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Jasper Johns (1930) y poesía de Frank O’Hara (1926-1966)

Cuaderno O´Hara

Ernesto Pérez Zúñiga

 

Alonso Quijano entrecierra mucho los ojos al conducir, debe ser casi ciego. Más viejo aún que su propio taxi, listo para el desguace. Envuelve la cabeza calva en un pañuelo rojo. Parece desconocer los caminos principales hacia Manhattan. Se aventura por un suburbio. Escoge una calle estrecha y, después de un centenar de metros, se arrepiente y da la vuelta. Cruzamos muy despacio ante rostros silenciosos que nos observan. Alonso Quijano baja la ventanilla, se le nota muy cómodo escuchando el blues de su emisora favorita. También a mí me gusta. Surcamos una carretera estrecha, junto a un puente en desuso. Espero el momento en que detendrá el auto para asesinarme, mientras escuchamos un poco más de buena música. Hay pocas opciones mejores en la vida.

 

Voy al New Yorker, donde me espera mi amigo Jonathan Blitzer. Las oficinas están en el One World Trade Center, el rascacielos más alto de la ciudad, construido sobre el cadáver de las Torres Gemelas, un símbolo del siglo XXI, la Freedom Tower, pero mi taxista es incapaz de encontrarlo. Se ofusca, me insulta. Pero a dónde crees que vas, maldito capullo, me dice. Que quieres de mí, malandrín, cantamañanas, follón, bellaco extranjero, dónde mierda pretendes que te lleve. Mientras tanto, el rascacielos nos mira desde su altura, allá donde nos movemos, muy abajo, centelleando en cada una de sus paredes de vidrio. Cuando al fin nos detenemos, le dejo a don Quijote una generosa propina. Se sorprende, por supuesto, porque yo le esté agradecido. No sabe que voy a escribir sobre él. Que es la literatura la que me inyecto, como gasolina de 98 octanos.

 

El New Yorker es una oficina sofisticada. Su plantilla se compone de escritores, editores, correctores, correctores de los correctores, editores de los editores, escritores de los escritores. Se trata de una gran cadena de propuestas y revisiones para una revista perfecta, donde la escritura debe ser excelente, impecable, relevante, verosímil. Los trabajadores del New Yorker se distribuyen a lo largo de los cuatro lados de la planta inmensa y acristalada, desde donde contemplo el Hudson, que resplandece y se mueve en su desembocadura, entre rascacielos, surcado de barcos. Es un espectáculo tan hermoso que aplazo cualquier preocupación. El Hudson de Lorca sin duda tiene que ser un malentendido.

            Jonathan me mira con complicidad y cansancio. Estuvo trabajando hasta la madrugada en esa misma oficina y hoy ha regresado justo después del amanecer.

 

            – No iremos al Blue Note –le digo a Jonathan-. Llévame a otro club de jazz.

            En el Smalls todo es desproporcionadamente pequeño: la barra, el escenario, los clientes, la mayor parte de ellos son enanos, aunque no todos. No nos prestan atención cuando tomamos asiento. Al pianista se le ve muy apretado en su traje negro, es un joven con cresta. Dedos galgos ritman sobre las teclas. Jonathan me ha señalado a un hombre que, apoyado en la barra, parece un gigante. Cejas espesas, ojos claros, cabeza calva, barba cana. Podría ser mi hermano gemelo si no estuviera mucho más gordo que yo. Me observa y se sonríe. Luego toma asiento en la primera fila, con uno de los enanos encima de las piernas. Le acaricia la cabeza.

 

Duermo en una habitación habitada por libros de Frank O´Hara. Necesito ojearlos antes de dormir. Conforme el vacío me va sepultando, siento que caen sobre mí diminutas partículas de sus versos, nieve con textura de ceniza. Sueño con un suburbio de Nueva York. Alonso Quijano, mi taxista, me ha llevado a una casa donde me espera la mujer que amo. No la he visto nunca y desconozco su nombre. Hace el amor conmigo. Tiene la piel oscura. Me regala una piedra de cuarzo y regreso a la noche.

