.

El amor y la belleza de los cantos de Orfeo eran capaces de abrir las puertas del infierno y calmar la ansiedad de la muerte. Los chillidos y la moral interesada de Josefina y sus partidarios atraen al enemigo y, con él, a la muerte.  “Todos lo sabemos, y sin embargo, nos apresuramos a rodearla cada vez que vuelve a cantar”.  Lo que realmente asusta es que esto pueda ser un simple retrato de nuestra sociedad.

En ella surgió el cine, el cine de terror y sus bandas sonoras, entre las que músicos como Bernard    consiguen estremecer el oído, ya apagadas las imágenes. En ella surgió una música, para algunos, comparada con la clásica, no sólo más pobre en su arte, sino llena de “ruido” y “chillidos”, que, en relación con el terror, habría culminado en ciertos grupos de ultra-rock cuyas letras, ya directas ya a través de la inversión de lectura de un reproductor, transmitían conocimientos satánicos. Ni unas ni otras son objetos de mis palabras de esta noche, ni del salón de baile de los Duques de Santoña. Uniéndolas ambas, Lou Reed ha incluido en un reciente y estupendo disco dedicado a Edgar Allan Poe una lectura de su poema The raven por parte de Willen Dafoe, que sabe arrancar a sus versos la grandeza de su sonoridad y de su hipnótico never more. Poe, que compuso este melancólico y terrorífico poema como resultado de su deseo para lograr la belleza y que definió la poesía “como la creación rítmica de belleza”, hizo del ritmo, concretamente de ese ritmo llamado latido , el tema de uno de sus relatos más famosos, El corazón delator. Hay dos cimas musicales en este relato: la primera, de noche, cuando el asesino está asomado a la puerta del viejo al que se propone matar y el corazón de éste, alertado, comienza a latir con tal fuerza, que el asesino, capaz de oír “todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo”, no puede hacer otra cosa que precipitarse sobre su víctima. La segunda cima musical ocurre de día, ante los policías que preguntan al protagonista por la desaparición del viejo. El asesino, que al principio del relato dice tener “el oído más agudo de todos”, capaz de oír también lo que puede oírse “en el infierno”, empieza a escuchar ese “resonar apagado y presuroso…, un sonido combo el que podría hacer un reloj envuelto en un algodón”. Ese sonido, que los demás no pueden escuchar, corresponde al corazón del viejo asesinado tanto como a la enfermedad y al remordimiento del cerebro del asesino, igual que en el  experimento de Dartmouth, el cortex de cada uno de los músicos reaccionó de manera diferente ante la misma melodía.

Latidos y música, corazones y conciencia. Estas son algunas de las historias que nos han contado. En cuanto a la nuestra, todos albergamos en algún lugar de nuestro cortex un corazón delator que ha unido una melodía, un sonido, un ruido, o un recuerdo a nuestro miedo.

Los tumbos de Pedro Garfias

Encuentro en la Fundación Rafael Alberti de El Puerto de Santa María. 1998 

Poeta Pedro Garfias. Fuente ABC

Los tumbos de Pedro Garfias

 

I

Él iba solo

tambaleándose.

 

Borracho de amor,

borracho de hambre,

borracho de alcohol,

quién sabe.

 

Él iba solo

tambaleándose.[1]

 

Cuando oí cantar por primera vez estos versos, no sabía nada de Pedro Garfias. Tendría yo 17 años y había quedado con un amigo en el Paseo de los Tristes de Granada para escuchar a un cantaor que por entonces comenzaba a entusiasmarnos: Enrique Morente. Cantaba el maestro en la misma bulería:

 

Bajo sus pies florecía

la mañana

y en sus cabellos traía

la luna clara

 

la clara luna

intacta

***

De mi balcón flotante

fui colgando tus besos

 

Y ahora todas las noches

repican con el viento.

