3_2_Pérez-Zúñiga_Pasar-a-otro-estado_770x315

Publicado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos.

Cuando llegábamos al aeropuerto de Bogotá, volví a sentir cuánta falta nos hace América. Las montañas —cíclopes interminables— reverdecían también en mí y avisaban de que en aquella tierra emanaba una energía más poderosa que la del pequeño país europeo del que yo venía.

Iba a Pereira, al Eje Cafetero detrás de las montañas, al Festival Luna de Locos, que dirige Giovanny Gómez y que reúne a poetas de medio mundo para desperdigarlos por plazas, colegios y pueblos. A diferencia de mi país, en el que la poesía parece oficiarse en cubículos desangelados, en Colombia las lecturas se acogen como una fiesta. En plazas abarrotadas de jóvenes leo junto a mis compañeros de viaje (otros españoles, como Luis García Montero, Elena Medel y Jordi Valls; el argentino Juan Arabia; colombianos, como Juliana Gómez Nieto, Lindantonella Solano Mendoza, Mauricio Peñaranda, Arturo Estrada, José Luis Díaz-Granados; la galesa Zoë Skoulding; el canadiense Herménégilde Chiasson; el británico James Byrne, entre muchos otros) en la noche cálida, el público sentado en la hierba.

Vamos a colegios con patio de verbena, donde hacen de guirnalda nuestros poemas rotulados en cartulina y los cómicos retratos dibujados por los pequeños. Todos participan, cada alumno aporta una lectura, un poema propio, una reflexión, con mayor alegría en los barrios más difíciles: criaturas de la violencia o de la pobreza sonríen, bailan, escuchan, tienen el hambre de saber, de crecer con nosotros, pero también de compartir. Cuando voy a esos colegios, veo un mar en el que se derrama el sol; son las miradas, las inteligencias de los chicos y chicas colombianos, ejemplarmente preparados por sus profesores para ese momento, donde los hijos del café y de las montañas dan sentido a las cartas que traemos en las manos. Como si justo antes estuvieran en blanco. Ahora se marcan con vivas figuras. Y me hace recordar la abulia de mi país privilegiado y europeo, en el que los adolescentes parecen esconderse en cápsulas de hierro para no tener contacto con lo que les ofrecen los mayores, todos torpes en nuestra manera de transmitir y recoger legados.

Viajo con Juan Arabia y Jordi Valls a Belén de Umbría, un pueblo de las montañas cafeteras. Tomamos café y cerveza con campesinos, comerciantes, no sabemos, jóvenes y ancianos de hablar educado e intensa vitalidad. Todos los cafés y cantinas tienen varias puertas o grandes ventanales. Un campesino viejo con sombrero de ala corta, Mario Ortiz Sánchez, nos regala un libro que ha encuadernado él mismo: El iris negro de los Caínes. Lo firma con un sobrenombre: el marqués de los Caballos. Lo invitamos a recitar con nosotros en la plaza. Juan Arabia, Rimbaud argentino, maneja como un mago la energía de la gente. Jordi Valls, con su marcado acento catalán, que quizá resuena en aquella plaza por primera vez, invita al resto del público a recitar con nosotros. La noche nos rodea. La selva y los cafetales cantan una oscura canción de savia. Y las luces del pueblo son mínimas, somos mínimos, y las montañas nos escuchan igual que escuchan al río, en el que, no hace mucho, alguien ha tiroteado a un hombre.

Hay paz en la mayor parte de los caminos, donde antaño cruzaba la muerte. La carretera está en obras. Cuando nos detenemos en los cruces críticos, vendedores ambulantes asoman con agua. Sol blanco. Azul tórrido. Un verde que pide los labios, las manos, además de los ojos, en prados y cultivos, en las cordilleras abarrotadas de selva.

Pereira es bulliciosa en el día. Mercados electrónicos. Puestos callejeros que venden frutas milagrosas. Cafeterías donde ofrecen diferentes maneras de tomar un café tan puro que sabe a tierra y a mata y a lluvia y a cielo descendido. Todo eso, concentrado, es el aroma. Y las manos que recogieron el grano. Frente a un hermoso café al viejo estilo, tocan la guitarra dos ancianos. Sombrero blanco, camisa ligera, brazos de pergamino. Se acompañan mutuamente: bambuco, pasillo, bolero ranchero. En toda Pereira son conocidos como los Abuelos. Tocan, de forma prodigiosa, por unas monedas de miserable valor. Me siento con ellos. Me cuentan que han estado en un programa de televisión. Cuando les digo que vengo de España, ensayan aires ibéricos. La gente, acostumbrada, pasa sin mirar. El sol en los dedos es el tiempo.