 

Desde mi habitación en Brooklyn no se escucha la ciudad. El fresco entra desde el amplio patio. Los aviones han comenzado a sobrevolarlo desde el amanecer. Son necesariamente inquietantes los aviones sobre Nueva York. En el Memorial sobre el 11S, los inmensos cimientos se han reconvertido en una fuente. El agua resbala por cada muro y se acaba perdiendo en el hueco central, que parece dar al abismo. Pienso en Jorge Manrique. En el Est River y en el Hudson. A cuál de los dos ríos van a parar. Seres despedazados en el agua como trozos de papel. Don Quijote se acerca en un gigantesco Rocinante y moja su lanza en la fuente. Con la punta reconstruye cada una de las torres. Es un dibujo de tiza que reinicia el tiempo. Es un dibujo de láser que estorba a los aviones en su trayectoria. Subido en Clavileño, Don Quijote rescata a los que caen desde la altura.

           

“What did I do to be so black and blue». Esta canción, cantada por Louis Armstrong, es la favorita de El hombre invisible de Ralph Ellison. Se me ocurre que su letra reúne a don Quijote y a Sancho, el impulso hacia lo alto y el impulso hacia la supervivencia. Ruptura y búsqueda. Cielo y polvo. O, como se autodefine el protagonista de la novela de Ellison: “I´m a thinker tinker”. Un pensador pícaro. Un buscavidas neurótico. Un soñador empastillado. Comequesos. Tomavinos. Pan y vino son los antecesores del Prozac.

            También afirma este personaje: “Quizás la libertad miente cuando odia”. Sin embargo, la libertad de Don Quijote dice la verdad en su ficción. Don Quijote es una novela sin odio.

 

Los gatos llaman a mi puerta. La aporrean con toda la fuerza que puede ejercer un gato. Quieren recuperar su territorio perdido. Quizá por eso sueño que soy rematadamente pobre, acurrucado en el interior de un viejo automóvil.

 

En Strand, en lo alto de la librería, hay un cartel ilustrado con la figura de Moby Dick, que avisa: “Aquí comienza la ficción”. Es el único lugar donde somos plenamente libres. El único lugar que se construye según avanzo en su interior. Piso el suelo que escribo. Según camino, las palabras de la ciudad se van depositando, una sobre otra, como ladrillos. Los sustantivos se apuntalan en cimientos. Los verbos crean las avenidas conforme la recorren. Un adjetivo aparece brillando en la lluvia.

 

            –¿De verdad no quieres ir al Blue Note? -me pregunta Jonathan cuando le recojo en el trabajo.

            – Por favor, llévame a cualquier otro club de jazz. 

            Primero vamos al Hungarian café, cerca de Columbia, bajo la sombra  neogótica de St John Le Divine, donde está enterrado James Gandolfini. Entro en la capilla y velo mis armas cerrando los ojos. En la penumbra, se ensancha su poderoso espectro: «Yo soy el valeroso Tony Soprano, el deshacedor de agravios y sinrazones”. Me abrazo a él, le doy las gracias. Le pido que me ordene caballero.

 

Fruto de un parpadeo es el Smoke, donde estamos entrando. En la barra cruzan las piernas, sobre sus respectivas banquetas, cuatro rubias bellísimas. Pegan sus labios a vasos de cerveza, mirando el escenario donde acaban de llegar los músicos: el saxofonista Gary Bartz, el pianista Larry Willis, el bajista Buster Williams y el batería Al Foster, que no dejará de sonreír durante todo el concierto, mientras sus palillos retumban en la piel de los timbales. Este lugar, inspirado en Paul Auster, es un silbido de la ficción, como todas las cosas en el mundo. Camareras orientales sirven viandas. Cuando se inclinan para dejar algo en la mesa, la música de las esferas escapa de sus escotes. No hay comensales que no sean mujeres, salvo Jonathan y yo. Pero no hablamos con ellas. Estamos hipnotizados por la balada lacerante que Gary Bartz está tocando: Crazy she calls me. Puede ser, siempre ha sido así, desde que tengo memoria. Ella Fitzgerald escucha desde una gran fotografía. Un  dedo pide silencio sobre sus labios. Y a todos nos convierte en fantasmas.

 

            Camino nocturno a Brooklyn.

            Oigo los batanes de las avenidas.

            Dicen que arriba las estrellas son luz de molinos desaparecidos.

            El metro es una cadena de galeotes que se traslada de una madrugada a otra.

            En nuestro vagón está sentado el gordo de Minnesota, mucho más viejo que en el Buscavidas de Rossen. Me dice, desde el asiento de enfrente, un párpado caído, el otro entornado:

            – Para ganar no basta con tener talento, hace falta tener carácter. Aunque otro se disfrace de ti mismo solo con el fin de derrotarte. Muchos pasajeros son la mentira, pero nosotros somos la ficción, que es el único camino no trazado previamente para alcanzar lo verdadero.

