Entrevista realizada por Karen Lentini y publicada originalmente en Prodavinci el 4 de octubre de 2022.
“Cuando uno escribe buscando la verdad interior va saliendo todo: los fantasmas y el saber”
De leve paso, calmada presencia y ojos que recuerdan el mar de Granada y el cielo madrileño, Ernesto Pérez Zúñiga (Madrid, 1971) es un profundo oficiante de la composición literaria y, más todavía, un incansable explorador del alma.
Autor de Calles para un pez luna (Premio de Arte Joven de la Comunidad de Madrid ―Visor, 2002); El segundo círculo (XVI Premio Internacional Luis Berenguer ―Algaida, 2007); La fuga del maestro Tartini (Premio de Novela Torrente Ballester ―Alianza, 2013); Siete caminos para Beatriz (Vandalia, Fundación Lara, 2014) y No cantaremos en tierra de extraños (Galaxia Gutenberg, 2016).
En 2018 Pérez Zuñiga publica Escarcha (Galaxia Gutenberg), obra donde indaga algunos aspectos sobre la transición de España con base en los cuestionamientos de un adolescente que se resiste a aceptar cualquier tipo de imposición.
En la novela se narra la decepción, el abandono, la culpa; sensaciones vividas cuando se rebaten las herencias ideológicas como camino para la necesaria compresión íntima y la subsiguiente recomposición del espíritu. Todo esto en una prosa impregnada de pasajes poéticos que exaltan la naturaleza y que en ocasiones resultan, por cuenta propia, pequeños relatos que enriquecen la historia.
Alguna vez usted ha afirmado que los escritores componen desde alguna parte de la mente: la razón, la memoria, la experiencia. Escarcha alude, con cierto énfasis, al mundo onírico: «el mundo donde nadie podía intervenir». ¿De dónde proviene esta novela?
Se nota mucho cuando un texto literario está escrito exclusivamente desde la razón lógica o está escrito desde las tripas, como se dice proverbialmente; o desde lo que Platón llamaba alma o Jung identificaba como el sí mismo, estructuras mucho más complejas y divertidas que la razón lógica. La literatura es uno de los lugares más completos para reflejar esa cosa escurridiza que llamamos realidad. Porque esa realidad, al menos lo que podemos concebir como realidad humana, está formada por múltiples planos: físico, emocional, intelectual, onírico, ético, espiritual… Yo trato de integrar todos ellos en mi escritura, siguiendo las pautas de un realismo abierto a la experiencia y a la imaginación, que es otra de nuestras facultades reales, un realismo abierto que supere el realismo tradicional o cerrado, y que ha usurpado con su nombre la realidad misma. Escarcha está escrita desde este concepto de realidad abierta, donde la experiencia, la memoria, la emoción, el mundo onírico y la imaginación van alimentando la novela, tal como pasa en nuestras vidas.
El protagonista de Escarcha representa el «estado de confusión de España». El sentimiento de culpa por no saber a cuál bando pertenecer y el no querer pertenecer a ninguno: «Monte representa España» ¿Ha madurado España como lo hace Monte?
Monte nace en el período de transición de una España que viene mayoritariamente del franquismo y que se está abriendo, en las generaciones más jóvenes, a la democracia internacional. También es un período de conatos revolucionarios y donde regresan los grandes perdedores de nuestra historia reciente, los exiliados de la Guerra Civil, aquellos que han sobrevivido y han querido regresar, porque otros no quisieron hacerlo, como Max Aub, muy presente en esta novela, después de una breve visita a España durante los últimos años del dictador. Monte es nieto de personas que fueron enemigas en la Guerra Civil y cuyos hijos han recibido ideologías contrarias. Monte, ligado a ambas ramas de la familia por el afecto, se siente perdido entre sus emociones y la historia del país que va conociendo. Por eso, volviendo a la pregunta inicial, debe desprenderse de lo que más quiere para buscar su propio camino. Es el inicio de su madurez. En ese sentido, España sigue en un estado adolescente, prisionera de lastres emocionales e ideológicos que le impiden madurar como nación en todo su potencial, que es muchísimo. Tiene el problema de no aceptarse y conocerse a sí misma, pues, como Monte, es hija de varias Españas de convivientes, enemigos y expulsados. El problema político inmediato es que los partidos suelen valerse de estos lastres y heridas, a un lado y otro, para construir el futuro. No solo los arrastran sino que los ponen por delante como escalones electorales. España tiene la obligación de mirar su propia historia con altura y objetividad, señalar sus heridas, conocerlas, comprenderlas, convertirlas en monumento o en condena, y entonces soltar esos lastres para continuar el camino.
