Publicado originalmente en Primeras noticias. Revista de literatura, ISSN 1695-8365, Nº 183, 2001-2002, págs. 34-35.

El grito, de Edvard Much.

La fraternidad del miedo

El susto es poco más que un sobresalto. La alarma es un susto que se estira en el tiempo, ya sea por una amenaza justificada o por la influencia de un grupo de murmuradores. Pero el miedo, el miedo auténtico,  no admite hipocresías. A menos que obedezca a un volcán que se abalanza sobre un pueblo, o a un emperador que pulveriza una nación extranjera, el miedo es una emoción muy poco social. 

El miedo nos conoce a la perfección y, a cada uno de nosotros, nos acecha en nuestra más depurada individualidad, aunque esté camuflada detrás de una estantería de máscaras o debajo del diván donde se turnan las confesiones infinitas de las distintas personalidades que cobijamos uno solo. Hasta aquel lugar, el que mejor hayamos escondido, vendrá el miedo a quebrarnos con su fina aguja.

Él sabe que siempre estaremos solos ante lo desconocido. Él sabe que siempre estaremos solos ante el daño que vamos a soportar nosotros o aquellos a quienes amamos. No importa que nos rodee la multitud en una plaza ni que el universo entero sea proyectado en la pantalla de un televisor. No basta que un buen amigo apriete tu mano. Cuando el miedo nos asalta, somos acorralados contra la pared más íntima de nuestra soledad.

Sería muy interesante ir comprobando, vestigio a vestigio, cómo el ser humano ha ido refugiando su miedo en la literatura y en el arte en general. Se me viene a la cabeza un cuadro que lo expresa: El grito de Munch; otro que lo narra: La pesadilla de Füssli; y una obra que lo lleva en la médula que había dentro de cada línea del pentagrama donde fue escrita: La isla de los muertos de Rachmaminov, que se basó en el lienzo homónimo de Arnold Boecklin,  para introducirnos con su música en la barca de los muertos que Caronte guía por la laguna Estigia. Uno, al escucharla, se mece en esas olas construidas sobre las tenebrosas notas del Dies Irae. Es una recreación sobre el infierno de los clásicos, los clásicos que, cuando todavía no lo eran, también tenían miedo. Es famoso este pasaje del canto XI de la Odisea, donde Ulises ha llegado a las Tinieblas Infernales, el Érebo, para pedirle al adivino Tiresias un pronóstico para su viaje, un pronóstico para su tiempo:

“Más después de aplacar con plegarias y votos las turbas de los muertos, tomando las reses cortéles el cuello sobre el hoyo. Corría negra sangre. Del Érebo entonces se reunieron surgiendo las almas privadas de vida, mujeres desposadas, mancebos, ancianos con mil pesadumbres, tiernas jóvenes idas allá con la pena primera, muchos hombres heridos por lanza de bronce, guerreros que dejaron su vida en la lid con sus armas sangrantes. Se acercaban en gran multitud, cada uno por su lado con clamor horroroso. Yo, presa de lívido miedo (…), sacando otra vez el agudo cuchillo, me quedé conteniendo a los muertos, cabezas sin brío, sin dejarles llegar a la sangre hasta hablar con Tiresias”.

Esos muertos que aterrorizan a Ulises quieren saciar su sed de vida en la negra sangre de las reses sacrificadas, allá en la antigua Grecia, igual que Bram Stoker mojaba su pluma en la tinta negra que había adquirido en algún establecimiento de la moderna Gran Bretaña para escribir su Drácula.

Y aquel canto era popular entre los griegos como hoy día, en un pueblecito soriano, se reúne todo el pueblo la Noche de Difuntos desde no se sabe cuándo para cantar unas cuartetas cuyo autor ya se ha perdido en el tiempo: 

“En calabozos oscuros

hay muchas almas metidas

clavadas contra la tierra

diciendo: de mí se olvidan”.

 

Olvidamos los nombres de nuestros antepasados pero nunca perdemos la memoria del miedo.

“Tengo mucho miedo,

de las hojas muertas,

miedo de los prados

llenos de rocío.

Yo voy a dormirme.

Si no me despiertas,

dejaré a tu lado mi corazón frío”.