De noche, los muchachos que nos guían por el festival, Christian, Johnwi y Santiago —que tienen nombre y juventud de apóstoles— nos llevan a El Pavo. Bar de estudiantes, bar de esquina, bar cantina, bar con todos los tangos del mundo, bar para sentarse y hablar, bar vocacional de borrachos. Un hermano de Giovanny, Luis Montealegre, ha rodado un corto, Arre, caballo, que transcurre en El Pavo y cuenta la historia de un campesino que vive en la soledad de la montaña con la compañía feliz del animal. Cuando el caballo muere, baja a Pereira para construirle un gigantesco ataúd y, después, entra en la cantina para beber minuciosa y persistentemente. Brinda por él dentro del Pavo, hasta que el mismo caballo se aparece. También se aparece ante mí. Es blanco. Un paladín. No es un caballo. Es un caballero andante. Poder y bondad. A la salida, en la esquina de El Pavo, se nos acerca un muchacho descamisado, enclenque, con la piel llena de polvo, untada con aquella tierra de Pereira.

—No me dejen morir, no me dejen robar —dice, reza, mientras nos persigue calle arriba.

Leo en D. H. Lawrence: «Dejad de decir: “Esto es mío”. Sino: “Está conmigo”».

La poesía de Juan Arabia es lisérgica y sintética. La de Zoë Skoulding, telúrica y concentrada. La de Jordi Valls, áspera y tonante. La de Lindantonella Solano Mendoza, un baile de palabras presocráticas. Las oigo, las leo aquí por primera vez. Viajamos al valle del Cocora. Sierras afiladas y selváticas protegen el cielo. Son sólo dentadura y empalizada de montes más altos. Tras ellos, los sublimes picos que atravesó Humboldt buscando saber. Lo que sabemos: las nubes aprietan el cielo en una erupción inversa. En los claros, azules túneles a otro mundo. Las palmas, estilizadas y de gran altura, salpican el valle y se perfilan sobre las lomas como un ejército zen, dispuesto a dejarse inclinar por el viento. Nos tendemos en la hierba. Colombia nos toca las manos.

Bebemos aguardiente de Salento. Ya probamos el café en La Plaza, corazón del Quindío, latido de tostado grano. Allá era una plataforma ante el cielo, entre graderío de montañas: casas blandas como sombreros, camino sin prisa. En una cantina de amplios ventanales, los salentinos juegan al billar. Las bolas ruedan en la mesa menos veloces que los arroyos de montaña.

Bebemos aguardiente de Salento, carretera abajo, en el bus que compartimos. José Luis Díaz-Granados —barba de sultán, ojos con entusiasta melancolía— canta boleros de la tierra y su voz nos hace soñar amores, celebrar amigos. Nuevos amigos bajo la lluvia torrencial que nos va atascando en la carretera. Anochece. El escritor Gustavo Tatis Guerra nos cuenta la historia de un mono que, en el patio de un bar caribeño, bebía vasitos de aguardiente. Algunos clientes, para burlarse, jugaban a cambiarle el contenido por un poco de agua o de tibia cerveza. Entonces, el mono se irritaba, chillaba, saltaba por el patio entre las carcajadas de los clientes. Una vez, atacó al burlador. Le arañó el cuello y el pecho, de tal modo que la sangre salpicó los impolutos pantalones blancos que vestía, en la zona de la bragueta. Cuando regresó a casa, una mujer le exigió el nombre de la muchacha desvirgada. La lluvia repiquetea en la chapa del bus.

Giovanny concentra la conversación del hotel. Es algo que sucede en sus gestos suaves y en su mirada atenta, una película donde vamos sucediendo nosotros y los detalles para que el festival salga bien. Cada comida, cada sobremesa es un breve repaso de una brizna de la realidad, como si cualquiera de los comensales sacara de la mano del otro uno de esos palitos, de diferentes tamaños, con los que jugábamos de niños con la suerte. También salen los problemas de España, que parece lejana, pero sigue viva en nosotros. Elena Medel. Luis García Montero. Emilio Coco. Zoë Skoulding. De nuestros países traemos algo para éste. A eso hemos venido. A decir lo que pensamos, a leer lo que escribimos, a descifrar lo que somos ante un espejo cuya riqueza nos deslumbra y aporta mucho más de lo imaginado. Acaso hemos venido a pasar a otro estado. A que nos salga un ala colombiana.

