Publicado originalmente el 5 de agosto de 2020 en Zenda.

Marsé el mago. Ernesto Pérez Zúñiga

 

Juan Marsé en París en 2007. Foto: Daniel Mordzinski.

Es sencillo de explicar. Cuando uno era jovenzuelo, ignorante e injusto, venía a salvarnos la estrella de Marsé. Habíamos leído a otros autores españoles, algunos realmente buenos, pero cuando queríamos poner en una mano la literatura que se escribía en América y en otra la española, en esa mano pesaba como ninguna otra la obra de Juan Marsé. Él había conseguido elevar a sus personajes a la categoría de mito. Y tenía en el lenguaje algo escaso en los demás: magia.

     La magia, contenida y retenida en el lenguaje, se liberaba conforme los ojos pasaban por las palabras de sus novelas: una voz que narra entre el asombro y la honestidad con imágenes punzantes, inolvidables, que convocan directamente un lugar del lector a donde muy pocos anzuelos llegan: el niño.

 

     Pienso en aquel niño de las aventis de Marsé, que se maravillaba cuando iba al cine en un barrio que se caía a pedazos tanto como la vida, desesperándose por ser noble como Ringo Kid en una realidad que, según empieza a comprender, es mucho más injusta que la de las películas. Pero pienso, sobre todo, en aquel niño que Marsé sabe despertar dentro de los lectores: el niño justiciero e ilusionado por la próxima aventura que solo puede suceder en los alrededores de casa. Por eso siento que Marsé es un mago.

     Marsé el mago sabía pulsar también al joven lleno de sueños  que se identificaba con aquel otro que trataba de enamorarse de Teresa, esforzándose por ser aceptado por una sociedad a la que nunca pertenecerá. No tanto porque fuera la Barcelona pija del franquismo. Sino porque Marsé convocaba a aquel joven interno que sabía que nuestra mejor fortaleza es fabricar sueños sobre un mundo que, siendo también un sueño, nos hace poner los pies en la tierra con una crueldad despiadada cuando nos dejamos llevar en exceso por la felicidad de nuestra imaginación.

     Marsé sabía como pocos narrar la mirada hacia las pequeñas cosas, las pequeñas cosas que pesan y hieren, como los recuerdos del policía de Ronda del Guinardó, redimido por la empatía con el dolor de una muchacha. Redimido por algo que es a veces más necesario que el amor: la fraternidad profunda y sutil que se produce solo entre los perdedores de una carrera en la que, ni si siquiera, han podido participar. Perdedores antes de tiempo. Perdedores del tiempo. Y, por eso mismo, salvados en ese cariño casi secreto y nostálgico pero radicalmente solidario.

     Por si esto fuera poco, Marsé el mago consiguió algo que no había conseguido ningún otro autor. Que mis alumnos leyeran. Fue en un pueblo fronterizo, en los años 90, en un colegio donde estudiaban hijos de obreros, parados y traficantes, muchachos y muchachas sensibles que esperaban prosperar y ser entendidos y que a mí me hacían pensar en los personajes de Juan Marsé. Muchos no habían leído nunca un libro y apenas habían aprendido a escribir con corrección. Pero leyeron Últimas tardes con Teresa. Esa fue la condición que les puse para superar el curso. Mirarse en el espejo de esta novela, hablar sobre sus personajes, escribir sobre ellos y quizá sobre una historia, la propia, que se podía descartar para soñar otra. A final de curso, fueron varios los que me dijeron que esa novela les había transformado y que ahora serían lectores para siempre. Quizá no somos otra cosa. Lectores que sueñan una escritura que llamamos vida.

     No hace muchas semanas, le contaba esta historia a Juan Marsé, por teléfono. Le hablaba de aquellos alumnos que leyeron Ultimas tardes con Teresa, para algunos el único libro que iban a leer. Le di las gracias por la magia. Y me emplazó a tomar un café la próxima vez que fuera a Barcelona.

     Estoy yendo, estoy viajando, estoy pidiéndolo en la barra, en la magia, maestro.