Albert Gea / Reuters

Albert Gea / Reuters

Publicado originalmente el 1 de agosto de 2017 en El País Opinión.

Juguemos a contemplar España desde un mirador. Pensemos que no somos españoles, ni catalanes, ni siquiera europeos. Somos solo seres humanos que contemplan. En estos días es imposible apartar la mirada del procés, como resultó difícil en los años pasados permanecer indiferente ante la invención de este eufemismo que se fue imponiendo desde el ejercicio del poder hasta su canonización como mantra. El procés es más que una palabra, es un código depositado en el cerebro de miles de personas, una orden subvencionada desde el Govern e inoculada en los medios de comunicación y en el cuerpo de muchos funcionarios públicos para que ellos sean también proclamadores y ejecutores del mantra. El procés es una palabra sagrada, que exige fe y cumplimiento de un dogma, como hemos comprobado con la dimisión de Albert Battle porque insistió en ser árbitro de la legalidad. Su sucesor, Pere Soler, que practicaba su apostolado en Twitter, ahora predica como obispo de las fuerzas del orden. El procés es un imán que reúne a los adeptos y expulsa a los rebeldes. En Cataluña, se ve que no deberías disentir de la palabra. Se trata de una palabra impuesta. De la que, sin embargo, puedes beneficiarte.

Su significado ha unido a una buena parte de los políticos catalanes y de sus beneficiarios, enemigos de antaño, en un objetivo común: el trozo delicioso de territorio y de prebendas. Desde lejos, desde el mirador, da la impresión de que no importa tanto ser catalán como ser propietario. El procés resulta avaricioso en sus prisas y en sus artimañas legales. Los políticos de Barcelona, y también los de Madrid, han conseguido que el procés sea la palabra más importante de España, imponiéndosela a sus ciudadanos, progresivamente, tanto a los que no sabían que iban a estar de acuerdo con ella como a los que no lo están. Inquieta su coincidencia con el título de la novela de Kafka. Porque, como su protagonista, Joseph K., hemos recibido desde el poder una sentencia ante la que no podemos hacer nada. “No entiendes los hechos”, explica Kafka. “La sentencia no se dicta de repente: el proceso se convierte poco a poco en sentencia”.

Parece que la gente no importa realmente en el procés, ni siquiera la que desea con ardor la independencia de Cataluña. O que importa solo por ese deseo. Sin embargo, todos, también los del procés, somos la misma gente. Solo hay que ver Verano 1993, la prodigiosa película de Carla Simón, directora catalana que, afortunadamente para nuestra riqueza cultural, rueda en catalán. Cuenta nuestra infancia, cuando no pensábamos en la política. Éramos el otro, pero tan parecidos, que seremos el mismo, queramos o no. Sin embargo, los productores del procés están empañados en que sigamos viendo una película vetusta: El mayor espectáculo del mundo. Solo que aquí el circo consiste en la creación de un Estado. Desde el mirador vemos la irresponsabilidad de los acróbatas, y, sobre todo, los intrigantes esfuerzos del director para seguir atrapando a su público.