 

            En Prospect Park me siento bajo un roble gigante.

Beltenebros es una luciérnaga que salta entre la hierba.

            Siento que todo el cielo entra por mi cabeza. Soy el tronco que hunde sus raíces en la corteza terrestre. 

            Alcanzo el tamaño de mi meditación.

            Se acerca Jonathan y me regala un libro de Frank O´Hara: Meditaciones en una emergencia.

 

Velar armas: preparar la acción. Ora et labora. Cualquier oración prepara la escritura y se desliza en ella. En la escritura se mezclan las dos voluntades del caballero andante: actuar y velar armas. Escribir es una acción meditativa. Escribir un poema es una meditación en una emergencia. Escribir narrativa es una meditación que asume un largo tiempo interior, fundiendo los espacios armados en la imaginación con el propio acto de escribir.

            Velar armas para servir a los que no las tienen.

           

menesteroso, sa.

            (De menester). 1. adj. Falto, necesitado, que carece de una cosa o de muchas.

 

En el gran salón de lectura de la Public Library, la gente se agolpa ante sus ordenadores y teléfonos. Es el templo del wifi, que usan mendigos y turistas, menesterosos de una misma necesidad. En la Public Library es evidente que nuestra época ha sustituido  la lectura por la comunicación interactiva. Internet es nuestra Ínsula Barataria: el lugar donde todo lo puedes juzgar, donde el mundo consulta y es consultado, y donde el mundo te toma el pelo. Mi acto de rebeldía es sacar un libro, un solo libro entre los cientos de aparatos electrónicos pegados a un ser humano. Me detengo en un verso de Frank O´Hara: “I am unable to understand the forms of my vanity”. Vanity Barataria.

 

En St. Patrick escucho al predicador.

¿Dónde está el reino de los cielos?

En el interior de cada uno.

¿Solo en cada uno de los elegidos?

No, en todos los seres, sea cual sea su condición.

¿En el capitalismo democrático o en el capitalismo comunista?

El reino de los cielos está en el New Yorker.

En el Hudson, arriba y abajo del río.

 

Al borde del lago de Central Park, Marcela y Grisóstomo hacen un picnic. Sobre un pequeño mantel, hay una botella de champán, copas de aguja. La mano izquierda de Marcela sostiene una rosa. Es extraño verla así ahora, después de haber escuchado sus discursos combativos, su admirable declaración de independencia. Se ha reconciliado con Grisóstomo. Solo le pide dos cosas a cambio de aceptar las burbujas y la flor: una masculinidad humilde, ausente salvo en el acto sexual, donde debe exhibir su fuerza sin pensar en límites. Y, por supuesto, que se cambie el nombre.

 

En la Neue Gallery conozco a Ludwing Ritter von Janikowsky. Me habla desde un lienzo. Se parece al Van Gogh del autorretrato aunque después de haber sido sometido a cuarenta noches de vampirismo en unos grandes almacenes de Ikea.

            – He perdido el alma – me dice.

            – No me cuadra con las declaraciones de Kokoschka. Según él, lo que retrató fue precisamente el alma de usted.

            – Lo ha interpretado mal. Lo que él dijo es que pintó su propia alma en mi retrato. Y para eso primero me quitó la mía. Luego también se la quitó a Mahler.

            – Cómo, no le entiendo.

            – Kokoschka fue amante de Alma Mahler después de la muerte de Gustav. Muy poco después.

            – Dicen que Gustav Mahler la amaba sinceramente. ¿Ella no le correspondía, no le guardó el luto?

            – Ella también componía música. Necesitaba su propio espacio. Si Gustav Mahler no hubiera muerto, su Alma lo habría abandonado de todas formas. ¿Me comprende?

            – No lo sabe usted bien.

            – ¿Ha perdido usted su alma?

            – No es tan trágico. Solo se ha ido de fiesta.

            – Eso mismo hizo Alma Mahler, abandonó también a Kokoschka para continuar su fiesta. Y él se volvió tan loco como para construir una muñeca igual a ella, con la que se hacía acompañar al teatro.

            – La locura es sustituir el alma por cartón piedra.

            – O el alma por el óleo, como en mi caso.

            – Se equivoca, señor Ludwing Ritter von Janikowsky (me fascina repetir su nombre, por cierto). En su caso, el alma de Kokoschka se hizo óleo.

            – Ahora que lo dice, podría ser. Se quedó hueco. Por eso tuvo que llenarlo con Alma Mahler. Y cuando se quedó otra vez vacío, fabricó esa muñeca.

