Encuentro en la Fundación Rafael Alberti de El Puerto de Santa María. 1998 

Poeta Pedro Garfias. Fuente ABC

Los tumbos de Pedro Garfias

 

I

Él iba solo

tambaleándose.

 

Borracho de amor,

borracho de hambre,

borracho de alcohol,

quién sabe.

 

Él iba solo

tambaleándose.[1]

 

Cuando oí cantar por primera vez estos versos, no sabía nada de Pedro Garfias. Tendría yo 17 años y había quedado con un amigo en el Paseo de los Tristes de Granada para escuchar a un cantaor que por entonces comenzaba a entusiasmarnos: Enrique Morente. Cantaba el maestro en la misma bulería:

 

Bajo sus pies florecía

la mañana

y en sus cabellos traía

la luna clara

 

la clara luna

intacta

***

De mi balcón flotante

fui colgando tus besos

 

Y ahora todas las noches

repican con el viento.

 

Por entonces tuve que conformarme con eso, pues Pedro Garfias no existía para casi nadie. Con el tiempo, mediando la carrera de Filología Hispánica que estudiaba, fui descubriendo alguna antología de sus poemas y la primera versión de su Poesía Completa que hizo su investigador más hábil, Francisco Moreno Gómez. Yo leía en aquellas páginas a uno de los poetas más intensos, líricos y originales del siglo XX español, y, cuando preguntaba por él en la Universidad, nadie hacía mucho caso. Así que, en la primera oportunidad que tuvimos, Alfonso Salazar (estupendo poeta de aquella Granada de los primeros noventa) y yo, organizamos un homenaje universitario a Pedro Garfias. Leímos sus poemas y situamos su biografía en la historia de la literatura. La sala estaba llena de alumnos. Dediqué a Garfias mi trabajo de fin de curso y de carrera.

 

II

Con diecisiete años Garfias era un poeta lúcido, entusiasta y combativo que acababa de firmar, bajo “la orientación señalada por Cansinos-Asséns” el Manifiesto Ultraísta, junto con otros jóvenes (Guillermo de Torre y Rivas Panedas, entre otros) en busca de “un arte nuevo que supla la última evolución literaria: el novecentismo”.[2] Garfias asumía su voz cantante en las veladas ultraístas de Sevilla y de Madrid al lado de Jorge Luis Borges, Gerardo Diego, Mauricio Bacarisse, ante el escándalo y las burlas de un público que consumía todavía docenas de tradición. Pero estos poetas casi adolescentes consiguieron poner la poesía española al corriente de la revolución vanguardista europea. Era la época en la que Garfias publicaba en las revistas ultraístas poemas cortos e intensos como juguetes fabricados sólo con imágenes puras y metáforas contentas:

 

DOMINGO

Campaneros gozosos

juegan al foot-ball con pelotas metálicas

de torre a torre

Yo agujereo el sol

Tras esa puerta

el sacerdote elevará en sus manos

un cáliz lleno de miradas blancas.

El corazón alegre de mi novia

naufragará en las sombras

Y sus miradas buscarán un cable

Yo agujereo el sol encanecido

Las campanadas

estallan al caer sobre la plaza.

 

Éste era el Garfias que fue destacado, entre los de su generación, por otros protagonistas del momento como Guillermo de Torre y Larrea. “Ese poeta extraño y magnífico (…), un hombre que podía pasar quince días buscando un adjetivo”,[3] dice Buñuel de él. “Antonio Machado lo incluyó entre los poetas ‘portentosamente dotados del momento’ (…). Jorge Guillén menciona a Garfias entre ‘Otros nombres relevantes que habría que subrayar’ dentro de la generación del 27.”[4] Éste era el Garfias que dedicaba, lejos de su Andalucía paterna, la fuerza de su juventud recién nacida a la entereza de la poesía y las tertulias que celebraban Cansinos-Asséns y Gómez de la Serna en los cafés madrileños, el Garfias que escribía: “Hay que poner algo de desorden en nuestra vida, algo –no mucho- de bohemia, para que nuestros pechos desborden su ternura en cráteres distintos y para que nuestros espíritus se templen como espadas”.[5]