Esto lo escribió García Lorca en su adolescencia, que es la estación espiritual del miedo como el invierno es la estación donde el miedo se hace cuerpo. Y –termino ya con este juego de simetrías- unos lo expresan en un poema, otros los plasman en una historia; unos lo escriben y otros lo leen; y ambos experimentan una sensación unísona de dolor y desahogo. 

De esta manera el miedo nos encierra en nuestra habitación más privada con la sola compañía de un libro, el regalo más maravilloso que se puede entregar a nuestra soledad, pues un libro es el único lugar donde poder sufrir nuestro miedo al mismo tiempo que se disfruta de él, por la sencilla razón de que leer es una actividad solitaria y placentera. En el sillón o en la cama, una buena historia de miedo nos enfrenta con una pesadilla ajena a la que acabamos perteneciendo.

Es un fenómeno que suele ocurrir al final de la infancia: uno de esos libros se nos aparece en el momento justo en que estamos descubriendo esa soledad que hay en nosotros y, con ella, los grandes miedos de nuestra condición humana, mucho más profundos ahora que aquellos, los primeros de la niñez, todavía demasiado inocentes y sencillos como para hacer temblar los cimientos de una conciencia que por entonces apenas es una semilla. 

Nuestra conciencia es el tambor del miedo y, sin ella, el miedo nos pasaría desapercibido. 

Por esos años, conforme la niñez se va deshaciendo en la pubertad, esa conciencia va echando raíces en una soledad creciente, al tiempo que se desarrolla nuestra capacidad de reflexión y de lectura. Es entonces cuando leemos por primera vez Los ojos verdes de Bécquer, donde, en la Fuente de los Álamos su protagonista sucumbe de amor ante una bellísima mujer demonio que acaba por ahogarlo en las aguas donde ella habita, por supuesto, entre sus brazos; justo cuando el deseo de unos brazos y unos labios ajenos está empezando a reventar cotidianamente en uno, que se ha acercado por la mañana a una compañera de clase con el secreto temor de ser arrastrado al fondo de un rechazo o de un capricho adolescente, como en efecto, acaba sucediendo. Luego, por la noche, el lector se mira en los reflejos de la Fuente de los Álamos. 

O se identifica con Miles, el niño de su misma edad que, en la Otra vuelta de tuerca de Henry James es tutelado por el fantasma de Peter Quint, que le malicia por el laberinto de las perversidades. 

Después, una vez terminado este libro, con la nebulosa culpa de haber participado de algún modo en la muerte del niño, uno comienza a comprender que el que ha muerto es el niño que todavía se es sin ya serlo y, sin pensárselo mucho más, comienza la lectura de El vigilante, de Sheridan Lefanu en aquella estupenda antología que hizo Rafael Llopis para Alianza, relato que enseña cómo los actos cometidos nos persiguen incluso desde el más allá para castigarnos en esta vida:

“En la calle reinaba un silencio profundo, temeroso, como si en él acechase algo indefinible… Al cabo de un momento empezó a oír el ruido de otros pasos que parecían seguirle, manteniéndose siempre a una distancia constante de él”. 

Poco más adelante, el perseguidor le envía un mensaje al perseguido:

“Nadie con una conciencia limpia debe temer al vigilante”.

O como le aclara otro personaje a mitad de la historia:

“Usted es su propio perseguidor”.

Una tesis muy parecida –no sabemos si es algo sobrenatural o nuestra propia mente la que nos castiga- sostiene El corazón delator de Edgar Allan Poe. Y, por cierto, quién, que por entonces haya sustituido un amor intenso por otro no tanto, no ha temido y deseado que en el rostro del nuevo ser amado se encarnen desde la muerte –y cito a Poe- “los grandes ojos, los ojos negros, los extraños ojos de mi perdido amor, los de Lady…. Lady Ligeia”.

Para colmo, en ese momento de la adolescencia en que uno busca su identidad, tiene la inmensa fortuna encontrase con Stevenson, o de reencontrarse con él y, en concreto, con El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde y empieza a intuir que no hay una sola personalidad, como él creía y la que él buscaba, sino que el individuo cobija varias que normalmente operan por separado pero las cuales llegarían a ser feroces enemigas si algún día lograran actuar al mismo tiempo. 