Una madrugada vamos al Nuevo Páramo. Es una casa abierta en la secreta noche. En habitaciones viejas, se reúnen noctámbulos ante ceremonias de ron y bolero. Los mariachis ofrecen sus cantos a cambio de un estipendio. La señora de la casa abre su abanico. En uno de los cuartuchos, Elena Medel ha encendido una hoguera de risa, ante la que nos calentamos los demás, los extranjeros y los jóvenes apóstoles que nos guían. Todos cruzamos esa noche nuestras vidas como si las corrientes de diferentes ríos hubieran reunido nuestras balsas en un mismo remanso. Las horas golfas en el Nuevo Páramo. Un antro en un edificio en una esquina en una ciudad cualquiera. Una habitación, un pabellón auditivo. La dueña del lugar nos ofrece botellas y música, igual que los duendes ofrecieron a Rip van Winkle una fiesta irrechazable en otro mundo. Como él, tendremos la sensación, cuando salgamos por la puerta, de que la realidad que habíamos conocido en el exterior ya no existe. Las calles se han borrado. Nuestros padres, nuestros amigos murieron hace cien años. El valle es largo, y cada uno debe regresar a una dirección que se ha vuelto desconocida.

Otro día vamos a la librería Roma, donde desembocan, con cuentagotas, ediciones raras, escasas, perdidas, colombianas, españolas y de cualquier otro lugar del español. Columnas de libros tambaleantes, un saloncito con sillones para leer o conversar bajo la tibieza de un tragaluz. Luis García Montero me descubre el libro que María Teresa León escribió sobre Bécquer, y que se publicó en Losada, en la Argentina de nuestro exilio. Mauricio Peñaranda, médium de poetas difuntos y de ángeles, me regala los relatos de una narrador colombiano extraordinario pero prácticamente desconocido: René Rebetez, que murió en 1999 en la isla de Providencia, adonde se retiró después de una vida viajera por México, Cuba, Haití, Japón, buscando montañas, monasterios, dirigiendo películas, documentales y revistas. El libro se llama Ellos lo llaman amanecer y, enseguida, incluso caminando bajo la luz cegadora de Pereira, me concentro en su escritura sensual, imaginativa, divertida, en la que se funden el zen y la ciencia ficción, algo que, desde luego, nunca he leído antes. En un cuento, «El coleccionista», hallo la transformación de una mariposa. El narrador nos mete en su punto de vista: la conciencia del maravilloso insecto. «De un insecto a un lepidóptero hay la misma diferencia que existe entre un hombre y un dios. El nacimiento a un nuevo estado requiere esfuerzos inenarrables: algunos pocos hombres suelen tomar la actitud de las orugas durante días y años enteros, en extrañas posiciones estáticas, meditando. Sin embargo, nadie sabe de un hombre convertido en mariposa». Nuestro destino, pienso subiendo las escaleras del hotel: pasar a otro estado. Entonces, encuentro una gran mariposa, de color blanco, en el rellano. En el suelo. Herida o aturdida. La recojo con cuidado. La devuelvo a la ventana por la que ha entrado. La dejo en el alféizar.