            – Exacto. Y como no pudo introducirla dentro de su propio cuerpo acabó por tirarla a la basura. Abandonó el simulacro de su alma, como Alma lo había abandonado a él.

            – Los hombres deberían ser capaces de vivir sin simulacros de mujer y viceversa.

            – Espero bastarme a partir de ahora sólo con la ficción. Es mucho mejor que un simulacro.

            – ¿Y cuál es la diferencia?

            – Muy fácil. El Génesis es ficción. Y el Apocalipsis, simulacro.

            – ¿Podría explicarse un poco mejor?

            – La ficción es el arte de crear el sueño del mundo. Un simulacro no es más que una artesanía que trata de destruir ese sueño reproduciendo su forma vacía.

            – ¿Quiere usted decir, acaso de manera retorcida, que la ficción es verdad y el simulacro mentira?

            – No exactamente. La ficción es una emanación de la verdad, como el humo lo es del fuego. Y el simulacro la más cruel de las mentiras: una presencia que nos recuerda la ausencia de verdad.

            – Hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien con un visitante al museo. Aún así, debo hacerle una advertencia.

            – Dígame, señor Ludwing Ritter von Janikowsky.

            – Quédese en la ficción, como don Quijote, o se volverá un loco peligroso.

            – Gracias. Un placer haberle conocido. ¿Cuál era su profesión, por cierto?

            – Escritor, igual que usted.

 

La conversación con Janikowsky me había hecho acordarme de Dulcinea, la mujer inventada por don Quijote para no ser abandonado por ella. Estando en la aventura de cualquier cosa, desde nuestro centro interno de actuación, podría ser favorable tener una idea (y no una mujer de carne y hueso) eternamente amada. Por ejemplo, la Beatriz de Dante, en su condición ideal, le mostró el infierno y lo guió en La divina comedia. Sin ese estímulo, seguramente no habría escrito jamás ese universo de tercetos. Creo saber que en la vida no le fue Beatriz tan favorable. Yo, en cambio, tuve la suerte de abrazarla y la desdicha de no escribir algo como La divina comedia.   

            La pregunta es si la misma Beatriz -en el firmamento, junto a la rotonda de la Rosa, donde el tráfico gira en manadas angélicas-, dejándome solo ante la puerta, me ha permitido iniciar por fin mi viaje, el viaje que cada persona debe hacer en la vida y que en tantas ocasiones posterga definitivamente.

            La pregunta es si, a pesar de todo, ella, Beatriz, es la mujer concreta que sigo amando, en el museo Neue donde sirven té verde y sándwiches deliciosos y prometen que el modernismo ruso es lo más selecto que puedes encontrar después de retozar en Central Park, contigo mismo, dividido en mente.

Entonces vuelvo a consultar el libro de Frank O´Hara, como si fuera el I´Ching, y una página responde: “En tiempos de crisis todos nosotros debemos decidir, una vez y otra, a quién amamos”.

 

Se me acusa de creer en fantasmas. Están vivos, miradlos, perfectamente ordenados en una sala del Metropolitan. No parecen piezas de la exposición (titulada Painting Friends), sino visitantes muy educados y serenos que nos observan a nosotros, participantes de una performace de turistas inquietos. Son los amigos de Sargent, gente americana o europea que murió hace muchos años. Todos nos miran a los ojos. Vanidosos, tristes, ufanos, agradecidos, lujuriosos, interrogantes. Médicos, artistas, bailarinas, escritores, hombres y mujeres de negocios, músicos, cantantes. Unos son ilustres, como Yeats, Henry James o Fauré, y otros triunfadoramente desconocidos. Hay otros que fueron famosos mientras vivieron y luego la muerte los arrastró, día a día, hacia el olvido. Solo permanecen en los cuadros de Sargent. La sombra de su vida es evidente en la luz de sus ojos. Mirad a Stevenson. Pasea por su habitación y nos observa. Qué bien me cae este hombre. Cuánto me gusta lo que escribe. Le pregunto:

            – ¿Y tú que piensas de Beatriz?

            – Beatriz es un mito. Representa el viaje ideal por los tres órdenes del universo pero al final ella resulta inalcanzable. No puedes retenerla contigo. No puedes culparla por ello. No le des más vueltas. Don´t be neurotic like small chamaleon.

            – Ese verso es de Frank O´Hara. Lo he leído esta mañana. ¿Cómo lo conoces? Él murió 72 años después que tú.