A este paso, el lector va llegando a las puertas de la juventud devoto hasta la muerte del placer masoquista por la literatura de miedo. Y profesa para siempre los votos de este género y se repite, como si de una jaculatoria se tratara, ese microcuento de horror que escribió Juan José Arreola: 

«La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de sus apariciones».

Las historias de miedo –prefiero esa denominación casera, de niño con abuelo, a ninguna otra- tienen en común una trama que corre dentro de un cable de tensión sobrenatural, alta o sutil. En todo caso, el camino de la historia está trazado sobre las arenas movedizas de la anormalidad. Mientras avanza por sus páginas, los pies del lector se van hundiendo en la contemplación de un monstruo que es la imagen deformada de sí mismo, del que se está mirando en un libro o leyendo en un espejo. Porque las mejores de estas historias poseen, a la vez que un argumento inquietante o terrorífico, el desarrollo de un conflicto tan profundamente humano que sólo en el horror y en lo indefinible puede explicarse y aceptarse como si no fuera nuestro. 

En este sentido, tanto el escritor como el lector son unos tramposos: disfrutamos con la narración de unos  acontecimientos que están proyectados sobre la fantasía literaria y que padecen unos personajes lejanos, irreales, otros: el otro. Es una trampa cuya eficacia consiste precisamente en que el horror de esos acontecimientos y personajes no son más que una hipérbole de nuestros peores miedos. En las criptas y en los espectros de estas historias, habitan nuestros propios fantasmas encarnados en un protagonista que se enfrenta a un abismo donde se esconden nuestras preguntas sin responder. 

El monstruo por excelencia, la criatura de Víctor Frankenstein, es más que nada el hijo de un dios que le condena a una existencia infeliz. Su principal horror no es otro que el que tanto filósofos y teólogos han intentado explicar a la naturaleza humana. Dice el Monstruo:

“¡Mil veces maldito el día que me vio nacer! (…) ¡Infame creador! ¿Por qué habéis dado vida a un ser monstruoso frente al que, incluso vos (le dice a Víctor Frankenstein) apartáis de mí la mirada, lleno de asco? (…) Mi cuerpo es una abominable parodia del  vuestro, más inmundo todavía debido a esta semejanza. Satán tiene, al menos, compañeros, otros seres diabólicos que le admiran y le ayudan. Pero mi soledad es absoluta y todos me desprecian”.

Muchos protagonistas de los relatos de Lovecraft actúan como seres atormentados que, en la búsqueda de un sentido oculto y verdadero de la vida, se adentran en mundos cada vez más cenagosos por alejados de la racionalidad y de la cordura, un más allá que los acaba devorando, sin dejar otro rastro de ellos que el testimonio de la angustia que les produjo esa travesía en sombra. Lo explica muy bien el narrador de La llamada de Ctulhu, antes de pasar a describirnos el horror que llegó a conocer:

“A mi juicio, no hay cosa más digna de compasión en este mundo que la incapacidad de la mente humana para poner en relación todo su contenido. Vivimos en un apacible islote de ignorancia en medio de tenebrosos mares de infinitud, pero no fuimos concebidos para viajar lejos. Hasta el momento las ciencias, cada una siguiendo su propia trayectoria, apenas nos han reportado mal alguno. Pero el día llegará en que la reconstrucción de los conocimientos dispersos nos pondrá al descubierto tan terroríficas panorámicas de la realidad, y de la pavorosa situación que ocupamos en las mismas, que o bien nos volveremos locos ante semejante revelación o huiremos de la luz mortal en pos de la paz y salvaguardia de una nueva era de las tinieblas.”