Pasar a otro estado. Por ejemplo, de vampiro a hombre. De hombre a alguno de los ángeles de Mauricio Peñaranda. Decepcionar al diablo interno, ser sólo humano, con los órganos bañados en luz. Pasar a otro estado. Pasamos, en coche, desde el departamento de Risaralda, cuya capital es Pereira, hacia el Quindío. Carreteras sinuosas, árboles inmensos de penachos blancos, o así lo parecen al reflejo de un sol gigante. Bajo él, vamos en coche Herménégilde Chiasson y yo. Juliana Gómez Nieto es nuestra Beatriz en aquel ambiguo paraíso. También es Virgilio. Poeta, narradora, directora conjunta del festival al que nos dirigimos, cuyo nombre homenajea a Luis Vidales, uno de los primeros poetas vanguardistas de Colombia, nacido en Calarcá. En la radio del coche suena la Cali Charanga. Música cortada con sensualidad colombiana, como el licor del carajillo. Siento que no he estado en un país más bello que Colombia. Las montañas se levantan como muros alfombrados. Aparcamos el coche en la plaza cuadrada, colorida, de Calarcá. Tomamos el café recogido en las faldas de los montes que se divisan por encima de los tejados. Café de lluvia, café de mano, café de pisada, café de fuego. Justo en aquella zona fue el gran terremoto que asoló ciudades y tantas vidas. Juliana ha escrito una novela al respecto: Montañas azules. Aquellas que miramos. Estamos sobre la falla de San Andrés. Belleza concentrada sobre un abismo en llamas. Invisible río que late bajo nuestros pies. Vamos al hotel, a las afueras de la ciudad, formado por cabañas. Su nombre es Karlaká, en homenaje al indio que se escondió con su tesoro en las Peñas Blancas, que destacan en la montaña de enfrente, como un acantilado de cuarzo entre cortinas verdes. «Español», me llama el encargado. No recuerdo su nombre. Quizá León o Ezequiel. Es puntilloso, susceptible de muchas alertas, detallista, amable en extremo, buen conversador. Me invita a dar un paseo por un camino especialmente diseñado por la directora del hotel, María Elena Mejía Arbeláez, para que el visitante busque pormenores de sí mismo. El camino lo guarda un buey gigante, cuyos ojos son tan grandes como las palmas de mi mano. Bajo aquella mirada entro en el sendero. Guijarros sobre los que andar descalzo. Una laguna para flotar en una barca. Una cabaña para entrar en la oscuridad. Lechos de piedra para meditar bajo la luna. Pasamos bajo las Peñas Blancas. Nos observa la mirada mineral del indio. Llego a mi habitación. Es una cabaña construida con bambú entre las ramas de un árbol, a la que se accede por unas escaleras. A través de las rendijas oigo la selva. Sobre la cama descubro el cuadro de una enorme mariposa. Debajo pongo el libro de Rebetez.

Pasar a otro estado. Calarcá, el pueblo del poeta Luis Vidales, que hizo tronar la poesía colombiana cuando publicó Suenan timbres en 1924, cuando escribió:

Para que el vuelo de las hojas

fuera a su gusto

todas deberían ir provistas

de motorcitos de mariposa.

 

Ir a mi gusto. Pasar a otro estado. El festival transcurre en la biblioteca municipal, un edificio blanco al que hay que llegar, desde el hotel, por el camino del cementerio. Enfrente del cementerio, están los salsódromos. Pintados de colores muy vivos: rojo, verde, azul. Se llaman Amnesia, La Última Lágrima, Tumbao y Sazón. Lugares para pasar una última juerga e irse a morir. Pista de baile para fantasmas aburridos, o para sus dolientes, que todavía quieren gastar la sangre del llanto en un baile «agarraíto». Para que nos reunamos cualquier noche celebrando que el baile sucede mejor frente a la muerte. Una danza de la muerte, pero sin ella. Como una parodia de los lienzos de Valdés Leal, que siguen advirtiéndonos de nuestra calavera ante la tumba de Juan de Mañara en una iglesia de Sevilla. Aquí el aviso dice al revés: «Baile con todas menos con ella. Baile antes de que ella se empeñe en entrar por la puerta».

Entonces pasará, en la biblioteca, tomando el tintico obligatorio, cafelito de agua, lo que me va a sorprender en aquellos días. No he venido a un festival, sino a un proyecto de construcción colectiva. Me lo explica el director del X Encuentro Nacional de Escritores Luis Vidales, José Nodier Solórzano Castaño: el festival es un ágora, un foro, para poner en pie la voz enmudecida, no sólo para oír la voz de los que vienen de lejos a traer aire fresco y a transmitir allá de donde vienen lo que han visto; también un lugar para que los escritores propios hablen de una sociedad que quiere crecer libre y sin bandos feroces; para que hablen los lectores, para que los que no lo son lean, para hacer una comunidad de diálogo e inteligencia compartida, sin los espejos quebrados a fuerza de puños: Gobierno, narco, ejército paramilitar o revolucionario. La injusticia viene de cualquier convicción violenta. Lo contará ejemplarmente el narrador Pablo Montoya en una de las mesas redondas. Muchos de su generación se convencieron de que la única manera de hacer temblar la injusticia era alistarse en la lucha armada, incluso él lo estaba pensando cuando su propio padre fue asesinado por la misma guerrilla donde el hijo había imaginado meter el pie. El aire que rodea la biblioteca es pálido, tranquilo; los montes, azules, como dice el libro de Juliana. Estamos aquí para amasar algo que no hemos tenido nunca, me cuenta José Nodier, algo que está en nuestras manos, pero que tiende a escurrirse todo el tiempo: democracia, solidaridad, justicia, libertad, conocimiento, poesía, también poesía. La poesía consiste en hacer visible lo invisible, acordamos.