            – Eso ya no importa aquí. Todo el tiempo se ha fundido. El tiempo de cada uno en un solo tiempo incontable. Somos gotas en un mar fantasma.

 

Fran O´Hara murió con 40 años. Estaba tumbado en una playa de Fire Island y un cuatriciclo fabricado para recorrer la arena lo golpeó. Su poesía pedía que lo atropellara un tren. Pero lo mató un insecto de hierro, poco más que una bicicleta. El océano Atlántico era tmbién el mar de Stevenson.

 

Four darks in red es un cuadro de Mark Rotko pintado en 1958 y expuesto en el nuevo museo Withney, edificado frente al Hudson. Me olvido del río. Entro en el cuadro por sus ventanas negras. Es mi retablo de Maese Pedro. No hay figuras. Se narra la historia de mi sombra.

 

The Cloisters es un museo construido con piezas medievales traídas del sur de Europa, a principios del siglo XX. Muchas son de España, malvendidas antes de la guerra, otras donadas por el dictador. Don Quijote desafía a los vigilantes. Se propone devolver las estatuas a su iglesia original en el Río Duratón; las vidrieras, a Lérida; un Cristo, a Palencia; un fresco, a Segovia. El instinto de Don Quijote le dice que esos fragmentos son botines de una guerra invisible. Nadie la ha previsto. Pero se ha ido forjando en otra dimensión. El museo se terminó de construir en agosto de 1936. Cuando España arde, se está finalizando el claustro y una torre rematada con tesoros ibéricos. Igual ocurrió con el patio del castillo de Vélez Blanco, donado al Metropolitan por un coleccionista estadounidense en 1941. Hay que contemplar el esqueleto del castillo silencioso sobre la llanura almeriense para conocer el engranaje oculto del tiempo. Los muros edificados en 1936 al norte de Manhattan cimentan el desorden de las calles de Madrid, el miedo en los trigales de Castilla y León, donde se asoman iglesias románicas con sus pinturas intactas. Vengo del Sur, río arriba, en el A train de Duke Ellington. En los vagones flotan malvados magos chinos. Construyen pletóricos monasterios. Los bosques frondosos sobre el río. En lo más alto de la colina, The Cloisters. Mi amada no regresará. Puedo tocar nítidas ruinas. Hudson arriba, he llegado a 1936. Es lo más al norte que uno puede estar en Manhattan.

 

Don Quijote corta las cabezas de los turistas que se agolpan delante de Starry Night de Van Gogh, en el MOMA. El suelo se llena de vino. No hay sangre dentro de esos cuerpos que un instante antes martirizaban con sus flashes los trazos del lienzo. El suelo está cuajado de fragmentos lujosos de cámaras y de móviles. Suenan bajo los pasos de Tony Soprano. Le aplaudo, lo vuelvo a abrazar. Pateo un cráneo vacío que rueda hacia las Señoritas de Avignon. Contemplando el cuadro de Van Gogh, certifico que la realidad habita con avidez en la sustancia del óleo. Es de día, pero la noche me envuelve desde dentro.

            – Eh, tú – me llama una voz-. Deja de mirar ese cuadro y ven a ver algo mucho mejor.

            El que me ha distraído es Gauguin, que me señala uno de sus cuadros: The seed of the Areoi.

            – No busques más -me dice, chulesco.

            Me quedo mudo ante la mirada de la mujer del cuadro. Tengo la absoluta certeza de que me está comprendiendo. Y que también comprende su propia fragilidad: la lámina de cristal que envuelve cada vida y cada belleza, eterna mientras no la apretemos, suave y persistentemente, con el dedo.

            – Mira qué boca -insiste Gauguin-. Mira sus pezones rosados sobre la piel oscura. Mira la flor azul que ofrece su mano. Cógela.

 

La guardo en el libro de FranK O´Hara y encuentro este verso: “In Paradise, no wind is blowing”. Entonces he de decir que prefiero el viento y la lluvia al Paraíso. Diluvia en Broadway. Neones indiferentes destellan, laten. No tienen alma, claro. Todos aquellos que la tienen deben refugiarse bajo los toldos de las tiendas y los pórticos de los teatros. Me hago un hueco bajo la fachada de un musical atestado de adolescentes que esperan al cantante de turno. Son las ménades de Orfeo. Lo despedazarían si no las corresponde con una canción. Orfeos de pacotilla pueblan los sueños de las chicas de nuestro tiempo. Un gigante rubio me pregunta si quiero pasar. No, le contesto, estaba buscando a Eurídice y me ha dado plantón.