¿De qué manera se puede tener una «conciencia mística» y conocer el mundo material sin llegar a ser «una persona insustancial»?
El mundo material y el espiritual resultan, a fin de cuentas, el mismo. La mística enseña la unidad de todo lo que existe y enseña a ver sin vendas en la mente. Ser insustancial es solo estar ciego ante la maravilla de la existencia y permanecer dentro de la olla a presión de la sociedad de consumo sin atreverte a levantar la tapa. La naturaleza, a la que pertenecemos antes que a nuestras ciudades, es la primera puerta. La tierra, los árboles, las montañas, el mar son los primeros en señalar que la existencia es material y espiritual al mismo tiempo. Sabiendo eso, puedes moverte por hangares, puertos, astilleros, barrios bulliciosos, fiestas, sendas alpinas y solitarias, bosques silenciosos, orillas y riberas, y gozar de todo sustancialmente.
La prima Sara –la albina– deviene oráculo y refugio para Monte «en un mundo al que le han traído y del que no quiere saber». ¿Representa Sara la escritura?
En una novela no hay personajes sin conflicto. Si no los sufren, no hay historia. Como bien supo ver Campbell, el camino del héroe está lleno de pruebas. Sara la Albina es una rara avis en el mundo contemporáneo: para empezar, pertenece al universo rural y no al urbano, y está en contacto con una dimensión mágica y sagrada que en la sociedad contemporánea ha sido sustituida por el maquinismo. En ese sentido, sí representa, más que la literatura, el territorio de la imaginación, una imaginación telúrica que permanece activa en contacto con la naturaleza. Muchos de los escritores que prefiero mantuvieron ese contacto, como Valle Inclán y Guimarães Rosa.
Usted considera que Valle Inclán y Guimarães Rosa saben «Traer a la palabra una manera de ver el mundo que no está». ¿Cómo se logra esa originalidad y esa trascendencia?
Ambos representan escrituras muy diferentes, pero tienen algo en común: una visión única de la realidad que los dos han sabido volcar a un lenguaje con una música muy particular y un fuerte componente poético. La visión poética es la clave, una lente mental capaz de traspasar la realidad acostumbrada y convertir esa visión, a través de la música interna, en un lenguaje tan propio y significativo que se vuelve universal. Captan esencias universales que tamizan a través del prisma único que, en definitiva, contiene cada experiencia individual. Escritores como estos son una suerte de descubridores de tesoros que ponen a disposición del mundo lo que han forjado en su taller de alquimia.
¿Podría hablar de los objetos mágicos que abren y cierran Escarcha?