Es entonces cuando conozco a Edwin Vargas, el joven profesor que conduce las sesiones de la biblioteca y, posteriormente, del colegio John F. Kennedy. Son charlas con adolescentes que han leído nuestros textos. Algo vocacional y a la vez divertido se está realizando en el grupo. Hablamos de literatura y de la vida, dentro y fuera del aula. Cada vez, al terminar, los organizadores sirven un refresco —los deliciosos jugos colombianos— para que la conversación continúe. Transpira la inteligencia y esa luz interna que recorre la columna vertebral y nos centra como un eje. Cada momento encaja, nos eleva en conjunto. Edwin crea los espacios de cordialidad y saber. Aquellos muchachos y muchachas —cuántas historias en los ojos oscuros— están creciendo en un país fértil, donde la vida se palpa, un país fértil en décadas de violencia. Ahora, por fin, hay huecos de paz para que ellos los ocupen. Yo comparto con ellos un par de horas de ese alzamiento. También me alzo. Me empujan. En esas sesiones de conversación y poesía somos uno mismo. Intercambios plenos a punto de despedida. Uno está solo para estar con el mundo.

Paseo bajo las Peñas Blancas del indio Karlaká. Dentro se confina un tesoro. Detrás del mineral blanco. Bajo la espesura inmanejable. En un rincón mítico y perdido para los seres humanos. Eso cuenta la leyenda. El tesoro está irradiando desde la poderosa roca. Inunda el aire, la ciudad. La gente lo respira, sin saberlo. Los muchachos de las escuelas. Dentro de la armadura del pecho, las Peñas Blancas. Uno está solo para estar con el mundo.

Voy a la cafetería que frecuentaba, hace casi un siglo, Luis Vidales. Sus versos: grafitis en las paredes. Compatibles con el partido de fútbol que se mueve en la pantalla. El café es más intenso que un haiku. Estoy probando tierra. Tierra pisada y cultivada por los seres humanos de este lugar llamado Eje Cafetero de Colombia. Vengo de la presentación de un libro, Borrar del mapa, del fotógrafo Rodrigo Grajales y el cronista Camilo Alzate. Es un libro para comprender este país. Se remonta a las cumbres, baja a los valles. Narra la historia de las razas: blancos, negros, indios, mestizos. Los aventureros. Los criminales. Los guerrilleros. Las víctimas. Los campesinos. Los caciques. Los cristales rotos de los caminos. Los macizos. Los ríos. Las altas sierras en las que los indígenas se empeñan en vivir para dar ejemplo al resto de la humanidad. Nos llaman «los hermanos pequeños». La muerte. El asesinato. La redención. Los indios de las salinas. Los explotadores de los indios. La rabia de los volcanes. La idiocia de los Gobiernos. Vida de selva, vida de ciudad, vida de roca, vida de altura, vida de abajo. Vida enraizada en el ayer para el hoy. Un documento fotográfico con impagables crónicas sobre una esencia colombiana que permanece en olvidadas cosas, donde se escurre la mirada o la vista, en la espesura, o en la cegadora claridad.