 

Por entonces tuve que conformarme con eso, pues Pedro Garfias no existía para casi nadie. Con el tiempo, mediando la carrera de Filología Hispánica que estudiaba, fui descubriendo alguna antología de sus poemas y la primera versión de su Poesía Completa que hizo su investigador más hábil, Francisco Moreno Gómez. Yo leía en aquellas páginas a uno de los poetas más intensos, líricos y originales del siglo XX español, y, cuando preguntaba por él en la Universidad, nadie hacía mucho caso. Así que, en la primera oportunidad que tuvimos, Alfonso Salazar (estupendo poeta de aquella Granada de los primeros noventa) y yo, organizamos un homenaje universitario a Pedro Garfias. Leímos sus poemas y situamos su biografía en la historia de la literatura. La sala estaba llena de alumnos. Dediqué a Garfias mi trabajo de fin de curso y de carrera.

 

II

Con diecisiete años Garfias era un poeta lúcido, entusiasta y combativo que acababa de firmar, bajo “la orientación señalada por Cansinos-Asséns” el Manifiesto Ultraísta, junto con otros jóvenes (Guillermo de Torre y Rivas Panedas, entre otros) en busca de “un arte nuevo que supla la última evolución literaria: el novecentismo”.[2] Garfias asumía su voz cantante en las veladas ultraístas de Sevilla y de Madrid al lado de Jorge Luis Borges, Gerardo Diego, Mauricio Bacarisse, ante el escándalo y las burlas de un público que consumía todavía docenas de tradición. Pero estos poetas casi adolescentes consiguieron poner la poesía española al corriente de la revolución vanguardista europea. Era la época en la que Garfias publicaba en las revistas ultraístas poemas cortos e intensos como juguetes fabricados sólo con imágenes puras y metáforas contentas:

 

DOMINGO

Campaneros gozosos

juegan al foot-ball con pelotas metálicas

de torre a torre

Yo agujereo el sol

Tras esa puerta

el sacerdote elevará en sus manos

un cáliz lleno de miradas blancas.

El corazón alegre de mi novia

naufragará en las sombras

Y sus miradas buscarán un cable

Yo agujereo el sol encanecido

Las campanadas

estallan al caer sobre la plaza.

 

Éste era el Garfias que fue destacado, entre los de su generación, por otros protagonistas del momento como Guillermo de Torre y Larrea. “Ese poeta extraño y magnífico (…), un hombre que podía pasar quince días buscando un adjetivo”,[3] dice Buñuel de él. “Antonio Machado lo incluyó entre los poetas ‘portentosamente dotados del momento’ (…). Jorge Guillén menciona a Garfias entre ‘Otros nombres relevantes que habría que subrayar’ dentro de la generación del 27.”[4] Éste era el Garfias que dedicaba, lejos de su Andalucía paterna, la fuerza de su juventud recién nacida a la entereza de la poesía y las tertulias que celebraban Cansinos-Asséns y Gómez de la Serna en los cafés madrileños, el Garfias que escribía: “Hay que poner algo de desorden en nuestra vida, algo –no mucho- de bohemia, para que nuestros pechos desborden su ternura en cráteres distintos y para que nuestros espíritus se templen como espadas”.[5]

Poco después, en 1922, Pedro Garfias funda en Madrid su propia revista. Así ilumina este momento Rafael Alberti en su arboleda perdida: “Había salido por aquellos días una nueva revista: Horizonte. Más serena, más apaciguada. Un arco iris tras el aguacero ultraístico. Su director era un poeta nuevo: Pedro Garfias, sevillano de Osuna, señalado, junto a Gerardo Diego, como una de las grandes promesas del momento (…). Garfias oyó con atención los poemas que, a requerimiento de Chabás, dije sin más preámbulo. Su comentario fue rotundo, decisivo en mi vida:

-Dame los tres que más te gusten para el próximo número de Horizonte.”[6]

Y es que aquellos eran los tres primeros poemas que Alberti publicaba en su vida. Horizonte publicó, entre otros, a Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Gómez de la Serna, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Moreno Villa, Bergamín, Buñuel y García Lorca, y, según Garfias, “quiso servir de enlace entre dos generaciones líricas”.[7] También allí aparecieron algunos poemas del único libro que Garfías dio a las estanterías de aquella época, El ala del sur, en 1926, que habría que colocar junto a Manual de espumas de Gerardo Diego (1922), el Poema del cante jondo de Lorca (escrito en esos años, aunque no publicado hasta 1931) y entre el Marinero en tierra (1924) y Cal y canto (1929) de Alberti; aquel poema de “Bajo sus pies florecía/ la mañana”, y “De mi balcón flotante”, o este otro:

 

Mis manos

mis manos fatigadas

de hurgar en la maraña de los días

entre mis manos canta

el cascabel de la hora fugitiva.