            Camino bajo la lluvia y bajo lámparas leds. En una pantalla, se proyecta 2o.ooo leguas de viaje submarino. Entro por el gran ojo del monstruo. El mundo, en apariencia, está peor ahí fuera. James Mason me dice:

            – No se puede ser más justo que dentro de un submarino. Esta es una sociedad perfecta, insobornable en el aislamiento.

            Pero yo sigo prefiriendo el viento al Paraíso. Vuelvo a Broadway en su unión con la Séptima Avenida. En el centro de una rosa de neones, veo un instante el rostro de Beatriz. Ofrece en su mano una estilizada botella de agua mineral de Italia. Aún así sigo prefiriendo el viento al Paraíso.

            El viento es cada instante de inconstancia, puesta a disposición de nuestra miríada de inquietas voluntades.

            El viento es la oración de microcrónicas compartidas.

            Es la fractura de amor y odio en cada esquirla.

            Es el golpe de calor en la nuca que deja el tren en las estaciones de metro, donde aguardamos nuestro turno para cumplir un ansia.

            Es un aire ardiente de verano, hinchado de quejas humanas, y aún así prefiero el viento al Paraíso.

            La cuestión definitiva es que Beatriz ha elegido quedarse dentro de la rosa. Por eso no tengo otro remedio que celebrar el vendaval, la lluvia atomizada en golpes de meteoro, los gritos de los que venden paraguas por diez dólares.

            Hoy pido el viento y los bolsillos vacíos. Una bacía de barbero y un bálsamo de Fierabrás.

            Amar todo el camino que hay delante.

 

Amo recoger a mi amigo Jonathan al pie de la Freedom Tower.

            – ¿Quieres ir esta noche al Blue note?

            Le muestro la flor azul que guardo en mi cuaderno de notas:

            – Ya tengo mi propria blue note -le contesto.

            – Perfecto. Vayamos entonces al Village Vanguard.

 

Descendemos al Village Vanguard, a través de una escala oscura. Al mirar atrás, la puerta entreabierta nos va cerrando el mundo exterior. Preferimos este templo del inframundo. El escenario vacío delante de unas cortinas rojas. Las mesas en espera. La barra del bar frente a un espejo.

            Abrí una primera cerveza, Brooklyn pre-prohibition style, frente al espejo y, sin darle un sorbo, llené un vaso y lo dejé en la barra solitaria. Entonces se empezaron a congregar las sombras de numerosos músicos que fui reconociendo. El primero ante mí fue el enano Michel Petrucciani, de paso desigual pero inigualable pianista. Me emocioné, porque había muerto hacía pocos años, al igual que Mal Walldron, a quien descubrí detrás, enorme en comparación, con el pelo blanco sobre la piel negra, tal como lo había visto en las portadas de los discos que había comprado en París, cuando él estaba vivo y yo tenía la esperanza de verle en algún club. En cambio, lo escuchaba en mis apartamentos sucesivos de Madrid, dedos inconformes con las armonías, diminutos tambores sobre las teclas, hipnóticos.

            – Mal Waldrom – le dije-; ¿cómo has bajado a la nebulosa oscuridad desde Europa, donde moriste? ¿Cómo has llegado aquí, antes que yo en mi aeronave?

            – Nací en New York City, un mes de agosto igual de tórrido que este, hace 90 años. He tocado en este club antes de que tú nacieras. Pero sé que solo tú me nombras y enseñas mis discos a todas las muchachas que conoces. Por eso vengo a saludarte, acompañado del maestro Petrucciani. A cambio te pido que hagas duradera nuestra memoria, sacándola de esta cueva.   

            “La de Montesinos”, no tuve más remedio que pensar. “Aquí se van reuniendo los pasos que obedecían a un peso, a una figura”.  También se me ocurrió una pregunta que, sin embargo silencié por respeto: ¿La mano izquierda del pianista es Sancho, la mano diestra Don Quijote?

            Y, viendo que miraban la cerveza y sabiendo que deseaban saciar su sed, todavía los contuve con la mano porque había visto avanzar la primera sombra a la que daría de beber: Thelonius Monk, el que yo aguardaba. Llevaba puestas unas gafas de sol y fumaba un cigarrillo cuyo humo era de un color anaranjado.

            – ¿Por qué – me dijo- abandonando la luz del sol has venido a ver a los muertos? Aparta tu mano de esa cerveza y te diré lo que necesitas saber.

