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Ernesto Pérez Zúñiga. EFE

Entrevista publicada originalmente en el portal web Ideal y escrita por Pablo Rodríguez.

Si la literatura es viaje, la última novela de Ernesto Pérez Zúñiga es un regreso a aquella Granada difícil de la Transición. ‘Escarcha’, que así se llama el libro, es un título generacional, un condensado «de experiencia e imaginación» que proyecta los cambios políticos, espirituales y sociales que han dado en lo que hoy somos. Un afinado ejercicio del que se sirve para reflexionar sobre la infancia, el amor o la amistad.

¿Qué es ‘Escarcha’?

-Una alquimia de experiencia e imaginación centradas en la infancia y la adolescencia, en la Granada de la transición. Una biblioteca del aprendizaje. La ciudad de Granada, traspasada por la literatura, se convierte en Escarcha. Quise vivir el proceso de transformación literaria que Joyce hizo con Dublín.

A ‘Escarcha’ se le ha puesto la etiqueta de novela de aprendizaje que no es habitual en estos tiempos. ¿Por qué escogió esta forma precisamente?

-En realidad es el fondo el que escoge la forma. La voz se concreta en palabras. El universo mental en un ritmo. La mayoría de las novelas de aprendizaje se centran en un solo protagonista. Escarcha tiene más de 50 personajes. En ese sentido, es una novela coral, aunque haya un punto de vista principal, el de Monte. Se trata de una novela que representa a una generación, los nacidos en los 70. También a nuestros abuelos, y a nuestros padres.

La historia tiene un registro totalmente distinto a novelas anteriores y, en mi opinión, tiene momentos que lo acercan más a su obra poética ¿Se siente más cómodo en ese registro?

-Todas mis novelas son distintas entre sí. Cada historia exige una escritura distinta. Eso es precisamente lo poético. Trasformar en una forma determinada un contenido que todavía no existe en la escritura. Escarcha, además, es el retrato del secreto, del secreto interior y cotidiano con el que nos movemos por la ciudad, en concreto por esta ciudad. Esos secretos invisibles nos definen, y con ellos, sin querer, definimos el mundo y configuramos lo que nos pasa cada día. Traer el secreto a la luz: eso es poesía.

La novela se define por el cambio, el de una época de oscuridad que termina, el de una ciudad en un proceso de transición, el de un niño que se empieza a reconocer como adulto. ¿Está de acuerdo?

-La novela refleja la sensación de extravío ante un mundo en transformación: la sociedad, la política, la ética, la espiritualidad, la amistad, el amor. Todo. Hay un paralelismo entre el proceso que vive el protagonista -desde la niñez a la adolescencia- y el que vive la propia España -desde la dictadura hacia la democracia-. Los dos están en proceso de definirse. De dejar atrás las herencias inútiles y escoger lo esencial. En lo esencial todos podemos realizarnos como individuos y como sociedad. Pero tenemos la manía de perdernos y pelearnos por lo accesorio, convirtiendo lo accesorio en nuestro señor absoluto. Personas y países tenemos el reto de vivir como adultos, como seres realizados, capaces de ser lo mejor que tenemos dentro. Lamentablemente, perdemos el tiempo contemplando absortos nuestras heridas, y elevando las cicatrices a categoría de catástrofe nacional.

La novela también habla de la pérdida: sea de la pureza, la inocencia o, incluso, la muerte. ¿Es a través de lo que dejamos de tener como nos vamos construyendo?

-Y también con lo que acumulamos. La paradoja es que nos construimos con lo que nos destruye: dolor, claudicación, yugos de todo tipo. La pureza y la inocencia del niño está a salvo de todo eso. Y también la pureza y la inocencia del adulto si ha sabido cultivarlas. La clave que nos enseña Monte está en despojarse de lo construido. La experiencia sirve solo para aprender, no para identificarse esencialmente con ella. Hay dos cosas que deshacen la Escarcha: una es el desprendimiento de las máscaras que vamos construyendo, otra, implacable, es el amor.

Memora e imaginación

En el libro refleja una ciudad, también una provincia -Alfacar, etcétera-, de claroscuros, en la que se mezclan héroes derrotados, profesores oscuros y jóvenes que sueñan. ¿Cuánto ha puesto de recuerdo y cuánto de ficción en esa ciudad?

-El primer filtro ha sido la memoria, el segundo el de la imaginación. Y, el tercero, que es fundamental, el de la invención. Una novela tiene sus propias reglas y todo lo que ocurre ahí debe ajustarse a esas reglas. Dicho esto, la novela servirá de espejo para muchas personas, como para mí ha sido un espejo escribirla. El espejo histórico permanecerá algún tiempo para algunas. Pero el espejo importante es el que refleja una experiencia esencial a todos los seres humanos. Ese es el que más importa y el que he tratado colocar por encima de todos los demás. Pongo un ejemplo en el mal maestro, en el profesor que abusa de sus alumnos. Quizá haya más de uno que se mire en el espejo histórico, pero el que me importa es toda persona capaz de depredar a los demás por egoísmo. Y el de todas aquellas que guardan el secreto por miedo a perder algo, y así permiten la destrucción de los más débiles. Cuando se destruye a un niño, por ejemplo, se destruye también al adulto, que obrará en la vida, con esa misma destrucción, cuando tenga poder. Cuando destruimos algo o alguien, nos destruimos a nosotros mismos.

¿Se puede considerar un ajuste de cuentas con aquella Granada que conoció?

-No. Más bien una depuración, una decantación, una redención, un canto al parpadeo de luz y oscuridad que es crecer en la belleza, cerrar los ojos ante ella, volver a abrirlos para siempre.