Publicado originalmente en  El rapto de Europa

El de vivir más ardiente. Mínima introducción al jazz

  

El jazz es una vibración musical de tal intensidad que, cuando uno tiene la suerte de encontrársela en un momento clave de la vida, se convierte en una suerte de despertador-refugio. Imaginemos un enorme despertador de los antiguos, en el que podemos entrar por una portezuela trasera y, allí, bajo de la rueda del tiempo, hay un escenario donde están tocando cuatro músicos con una libertad que uno no ha visto hasta el momento. Sentimos la calidez de la penumbra. Pero, sobre todo, algo casi inexplicable se está despertando en nuestra caja torácica, donde resuena lo que ocurre en el escenario. Aquellos músicos van sacudiendo las telarañas que teníamos hasta entonces en el pecho. Las normas, las dudas, la desazón, la rabia, se derrumban en la velocidad de los dedos en el piano, en los brincos alados del saxofón, en ese ritmo magnético que marcan la batería y el bajo. Ah, entonces en esto consistía vivir, se dice uno. Ah, entonces uno estaba muerto hasta ahora. Mientras esta música siga sonando. Mientras que, incluso cuando ha callado, sigue meciendo nuestro silencio cuando caminamos por la más solitaria de las calles.

 

A mí me ocurrió al final de la niñez. Me gustaba coleccionar fascículos de los quioscos: un álbum de barcos que no me llevaron a ninguna parte, fichas sobre animales que me animaban a escapar de la ciudad donde vivía. En esos días apareció una colección de jazz. Me hice con los primeros discos de Louis Armstrong, Duke Ellington y Lester Young. Giraban en el equipo de música y yo no podía creer cuánta curación emanaba de aquel jazz, incontables emociones y pensamientos musicales, pero sublimados en una corriente de eléctrica belleza en la que el cuerpo, sin que uno le ordenara nada, comenzaba a moverse. Uno se inicia en el balanceo del swing, un balanceo que fuerza la voluntad a encontrase, quizá por primera vez, con uno mismo. El swing obliga a decir sí, como la Molly Bloom de Joyce, un sí rotundamente natural a la vida, que nace en los dedos que tamborilean sobre el pantalón, y en la pierna que se mueve sola. Porque aquellos viejos discos grabados en los años 30 han creado un canal directo entre nuestro cuerpo y nuestras emociones, después de enrojecer, calentándolo, el punto central de nuestra diana interna.

 

Pero el swing es solo el principio. El jazz es la búsqueda que nace del swing y está centrada en el desarrollo de la intimidad y del conocimiento a través de la investigación de un instrumento sobre infinitas variaciones rítmicas y armónicas. El piano de Monk o  el saxo de Charlie Parker son vehículos intensos de la búsqueda de uno mismo a través de la música. La historia del jazz se escribe con las páginas que buscadores de una creatividad casi inconcebible han abierto en este camino: Miles Davis, Charlie Mingus, Eric Dolphy, Mal Waldron, Cannonball Addlerdey, Dexter Gordon, Horace Silver. Algunos de ellos, como John Coltrane llegaron muy lejos en esa búsqueda. Tan lejos que se convirtieron en auténticos mediums de energías sobrehumanas, de una espiritualidad envolvente que, en la música, se transformaba en un torrente de sonidos y armonías casi imposibles de concebir a priori salvo por aquellos genios que se iban alimentando unos a otros. Muchos de ellos tocaron juntos. He dicho que su búsqueda era solitaria. Tan solitaria como el arte verdadero puede ser. Pero se realizaba, se recreaba, se acababa construyendo en común. Como si en el escenario, milagrosamente, se fueran apareciendo las piezas de un solo edificio armónico y nunca visto gracias a la integración de lo que van diciéndose cada uno de los instrumentos, cada una de las búsquedas hasta construir algunas de las maravillas del mundo. Afortunados los que pudieron escuchar en directo los conjuntos que grabaron A Kind of blue, quienes presenciaron The night of the cookers o estuvieron con Thelonius Monk en el Five Spot.

 

Solo al escribir los nombres de estos músicos parecen deshacerse en la boca como un imposible azucarillo de amargura. Porque la mayoría de ellos tuvieron un destino trágico o murieron jóvenes en esa búsqueda que la vida trufó con drogas, pobreza o discriminación racial. El jazz es también la historia del derecho a ser de una raza maltratada por los blancos hasta nuestros días. Y todos esos impulsos reunidos han ido creando, a juicio de muchos, la música más interesante de nuestro tiempo. Como dice Geoff Dyer, en uno de los libros más hermosos que se ha escrito sobre la historia del jazz, But beautiful, “ninguna otra forma de arte investiga con tanto ahínco la famosa distinción de T.S. Eliot entre lo que está muerto y todavía sigue con vida”.

 

El jazz nos galvaniza, nos sacude, nos despierta, se descarga en nosotros y nosotros en él, porque el jazz también se hace de quien lo escucha. Necesita de los pabellones auditivos de la gente que se sumerge en él en directo o en su casa. Las ondas que rebotan en nuestra carne y vuelven a los dedos del pianista, que a su vez escucha lo que dice el bajo, que escucha el bambú de la batería, que escucha el viento del saxofón, que escucha a las estrellas que se deshacen en una tromba de luz invisible que atraviesa nuestro interior.

 

Nadie me ha acompañado tanto. Desconocidos a quienes conozco mejor que a un hermano. Como si aquello que llamamos Dios fuera capaz de sollozar dentro de uno y unir en un solo canto de felicidad y desdicha a todos los seres humanos. Saint John Perse escribió sobre los pájaros: “Entre todos nuestros hermanos de sangre el de vivir más ardiente”. Lo mismo se puede decir del jazz. No en vano, Bird fue el verdadero nombre de Charlie Parker.

 

Sollozaba. Y no sabía que quería decir: gracias.

 

Ernesto Pérez Zúñiga