            Vi sus dedos gigantes apretar el cristal del vaso, primero, que bebió de un trago, y luego la botella, que vació con mucho cuidado, dejando que la menor cantidad de líquido bajara a su garganta, para hacer que el momento se alargara tanto como fuera posible, y así supe cuánta sed se pasa en la tiniebla donde moran los mejores. Recordé cada una de sus composiciones, llaves extravagantes que abren todas las puertas de la música. Solo cuando hubo terminado de beber la cerveza rubia, volvió a dirigirme la palabra:

            – Anhelas un dulce retorno a España, pero te lo hará amargo una mujer. Ya sabes de quién te hablo. También la hemos visto volar en la rosa, porque nunca desciende tan abajo. Abandona toda esperanza, compañero, porque es ella la que va a abandonarte. Cuando llegues a vuestra casa, ya no la encontrarás. No aceptará ninguna de tus propuestas. Solo puedes aceptar esta despedida con la que no cuentas y que sentirás igual que un cuchillo de carnicero en ese músculo que seguís llamando corazón. Pero no confíes en un corte limpio. Se parece más bien a un destornillador que hurga dentro de cada ventrículo buscando una presencia que se fuga. Así es como duele el alma. Todavía no puedes saberlo, por mucho que hayas escrito que el supremo amor es el de la renuncia. Tienes que renunciar definitivamente a Beatriz. Tienes que poner en práctica ese supremo amor.

A love supreme –dijo una voz, detrás, en el humo. Coltrane, que nos escuchaba.

Monk chascó la lengua, molesto por haber sido interrumpido. Luego me dijo:

-Te sugiero que empieces a practicar  pidiendo otra cerveza.

            Así lo hice. Y, mientras el barman la servía, lo vi girar y girar en la penumbra, enorme, absorto, mientras iba reconociendo los rostros de los que se iban acercando a nosotros: Horace Silver, Gerry Mulligan, Charlie Mingus, Bill Evans, Dexter Gordon, Cannonbal Adderly, Dinna Washington, Dizzy Gillespy. Todos ellos habían tocado alguna vez en el Vanguard.

            – Bebed conmigo -les dije, eufórico por la cerveza que estaba tomando-, no habéis muerto. Estáis en el aire de vuestra música, un aire tan intenso que solo puede ser la vida. Tiene razón Frank O´Hara: No sopla el viento en el Paraíso, pero sí lo hace aquí, en el Village Vanguard. Aquí apareces tú también, Miles Davis. Te vi tocar hace 30 años. Lo hacías de espaldas y semiescondido en el escenario, de donde salía ese sonido tubular y aquilatado, donde se concentraban minas de oro, minas de cobre, minas de grafito. Bebed conmigo, hermanos en el jazz, vosotros sois los reyes.

            Entonces todos ellos respondieron al unísono, coordinados como en una orquesta, cada uno con su matiz de voz:

            – Preferiríamos ser un aprendiz de batería, o miembros de cualquier orquesta de pueblo, antes que reinar sobre todos los músicos extinguidos.

 

En nuestro mundo ya no existen los escuderos ni deben existir. El escudero es aquel que sirve a otro en rango de inferioridad. En cambio, el caballero andante es aquel que pone su oficio al servicio de todos los demás, de cualquier origen y condición, sin diferencia de sexos o de linajes, pues solo le importa y le afecta la condición humana.

            Jonathan Blitzer es uno de los mejores caballeros del mundo.

 

Me lleva a un garaje de Brooklyn, donde debe entrevistar a un coleccionista de coches antiguos. Es un hombre alto, de más de 70 años, fuerte, amable, parco, que lleva décadas reuniendo fantasmas de metal que recorrieron el asfalto de los años 50 y 60, y que ahora alquila para las películas de Woody Allen y otros aventureros que tratan de jugar con el tiempo.

            Dentro de la nave parecen dormir estas máquinas monstruosas, pero detrás de los cristales se palpa el vacío.

            Oigo las risas de las mujeres que cruzaron América escuchando música en la radio.

            Percibo el pensamiento del conductor, tan persistente como el ruido del motor que hace girar las ruedas. Pensamiento y ruedas dejaban atrás edificios, árboles, llanuras rubias bajo el viento.

            El viejo los colecciona. Es el pastor de estas bestias de bocas de hierro y ojos de cristal; sólo él es de carne y hueso, tan frágil en definitiva como los primeros propietarios de estos coches de los 50 y 60. Las décadas desaparecieron bajo las ruedas y el olor a gasolina. El viejo hombre de Brooklyn cuida de ellas como el buen Cancerbero.