Y, en relación con estas tinieblas, no hay en la mitología moderna una encarnación del mal tan poderosa como la de Drácula. En contra de la interpretación cinematográfica de Coppola, donde el vampiro cobra ese prestigio y comprensión que hoy le damos al comportamiento de los poetas malditos y donde la ambigüedad de Mina Harker es más bien la de una enfermera de Chicago que descubre que no ama a su actual marido sino al enfermo que atiende cada día en el hospital, en contra de esta interpretación, digo, el libro de Bram Stoker es una clarísima exposición de la lucha entre el bien y el mal, ambos en estado puro. Drácula es la maldad por excelencia, la maldad que es casi infinitamente poderosa por los poderes sobrenaturales del vampiro y, sobre todo, porque resulta inconscientemente atractiva para cada ser humano: Drácula tiene el privilegio de la inmortalidad, tan ansiada por el hombre desde que Dios lo expulsara del Paraíso, un privilegio que el vampiro obtiene gracias al delito de sangre, justo el que cometió Caín y por el que Dios le maldijo y de cuya maldición descendemos ya encadenados a la debilidad y a la muerte. Drácula, en cambio, el peor de los hijos de Caín, es poderoso e inmortal gracias a que asegura su vida por la acumulación de muertes humanas en cuya ejecución encuentra un placer muy parecido al deseo sexual. En esa unión de dos de los mandamientos de la ley de Dios: “no matarás” y “no cometerás actos impuros” se encuentra el peor de los pecados, que paradójicamente obtiene, por el poder del mal, una recompensa eterna en vida a cambio de la soledad y del hedor de las bestias. “Entonces posó sus malolientes labios sobre mi garganta”, cuenta Mina Harker. Ella, cuya vida –y más importante aún, su alma-  intentan proteger Van Helsing y su grupo de hombres, es la encarnación del bien en el libro de Stoker. En nuestra larga tradición simbólica, repleta de heroínas y santas, no hay desde la Virgen cristiana una mujer cuya pureza –la pureza del bien- sea comparable a la de Mina. Esa pureza –la de su alma y la de su sangre – es la que pone en peligro el vampiro. “¡Oh, impura, soy impura! ¡Nunca más podré tocarte ni abrazarte! ¡Oh, pensar, que soy tu peor enemigo, que es a mí a quien debes temer!”, le dice Mina a su marido Jonathan poco después de que Drácula la infestara con su sangre.  Mucho más irónico es lo que le había dicho Drácula a ella antes de morderla: “Vamos, ten calma, querida. No es la primera, ni la segunda vez que la sangre de tus venas sacia mi sed (…). Tú eres mía ahora, carne de mi carne, sangre de mi sangre, y tú colmarás todos mis deseos, serás mi compañera y mi bienhechora”. Porque Drácula, sólo destruyendo a Mina logrará poseerla, y ésta es, sin duda, una de las maldiciones del amor humano.

La intensidad emocional que padecen –o hacen padecer- los personajes de la literatura de miedo hace que el peso de su individualidad como protagonistas sea mayor que en cualquier otro tipo de literatura. De hecho, en numerosas ocasiones, son ellos los que dan el título a la obra, como los mencionados Drácula, Frankenstein, Jeckyll y Hyde, Ligeia y tantos otros relatos entre los que quiero destacar esta tarde aquí, El estudiante de Salamanca, de Espronceda, entre otras razones, por su absoluta singularidad en la biblioteca del miedo que reunió el siglo XIX español. 

El Estudiante de Salamanca es un cuento (como subraya el subtítulo), un cuento de miedo escrito en verso que, aunque tiene ilustres precedentes como La novia de Corinto de Goethe, ahonda en la metafísica del terror, yo diría, más que ninguna prosa española de aquella larga época.  La ambientación con la que comienza el poema no puede ser más prometedora:

Era más de media noche,

antiguas historias cuentan,

cuando, en sueño y en silencio 

lóbrego envuelta la tierra,

los vivos muertos parecen,

los muertos la tumba dejan.

Era la hora en que acaso

temerosas voces suenan

informes, en que se escuchan 

tácitas pisadas huecas,

y pavorosas fantasmas

entre las densas tinieblas

vagan, y aúllan los perros

amedrentados al verlas;

en que tal vez la campana

de alguna arruinada iglesia

da misteriosos sonidos

de maldición y anatema,

que los sábados convoca

a las brujas a su fiesta.

Desde aquí, dan ganas de leer el cuento entero, pues, aparte de que los versos sean excelentes, Espronceda hace un uso musical y rítmico de la métrica como yo nunca he visto en otro lugar, amalgamando forma y contenido como un alquimista que convirtiera los reflejos de la realidad en muñecos vivos del arte. Con la misma facilidad que escribe los octosílabos que acabo de leer, que siguen la tradición del romance, perfectos para comenzar una historia (en la edad media las historias se contaban en octosílabos), de pronto Espronceda utiliza trisílabos para describir la rapidez de un hombre que pasa: 

El ruido

cesó,

un hombre

pasó,

embozado,

y el sombrero

recatado

a los ojos

se caló.

