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Foto: Jeosm

Publicado originalmente el 3 de julio en Zenda.

Zenda inaugura una sección en la que dos escritores exponen su punto de vista sobre un mismo tema. Pérez Zúñiga y García Ortega, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgarán juntos cada primer miércoles de mes en pos de un único destino: la literatura.

Los clásicos, lugares sin tiempo. Ernesto Pérez Zúñiga

Cuando ya no exista el tiempo, existirán los clásicos. Algunos piensan que los clásicos son los libros del pasado que seguirán leyéndose en el futuro y, que por esta razón, hay pocos motivos para leerlos en el presente. Peor para ellos. No leerlos es perder el tiempo. Porque los clásicos son los libros que logran anularlo.

Los clásicos fundan un lugar intermedio entre la acción del mundo y el sueño del mundo, un desván inmenso y misterioso que esencia la experiencia humana. Dante lo vislumbró simbólicamente cuando situó a Homero y a Ovidio, entre otros, en el limbo, el círculo primero de su Infierno, el territorio más cercano a nuestro acá pero que ya había instaurado sus fronteras en el más allá; donde, como quería Valle, los muertos hablan de los vivos y se contempla la existencia desde la otra ribera.

Otros lo llamaron el Parnaso, el monte de la fama y la inmortalidad, aunque en realidad es propio de los clásicos no paladear la gloria. Como en una caja mágica, lograron llevar sus épocas hasta la nuestra. Pero sus vidas fueron casi siempre una paradoja frente al reconocimiento que gozan hoy día.

Echemos un vistazo a los primeros nombres que a todos se nos vienen a la cabeza cuando pensamos en los clásicos. Para empezar, el primero de la lista, Homero, ni siquiera existió como individuo verificable sino como un montón de rapsodas anónimos que iban cantando un poema inolvidable de reyezuelo en reyezuelo. Tampoco sabemos con certeza quién andaba detrás del nombre de Shakespeare. Sí sabemos quién fue Cervantes, y que tuvo una vida llena de dificultades y que, a pesar del éxito popular del Quijote, lo enterraron de cualquier manera.

Quién le diría a Virgilio y a Kafka que reverenciamos las obras que ambos pensaron quemar.

Quién le diría a Garcilaso, cuando agonizaba con 33 años frente a un castillo, que nos sabríamos sus versos de memoria.

Quién se lo diría a Federico García Lorca frente a los miserables que lo fusilaron.

Ese tipo de biografías caracteriza a un buen número de clásicos respecto a muchos escritores respetados en su día y hoy olvidados. De todas formas, la gran diferencia entre ellos no es su buena o mala suerte, sino que al abrir sus libros las palabras siguen tan vivas como cuando fueron escritas, mientras otras se han quedado definitivamente muertas.

Al leer a los clásicos, se produce un diálogo intenso con nuestra intimidad, expectante y solitaria, y de cada libro salimos como si hubiéramos hecho una amistad importante (por ejemplo, al leer a Montaigne), o hubiéramos conocido a nuestro segundo padre, que es lo que me pasó a mí a leer a Valle-Inclán.

Estoy seguro de que a incontables lectores les pasa lo mismo que a mí, y sienten con algunos escritores una cercanía tan estrecha como la que uno puede establecer con su familia, o incluso mayor, pues algunos de sus libros han venido a vivir a nuestra verdad desnuda, esa que no mostramos a casi nadie.

En mi familia del limbo viven autores como Faulkner y Onetti, GuimarãesRosa o Isaak Babel, Stevenson o San Juan de la Cruz. Los saludo o pienso en ellos casi cada día. Cómo estás, Clarice Lispector. Muchas gracias, James Joyce.

Y no cuento ahora a ciertos autores contemporáneos que seguramente serán clásicos dentro de unas décadas, algunos de los cuales tengo la suerte de conocer.

Sus libros me habitan y nosotros hemos habitado en sus libros en horas de intensa lectura, en instantes de identificación suprema, donde el yo que nos envuelve se ha roto y ha acogido una respiración de palabras ajenas que se escribieron con la maravillosa virtud de volverse universales.

Ese es el secreto. Y también, tal como yo la entiendo, el destino de la literatura. Algunos escritores se devanan los sesos para llegar cuanto antes a la sociedad en la que viven. Los clásicos escribieron y escriben, sabiéndolo o no, para un tiempo sin más lugar que el libro en las manos de cualquier lector, el libro donde el tiempo verdadero comienza y se renueva.

