Foto: Jaime Villanueva
Entrevista realizada por Juan Cruz y publicada originalmente el 17 de enero de 2017 en Babelia, suplemento cultural de El País.
De lejos parece alemán, sus ojos azules, tan abrigado. Pero de cerca es Ernesto Pérez Zúñiga, granadino de Madrid, donde nació en 1971. Parece un médico también, su barba cuidada, casi rojiza, sus manos limpias. Tiene aire de callado, pero dentro tiene un motorcito de hablar, del que parte también su risa breve, de niño educado oyendo. Estamos en el Café Gijón, donde se sentaban Manuel Aleixandre y Manuel Vicent; se despoja de tanta ropa que aparece como profesor de literatura y termina pareciéndose a un tertuliano que viniera al Gijón creyendo que aquí aún vienen escritores. Su libro último es No cantaremos en tierra de extraños(Galaxia Gutenberg), y sucede entre la metralla de la Guerra Civil y la devastación igualmente salvaje de la guerra mundial. Sus personas son como los habitantes de un wéstern triste y su dedicatoria es como una autobiografía. Por ahí, por la abundante dedicatoria, comenzamos a conversar. Entonces ya este alemán de Granada, callado y risueño, es un torrente.
—¿Quién es Ernesto Pérez Soler?
Así dice la dedicatoria: “Este libro es para mi padre, Ernesto Pérez Soler, quien en las tardes de mi niñez me inició en las aventuras del Oeste”. Y así dice el hijo ahora: “Mi padre es muy aficionado al cine. Me aficionó completamente a la lectura, él también escribía poemas, al cine, del que sabía mucho. Los sábados por la tarde veía con él aquellos wésterns maravillosos que ponían en televisión. Me hablaba de cosas técnicas, del fundido, del encadenado. Y de aquellos aventureros”.
Allí estaban los “fuera de la ley”. Parecía una tontería, dice Pérez Zúñiga, pero eso encierra algo muy importante: en sociedades que todavía no estaban construidas del todo, lo que sucedía realmente dependía de la acción de uno mismo. “Fue un aprendizaje en el que sigo creyendo. En todo lo que sucede en el mundo contemporáneo la acción de uno sigue siendo fundamental. Todos construimos lo que nos pasa”.
Esa idea lo encaminó hacia esta novela. “Pensé en hacer una novela que sucediera en la posguerra española. Me interesa esa posguerra de wéstern, la posguerra en la que la sociedad europea se estaba construyendo. Era 1944, 1945, Francia se está liberando de los nazis, las futuras democracias no se han hecho del todo. Y en España hay una dictadura ya consolidada, pero todavía está muy tierno el dolor de la derrota. Y eso me interesa también para el presente: cómo construimos el futuro cuando las cosas están rotas”.
El padre fue la educación; está detrás del libro. “Un padre que te abre a la literatura, al cine; el padre que te abre, no el padre que dice no”. El padre era secretario del Ayuntamiento de Granada, con los años fue magistrado en Alicante, vivió la Transición… Desde esos lugares vio la transformación española. Por esos ojos (“verdes, como hierba clara; los de mi madre son verdes como el agua de los estanques”) miró Pérez Zúñiga.
—¿Cómo te explicaba lo que no conocías? La guerra, la posguerra. ¿Cómo te hizo esa educación oral?
—También hablaba mucho con mis abuelos. Mi padre me hablaba de su niñez, nació en 1941. Me contó. Hay una escena en la que unos niños comen cogollos de lechuga, juegan con hormigas. Él lo vio en Cabra, Córdoba, donde vivía con sus padres, muy humildemente, mi abuelo era también secretario de Ayuntamiento, depurado en la guerra, un antiguo socialista. Los chicos robaban cogollos en las huertas, para comer. Mi padre me contó que habían nacido muy arrugaditos porque la familia pasaba penurias.
El padre le enseñó a narrar. Con el wéstern, con la infancia. “Viendo wésterns me di cuenta de lo que ocurría detrás de una guerra civil. En España se tarda mucho en explicar la Guerra Civil. En mi colegio se contaba una historia de buenos y malos, contradictoria con lo que supimos después. Estados Unidos tampoco supo contar su guerra civil. Porque no se puede. Y como no se puede se crea un mundo posterior, un mundo mítico, de perdedores y de vencedores que entremezclan sus vidas en algo nuevo. Como el wéstern, un lugar donde la ley se está haciendo y donde los perdedores tienen otra oportunidad. Han perdido la guerra pero tienen la oportunidad de hacer algo importante, una aventura íntima, personal”.
Los abuelos (cada uno de un bando) le contaron la guerra, pero la llenaron de silencios. “Y la contaban en forma de leyenda. El silencio me disparó la imaginación de niño”.