Waldir Hanrryr nos lleva a la Universidad del Valle, en Caicedonia. Atravesamos el valle frondoso de verdes desiguales, montaña alzada, turbulento río. La carretera es un tren. Cada instante una ventanilla a la creación. El valle crea. El fuego crea. Aquel fuego que corre debajo, el río del núcleo, tiene cabellera de verdor. En Caicedonia, Waldir nos regala el café de Damajuana, una casa amplia y abierta al cielo, donde la señora del jardín nos regala una infusión de hierbas. En el auditorio de la universidad, los jóvenes nos regalan su atención, concentrada como en agua caliente. De noche, palpamos el aire del peligro que ha desaparecido hace un año. Es otra época. Estamos pisando otra época. Waldir nos lleva de regreso por el valle nocturno. Entre los árboles de la carretera, nos enseña cierto punto donde, dicen, se aparecen meteoros, haces espectrales que viajan desde una dimensión a otra. Las estrellas, arriba del parabrisas, dejan caer su lluvia secreta. Es entonces cuando sucede: un resplandor blanco cruza la carretera, se pierde en oscuro.

Amanece en Las montañas azules. Es la novela escrita por Juliana Gómez Nieto, que era niña cuando en 1999 un terremoto destrozó el Eje Cafetero de Colombia. Uno de los personajes de la novela, Ángela, niña como lo fue Juliana, mira las montañas y, al ver que bailan, siente euforia. Desconoce todavía las consecuencias de aquella magia: muertes, derrumbamientos, viajes en busca de familiares perdidos, solidaridad entre vecinos que antes no se hablaban, egoísmos de otros que acaparan víveres para venderlos a doble precio, gente que se mira por primera vez con un trozo de pan o de vacío entre las manos, cadáveres en la funeraria como productos vencidos de un estante, las montañas, de un verde tan fuerte que parece azul, el hogar a pesar de todo. Es una novela delicada, ágil, muy humana, que nos lleva al interior de cada historia con una escritura cuidada y transparente que transmite un canto a la vida.

Me despierto en la madrugada. Fuera de la cabaña, alrededor del árbol donde duermo, han dejado de sonar las criaturas de la noche. Y se ha levantado el viento. Siento, enfrente, más allá de las flexibles y delgadas cañas de las paredes, el latir de Peñas Blancas. Vuelvo a dormirme. En el desayuno, me entero de que esta noche ha habido un terremoto. La falla de San Andrés ha pedido la palabra y ha vuelto a callar.

Con la novela de José Nodier Solórzano Castaño, La secreta, entro en el lenguaje colombiano. Voy por las calles de Calarcá o de Armenia, aunque es la escritura de José. Colores en las fachadas, espesura de la trasparencia, pasos amenazados, pero pasos que no dejan de buscar. Violencia, zozobra, una vitalidad sin límites que se parece a la redención. Algo en la voz me hace pensar en Onetti o en un Onetti que lee una novela de José Solórzano. Onetti asiente y disiente y canturrea un tango.

Nos sentamos en un café de la plaza. El proyecto de José Nodier es hacer de Calarcá un lugar de reflexión en libertad, desgarrando progresivamente la red de totalitarismos que ha envuelto Colombia desde múltiples estratos. José Nodier tiene manos grandes y cálidas de santo o de Sansón. Manos que se embarran dentro de los cursos de los ríos. Y los van abriendo. Y los van derivando.

Cabaña en el árbol.

Antes del amanecer, canta un gallo.

Después del amanecer, los gallos son invisibles.

 

Vamos al jardín botánico del Quindío. Nos guía Camilo Alzate. Caminamos entre selvas donde nos atisban pájaros secretos. Bosques de ese bambú colombiano que se llama «guadua» entran y salen de la tierra, como lanzas flexibles. Así crecen, punta lisa, se enraman, regresan al subsuelo. Pueden regresar al útero de la madre, rompiendo la tierra. Y vuelven a elevarse unos metros más allá.

Nos detenemos ante un árbol que camina. Se trata de un tipo de palma capaz de desplazarse en busca de agua y nutrientes. Da unos pasos tan lentos que el planeta puede girar y girar sin que nadie se percate de los disimuladísimos andares de este árbol. Uno siempre lo pilla in fraganti, y él, la palma, hace como los corzos de los bosques: congela su movimiento. Tiene paciencia la palma. Sabe que en cien años recorrerá un par de metros, alguno más si le ayuda el fantasma del barro, cuando llueve a rabiar. Sabe que el tiempo no importa demasiado. Sabe que nosotros somos pasajeros. Observamos sus raíces que han doblado la rodilla para estabilizarse un milímetro más allá durante un lustro. Cruzamos un puente.