 

Y esa hora fugitiva estaba a punto de dar la campanada final de sus horas en Madrid, donde llevaba ya seis años viviendo. Los problemas económicos navegaban en escuadrones hacia su Horizonte y Garfias planeaba la creación de una editorial que llevara en brazos a su revista y a los poetas de sus páginas. “Ediciones Horizonte” funcionaría con un sistema de abonados, a 30 ptas. por cabeza. El que más pagó fue Gerardo Diego, 500 ptas., para publicar un libro que nunca salió de la imprenta. Se dice que Garfias nunca devolvió aquel dinero, que aquellos escuadrones de los problemas económicos se lo llevarían en la sentina, o en la bodega, nunca se sabe. Se cuenta que la amistad entre los dos poetas se rompió definitivamente, y que, diez años después, Gerardo Diego se vengó excluyendo a Garfias de la famosa Antología que consagró a los poetas de la Generación del 27. El veneno del olvido se bebe en cristal de anécdotas.

Muchos años más tarde, Pedro Garfias era una figura aumentada de hombre siempre a punto de hundirse en su derrota, “borracho de amor/ borracho de hambre,/ borracho de alcohol,/ quién sabe,” que peregrinaba sus sombra por las ciudades de México.“Como andaba a su manera/ tropezaba/ se caía, rehacía/ su cuerpo y lo levantaba,/ perdón pedía a la piedra/ y a todas partes llegaba.”, había dejado escrito en su libro Río de aguas amargas, que acababa de publicar en Guadalajara de Jalisco, en cuyo prólogo se le considera un clásico. Ya era el Pedro Garfias que había vinculado a los poetas españoles del exilio con la intelectualidad mexicana de la época, difundiendo la literatura española en el país que le había acogido. El que había dejado un puesto en la universidad de Monterrey por una cátedra en la cantina de al lado. El que se había ganado los cuartos con el claqué del dominó. El cantor de las victorias y hundimientos del comunismo. La silueta poética de lo que ya no iba a ser España. El caminante intenso al que le habían arrebatado su camino.

Desde que llegara a Veracruz a bordo del  Moby Dick de los exiliados, el Sinaia, había tenido una vida itinerante de asombroso juglar, por universidades, radios y centros culturales, donde siempre impresionaba a su auditorio por la hondura y autenticidad de su personalidad y de sus versos. “Tiene mi verso al menos una cualidad que considero esencial en la poesía”, dijo una vez en una conferencia en Monterrey, “es un verso sincero”. El poeta que escribía metralla de vanguardia había sido engullido y digerido dentro de otro, más machadiano, que era un gran humano de dolor, con el corazón a punto de explotar de tantas pérdidas acumuladas: todo un país de sueños, donde no eran más que eso –humo del pasado-  revolución, amigos, familia y tierra.

Era el año 1953, pero hacía varios que pensaba seriamente en su muerte. De 1948 es su libro Soledad y otros pesares, donde se recoge este soneto, cima de la mística apesadumbrada:

Para mi nuca un monte, para mi cuerpo un llano,

ríos para mis brazos, mares para mi aliento.

Tendido como un tronco en el arcano

suspendo el corazón y el pensamiento.

 

Cuántos siglos viví con este anhelo

de tumbarme a lo largo de mi vida

hasta tocar con la mirada el cielo

y con los pies la sombra enternecida.

 

Flotar suave por el tiempo inerte

olvidándome lento de mí mismo

hasta quedarme transparente y hueco.