Poco después, en 1922, Pedro Garfias funda en Madrid su propia revista. Así ilumina este momento Rafael Alberti en su arboleda perdida: “Había salido por aquellos días una nueva revista: Horizonte. Más serena, más apaciguada. Un arco iris tras el aguacero ultraístico. Su director era un poeta nuevo: Pedro Garfias, sevillano de Osuna, señalado, junto a Gerardo Diego, como una de las grandes promesas del momento (…). Garfias oyó con atención los poemas que, a requerimiento de Chabás, dije sin más preámbulo. Su comentario fue rotundo, decisivo en mi vida:

-Dame los tres que más te gusten para el próximo número de Horizonte.”[6]

Y es que aquellos eran los tres primeros poemas que Alberti publicaba en su vida. Horizonte publicó, entre otros, a Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Gómez de la Serna, Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Moreno Villa, Bergamín, Buñuel y García Lorca, y, según Garfias, “quiso servir de enlace entre dos generaciones líricas”.[7] También allí aparecieron algunos poemas del único libro que Garfías dio a las estanterías de aquella época, El ala del sur, en 1926, que habría que colocar junto a Manual de espumas de Gerardo Diego (1922), el Poema del cante jondo de Lorca (escrito en esos años, aunque no publicado hasta 1931) y entre el Marinero en tierra (1924) y Cal y canto (1929) de Alberti; aquel poema de “Bajo sus pies florecía/ la mañana”, y “De mi balcón flotante”, o este otro:

 

Mis manos

mis manos fatigadas

de hurgar en la maraña de los días

entre mis manos canta

el cascabel de la hora fugitiva.

 

Y esa hora fugitiva estaba a punto de dar la campanada final de sus horas en Madrid, donde llevaba ya seis años viviendo. Los problemas económicos navegaban en escuadrones hacia su Horizonte y Garfias planeaba la creación de una editorial que llevara en brazos a su revista y a los poetas de sus páginas. “Ediciones Horizonte” funcionaría con un sistema de abonados, a 30 ptas. por cabeza. El que más pagó fue Gerardo Diego, 500 ptas., para publicar un libro que nunca salió de la imprenta. Se dice que Garfias nunca devolvió aquel dinero, que aquellos escuadrones de los problemas económicos se lo llevarían en la sentina, o en la bodega, nunca se sabe. Se cuenta que la amistad entre los dos poetas se rompió definitivamente, y que, diez años después, Gerardo Diego se vengó excluyendo a Garfias de la famosa Antología que consagró a los poetas de la Generación del 27. El veneno del olvido se bebe en cristal de anécdotas.

Muchos años más tarde, Pedro Garfias era una figura aumentada de hombre siempre a punto de hundirse en su derrota, “borracho de amor/ borracho de hambre,/ borracho de alcohol,/ quién sabe,” que peregrinaba sus sombra por las ciudades de México.“Como andaba a su manera/ tropezaba/ se caía, rehacía/ su cuerpo y lo levantaba,/ perdón pedía a la piedra/ y a todas partes llegaba.”, había dejado escrito en su libro Río de aguas amargas, que acababa de publicar en Guadalajara de Jalisco, en cuyo prólogo se le considera un clásico. Ya era el Pedro Garfias que había vinculado a los poetas españoles del exilio con la intelectualidad mexicana de la época, difundiendo la literatura española en el país que le había acogido. El que había dejado un puesto en la universidad de Monterrey por una cátedra en la cantina de al lado. El que se había ganado los cuartos con el claqué del dominó. El cantor de las victorias y hundimientos del comunismo. La silueta poética de lo que ya no iba a ser España. El caminante intenso al que le habían arrebatado su camino.

Desde que llegara a Veracruz a bordo del  Moby Dick de los exiliados, el Sinaia, había tenido una vida itinerante de asombroso juglar, por universidades, radios y centros culturales, donde siempre impresionaba a su auditorio por la hondura y autenticidad de su personalidad y de sus versos. “Tiene mi verso al menos una cualidad que considero esencial en la poesía”, dijo una vez en una conferencia en Monterrey, “es un verso sincero”. El poeta que escribía metralla de vanguardia había sido engullido y digerido dentro de otro, más machadiano, que era un gran humano de dolor, con el corazón a punto de explotar de tantas pérdidas acumuladas: todo un país de sueños, donde no eran más que eso –humo del pasado-  revolución, amigos, familia y tierra.

