Por Ernesto Pérez Zúñiga

Publicado originalmente en Campo de Agramante

ISSN 1578-2433, Nº. 23, 2015 

(Ejemplar dedicado a: Homenaje a Carlos Edmundo de Ory (1923-2010)), págs. 23-27

El oro de Ory amerizó en la poesía española como un bólido en el aburrimiento.

 

No digo palabras, hago palabras, afirmó Carlos Edmundo de Ory en uno de sus aerolitos, glosando el lema creacionista de Huidobro: “Poetas, no cantéis la rosa. Hacedla florecer en el poema”.

 

Aerolito: piedra aérea. En sus aerolitos, Ory sintetiza el lapis de los filósofos y la piedra de la llamada locura. La alquimia de Ory transforma los cuatro elementos hacia su esencia poética.

 

Me interesa menos la belleza que la energía, dice. Ciegos son aquellos que no ven lo invisible.

 

La energía invisible se hace visible en la plenitud del poema. Sin embargo, entre los poemas plenos, podemos hacer una clasificación oryana: los poemas ciegos y los poemas videntes. Sin duda, la poesía de Ory, como la de Rimbaud, pertenece a esta segunda clase.   

 

Un sol de Ory sobre la copa de vino española hizo un grial.

 

En el cristal opaco y rayado por la posguerra se encendieron los arañazos con la mirada de Ory.

También el sur, también el mar. Confundo la palabra Sur con la palabra Mar,escribió en otro de sus aerolitos.

La G de Gades esconde el Grial de Ory. Aunque la taza de plata sea más opaca que el brillo del océano. Pero el océano queda todavía demasiado abajo y es acaso demasiado calvo. El deseo es coger las estrellas por los pelos.

El oro de Ory vendría también de los siglos dorados de la poesía española que le entrega, en justa herencia, el arte del juego, los naipes de la palabra.

Pero la baraja de Ory es el tarot de Marsella. Debajo de cada carta, hay un destino poético que parece un milagro, más que del ingenio, del sentido oculto.

Al levantar los naipes, descubrimos su ternario del Expresionismo, tal como lo enunció él: la locura, el niño y el sueño. Y, como en el tarot, cada una de estas figuras contiene un legado simbólico.

 

Inéditas armonías estallan en la poesía de Ory, donde las palabras se enlazan por paradojas semánticas y afinidades musicales.

Es el niño jugador el que enlaza.

Y la locura la que extrae la paradoja.

Y la poesía la que se afina en la nota del sueño.

Otro ternario de la poesía de Ory podría ser: el juego, la música y el conceptismo.

El gran conceptista del siglo XVII fue Quevedo. Entendiendo conceptismo como la escritura poética basada en dos elementos, el concepto, como acto del entendimiento, y la agudeza, que conduce la frase o el verso mediante antítesis, sutilezas y asociaciones inesperadas:

“Ayer se fue; mañana no ha llegado;
hoy se está yendo sin parar un punto;
soy un fue, y un será y un es cansado.”

El gran conceptista del siglo XX fue Carlos Edmundo de Ory, que homenajea a Quevedo, por ejemplo, en su Soneto para decir callando, que finaliza con estos dos tercetos:

“Me asomaré a tus ojos si me dejas
y luego meteré mis manos viejas
de tu boca por dentro y pienso a veces:

si sacaré de tu interior abejas
si sacaré sortijas o bandejas
tal vez bandejas sí mas llenas de heces”.

En el caso de Ory, su conceptismo se alimenta del surrealismo y del expresionismo. De la travesura dadaísta. Y del propio y luminoso ingenio:

Hacer tabla rosa, no pidáis peras al alma, miré los mares de la patria mía.

El luminoso ingenio es el buen humor que coloca las palabras en el lugar más creativo de la partitura.

La alquimia de Ory se nutre de varios tipos de oro: el siglo de oro, el oro del surrealismo, el oro dadaísta, el oro gamberro.

También del oro de la imagen. Como las paradojas de Magritte, Ory pinta con palabras desde los inicios del Postismo, ese movimiento “plástico-literario de carácter vanguardista”, que Ory inventó en 1945 junto con Chicharro y Sernesi.

Ory fue consciente de que la realidad se guarda de las apariencias y que su forma, esenciada a través de la escritura, es la objetivación simultánea de varias dimensiones, aparentes u ocultas, evidentes o insumisas: Un poema es la autobiografía de un sueño.

 

En esa realidad objetivada el lector es un aventurero lleno de libertad, quien la cruza de un lado a otro para llegar a más sentido: El poema es una casa sin puertas.

 

La casa es inmensa, sin muros. El viajero y el huésped funden sus matices. Son el mismo. El nombrador adánico porta consigo un diccionario tan lleno de pasado como de páginas en blanco. Podemos descansar, meditar, gozar, recorrer, llenar las manos con la plata del río. Unirnos, quedarnos: El mobiliario del poeta es el mundo.

 

En su estantería, hay un vaso sagrado y profano al mismo tiempo. Es de oro y de Ory al unísono.