 

Traspasar los umbrales de la muerte

y hundirme poco a poco en el abismo

sin fondo, sin orillas y sin eco.

 

A pesar de esta tristeza, Pedro Garfias era hombre de mucho humor, imaginación y vitalidad. Sus contertulios de la época describen el continuo placer que suponía escuchar su enorme erudición y memoria (ahí es donde llevaba sus versos a recitales y editores), la agudeza de sus ideas, el peso ético de sus palabras.

Era el año 1953 y a una de esas tertulias llegó desde España Dámaso Alonso, con ocasión de un encuentro de Academias de la Lengua. Pedro y Dámaso se abrazaron, pasado con pasado, y, al rato, Dámaso ofreció a Garfias publicar su obra con estudio y prólogo del propio académico. Cuando Dámaso dijo que la edición sería en España, Garfias rechazó con entusiasmo contrario lo que primero había aceptado agradecido: “En esa España fascista, nunca, nunca, nunca”.[8]Las tres negaciones de Pedro seguramente aceleraron su martirio en la memoria de España.

 

III

Por supuesto, ninguna de estas anécdotas hubiera tenido importancia, si no fuera por el acontecimiento que marcó la vida de Pedro Garfias: su derrota en la Guerra Civil. Garfias fue soldado de fusil y verso y alternaba las acciones guerrilleras y los sabotajes contra las tropas enemigas con la elaboración de un romancero que tenía sus más directos antecesores en los romances fronterizos del siglo XV y que le valdría en 1938 el Premio Nacional de Literatura: “Qué dulce muerte le dio/ la bala que le mató./  Le vi sobre la trinchera/ derribado/ con el fusil empuñado./ Tiernos paisajes en flor/ le fluían a los ojos/ que la muerte no cerró.” Garfias arengaba a las tropas con romances y hacía llorar a los generales: “(…) En la loma los fascistas,/ en lo hondo nuestros pechos,/ y la muerte por lo alto/ y los fusiles por medio./ (…) Vete pronto de mi vera/ sueño que me rindes, sueño,/ deja tranquilo mi pulso,/ deja mis ojos abiertos,/ que aunque cielo, tierra y aire/ se hagan pura llama y fuego/ Pozoblanco, Pozoblanco/ no serás nunca de Queipo./ Te defienden los soldados/ del Ejército del Pueblo.” Pero, a pesar de que Garfias lo defendiera con su vida y de que la perdieran tantos otros a los que cantó el poeta en su libro Héroes del Sur, al final Pozoblanco acabaría siendo de Queipo, España entera de Franco, y Garfias uno más de los que tendrían que huir de su tierra.

De manera que fue tierra inglesa donde escribió el que DámasoAlonso calificó como el mejor poemario del destierro: Primavera en Eaton Hastings. Garfias se alejaba de aquella aldea cobijada en verde y se perdía por las riberas del Támesis hasta que anochecía: “Aunque te rompas, frágil bóveda, en mil pedazos,/ esta noche estrellada/ yo tengo que gritar en este bosque inglés/ de robles pensativos y altos pinos callados./ He de arrancar los árboles a puñados convulsos/ he de batir el cielo con mis manos cerradas/ y he de llorar a voces este dolor mordido/ que brota a borbotones desde mi raíz más honda./ (…)aunque el temblor sonoro se extienda a las estrellas/ y perturbe un momento su formación tranquila/ mientras duerme Inglaterra, yo he de seguir gritando/ mi llanto de becerro que ha perdido a su madre.” Pedro se consoloba en la taberna y, cuenta Neruda en su Confieso que he vivido, pasaba las noches con el tabernero de un idioma distinto, bebiendo juntos, llorando juntos, sin entender uno lo que decía el otro.

