Categoría: Capitulo 1

Poemas de Cuadernos del hábito oscuro

Materialismo

 

 

El sonido de un dedo en una página

al máximo volumen

del cosmos

en una habitación pequeña

 

El estrangulamiento de la respiración

al mínimo volumen

del cosmos

en la coraza hecha de costillas

 

Torso de carne peso medio

cuelga del corazón del matadero

 

Cien pensamientos caducados dentro de la nevera del lenguaje

 

El sonido de un dedo sobre un torso

al máximo volumen

del cosmos

 

 

Cuerpo a cuerpo

  

I

 

Yo recibí a mi amor cuando empezó tu guerra

 

Yo destapé las sábanas para mi amada cuando

ladró vuestra ciudad

                    con una bomba a punto

de explotarle en la boca

 

Yo

-pura invención de su regreso-

por fin mordí su cuello

y pesqué sus pezones con mis dientes

mientras huías

entre ruinas de muertos que alzan alguna sola vez los brazos

para atrapar la vida

 

Yo entrecerré los ojos cerré los ojos

cuando

       ella cerró los ojos entrecerró los ojos

 

Vibraban sus caderas y sus senos

y vibraba la tierra y rincones del aire y el mismo fuego

vibraba dentro de las pieles como un tambor

cuando un disparo reventó tu cráneo

 

 

II

 

Gas

    ante el televisor escuchando una mentira

como gas

una mentira tras otra

como gas

del portavoz de los bandos

como gas

que ha decidido tu muerte

diminuta y peligrosa

animula vagula

blandula

y mi bando

hospes comesque corporis

el televisor una cámara de gas

 

Hoy sobre las piezas de tu cuerpo

-puzzle de los buitres-

ha vuelto a subir la bolsa en toda Europa y América

sobre tus ojos abiertos justo en las cuencas de un cráneo

como si fuera de

       otro

los ojos que son colores

solos

colores de un material

como si fuera de

                 otro

 

Como si fuera de otro

hemos encendido cualquier electrodoméstico

como cámara de gas

abro la nevera

una mentira tras otra

del portavoz de los bandos

que proporcionan antenas enchufes y tanques en la arena

 

Pero la arena

              la arena

no ha sido proporcionada

 

en el desierto

  

 

El guiñol cotidiano

 

 

Yo soy  

           el que cohabita detrás de mi figura

Yo soy  

           aquel que mueven mis muñecos

Yo soy  

      aquellos árboles rezagados al bosque

Yo soy   

      aquella casa donde nunca he llegado

  

El bonsái rebelde

 

 

Ni aquellas ramas que nunca obedecieron al rey

ni el tronco que se alimenta de ganaderías aterrorizadas

 

Córtale la lengua al que te dijeron

Córtale la lengua al que te dijiste

 

Tú   no   eres   ese   pensamiento   tuyo

ni cada deseo que envías a guerrear con los otros

        con las horas

 

Córtale la lengua

 

Deja tan sólo a los árboles

altos

                           mecerse

  

 

Leyenda bonsái

 

El sueño de la razón producía monstruos hasta que se inventó el cajero automático.

Fue cuando se aclaró definitivamente el orden de las preguntas:

ya no importó cuál era la materia de la que se hacen los sueños sino cuáles eran los sueños que se convertían en materia.

Fue el año en que los monstruos jugaron a la bolsa.

Y el sueño de la materia produjo muertos.

  

Sueño del astrónomo

 

 

     Nunca olvides que los días no existen uno tras otro donde una hora es de día y otra es de noche incontablemente. Nunca lunes ni domingo. Sí todo movimiento, sí todo las miradas.

     Nunca olvides que no hay reloj en la esfera donde un segundo es de día y otro es de noche incontablemente. Hay contables de estrellas. Pero hay silencios circulares que respiran.

 

 

30 de marzo, por ejemplo

 

 

Te levantas sin más, tranquilamente, un domingo de marzo con cambio de hora,

     mira el cielo: llueve,

pones agua y pan a calentar, y la habitación se llena de olores y del recuerdo de algunos muertos: un gesto, una costumbre, los alimentos que ellos preferían para el desayuno de las mañanas de domingo,

justo ese recuerdo

cuando muerdes el pan ya caliente, cuando intentas beber el líquido ardiendo, y puedes sentir todavía “lo caliente”, y te permites el lujo de maldecir “lo ardiendo”.

Los alimentos se adentran por tu cuerpo, los digieres, como los muertos hacían hace tan sólo unas semanas o unos años,

                         lo mismo da,

y tú te sigues preguntando: ¿qué haré esta mañana de domingo?

Poemas de calles para un pez luna

Carta flotante nº 1

               Gotas lentas, sordas lentas,

               quietas gotas, golpes raros

               de tu nombre en mi tejado.

               Tu mirada en cada esquina.

               Un arder de callejones

               es mi cama. Raros golpes.

               Quietas gotas en mi boca,

               gotas lentas. Si te llamo

               una trampa es el pasado.

               La mirada es sorda y lenta.

               Cuánto fuiste. Te he perdido.

               Yo soy mi peor castigo.

Anémona

 

               Aquí entre las horas peces

               salpican segundos

               de escamas de mano en mano

               como trampas

               tras trabas trabajos

               como trampas

               vivos

                        vamos.

                                    Vi

               calabozos diluidos

               idos

               locos

               aquí entre las horas peces.

El bosque

               El bosque cruzas.

               El bosque está en mis ojos.

               El bosque arde.

                         En la tumba de Arthur Gordon Pym

               Junta dedos y manos.

               Nada de lo que ves es cierto.

