Por Ernesto Pérez Zúñiga

Publicado originalmente en alemán

Die Philosophie des Singens. Bettina Hesse (Hg.)

 

 1. La fuente que buscaba Monteverdi

No se puede encerrar a la fuente. Hay que saber escucharla. Llevarla a la voz y a los dedos. Así se hace y se ha hecho el flamenco. En el patio. En la tasca. En la plaza. En la lumbre. En el paseo solitario. En la fiesta. En el escenario. Solo hay que ver tocar a un guitarrista como Pepe Habichuela para comprobarlo. La cabeza del maestro se inclina sobre la guitarra. Los dedos se acercan a las cuerdas. Un silencio. Y la fuente suena.

     La fuente no tiene partitura. La han bebido los mayores, y estos la han entregado a sus hijos en una forma. Como vasijas de barro son los palos del flamenco: seguiriya, soleá, bulería o toná. No importa. Van de mano en mano. No se estudian, se viven (aunque también se estudien mucho). Pero sobre todo se trabajan. Desde la infancia. Trabajo de tocar y de cantar en cada uno de los ritmos que va imponiendo el día. Y la noche abierta. La noche sin reglas.

     El flamenco tiene alergia a la falta de libertad. Tiene alergia a lo que no es verdad en el instante. Los flamencos repiten las formas que heredan solo porque las hacen suyas. Las vasijas de barro. Se transforman en cada mano,  en cada voz. La arcilla se ablanda, se estira, se amolda al nuevo ser que canta. Las formas se heredan para ser otra cosa: el sí mismo del artista, que lo legará a su vez a los que vengan.

     El flamenco viene a los dedos desde otro mundo: un mundo que se hace vivo en el acto. Cada artista le da su personalidad a un magma rítmico semiconsciente, y le proporciona una resonancia y creatividad nuevas. El flamenco no concibe la partitura del día y de la noche. Por eso los conciertos se alargan en la madrugada y no entienden de horarios de oficina. Tampoco usa partitura. Porque la música que se repite, que se lee, puede enfermar de muerte. Cuando el flamenco repite estructuras, estas vienen de una profunda memoria, pero, simultáneamente, de la emoción particular, y de un lugar que los griegos llamaron musa y los flamencos han identificado, con más exactitud, como el duende.

     El flamenco es una manera de vivir y de acompañarse a sí mismo en la vida. Como el guitarrista acompaña el cantaor, el flamenco acompaña las horas del artista (sea profesional o no). Los que ahora cantan en la cocina antes lo hacían segando el trigo. Los que antes cantaban en las noches de los patios ahora lo hacen en una calle de Madrid, cuando vuelven de una juerga cualquiera. Se canta en solitario y con la familia, para celebrar o sintetizar la vida.

     Tristeza, alegría, rebeldía y un austero saber son las armazones del cante. La correspondencia entre forma y fondo que los músicos barrocos, desde Monteverdi a Tartini, quisieron dar a sus composiciones y fijaron en numerosos tratados, el flamenco la ejerce de manera natural. Cada emoción tiene su música y su manera de cantar. La melancolía escrita por Monteverdi para su Lamento de Ariadna brota en cada seguiriya cantada por un  flamenco, hombre o mujer, en cualquier escenario o en el retiro de su cuarto. Los trinos que adornan los alegres conciertos de Tartini tremolan en las voces que, durante cualquier fiesta, cantan por bulerías o por alegrías o por tangos. La gravedad de la vida se canta por soleá o seguiriya. El esfuerzo por martinete. Las revelaciones por fandangos.

     Solo hay que escuchar la fuente. La fuente interior. Y la fuente que lleva el otro. El otro que soy yo. Porque el flamenco es un asunto de comunidad. Se hereda, se comparte y se entrega. Frente a otras músicas, el único misterio del flamenco es que es vida. Vida en canto y en ritmo con las manos (guitarra, palmas o cajones). Cantar flamenco no es algo que se hace. Es algo que nos hace. Y que, a la vez, nos expresa. Rotunda, totalmente. 