Son los pequeños tesoros de un niño: un lápiz, una medalla, una estrella militar regalada por el abuelo… cosas que representan los aprendizajes y herencias recibidas. Monte, de niño, los esconde en un muro de la Alhambra. La novela comienza años después, cuando inaugura su adolescencia en su trigésimo cumpleaños, y recupera el tesoro que guardó años atrás. Esa experiencia es autobiográfica. Para mi sorpresa, la bolsa de cuero con los objetos estaba en el mismo muro de la Alhambra, ante el que habían pasado miles y miles de personas. Ahí hay una enseñanza: nuestro tesoro nos está esperando y, mientras tanto, millones de personas siguen su propio camino. Ese camino se relaciona con el nuestro, por descontado, pero cada uno es quien debe encontrar su tesoro único y renunciar a él cuando llegue el momento. Es lo que hacemos, sin ir más lejos, con el tesoro de la vida cuando llega el momento de morir. Monte, al final de la novela, ya ha llegado a la mayoría de edad. Aquellos objetos mágicos le han servido, más que para salvar las pruebas de su destino, para comprender las claves de su propia historia. Por eso, al final de la novela, los arroja al río. Los ha custodiado el tiempo necesario. Los ha comprendido por completo. Ahora debe librarse de ellos para que no se conviertan en un lastre. Además, esos objetos me sirvieron para estructurar parte del libro, donde cada pieza del tesoro corresponde a un capítulo, al que impregna simbólicamente. Lo mismo sucede a lo largo de la novela: cada capítulo se corresponde con una canción, un libro, una boda, una corrida de toros donde salen al ruedo los fantasmas de nuestra historia.
Al parecer, la mayor dificultad que enfrenta un escritor es conducir debidamente la imaginación para que no se disperse. ¿Existe algún género que permita lograr esto con menos riesgo? ¿Qué género hace más proclive el desborde de la imaginación?
La imaginación es una suerte de cine donde el escritor proyecta el universo de su novela mientras la va escribiendo. Lo que sucede en la pantalla sucede en la escritura. La imaginación necesita un cauce, una estructura para fluir en el texto: una trama, por ejemplo, y también una musicalidad. Por eso la novela y la poesía son los espacios perfectos para la imaginación. Uno puede escribir una novela o un poema de imaginación desbordante siempre que la estructura y la música lo sean también. La imaginación es como un océano poblado de todas las criaturas que podamos visualizar, pero necesita una determinada forma y profundidad entre los continentes para poder existir. Con la escritura ocurre lo mismo. Ahora bien, si dejamos que la imaginación ande por libre, sin una mínima estructura, acaba inundando el texto. Lo borra por exceso. Como cuando ocurre un tsunami.
Modifica la estructura de la novela al final: narra episodios vinculados con cada uno de los personajes en un solo capítulo. ¿Por qué el cambio?
Cada personaje fue fraguando un destino propio que, en el desenlace, debía tener un cauce particular pero simultáneo al de otros personajes. Hay una escena famosa de El Padrino en que sucede lo mismo. Quise llevar esa simultaneidad a la novela. Con esta técnica consigues acelerar el tiempo de la narración pero, al fragmentarlo, también logras contenerlo. De esta manera el desenlace cobra mayor tensión y fuerza. Y podemos ver con mayor atención lo que le pasa a cada personaje en relación con los demás. Es una manera de insistir en la interconexión de los personajes. Como pasa en la misma vida. Estamos interconectados.
¿Cómo se desprende uno de lo que más quiere en la búsqueda de encontrarse a sí mismo?
El cómo se produce solo. Lo más difícil es darse cuenta de las herencias que nos impiden llegar al núcleo más auténtico de nuestro ser, que está esperando desplegarse con los dones propios. Hay que conservar lo que sí nos ayuda a ser nosotros mismos. Desprenderse de un lastre no significa destruirlo, sino comprender su origen y su persistencia. Al comprender, comienza la reconciliación. Nuestra identidad se construye con incontables herencias, muchas de las cuales nos favorecen o nos contaminan en una parte del camino. Debemos aprender a mirarlas, reconocerlas y, ya sean regalos o heridas, dejar de vestirnos con ellas. Para ello, hay que revisar la vida desde una profunda introspección. La escritura es una gran herramienta para hacerlo. Cuando uno escribe buscando la verdad interior va saliendo todo: los fantasmas y el saber. Si nos miramos a nosotros mismos como personajes de ficción acabaremos comprendiendo lo que hay en el interior de ese personaje, lo que tiene que dejar atrás, y cómo debe seguir su camino. Mirar el río de nuestra vida con una visión de altura, como decía Valle Inclán, es fundamental. Se trata de elegir y no ser elegido, con la complicidad de nuestra ignorancia, por nuestras herencias y nuestras heridas.