No es esta la ocasión para detenernos en cuestiones musicales (aunque el miedo tiene su música, como la Música fúnebre de Lutoslawski), pero la cuestión musical es asombrosa cuando Espronceda describe cómo el Estudiante de Salamanca, Don Félix de Montemar, desciende a los infiernos en persecución del fantasma de Elvira, la mujer que se suicidó por su causa, no correspondida en su amor, y que ahora le guía hacia el lecho nupcial donde le aguardan fémures apasionados y besos de calavera. 

Suene la música como suene, lo que más nos importa aquí es la descripción que hace Espronceda de su protagonista. Al principio es un golfo bravucón que recorre la noche salmantina sin ningún temor de los hombres, y poco a poco, va desafiando también a los muertos, al Diablo y al mismo Dios. Las calles nocturnas se transforman en galerías pobladas de espectros que conducen a un dolor sobrenatural, y en don Félix se agiganta el héroe convencional romántico:

Grandiosa, satánica figura,

alta la frente, Montemar camina

espíritu sublime en su locura

provocando la cólera divina:

fábrica frágil de materia impura,

el alma que la alienta y la ilumina,

con Dios le iguala, y con osado vuelo

se alza a su trono y le provoca a duelo.

Segundo Lucifer que se levanta

del rayo vengador la frente herida,

alma rebelde que el temor no espanta,

hollada sí, pero jamás vencida,

el hombre en fin que en su ansiedad quebranta

su límite a la cárcel de la vida

y a Dios llama ante él a darle cuenta,

y descubrir su inmensidad intenta.

Por fin alguien arroja su miedo –que es su vida- por la borda y se pone a la altura de Dios para hacerle confesar todas esas preguntas que tenemos sin responder, para reprocharle la creación del sufrimiento y la muerte, para echarle en cara la creación misma y la propia identidad divina. En la ciega y orgullosa valentía de Montemar nos sentimos por fin reivindicados contra la angustia de nuestra ignorancia humana –hay uno, aunque sea sólo uno, uno que no teme- y el peor de los castigos –cuando Montemar sufre la más espantosa de las muertes- no es  la caída del héroe que nos representa, sino que nosotros regresamos a la oscuridad de nuestro miedo.

Y uno se queda muy solo con su miedo. Es lo que le pasó a Ulrico Kunsi, el protagonista de un cuento de Maupassant, El refugio (o El albergue, también traducido así). Resumo su planteamiento para quien no lo conozca:

El refugio está en la montaña y todos los inviernos se queda aislado por la nieve. Lo vigilan, con un perro, el joven Ulriko y el viejo Gaspar Hari. Un día éste se va a cazar y no vuelve al refugio. Ulrico sale a buscarlo y, después de largas horas por la nieve, decide regresar. Sabe que Gaspar puede estar sólo unos metros más allá, pero sus fuerzas desfallecen y si continúa adelante morirá. También sabe que Gaspar puede estar perdido en cualquier otra dirección de la montaña. Y que dentro de poco comenzará a agonizar. Ya delante de la chimenea, Ulriko Kunsi cree oír el último grito del viejo antes de entrar en la muerte. Y, desde entonces, sabe que el espíritu de Gaspar Hari le perseguirá hasta que no encuentre su cuerpo y lo entierre en el cementerio.  Es aquí cuando en la conciencia de Ulriko se levantan como esculpidos en un sólo tótem los demonios del miedo y de la soledad. Maupassant lo cuenta con su máquina de fotos perfecta, especialista tanto en exteriores como en interiores:

“Cuando sale el sol, Kunsi recobra un poco su seguridad perdida y prepara su almuerzo, hace la sopa para el perro, y luego se sienta, inmóvil, torturado, pensado en el viejo tirado en la nieve. Pero, en cuanto la noche cubre de nuevo la montaña, le asalta el mismo terror. Y empieza a dar vueltas por la cocina apenas alumbrada por la llama de un velón, y la recorre a largos pasos, andando de un extremo a otro, escuchando, escuchando siempre si el horrible grito de la noche anterior no rasgará el pesado silencio que reina fuera. El miserable se siente solo, solo como ningún hombre se ha sentido, solo en la desierta inmensidad de nieve, solo a dos mil metros sobre la tierra habitada, por encima de las casas humanas, por encima de la vida que se agita, bulle y palpita, solo bajo el cielo helado. Deseos locos de escapar, no importa dónde, no importa cómo, se apoderan de él (…); pero ni siquiera se atreve a abrir la puerta, pues está seguro de que el otro, el muerto, le  cerrará el paso para no quedarse solo allá arriba”.