 

 

2. Una historia reciente

“¡Señores, el alma de la música del pueblo está en gravísimo peligro!. Bajo este lema clamado por Federico García Lorca, en su conferencia de 1922, en el Centro Artístico de Granada, se habían unido, bajo la inspiración de Manuel de Falla, intelectuales y artistas, con el fin de salvar el cante jondo.

     El propósito de Falla era doble: rescatar los cantes puros perdidos por los pueblos andaluces y que por entonces se habían vuelto escasos en los repertorios flamencos, y dignificar ante España y Europa lo que Falla y sus aliados consideraban un patrimonio de una singularidad y belleza únicas, el cante primitivo andaluz, que además había influido de manera decisiva en la música culta contemporánea.

     Tanto él como García Lorca narraban cómo la visita de Glinka a Granada, en 1845, transformó la música que el compositor ruso escribió en adelante y que trasmitió a otros contemporáneos como Rimsky Korsakov. Y, sobre todo, hablaban de otro compositor extraordinario, Debussy, que había renovado la música contemporánea basándose en el enharmonismo aprendido de las guitarras y en las voces de los cantaores flamencos que habían visitado París.

     Con muchas dificultades, Falla y Lorca organizaron el Primer Concurso de Cante Jondo, celebrado en Granada, en junio de 1922.

     Visto desde nuestros días, resulta inaudito que se juntaran tantas personas que han sido imprescindibles en la historia de nuestra cultura, desde lugares y condiciones tan diferentes. Diego Bermúdez el Tenazas (viejo cantaor retirado por una puñalada en el pecho, que acabaría grabando sus cantes para el propio Falla) viajó a pie durante dos días para no perderse aquel evento que se iba a celebrar durante el Corpus Christi de Granada. Vinieron también cantaores que hoy se consideran clásicos en el flamenco: Manuel Torres, Pastora Pavón, Juana La Macarrona y, todavía niño, Manolo Caracol.  Todos ellos cantaron en el Patio de los Aljibes de la Alhambra, en las noches del 13 y 14 de julio.

     Allí estuvieron para escucharlos parte de los más representativos artistas e intelectuales españoles de la época: Ramón Gómez de la Serna (quien participó en la presentación del concurso),  Federico García Lorca (que leyó algunos de sus primeros Poemas del Cante Jondo), Andrés Segovia (quien tocó la guitarra en una jornada previa), Santiago Rusiñol (encargado de diseñar el escenario en la Plaza de los Aljibes), amén de músicos y periodistas venidos de Nueva York, de Londres, de París.

     Era la primera vez, en la España moderna, que se producía esta alianza entre la cultura elitista y la popular, entre la vanguardia de los creadores e intelectuales y la llamada gente del pueblo, que demostraba tener una cultura y una sabiduría diferente pero tan importante como la de todos ellos. ¿Qué podía ocurrir a partir de entonces? Aquellos mundos se trenzaron hasta hoy.La obra de los grandes poetas de aquella época (los hermanos Machado, Juan Ramón Jiménez, García Lorca o Rafael Alberti) no habría sido posible sin la influencia de la lírica del flamenco. La llamada Generación del 27, que iba a cambiar por completo la poesía contemporánea española, introduciéndola definitivamente en  una modernidad universal, había encontrado una de sus vetas de oro en el cante jondo.

     Tras el desastre de la guerra y la dictadura, mi generación (yo nací en 1971) recibió esta herencia, que hace menos de un siglo se estaba fraguando, como algo ya definitivo.

     Todavía no podía comprender, de niño, en mi casa de Granada, que aquellos discos de flamenco que yo escuchaba en el despacho de mi padre eran fruto de aquel lejano impulso de Manuel de Falla. Por ejemplo, Enrique Morente, junto a Pepe Habichuela, había publicado Despegando en 1977, con la Elegía a Ramón Sijé de Miguel Hernández. Y Camarón de la Isla había hecho un monumento a García Lorca con su Leyenda del tiempo, de 1979.