Vamos a la isla de los pájaros. Una isla bosque. Dentro de un refugio camuflado, contemplamos un desfile milagroso: aves rojas, azules, amarillas, tornasoladas, plumas multicolores, picos picadores que pitan, ojos acerados, concentrados, antracitas, vivísimos. Somos un animal muy lento que los observa. Como la palma nos podría percibir a nosotros. En comparación con estos pájaros, somos grandes, torpes, tontos, pegados a la tierra. Sobre todo: no sabemos volar.

El jardín tiene un corazón. Se ve desde lo alto: un corazón de hierro y gasa con forma de mariposa. Dentro están ellas, negras o amarillas, siempre punteadas de ojos de otro mundo. Vuelan —estos seres sí—, pero como a punto de caer y a punto de remontarse. Parpadean. Viven para mirar y ser miradas. El aire es un coqueto abrir y cerrar de ojos. Nos untamos los dedos con jugo de naranja y acercamos las yemas al ramaje en el que la mariposa descansa. Se encarama cerca de la uña. Pega su finísimo canuto libador. Éste se dobla en la punta. Absorbe. Se desliza para buscar más jugo. Entonces sucede. Se posa en mi dedo la mariposa del cuadro que hay en la cabaña, la misma que salió del cuento de Rebetez. Fue de la página a la lámina y de la lámina hasta mi piel. Aquí está. Despliega las alas. Apenas se mueve. Busco sus ojos, no los de las alas, sino los mínimos ojos del insecto, donde relumbra una extraña certeza. Pasar a otro estado. Pasar a otro estado. Larva. Oruga. Mariposa. Muerte. Y antes y después qué. Alma del mundo. Alma del mundo. Alma del mundo. «¿Es así?», le pregunto. Ahora mismo, mientras permanece encaramada a mi dedo, el cuadro de mi cabaña está en blanco.

Traduce la mariposa, dicta: «El oro crece en el abdomen y las alas alcanzan inquietud de montaña. Los encuentros fugitivos parpadean perpetuos. La tierra vive en la planta, la planta en la carne. La carne en el vacío. Escucha, detenidamente, el movimiento».

La magia venía de los afanes de cada desconocido. La magia venía cerca, pegada a nosotros. Había aquí otro chico llamado Christian, que había rescatado José de una vida de infamia. Enjuto, desgarbado, espiritual, lo era tanto que parecía caminar en tambaleos, porque la tierra, ni siquiera aquella de los ríos de fuego, no era su lugar natural. Era hijo del secreto fulgor. Nos ayudaba en el ir y venir del festival. Hablaba como si siempre estuviese soñando. Mirada suave de visionario tantas veces vencido. Y así nos acompañaba la última noche a uno de los mejores bares que yo haya conocido. La Tertulia, se llamaba, como aquel otro de Granada. Luz mediada, todos los boleros, botellas de ron. Se concentra y se destila lo que ha ido sucediendo en el festival: Juliana, José, Herménégilde, Edwin, Camilo, Christian, yo mismo, el que ya no quiere ser un soy porque quiere pasar a otro estado. Cuando bailamos, en las esquinas de penumbra del techo, se presienten las alas azules de los insectos. Es posible ser amor en un solo baile. Ningún otro órgano es necesario: antenas, ojos, trompa, alas. También la mariposa debe pasar a otro estado.

No calles solitarias. Abandonadas en la noche. Calarcá. Cruzamos la avenida del cementerio, la llamada «de los salsódromos». Seguimos adelante, bajo las peñas del indio, iluminadas por la luna llena. Christian nos guía. Tiene una mano de luz que indica hacia el hotel del zen. Un zen tropical, carnal, bullente, de hojas altas y gruesas. Nos sentamos bajo la parra. Surgen ángeles. Los ha traído Christian. Los llevaba escondidos en la bolsita donde tantos años había juntado los granos de maní. No son figuras. Son la yema de un dedo que activa nuestras auras. Parecemos luciérnagas en la noche. De las Peñas Blancas emana el rayo del tesoro. Nos atraviesa como la aguja del taxidermista. Nos clava en nosotros mismos. Nos clava el uno en el otro. Somos uno solo y somos felices. «Con cuántas personas puede unirse uno», le pregunto a Christian. Él abre su bolsita del maní. Se multiplica como el pan y los peces. Entonces, recuerdo las palabras de Rebetez: «Nadie sabe de un hombre convertido en mariposa». Hasta ahora.