Este Ulriko me recuerda inevitablemente la Ulrika de Borges. No sólo por la fraternidad de los nombres, sino porque en este relato también hay nieve y mucha soledad, aunque esta vez compartida. El narrador y Ulrika pasean por un campo nevado, de Inglaterra. Ella “era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises”, dice Borges. Los dos acaban de conocerse, se han besado y Ulrika conduce la conversación por vaguedades muy antiguas. Hasta que de pronto dice algo muy concreto: 

“-Oye bien. Un pájaro está por cantar.

“Al poco rato”, dice el narrador, “oímos el canto.

“En estas tierras”, le dice a Ulrika, “piensan que quien está por morir prevé el futuro.”

“Y yo estoy por morir”, dice ella.

Entonces el lector puede pensar que uno pasa la vida en vaguedades y que lo único concreto es la muerte, y que Ulrika puede estar al mismo tiempo viva y muerta, puesto que conoce el momento de su muerte cercana. Poco antes había aullado un lobo.

-¿Oíste al lobo? –dice Ulrika cuando llegan a una posada-. Ya no quedan lobos en Inglaterra. Apresúrate.

Entonces el narrador sube corriendo las escaleras que conducen a la habitación donde ya le espera el cuerpo desnudo de Ulrika, un cuerpo que quizá sea sólo la imagen de un fantasma que conoce el futuro y el pasado –“Ya no quedan lobos en Inglaterra”- y que puede desaparecer de un momento a otro en la ficción del tiempo. El narrador llega a abrazarla y nosotros sabemos que ese es el abrazo más solitario del mundo porque Ulrika, esté viva o esté muerta, es o será un espectro tarde o temprano o ahora mismo. Cuando ella haya desaparecido un minuto equivaldrá a un segundo o a un año.

Uno siempre se acaba quedando sin Ulrika y, como Ulriko, se queda muy solo con su miedo. Y lo único que nos hace compañía es el pavor de los otros en una buena historia.

¿En una ficción? Helena Petrovna Blavatsky sostenía que sus historias eran revelaciones de los arcanos. Ella, que fundó la Sociedad Teosófica en Nueva York hace unos 130 años, cuenta que mucho antes había recibido en el Tíbet su capacidad de contactar con el más allá. Y que viajó por toda Asia y por la Europa tenebrosa antes de hacerse famosa en los salones aristocráticos de Londres. Muchos creyeron en ella y otros tantos la descubrieron farsante. En cuanto a esto, lo único que yo he llegado a saber es que su mirada es capaz de turbar aún desde las ilustraciones de un libro viejo. 

Mario Roso de Luna, científico, filósofo y escritor español de principios del siglo XX, descubrió un cometa, dirigió la Biblioteca de las Maravillas y se convirtió en propagador incansable de las doctrinas teosóficas de Madame Blavatsky y también de sus narraciones. Roso de Luna compara los cuentos de Blavatsky con los “pinceles hiperfísicos” del Greco y Goya, y con los maestros de la narración macabra, estableciendo con estos últimos una (y lo cito) “diferencia esencialísima. Estos los ensoñaron en sus delirios de inspiración o neurosis de la que acaso fueran víctimas, mientras que aquélla, aunque parezca a primera vista lo contrario, glosó sus argumentos con pleno dominio de sí misma y con un fin perfecto y conscientemente ocultista (…). Es decir, que, mientras los cuentos, por ejemplo, de Poe, cuentos escritos bajo el influjo del alcohol, son cuentos que parecen dictados por alguien desde el astral, ese vedado mundo que Poe había abierto con la ganzúa de la bebida, los de Helena Petrovna no son sino fábulas entretenidas, bajo cuyo velo encubrió, para que los hallasen después los espíritus selectos, las enseñanzas más fundamentales del Ocultismo.”