     Cantar a los poetas de la Generación del 27, cantar a Lorca y a Miguel Hernández, víctimas del fascismo, suponía, a la vez una reivindicación estética y política, una reivindicación de la libertad de pensar y de crear después de las décadas de dictadura. Se puede afirmar que la gran renovación del flamenco de las últimas décadas se ha forjado, en buena parte, cantando a la Generación del 27. Una renovación que culminó en el Omega de Enrique Morente, que grabó en 1996 junto al grupo de rock Lagartija Nick,  respondiendo al espíritu lorquiano de Poeta en Nueva York y sintiendo la urgencia de fusionar la tradición y la modernidad, tal como sucedía y sucede con la vida misma.

    

 

 

3. Sabiduría del cante

Los cantaores flamencos han cantado y cantan las letras de los poetas cultos. Sin embargo, el propio García Lorca afirmaba -en aquella conferencia de 1922, con la que trataba de impulsar el Primer Concurso de Cante Jondo- que la diferencia entre los versos de los poetas oficiales y aquellos que creaba el pueblo era la misma diferencia que hay entre una rosa de papel y otra natural.

Esta rosa natural vive en las letras inventadas por gente anónima en campos, pueblos, barrios andaluces de Cádiz, Sevilla, Málaga, Huelva, Granada, Almería y Málaga, desde hace siglos.

Estos cantes se han recogido y estudiado en numerosas ocasiones. Entre ellas, destaco la publicación en 1881 de la Colección de cantes flamencos, recogidos y anotados por Antonio Machado y Álvarez, Demófilo, padre de los que a principios del siglo XX serían importantes poetas cultos, Antonio y Manuel Machado, quienes siempre escribieron desde su aprendizaje flamenco.

En este libro de Demófilo se recoge, por ejemplo, esta copla de tres versos, que se canta por soleares, uno de los cantes de mayor sentimiento:

 

   A mí me importa muy poco

   que el pájaro en la alameda

   se mueva de un árbol a otro.

 

Hay aquí un enigma de quietud, una propuesta  de permanecer en el centro de uno, sin dejarnos perturbar por las inquietudes ajenas.

Con menos artificios que un haiku, los cantes logran esenciar una sabiduría contemplativa, estoica, de gente que ha sabido sufrir, amar y vivir.

García Lorca, en su temprana conferencia, se conmovía con esta copla:

 

     Cerco tiene la luna,

     mi amor ha muerto.

 

Y a continuación afirmaba: En estos dos versos populares hay mucho más misterio que en todos los dramas de Maeterlink, () el enemiga siempre vivo de la muerte.

También destacaba Lorca el panteísmo que hay en estos poemas flamencos, donde el yo que canta -que se hace universal al cantar- conecta de una manera íntima con la naturaleza:

 

     Tan solamente a la Tierra

     le cuento lo que me pasa,

     porque en el mundo no encuentro

     persona de confianza.

 

Tienen estas coplas un ingenio profundo, y tan vivo que llegan a nuestro tiempo con total actualidad, como ocurre en esta Soléa de la Serneta, cantaora gitana de Jerez, nacida en 1837:

 

     Presumes que eres la ciencia,

     y yo no lo entiendo así.

     Como siendo tú la ciencia

     no me has comprendido a mí.

 

Pero la copla que más me asombra es esta que parece sintetizar nuestras ansias de conocer el significado del mundo, nuestro hábito de tratar de encerrar el universo en un esquema mental e, incluso, la teoría de Kuhn de las revoluciones científicas y sus cambios de paradigma:

 

     El sabio que más se eleve

     tenga una luz natural,

     haga un mundo y lo compruebe.

     Entonces entenderá

     los astros por qué se mueven. 

 

Al escuchar esta letra cantada por Enrique Morente nos sentimos interpelados, detenidos en una pregunta que nos hace sonreír y comprender nuestra naturaleza, inserta en un cosmos incomprensible con los instrumentos de la razón pero que nos abraza desde nuestra esencia.

Así también es el flamenco. Podríamos conjeturar que esta letra la compuso un gran filósofo, un gran poeta capaz de destilar en unas pocas palabras lo que tantos otros desarrollan en grandes tratados. Y así es. Solo que su autor, ya sin nombre, se hizo pueblo y la entregó por completo a los otros.