—Y aquí está esta otra dedicatoria. “También se lo dedico a Juan Diego Pérez González, porque lo condenaron a seis meses y un día en un año muy cercano al fin del franquismo”. ¿Quién es?
—Un tío segundo, primero hermano de mi padre. Editor de Anaya. Mítico en mi
infancia, al que no conocía hasta llegar a Madrid. Le escribía cartas; sólo aquí me respondió, cuando a los 25 años vine a verle. Me abrió las puertas de todo, fue un segundo maestro. Estaba en uno de esos grupos semirrevolucionarios y lo metieron en la cárcel. Siempre hablé con él del negacionismo: parece ser que ahora, para mucha gente, la dictadura no fue tan importante. Mi dedicatoria tiene que ver con la reivindicación de esa gente que, como él, cuando había que luchar contra el totalitarismo que le tocó vivir, luchó y pagó por ello.
—Quizá representa también la Transición, algo que quienes son jóvenes ahora no conocen y denigran…
—Eso es importante. De hecho uno de los temas de la novela es la construcción de la democracia. Después de tantos muertos por defender a Europa del totalitarismo, Europa no va a ser capaz de construir una democracia falsa… Creo que mucha gente de mi generación, y más jóvenes, no es consciente de eso. En España tenemos lo mejor que hemos tenido en 500 años, una democracia sólida que ya va para 40 años. Una democracia que viene de una historia dificilísima, del feudalismo por supuesto, de estructuras caciquiles, de grandes totalitarismos que se van venciendo durante el largo periodo que Franco ocupó en el siglo XX. Y hubo gente que luchó contra eso, tanto en la Guerra Civil como en Europa contra los nazis.
Ahí, en la novela de Pérez Zúñiga, están “esos personajes que no ven la España de Franco como algo sólo nuestro sino que están viendo un contexto, un fenómeno común. Y por eso hay también personajes americanos, los que vinieron en las Brigadas y los que lucharon contra los nazis. La famosa Nueve española que liberó París. El fenómeno que me preocupa ahora a mí es el totalitarismo que nos rodea. Aquí creemos que se puede destruir lo construido con sueños que lo anulan. Es superpeligroso”.
—Y luego viene esta dedicatoria: “A Luis Mateo Díez, quien me hizo ver que las historias que más nos conciernen conquistan aquello que (todavía) no somos”. ¿Qué te dio Mateo para este libro?
—Un día me dijo: “Ernesto, te tienes que centrar en escribir; lo único importante que tienes que hacer es no pensar en publicar, no pensar en premios, no pensar en otra cosa que en el esfuerzo literario para crear una obra que sea lo más auténtica y poderosa posible. Lo demás viene después”. Una agente me había preguntado si quería fama o dinero. Mateo siempre ha representado para mí la búsqueda de lo auténtico, como Juan Eduardo Zúñiga, como Manuel Longares, a quien dediqué el libro anterior. Me han ayudado a cuidarme del mundo de la literatura.
—¿Y ya sabes lo que es el mundo de la literatura?
—Algo he visto. ¿Peligros? La falsificación, la distracción, el perderse en lugares donde uno no es…
—¿Y no padeces esos peligros?
—Por supuesto. Y trato de alejarme de ellos. Lo que más miedo me da es ser complaciente con tu obra, entusiasmarte con tu propio gusto.
—¿Dónde se compra el antídoto?
—El antídoto se compra en Onetti, en Valle-Inclán… Valle-Inclán es mi padre literario. Estaba en mi Santo Diablo, está aquí, en mi personaje Montenegro. Ya he decidido ante todos los cantos de sirena: mi padre literario es Valle-Inclán.
—¿Y Carlos García Gual qué pinta aquí? Hay en el libro esta dedicatoria: “Y a Carlos García Gual, que me impulsó a regresar a la épica”.
—Me ha enseñado el mundo mítico, por eso pinta mucho aquí. Cómo los mitos no son figuras del pasado remoto, sino que van alimentando nuestros comportamientos a lo largo de los siglos hasta la actualidad. Con él he aprendido a mirar a mis personas en esos mitos. Y a valorar la literatura clásica, empezando por Homero como una fuente contemporánea.
—O sea que aquí hay Homero, Valle-Inclán y wéstern.
—¡Ojalá!
Lo sólido y lo duradero, cómo se construye la democracia, cómo se construye la vida cuando todo está roto. ¿Qué es lo sólido, Ernesto? “Tenemos que volver a reflexionar sobre eso. El enemigo vuelve a ser el mismo que fue. El totalitarismo en sus diversas formas derecha franquista, socialismo estalinista. Al totalitarismo le da igual la etiqueta, siempre se comporta igual”.
En No cantaremos en tierra de extraños, ese enemigo tiene tierra, ojos y balas. Lo que sucede en medio de esa tristeza se parece a un wéstern que te deja en la boca el sabor real de la sangre.