Publicado originalmente el 1 de julio de 2020 en Zenda.

El juego de la mentira en Valle Inclán. Ernesto Pérez Zúñiga

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 Valle-Inclán se pasó media vida jugando a mentir, la otra media se la pasó escribiendo. Pues en el hecho de escribir se encontraba la verdad más acabada de su encuentro con la vida: la ficción misma.

   Valle-Inclán se reintentaba constantemente. Leyendo sus entrevistas, sus declaraciones, sus artículos, encontramos un personaje que se proyecta en el tiempo igual que en un escenario, donde hay un solo actor, el propio Valle, interpretando cualquiera de las figuras que va imaginando y que le convierten en aventurero, revolucionario, espadachín, aristócrata, peregrino y, en fin, lo que su capacidad de fabular quisiera. Manuel Azaña, que fue buen amigo suyo, lo describió así: «Es tan prodigiosa su facultad de personificar, de formar criaturas exentas, que los defectos y las cualidades de su carácter se han convertido en otros tantos personajes, con físico, actitudes y hasta vocabulario diferente () Hay un Valle-Inclán arriscado, temerario, y otro piadoso y recoleto. Alguna vez, yendo a encontrarme con Valle-Inclán, me he preguntado a cuál hallaría de los varios que existen.»

   Valle-Inclán nos solo inventaba su pasado: fabulaba en vivo. Cada oportunidad de vivir le daba otra para la fábula. Si, por ejemplo, le detenían por desacato a la autoridad, ordenaba al policía que se cuadrase ante él, ya que era comandante general de Tierras Calientes. La verdad (¿la verdad?) era que Valle había renunciado, de joven, a hacer el servicio militar excusándose con una dolencia que también era mentira, como hicieron tantos de su generación y también de la mía para gastar el tiempo en mejores aventuras.

   Hay una famosa Autobiografía, publicada en un semanario de 1903, en la que Valle-Inclán afirma que está escribiendo las memorias de un tío suyo, llamado el marqués de Bradomín, con el que en realidad no le ligaba más sangre que la de su imaginación. Es muy ilustrativo comprobar cómo las líneas que escribe Valle-Inclán sobre sí mismo en esta Autobiografía coinciden casi literalmente con las que el ya personaje de ficción, el marqués de Bradomín, inicia las citadas memorias. En una de ellas, la Sonata de otoño, exclama: «¡Oh, alada y riente mentira, cuándo será que los hombres se convenzan de la necesidad de tu triunfo! () ¡Salve, risueña mentira, pájaro de luz que cantas como la esperanza!.

   Al releer este fragmento, me he preguntado muchas veces en qué consiste la esperanza de esta mentira y he acabado contestándome que se trata de una celebración de la capacidad que tiene el ser humano de inventarse constantemente a sí mismo, en un mundo cuya verdad última es incognoscible. 

   Si mi libro favorito de Valle-Inclán es La lámpara maravillosa es porque profundiza, mejor que ningún otro, en este asunto. Valle, penetrado por las doctrinas gnósticas que florecieron de nuevo en su época, sentía, al igual que Calderón, al igual que la filosofía de la India, que este mundo es maya, un sueño que vela la verdad y embota nuestros sentidos y pensamientos de ignorancia.

   Contra esta certeza, el artista consciente solo puede obrar de una forma: trascender la apariencia, ya sea a través de la mística o través de una estética que refleje eróticamente la armonía secreta que traspasa el cosmos.

   Ese reflejo solo está garantizado por la belleza melódica del lenguaje, que puede alcanzarse atendiéndola, esperándola, desde un centro de amor. En La lámpara maravillosa, Valle-Inclán pone como ejemplo a Homero que, por estar ciego -y por tanto, libre de la apariencia-, puede escuchar esta belleza y trasladarla a la palabra.

   Las palabras, si son hermosas, si suenan bien, están más cercanas a la divina esencia que las que otros llaman reales. Y en eso consiste el juego de la mentira: una invención bella es más verdadera que la plasmación objetiva de un mundo ciego.

   Valle Inclán escribe La lámpara maravillosa después de las Sonatas. En principio, parece que se trata de un libro autobiográfico o de un tratado estético pero nada nos garantiza que Valle-Inclán no este mintiendo otra vez, igual que ha hecho en buena parte de sus entrevistas y declaraciones públicas.

   Solo hay que fijarse en la música de esa voz que confiesa y narra. Se parece tanto a la del marqués de Bradomín, que  uno juraría -tanto, que estoy escribiendo una tesis sobre ello- que está leyendo la Quinta Sonata. Porque en Valle, todo, salvo su intimidad más secreta, es ficción y solo sabe expresarse a través de ella. Él mismo lo afirma en uno de tantos pasajes sublimes que hay dentro de su Lámpara:

   «Llevo sobre mi rostro cien máscaras de ficción que se suceden bajo el imperio mezquino de una fatalidad sin transcendencia. Acaso mi verdadero gesto no se ha revelado todavía, acaso no pueda revelarse nunca bajo tantos velos acumulados día a día y tejidos por todas mis horas. Yo mismo me desconozco y quizá estoy condenado a desconocerme siempre.»

     Ante esta condena -los escritores lo sabemos bien-, solo  la imaginación depende de nosotros, solo la ficción está en nuestra mano, solo la invención nos da la oportunidad de ser sinceramente libres en un universo atravesado por infinitas y misteriosas agujas de luz.