El flamenco, también en esencia, es algo que se comparte. Alguien toca la guitarra para que otro cante. El cante está tuerto sin la guitarra igual que los huraños están tuertos de amparo. La mejor poesía -esa que es capaz de hacer presente lo que parece que no existe- vuela desde la garganta de los cantaores tanto como en el temblor armónico de las guitarras.

 

4. La guitarra, el pulmón y el duende

 

El duende existe. Habita en el vientre de la guitarra y en los recovecos del pulmón. Pero no de todo el mundo. Ni siquiera en todos los artistas, flamencos o no. Y tampoco habita siempre en aquellos a los que suele visitar. Se marcha, nos abandona si lo traicionamos. El duende viene cuando conectamos con nuestro destino más sagrado e, invadidos por él, nos transmutamos en su forma. Esa forma es canto, música o escritura que necesita mostrase en el mundo, porque hasta entonces permanecía agazapado, esperando. El duende trae al artista la expresión necesaria, la forma urgente, la forma justa, apretada de esencia.

García Lorca, en su conferencia Juego y teoría del duende, lo identificaba con el espíritu de la Tierra y recogía estas palabras de un viejo guitarrista: El duende no está en la garganta; el duende sube por dentro desde las plantas de los pies. También recoge Lorca dos testimonios del cantaor Manuel Torres. Todo lo que tiene sonidos negros tiene duende. Y estas palabras que Manuel Torres soltó a otro cantaor, con hiriente sinceridad: Tú tienes voz, tú sabes los estilos, pero no triunfarás nunca porque tú no tienes duende.

Parece una maldición. Y es que el duende no se identifica con la inspiración, la inteligencia  o el conocimiento (lo que Lorca, en su conferencia, atribuye a la musa o al ángel), sino que el duende tiene que ver con el destino.

Cuando escuchas tu destino canta el duende.

Es otro de los hallazgos increíbles del flamenco: esta pequeña palabra, este pequeño ser que nos habita (o no). El duende es el demonio del arte y los artistas gitanos supieron verlo.

Platón también lo vio. Lo llamó daimon. Aunque no todos los dáimones sean este duende del flamenco, cada duende es un daimon. Platón hablaba de ellos al final de su República. Hablaba del ciclo de las reencarnaciones, describiendo cómo cada alma elige un nueva vida para completar el siguiente aprendizaje. Entonces, el Demiurgo, conocedor de la flaqueza humana, nos asigna un daimon a cada uno, para que  seamos capaces de cumplir con nuestro destino, con nuestra elección interna, una vez que, con el nacimiento, la hayamos olvidado. El cometido del daimon es avisarnos cuando nos desviamos de nuestro camino y, si nos empeñamos en la vida equivocada, es capaz de empujarnos al abismo, para que, desde la muerte, repitamos la vida malgastada.

Eso mismo hace el duende con los artistas. Aparece si el cantaor, el guitarrista o el poeta no se ha equivocado de vocación, de llamada. Y señala nuestro fracaso cuando no nos visita nunca. El éxito del artista no es la aclamación del público sino la encarnación del duende.

El duende es el daimon del arte que han sabido bautizar y localizar los flamencos sin recurrir a los tratados de estética. Pues el arte flamenco es el tratado de la vida, cuando se sustancia en la voz y en el ritmo. Ama tu ritmo, ritma tus acciones, decía el poeta nicaragüense Rubén Darío, tan aficionado al flamenco, que llegó a componer coplas de soleares y seguiriyas.

La vida se fragua en el pulmón, en la respiración que canta. Así nació el flamenco, en las fraguas de los gitanos andaluces, que forjaban el hierro y las herraduras de los caballos, golpeando con el martillo el yunque, ritmando ese canto de saberes y tristezas que hoy llamamos martinete. Otros supieron convertir los bosques en guitarras. Porque la guitarra suena a bosque que se derrama en el viento de los dedos.  Y el bosque llama al duende. Y el duende solo viene a la verdad.