El 25 de mayo de 1939, a bordo del Sinaia, Garfias partió definitivamente hacia México. “España que perdimos, no nos pierdas;/ guárdanos en tu frente derrumbada”, rogaba en un famoso poema que escribió a bordo del barco. Pero, en palabras de Alfonso Salazar,[9] Pedro Garfias siguió siendo “un vencido de la vida (…); un vencido de la vida familiar (…), un vencido del ideario político (…), en el amor (que si matrimonio fracasado, que si amores no correspondidos) y vencido definitivamente en el propio aspecto físico (la salud enfermiza, la propensión al alcohol).” Y, ante un panorama así, a uno no le queda más remedio que unirse a aquello que decía Sancho Panza: “Tengo para mí, aunque simple y pecador, que no hay encantamiento alguno, sino mucho molimiento y mucha mala ventura”.

Lo que nadie le arrebató a Pedro Garfias fue los buenos momentos que pasó. Ya en México, él, que era un entendido en flamenco, recordaba cómo, habiendo regresado a Osuna desde Madrid después de aquella pelea con Gerardo Diego, se encerraba con un viejo cantaor amigo suyo a oírle los cantes durante horas con una botella por medio.

Media vida pasó Pedro Garfias en las tabernas y, en las servilletas que había por las mesas de las cantinas mexicanas, dejó escritos sus poemas más flamencos, que regalaba a sus amigos y a sus musas: “Si no me miras seguido/ mejor no me mires más/ que cuando ya no me miras/ me mira la oscuridad”. El día de su entierro, una de las coronas que recibió fue mandada por los camareros de “La Reforma”, la cantina que había sido más su hogar primero que segundo. Se había muerto clásico de México y desconocido de España. Podemos imaginarle con su propia ayuda en uno de tantos poemas sueltos que dejó, en el cual evocaba desde México la muerte de su padre en la tarde andaluza, después de la impotencia de recibir la noticia:

 

Debió de ser tu tarde, yo me acuerdo

como las tardes de mi pueblo son.

Si le pongo el oído al corazón

la siento levantarse en el recuerdo.

 

Yo me muerdo mi alma y la remuerdo.

Remordimientos mordimientos son,

me sale por la boca el corazón

y de tu tarde, padre, no me acuerdo.

 

Qué tarde fue que pudo con tu altura,

derribó el pedestal de tu estatura

y te deshizo, desasida en la ola.

 

Yo cada vez me siento más cobarde

y mientras sufro por tu muerte sola

me duele el sufrimiento de tu tarde.

 

Pedro Garfias una vez explicó así la razón de escribir poemas: “Cuando uno entra en su vida como en un caserón triste y oscuro, y anda a tropiezos, golpeándose aquí y allá, y sabe que a lo hondo no hay sino un muro de piedras o de sombras, es natural que uno le busque eco a sus pasos. Cantando se distrae el camino. La canción nace de la soledad, pero va dirigida a todos, a los árboles, y a las estrellas, y a los hombres. Sobre todo a los hombres (…)”.[10] Ya es hora de que nosotros sepamos recogerla para este tambaleo de la vida. Solos o acompañados, como estaba yo aquella noche que oí a Garfias por primera vez en el cante de Morente, solo y acompañado, cuando mi amigo Francisco me llevaba a casa.

 

[1] Todos los poemas se citan en estas páginas según las Poesías completas de Pedro Garfias, edición de Francisco Moreno Gómez, Editorial Alpuerto, Madrid, 1996.

[2] “Ultra. Un manifiesto de la juventud literaria,” Cervantes, Madrid, enero de 1919, según el estudio de Francisco Moreno Gómez en su edición citada, p. 26.

[3] Ibídem, p.31.

[4] Ibídem, p.32.

[5] Pedro Garfias, La voz de otros días (Prosa reunida), edición de J.M. Barrera López, Renacimiento, 2001, p.49.

[6] Rafael Alberti, La arboleda perdida, Seix Barral, Barcelona, 1978, p. 152.

[7] “La voz de otros días. Horizonte”, La voz de otros días (Prosa reunida), antes citada, p.81.

[8] P. 67 de la introducción a las Poesías completas de Pedro Garfias, edición antes citada.

[9] Alfonso Salazar, “La última primavera de Pedro Garfias”, EL FARO, Motril, 22 de septiembre de 2000.

[10] “Concepto de poesía”, en La voz de otros días (prosa reunida), antes citada, p. 204.

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