Desde luego, ese fabular consciente de madame Blavatsky tiene un poder de inquietud, igual que su mirada en los retratos antiguos. Sus historias suceden, de alguna manera, en el infierno de nosotros mismos. Sus protagonistas son nuestros demonios y condenados: comportamientos que repugnaron nuestra moral más despiadada, fantasías y existencias prohibidas que confinamos en el subconsciente al despertar de una pesadilla en el alba de nuestra adolescencia.

El relato suyo que prefiero se llama El alma de un violín y creo que es una de las mejores narraciones de toda la literatura fantástica. En él, la ambición de perfeccionamiento y de belleza hace que un músico instale en su violín cuerdas fabricadas con los intestinos de su mejor amigo y maestro, quién amándole, se ha suicidado para dejarle las entrañas a su disposición:

“Franz, hijo querido –le dice en la carta de despedida-. Cuando leas ésta, tu viejo maestro, tu amigo, habrá ya hecho el mayor sacrificio que por el logro de tu ideal de fama y riqueza podía. El que te amó tanto, héle ya aquí frío e inerte. Ya sabes lo que te corresponde hacer (…) Yo, libre y espontáneamente, te he ofrendado mi cuerpo en  holocausto a tu fama futura, y realizarías la más negra de las ingratitudes si, por timidez o cobardía, hicieses inútil este sacrificio mío. Cuando tu amado violín se vea con sus nuevas cuerdas y estas cuerdas sean una parte de mi propio ser, aquél se verá ya investido del mismo secreto mágico del célebre Paganini. En ellas, en mis cuerdas, encontrarás siempre que quieras los ecos de mi voz, mis gemidos, mis cantos de amor y de bienvenida, los acentos (…) de mi inmenso amor hacia ti (…). Entonces alcanzarás a comprender y a oír, oh Franz querido, cuán potente son siempre las notas de todo amor desinteresado, y en la última caricia de aquellas cuerdas te acordarás de que son el cuerpo y el alma de tu abnegado maestro que, por última vez, te abraza y te bendice.”

Madame Blavatsky lleva al límite la mundanal sospecha de que el alma humana pervive en los objetos que le pertenecieron en vida y, sobre todo, el nefasto poder del egoísmo para destruir el amor que se le entrega,  y el nefasto poder del amor ciego para construir el egoísmo en el ser amado.

Todo indica que las historias de miedo son narraciones de aventuras en las que los personajes luchan por la solución de un misterio que está dentro de ellos mismos, como Hyde está dentro de Jeckyl. Una lucha en la que los lectores comenzamos a participar desde la primera página.

Es una puerta interior. Cuando la has abierto, te arrastra el vacío de una fuerza incontrolable, como la marea aleja al nadador experto de la orilla, una fuerza sobre la que el hombre no puede usar ninguna de las habilidades de su raza, ninguna de las conquistas de la razón. 

Porque eres un aventurero perdido en una selva no explicada, donde los gritos de lo invisible te interrogan, donde te espían ojos que nunca fueron clasificados en los libros de los naturalistas y hay un olor en el aire que sólo se puede identificar con el alma.

Y es ahí donde estaría la explicación, si la hubiera, de todo ese misterio. En el alma en pena que recorre el pasillo de una casa abandonada. 

Durante una noche de tormenta, un viajero se refugia en ella. Contempla, a la luz de una linterna, las cortinas raídas, el óxido de la cocina, las habitaciones sin muebles. El viajero está seguro de que allí vivieron uno o varios de sus semejantes y, de algún modo, se siente un intruso en ese espacio que aún guarda los ecos de los que ya desaparecieron. 

Todavía el viajero no los ha escuchado. Pero, por aquel pasillo, hay un alma en pena que se está acercando a él desde una infinita soledad sin tiempo, un alma en pena que guarda en la muerte todas las preguntas sin contestar y la desdicha de no disponer de otro más allá al que seguir huyendo. 

El alma en pena se muestra al viajero, entra a través de sus ojos aterrorizados, le habla a su alma. Sólo le dice: tú eres mi hermana.

Ernesto Pérez Zúñiga