Era el año 1953, pero hacía varios que pensaba seriamente en su muerte. De 1948 es su libro Soledad y otros pesares, donde se recoge este soneto, cima de la mística apesadumbrada:

Para mi nuca un monte, para mi cuerpo un llano,

ríos para mis brazos, mares para mi aliento.

Tendido como un tronco en el arcano

suspendo el corazón y el pensamiento.

 

Cuántos siglos viví con este anhelo

de tumbarme a lo largo de mi vida

hasta tocar con la mirada el cielo

y con los pies la sombra enternecida.

 

Flotar suave por el tiempo inerte

olvidándome lento de mí mismo

hasta quedarme transparente y hueco.

 

Traspasar los umbrales de la muerte

y hundirme poco a poco en el abismo

sin fondo, sin orillas y sin eco.

 

A pesar de esta tristeza, Pedro Garfias era hombre de mucho humor, imaginación y vitalidad. Sus contertulios de la época describen el continuo placer que suponía escuchar su enorme erudición y memoria (ahí es donde llevaba sus versos a recitales y editores), la agudeza de sus ideas, el peso ético de sus palabras.

Era el año 1953 y a una de esas tertulias llegó desde España Dámaso Alonso, con ocasión de un encuentro de Academias de la Lengua. Pedro y Dámaso se abrazaron, pasado con pasado, y, al rato, Dámaso ofreció a Garfias publicar su obra con estudio y prólogo del propio académico. Cuando Dámaso dijo que la edición sería en España, Garfias rechazó con entusiasmo contrario lo que primero había aceptado agradecido: “En esa España fascista, nunca, nunca, nunca”.[8]Las tres negaciones de Pedro seguramente aceleraron su martirio en la memoria de España.

 

III

Por supuesto, ninguna de estas anécdotas hubiera tenido importancia, si no fuera por el acontecimiento que marcó la vida de Pedro Garfias: su derrota en la Guerra Civil. Garfias fue soldado de fusil y verso y alternaba las acciones guerrilleras y los sabotajes contra las tropas enemigas con la elaboración de un romancero que tenía sus más directos antecesores en los romances fronterizos del siglo XV y que le valdría en 1938 el Premio Nacional de Literatura: “Qué dulce muerte le dio/ la bala que le mató./  Le vi sobre la trinchera/ derribado/ con el fusil empuñado./ Tiernos paisajes en flor/ le fluían a los ojos/ que la muerte no cerró.” Garfias arengaba a las tropas con romances y hacía llorar a los generales: “(…) En la loma los fascistas,/ en lo hondo nuestros pechos,/ y la muerte por lo alto/ y los fusiles por medio./ (…) Vete pronto de mi vera/ sueño que me rindes, sueño,/ deja tranquilo mi pulso,/ deja mis ojos abiertos,/ que aunque cielo, tierra y aire/ se hagan pura llama y fuego/ Pozoblanco, Pozoblanco/ no serás nunca de Queipo./ Te defienden los soldados/ del Ejército del Pueblo.” Pero, a pesar de que Garfias lo defendiera con su vida y de que la perdieran tantos otros a los que cantó el poeta en su libro Héroes del Sur, al final Pozoblanco acabaría siendo de Queipo, España entera de Franco, y Garfias uno más de los que tendrían que huir de su tierra.

De manera que fue tierra inglesa donde escribió el que DámasoAlonso calificó como el mejor poemario del destierro: Primavera en Eaton Hastings. Garfias se alejaba de aquella aldea cobijada en verde y se perdía por las riberas del Támesis hasta que anochecía: “Aunque te rompas, frágil bóveda, en mil pedazos,/ esta noche estrellada/ yo tengo que gritar en este bosque inglés/ de robles pensativos y altos pinos callados./ He de arrancar los árboles a puñados convulsos/ he de batir el cielo con mis manos cerradas/ y he de llorar a voces este dolor mordido/ que brota a borbotones desde mi raíz más honda./ (…)aunque el temblor sonoro se extienda a las estrellas/ y perturbe un momento su formación tranquila/ mientras duerme Inglaterra, yo he de seguir gritando/ mi llanto de becerro que ha perdido a su madre.” Pedro se consoloba en la taberna y, cuenta Neruda en su Confieso que he vivido, pasaba las noches con el tabernero de un idioma distinto, bebiendo juntos, llorando juntos, sin entender uno lo que decía el otro.