Los clásicos, modo de empleo. Adolfo García Ortega

Un clásico es una bomba de explosión retardada. Un clásico literario es una obra que perdura y habla para su pasado y para nuestro presente por igual y siempre. No importa que sea oscura o muy famosa; por lo general, las famosas pasan a la oscuridad durante años o siglos, y las oscuras alcanzan de golpe una luminosidad que no resplandeció en su momento. Dicho de otro modo, un clásico es algo que, lejos de estar obsoleto, permanece activo en el tiempo. La obsolescencia —síntoma que suele afectar en general a la inmensa mayoría de la literatura de una época concreta— no afecta a los libros considerados comúnmente como clásicos. Los clásicos siempre tendrán lectores, porque estos lo habrán sido y lo serán gracias, sobre todo, a los clásicos.

Umberto Eco es un maestro que nos ha enseñado a leer. En sus ensayos he encontrado ideas brillantes sobre el papel de los clásicos:

“Las obras literarias nos invitan a la libertad de la interpretación, porque nos proponen un discurso con muchos niveles de lectura y nos ponen ante las ambigüedades del lenguaje y de la vida. Pero, para poder jugar a ese juego, por el cual cada generación lee las obras literarias de manera distinta, hay que estar movidos por un profundo respeto hacia la intención del texto”.

Así, hoy puede leerse el Poema de Mío Cid o la Comedia de Dante (en la gran traducción de José María Micó), no solo como originariamente se escribieron, que ya es una vía de placer literario, sino como obras que hablan también a nuestro presente, a nuestro juego como lectores.

Los clásicos no se leen de joven, salvo excepciones. No sé si podría decirse lo mismo para la música o las artes plásticas. La arquitectura es la evidencia de lo clásico: el Partenón y la ópera de Sidney son, en órdenes distintos, dos obras duraderas y sexys que asombran, seducen y, muy especialmente, satisfacen.

Heródoto, Tucídides, Saint-Simon (a quien hay que leer mediante la guía que Carlos Pujol hizo de las Memorias del noble francés) son clásicos que hay que leer como quien picotea aquí y allá. Dickens sigue vivo, Balzac empieza a ser aburrido, pero se sostiene; Flaubert y Proust fascinan cada vez más. Stendhal va aparte, siempre con su narrativa incisiva y originalísima hasta para su tiempo. Tolstoi es inmortal. Y Hugo es un mundo inconmensurable en sí mismo. En España está el culto a Galdós, pero este no es mejor que Pardo Bazán o Clarín. Valle-Inclán es una isla que, si se le lee con atención, se descubrirá que habla otro idioma.

El clásico queda en la memoria. Y cuando se produce la relectura, estalla dentro de nuestra mente, como bomba de relojería que es. Y ello porque, como dice Eco, la literatura es un bien inmaterial que “mantiene en ejercicio a la lengua como patrimonio colectivo”. La lengua es libre, pero “sensible a las sugerencias de la literatura”. Y pone Eco a Homero, a Virgilio o a Dante como ejemplos modélicos de lo que es un clásico puro. Cervantes, Shakespeare —o Marlowe, según teorías—, Lope, Góngora, Racine, Goethe, Schiller, Moratín… son clásicos inapelables. Lo definió de maravilla Italo Calvino: “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”. Inagotable, fértil, renovador…

En este sentido, es interesante el último libro de Daniel Mendelsohn Una Odisea, en el que nos ofrece una lectura de la obra de Homero tan apasionante que se vuelve un libro que habla al lector actual con absoluta viveza. Algo que ya hizo el propio Calvino con el Orlando furioso de Ludovico Ariosto. Clásico que se renueva en cada relectura es el Quijote, cuyos niveles polisémicos son inagotables: emocional, político, narrativo, humorístico, aventurero, imaginativo. Y mucho más.

Clásicos que causan sorpresa al releerlos son Carlo Emilio Gadda o Federico de Roberto. Máximos son James Joyce y Virginia Woolf. Releer a Voltaire o a Diderot es una fuente de júbilo. Releer a Emily Dickinson es una fuente de emociones inabarcables, por su sutil polisemia. Hay algo completo y definitivo en un clásico, su capacidad de incluir en sus páginas una totalidad que no es fácil de definir pero sí de percibir y sentir. Es el caso de Montaigne, Leibniz o Nietzsche.

Un clásico es, a priori, una categorización objetiva, marcada por las culturas, las lenguas, las prácticas literarias, el imaginario colectivo hecho mito… pero también es una suma de subjetividades objetivadas: eso que los pedantes llaman el canon y que no es más que una lista de estructuras y formas narrativas. Me gusta lo que dice Calvino de que un clásico es una especie de ruido de fondo que perdura. Y como no tiene ningún sentido buscarle una utilidad a los clásicos, hago eco de lo que él mismo dice, casi tautológicamente: “La única razón que se puede aducir es que leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos”.