Publicado originalmente el 1 de Abril 2022 de 2023 en  Letras Libres.

Turguénev, el ruso que amaba Europa

Ernesto Pérez Zúñiga

Retrato de Turguénev

 

Hay que leer a Turguénev. Las recientes traducciones publicadas en Alba, Nórdica o Adriana Hidalgo, junto a las ya clásicas que habitan en las librerías de viejo, lo reivindican como un narrador especialmente interesante para nuestro siglo XXI.

Lo ha vuelto a poner en el foco uno de los libros más citados de los últimos tiempos, Los europeos de Orlando Figes, publicado en España por Taurus en 2020, pero perdurable por los muchos aspectos sociales y culturales que ilumina del siglo XIX.

Figes describe cómo, conforme el ferrocarril extendió sus venas por Europa, se fue sucediendo con una inmediatez imposible hasta el momento el diálogo de lo que hoy llamamos cultura europea; en continua transformación y efervescencia según los ingredientes que se iban mezclando en cada país del continente.

Heine afirmaba asombrado en 1843: «Hoy es posible viajar a Orleans en cuatro horas y media (…). Imaginemos lo que ocurrirá cuando se completen las líneas de Bélgica y Alemania». Lo que sucedió es que comenzaron a viajar por el continente artistas, escritores, pensadores, políticos, hombres y mujeres, y, con ellos, libros, periódicos, ideas y revoluciones, configurando en unas pocas décadas una herencia cultural y política todavía dominante: liberalismo y socialismo, romanticismo y realismo, con sus muchos derivados.

En torno a aquel movimiento de personas, se construyeron hoteles y cafés, se fundaron periódicos y editoriales, se definieron los derechos de autor, fructificaron géneros literarios como el cuento, adaptados a la distancia de un viaje, y la novela como género idóneo para confrontarnos con ese río escurridizo y cambiante que llamamos realidad.

Figes aglutina la deriva del siglo en torno al fascinante trío formado por la cantante de origen español Pauline (García) Viardot, su marido, el hispanista Louise Viardot, traductor francés del Quijote, y el escritor ruso Turguénev, quien, enamorado de Pauline, siguió al matrimonio Viardot de ciudad en ciudad europea, en una relación que dejó frutos abundantes: óperas, novelas, paternidades secretas, y amistades influyentes e influidas como Chopin, George Sand, Berlioz, Clara Schumann, Berlioz, Chaikovski, Bakunin, Tolstoy, Dostoyevski (con él, más bien, enemistad), Henry James, Flaubert o Maupassant.

En la persecución de Turguénev en torno a los Viardot (París, Baden-Baden Londres…), se escondía, además de la pasión, su necesidad de escapar de un destino de señor totalitario, y afirmarse en una profesión de fe que le costó enfrentarse a sus contemporáneos rusos: «Soy europeo y amo a Europa; pongo mi fe en su insignia, que he portado desde mi juventud». Pocos hicieron, de hecho, tanto como él, para fomentar el conocimiento entre Europa y Rusia, impulsando las traducciones a un lado y otro de la frontera fría. Sin embargo, cada una de sus obras generaba detractores entre sus compatriotas eslavófilos, que consideraron al autor de Humo un traidor a los valores de la gran Rusia, en un dilema cultural y político, Rusia-Europa, que, irresuelto durante la Unión Soviética, llega hasta hoy mismo y que acaba de estallar de nuevo en la guerra que Putin ha desembocado sobre Ucrania.

Mucho antes del libro de Figes, en 1996, el narrador rusófilo Juan Eduardo Zúñiga exploró las andanzas del trío en Las inciertas pasiones de Iván Turguénev, publicado en Alfaguara. Zúñiga, a quien conocí y admiré, y al que me liga por azar un apellido, volvió a demostrar en este ensayo, con la discreción llena de discernimiento que le caracterizaba, que hubiese merecido en vida más capitalidad y gloria.

Gracias a él conocemos con considerable profundidad a Varvára, la madre de Turguénev, furibunda y cruel propietaria de esclavos, a la que su hijo irá escondiendo en múltiples personajes de novelas donde fue reivindicando la liberación de los mujiks. Varvára, quien le escribió en una carta «tú jamás sabrás amar», impulsó a su hijo en la dirección contraria de Rusia, en busca de la mujer que la sustituyó por fin, Pauline Viardot, la cantante de ópera que simbolizaba la Europa cosmopolita, y a quien Varvára bautizó, también por carta, «la maldita gitana».

Cómo la hubiese llamado de saber que con el tiempo Pauline apodaría a su barbudo gigantón de voz atiplada, el escritor que no quiso ser terrateniente, con el nombre de «Turgui», quien estuvo encantado de representar ridículos personajes en las operetas que escribían juntos, al servicio de los caprichos domésticos de una mujer amable con la que estableció una relación tan creativa como asfixiante. Pauline, a quien Turguénev acabó identificando con Lady Macbeth en los delirios del lecho de muerte, se convirtió para él en una suerte de vampira nutricia, que lo amamantaba al mismo tiempo que lo absorbía. Ella, al igual que Varvára, está repartida por las femmes fatales que estructuran los tríos de amor insatisfecho de sus novelas.

Luis Viardot acabó admitiendo a Turguénev en su familia y, aunque le reprochara esos libros sobre tríos inmorales, se avino a traducir con él a Pushkin o a Gogol, y a compartir a ratos la paternidad de sus hijos.

Turguénev, enfrentado a su madre, a su patria y a las convenciones, se empeñó en algo que hoy resulta más urgente que nunca: una Europa cohesionada por la cultura y la libertad, capaz de rechazar el totalitarismo ancestral que siempre nos aparece debajo de los pies, como otra vez ha vuelto a pasar.

Turguénev se unió, en ocasiones con desesperación, a aquellos con quien pudo experimentar la invención de un mundo mejor que el que había heredado. Un mundo hoy en vilo por la guerra entre dos paradigmas que nuestro escritor representa como pocos: su origen ruso y su destino europeo. Dos partes que no tienen más remedio que conciliarse si no quieren destruirse. Turguénev luchó toda su vida por encajar las piezas contradictorias de la paz.

Murió cerca de Pauline, en Bougival, a las afueras de París, pero eligió ser enterrado en San Petersburgo. Durante aquel trayecto desde Francia a Rusia, en uno de esos trenes de los que habla Orlando Figes, su ataúd fue aclamado en cada estación.