            Los maleteros guardan sueños de viaje: balones de fútbol acartonados, sombrillas de playa, una cartera de cuero. Pero la mayor parte de la capacidad de estos enormes maleteros está destinada a guardar la sombra de ayer. El hombre del garaje vigila que ningún muerto salga por la puerta de su vehículo. Se pueden intuir detrás de los parabrisas, como sutiles peceras, coches que vienen de Las Vegas, y de Nueva York, y de Misisipi, y del estado de Maine, y de Chicago. También las ciudades -lo que se perdió de ellas- están en este garaje.

            En las paredes, flotan grandes relojes parados a cualquier hora.

            Solo uno de ellos funciona, aunque tiene un golpe en el lado izquierdo de la esfera, el lado del corazón.

            -Lo has roto tú mismo -dice alguien, desde dentro de un coche del año 49.

            Me acerco a la ventanilla y veo en el asiento del conductor al hombre de mi sueño, un hombre acurrucado que se parece a mí.

 

Veo La diligencia de John Ford en un cine de Queens. Y comprendo que estoy enamorado de Dallas, la prostituta que ama Ringo. Entro en una cantina mexicana, donde pido la cerveza más fría. Me arruino en el desierto. Mi dinero fluye como la diligencia, como el sudor de los caballos cae sobre la arena. Quisiera ser Ringo, quedarme fijo en la pantalla, mi rifle gira en el aire.

            – No quieres eso -dice Ringo-. Acabo de salir de la cárcel donde me encerraron a los 17 años.

            – A esa edad yo perdí la virginidad -le contesto.

            – Es muy tarde para tu época -me responde-; pero yo no la he perdido todavía, la voy a perder con Dallas cuando se venga a vivir a mi rancho.

            – Eres afortunado. Un hombre virgen se casa con un prostituta.¿Qué has visto en ella, Ringo?

            – Su fortaleza en la debilidad. Su belleza en el infortunio. Su bondad entre gente muerta por los prejuicios.

            – Sí, los conozco, todos esos que van en la diligencia.

            – Salvo Doc, el borracho.

            – Ese es mi guía hoy en Queens, amigo Ringo.

            – No le hagas tanto caso a Doc y escucha bien lo que te voy a decir. Llevas amando a las mujeres desde tu infancia. Entonces te enamorabas de las amigas de tu madre y de tu hermana, y de tus primas y de tus tías, y de las novias de tus profesores y de las madres de tus amigos. Y así aprendiste a amar desde tu debilidad, y así le has entregado todo a cada mujer que ha pasado por tu vida, hasta quedarte vacío. A ti lo que te gusta de Dallas es que ella me ama en mi fortaleza, incondicionalmente. Y eso es algo que a uno le hace sentirse mucho mejor: ser amado en tu fuerza y no amar desde tu debilidad. ¿Lo entiendes?

            – Sí, pero no estoy de acuerdo. El amor es solo entrega.

            – ¿Me vas a dar lecciones, pequeñajo?

            – Amor desde la fuerza, incluso desde la debilidad.

            Me tambaleo por Queens.

 

Me despierto sobre la hierba de Prospect Park. Por fin lo veo, su rostro sobre mí, a contraluz. Más arriba, las ramas del roble gigante.

            – ¿Eres tú, Frank O´Hara?

            El rostro, en sombra, asiente. Dice:

            – Each time my heart is broken it makes feel more adventurous. Memorízalo y no lo olvides nunca. La mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir.

            – ¿Y tú? -le pregunto, siempre sobre la hierba, siempre cegado por el sol que proyecta la sombra de Frank O´Hara sobre mi cuerpo-. ¿Por qué te dejaste morir de esa manera tan estúpida?

            – Aquel día había bebido mucho para darme cuenta. Sentí la rueda cuando ya la tenía encima. Fue el ruido más terrible que he escuchado nunca.  Pero recuerda lo que dijo Don Quijote: “Es menester andar por el mundo, como en aprobación, buscando las aventuras, para que acabando algunas, se cobre nombre y fama”.

            – Entonces, después del accidente, hubo algo que no se quebró.

            – En efecto, con ese algo me estoy moviendo.

            – ¿Es tu medio de transporte?

            – Soy un centauro, amigo, igual que tú, igual que todos. Me muevo con lo que soy. ¿Ok?

            – Ok.

            – ¿Lo escribirás en tu cuaderno?

– Cuenta con ello, no sé hacer mucho más.

– Cuando lo hagas, titúlalo con mi nombre.

            – Vale.