El 25 de mayo de 1939, a bordo del Sinaia, Garfias partió definitivamente hacia México. “España que perdimos, no nos pierdas;/ guárdanos en tu frente derrumbada”, rogaba en un famoso poema que escribió a bordo del barco. Pero, en palabras de Alfonso Salazar,[9] Pedro Garfias siguió siendo “un vencido de la vida (…); un vencido de la vida familiar (…), un vencido del ideario político (…), en el amor (que si matrimonio fracasado, que si amores no correspondidos) y vencido definitivamente en el propio aspecto físico (la salud enfermiza, la propensión al alcohol).” Y, ante un panorama así, a uno no le queda más remedio que unirse a aquello que decía Sancho Panza: “Tengo para mí, aunque simple y pecador, que no hay encantamiento alguno, sino mucho molimiento y mucha mala ventura”.

Lo que nadie le arrebató a Pedro Garfias fue los buenos momentos que pasó. Ya en México, él, que era un entendido en flamenco, recordaba cómo, habiendo regresado a Osuna desde Madrid después de aquella pelea con Gerardo Diego, se encerraba con un viejo cantaor amigo suyo a oírle los cantes durante horas con una botella por medio.

Media vida pasó Pedro Garfias en las tabernas y, en las servilletas que había por las mesas de las cantinas mexicanas, dejó escritos sus poemas más flamencos, que regalaba a sus amigos y a sus musas: “Si no me miras seguido/ mejor no me mires más/ que cuando ya no me miras/ me mira la oscuridad”. El día de su entierro, una de las coronas que recibió fue mandada por los camareros de “La Reforma”, la cantina que había sido más su hogar primero que segundo. Se había muerto clásico de México y desconocido de España. Podemos imaginarle con su propia ayuda en uno de tantos poemas sueltos que dejó, en el cual evocaba desde México la muerte de su padre en la tarde andaluza, después de la impotencia de recibir la noticia:

 

Debió de ser tu tarde, yo me acuerdo

como las tardes de mi pueblo son.

Si le pongo el oído al corazón

la siento levantarse en el recuerdo.

 

Yo me muerdo mi alma y la remuerdo.

Remordimientos mordimientos son,

me sale por la boca el corazón

y de tu tarde, padre, no me acuerdo.

 

Qué tarde fue que pudo con tu altura,

derribó el pedestal de tu estatura

y te deshizo, desasida en la ola.

 

Yo cada vez me siento más cobarde

y mientras sufro por tu muerte sola

me duele el sufrimiento de tu tarde.

 

Pedro Garfias una vez explicó así la razón de escribir poemas: “Cuando uno entra en su vida como en un caserón triste y oscuro, y anda a tropiezos, golpeándose aquí y allá, y sabe que a lo hondo no hay sino un muro de piedras o de sombras, es natural que uno le busque eco a sus pasos. Cantando se distrae el camino. La canción nace de la soledad, pero va dirigida a todos, a los árboles, y a las estrellas, y a los hombres. Sobre todo a los hombres (…)”.[10] Ya es hora de que nosotros sepamos recogerla para este tambaleo de la vida. Solos o acompañados, como estaba yo aquella noche que oí a Garfias por primera vez en el cante de Morente, solo y acompañado, cuando mi amigo Francisco me llevaba a casa.

 

[1] Todos los poemas se citan en estas páginas según las Poesías completas de Pedro Garfias, edición de Francisco Moreno Gómez, Editorial Alpuerto, Madrid, 1996.

[2] “Ultra. Un manifiesto de la juventud literaria,” Cervantes, Madrid, enero de 1919, según el estudio de Francisco Moreno Gómez en su edición citada, p. 26.

[3] Ibídem, p.31.

[4] Ibídem, p.32.

[5] Pedro Garfias, La voz de otros días (Prosa reunida), edición de J.M. Barrera López, Renacimiento, 2001, p.49.

[6] Rafael Alberti, La arboleda perdida, Seix Barral, Barcelona, 1978, p. 152.

[7] “La voz de otros días. Horizonte”, La voz de otros días (Prosa reunida), antes citada, p.81.

[8] P. 67 de la introducción a las Poesías completas de Pedro Garfias, edición antes citada.

[9] Alfonso Salazar, “La última primavera de Pedro Garfias”, EL FARO, Motril, 22 de septiembre de 2000.

[10] “Concepto de poesía”, en La voz de otros días (prosa reunida), antes citada, p. 204.