Publicado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos 

La manzana de Nietzsche

Juan Carlos Chirinos

Ediciones La Palma, 2015

Morder la manzana

Ernesto Pérez Zúñiga

La narrativa del venezolano Juan Carlos Chirinos (1967) destaca por la búsqueda de un misterio escondido en el saber, al que accede, en sus novelas y cuentos, gracias a un poderoso trabajo de imaginación, que en ocasiones toca claramente el género fantástico (como en Nochebosque, de 2011). En otras, prefiere bucear en el mundo mítico que el propio autor va inventando, a través de personajes que encuentran su excelencia, y también sus conflictos, en los rincones nebulosos de la psique a humana. Lo podemos comprobar en sus novelas El niño malo cuenta hasta cien y se retira (2014), Gemelas (2013), y especialmente en los cuentos recogidos en el volumen de relatos Homero haciendo zapping (2003).

     En La manzana de Nietzsche, Juan Carlos Chirinos reúne ambas cualidades para presentarnos un libro de cuentos que podríamos emparentar, en parte, con las Vidas imaginarias de Schwob y, por tanto, con Historia universal de la infamia, de Borges. La mayoría de los relatos de esta colección tienen como protagonistas a seres históricos, ligados a la literatura o al pensamiento. Son, por tanto, ficciones sobre vidas perdidas, fragmentos de respiración que la mente del autor recrea o, sencillamente, inventa basándose en las huellas, a punto de borrarse, que algunas biografía dejaron en el mundo. Muchos de estos relatos, en las manos de Juan Carlos Chirinos, se convierten en escenarios utópicos, pero de palpitante carnalidad, donde famosos escritores (y otros seres afines) se levantan como Lázaro de sus tumbas y se echan a andar.

     Así, en el cuento que da título a este volumen, asistimos al momento en que Nietzsche descubre la máquina de escribir y la usa alborozado, comprobando cómo cambia su manera de escribir e incluso de pensar (como nosotros mismos experimentamos el chat y otras maneras de comunicación instantánea). De esa máquina revolucionaria están a punto de surgir agudos aforismos cuando, desde su ventana, el filósofo alemán descubre cómo un niño se esconde en una barril de manzanas. Esta es otra de las virtudes de la narración de Juan Carlos Chirinos: la cotidianidad nos va conduciendo de manera natural a algo radicalmente extraordinario e inquietante.

     Esta misma premisa se encuentra en el siguiente relato, El trabajo del señor Benn, donde Chirinos imagina a Gottfried Benn observando la vida, también desde la ventana de su casa: “Nos abría en canal cuando nos tocaba. Se dedicaba a hacer autopsias”. Las disecciones, terribles, ocurren en exclusiva en la mente de un poeta que nos observa con toda tranquilidad.

     En El alfabeto del profesor Chomsky hallamos al famoso lingüista, perplejo ante el extraordinario fenómeno que está experimentando ante el discurso ambivalente del presidente de Venezuela, en el que, simultáneamente, se superponen un mensaje expreso y otro oculto. De esta manera, Chirinos desmenuza simbólicamente el modo en que los discursos populistas ejercen su presión totalitaria sobre los intelectuales, cuya honestidad se pone en juego ante un dilema: cumplir con la ideología propia o con los atisbos de la verdad.

     La crítica irónica ante el poder y sus hipocresías también está presente en Las oscuras calles de la polis. Chirinos nos remonta a la antigua Atenas, revivida y palpable, en este relato donde Eugenio, discípulo de Platón, se ve forzado por Demóstenes a elegir entre el poder del régimen ateniense (una democracia ideal en apariencia) y su propia libertad.

     He destacado algunos de estos relatos de inspiración biográfica. Una segunda estirpe lo protagonizan personajes que son fruto exclusivo del autor, aunque todos ellos (en una tradición que engloba a autores tan dispares como Kobo Abe o José Balza) proyectan una mirada curiosa y filosófica sobre el mundo, una reinvención del mismo a través de la imaginación, apuntando que la realidad es, de algún modo, una creación compartida.

     En Decir casi lo mismo hay un homenaje a la labor minuciosa e invisible de los traductores, a su devoción por la literatura y el lenguaje, y la manera de cuidarlo en una artesanía desapercibida para muchos. En este relato, el mundo imaginario que habita las palabras se va apoderando de una famosa traductora hasta fundirse de una manera total con su propia psique, sus deseos y emociones, a la manera de don Quijote. Chirinos da un paso más: ese mundo imaginario se ha proyectado al exterior y va a llamar a nuestra puerta.

     Memoria involuntaria, donde el lector asiste a las distintas perspectivas que configuran la particular verdad de cada personaje, constituye un buen ejemplo de este mecanismo mediante el que proyectamos nuestros espejos en los demás. Yo soy el otro, como dicen los clásicos. Pero, al mismo tiempo, el otro es el yo inventado por mí. 

     En El sueño de los justos conocemos a la monja Daniela, deleitosa panadera, que recibe de un Cristo Yacente el don extraordinario de contar el universo en cada una de sus partículas, en una suerte de misticismo contemporáneo donde el afán de Dios y la sensación de la Nada surgen precisamente de la acumulación contable de un mundo incontable. “El sueño de los dioses es lento y pesado, como el movimiento de las montañas”, piensa Daniela.

     Hay otro elemento particular en La manzana de Nietzsche que hace este libro especialmente interesante para lectores aficionados a la ciencia, a los fenómenos físicos, y, en general, a los rincones apartados donde brilla una brizna del funcionamiento oculto del mundo. Muchos de estos relatos (y pongo como ejemplo Un espantapájaros lisiado) están centrados en nuestra incierta percepción de dos parámetros que creemos estables: el espacio y el tiempo. Chirinos se muestra seguidor de las doctrinas de Einstein (a quien dedicó, por cierto, unas sabrosas cartas apócrifas, recogidas en el volumen Albert Einstein, cartas probables para Hann, de 2004) al probar, en sus ficciones, cómo el espacio-tiempo de sus narraciones parece curvarse según el estado mental de sus personajes. Sus seguridades se quiebran y sus ansias se multiplican al comprobar cuán distantes son las apariencias previstas de los sucesos que finalmente les acontecen.

     Es por esto que, según la ley por la que un determinado contenido se expresa en una forma coherente con él, la propia escritura de los relatos está cuajada de saltos temporales, espaciales y, por supuesto, de cambios de punto de vista. Esta misma dinámica afecta a la estructura general del libro, cuyas narraciones se hablan las unas a los otras, a veces incluidas como parte de la siguiente ficción, o unidas por reflejos temáticos, al modo de cajas chinas (que no son otra cosa que espacios que se engullen entre sí en un solo tiempo).

     En el último relato de este libro, Chirinos celebra a cuatro de sus maestros: Cortázar, Lovecraft, Stephen King y O. Henry. Juegan una sorprendente partida de cartas en su particular infierno, un infierno que podría parecerse al paraíso si no fuera por su voracidad. Por supuesto, no contaré lo que ocurre. Pero estoy seguro de que el joker de la baraja tiene el rostro de Juan Carlos Chirinos.

     Como la serpiente bíblica, el joker, uno de sus herederos, nos ofrece la manzana que cuelga del título de este libro. Y en ella, al igual que Adán y Eva, mordemos tanto conocimiento como inquietud.