               Ni aquella catarata blanca

               que cae del cielo.

               Ni esa mirada negra

               que respira del mar.

               Junta dedos y manos.

               Ni tu antebrazo es cierto.

               No lo son ni tus hombros ni tu pecho.

               Ni el rostro de tu cuerpo es cierto.

               Junta dedos y manos.

               Sólo ellos son reales

               a punto de caer sobre el vacío.

El tren fantasma

               A mi lado en el tren, un asiento vacío.

               Junto a mí, un vestido tuyo.

               Le pongo tu cabeza. Lo relleno

               de periódicos tristes.

               Y lo siento a mi lado con peluca.

               Eres este muñeco.

               Eres tu peor parte

               para los pasajeros.

               Te miro, te reprendo.

               Vuelves los ojos

               y los pones en blanco.

               Y explota nuestro mundo que te puse

               por cabeza.

VII

 

El muerto avisa en su vestido.

Su piel contra la tela busca cárcel.

Se cierran las persianas.

Pasea.

El muerto avisa en las ciudades.

 

El muerto está en la orilla.

Hay pies que le rodean,

pateras en la espuma.

Hay cangrejos que indagan los centros comerciales.

Y una tortuga vende a un policía

chalecos antitiempo.

El muerto tiene prisa de que le saquen fotos

que no ardan en el fósforo del megacementerio.

 

Hay dados en tu mano y el muerto te vigila.

Los tiras al vacío y el muerto te comprende.

La caja los registra contra el muro, al contado.

Y vamos a la nada por caminos de todo.

 

El muerto lee los libros del pasado,

talla en los bosques troncos de palabras

y las letras son sólo cortinas en el viento,

otra barca que escapa, otra isla que engaña

un olor de tesoros temblando en la maleza.

Otra ciudad camina por las calles

con ojos como gotas que roen el fregadero.

 

El muerto compra aquellos ascensores

que siempre le regalan los botones de stop

y trabaja pegando carteles con tu nombre

para que tú te busques, te entregues y te cobres.

 

Hay ríos y hay un puente con pilares de piedra

que ahondan su destino en un tiempo profundo.

La corriente se lleva un deseo de peces

y el muerto pesca prisa con anzuelos tan lentos

que nunca recupera todo el tiempo perdido.

 

Si quema los rastrojos de los campos

se le incendian los bosques del olvido.

Si el muerto se emborracha, le queman los gusanos,

porque aún no conoce la palabra precisa

para enlazar tu mundo con tu muerte.

 

Quizá si los caballos espolea del aire

es para respirar en el galope,

es para comprender al trote.

Para sobrevivir al paso.

Quizá salta una valla y se cae en el barro

y le modela Dios, con sed, sin alma.

 

Lo mira el pájaro, muy lejos, solo,

vareando las ramas como el viento,

recogiendo un esfuerzo de aceitunas.

Y por los surcos del sembrado corre un agua

que no ha dejado de venir eternamente

de los lodos de la creación, de albercas

en donde los dioses son algas.

 

El muerto usa una azada:

su sombra

con la que busca el alba en el crepúsculo.

El muerto usa un tractor:

sus dientes

con que siega gargantas del deseo.

Son los largos trigales bajo el sueño.

Son los hombres que tallan en las piedras

sus armas, sus palabras y salarios.

El muerto usa una pala

con la que entierra el mundo.

 

Tiene un amor el muerto

y le envía las flores de su sangre.

Y su amor bebe rojos los abrazos y ríe,

y se lava las manos en la fuente:

una toca los peces contra el tiempo,

otra busca monedas

que arrojaron los sueños de los otros.

 

El muerto nunca resucita,

mira absorto la luz que deja atrás.

Se crucifica en cruces de caminos pasados.

Lo anduvo en mal morir,

en dejarse matar,

en matar lo que pudo.

 

El muerto tiene periscopios

y espía las familias en sus barcas.

No hay remos sino días,

no hay días sino anémonas tendidas

en las rutas de todo viaje.

Y hay un pez predador en tu mirada.

 

Nada un pez luna toda la ciudad.

En su ojo fosforece tu vacío.

Acaricia su aleta los espacios que fuiste.

Enfría su barriga tus huellas más recientes.

Acerca su pupila

a semáforos verdes

y se ilumina con el fantasma de tus pasos.

El semáforo cambia a rojo

y el pez luna se aleja al callejón de nada

donde suenan las leyes,

los himnos, los jadeos

que hicieron a los hijos quemando calorías.

 

Hay muertos muy delgados

en los montones de basura.

Hay otros gordos en las grandes avenidas

que fueron disecados como momias o alimañas.

Hay águilas arriba,

sobre los miradores de planetas.

El pez luna las mira

y se escabulle en tu memoria.

 

Busca tu corazón para escaparse,

el ritmo muscular de tu latido,

para fluir por tu sangre,

para esconderse por tus células,

para abismarse por tus genes,

y bailar en tus átomos

y nadar en la nada

y nadar hasta el fin,

hacia ninguna parte,

libre aún, poderoso, malperdido.

Relato de Las botas de siete leguas y otras maneras de morir

Dos manzanas

  

Hay que verlo por las calles de un barrio viejo de Madrid, hay que verlo joven y tostado, con camisa blanca y suelta, cortada por un diseño pobre y pasado de moda, con vaqueros azules, paso apresurado, hay que verlo sabiendo que se llama Abdul Azad, el que vino de Rabat, aquel cuyo nombre ahora mismo está meciéndose en la cabeza de alguien que, a dos manzanas de allí, le ha preparado una trampa, mientras Abdul avanza entre la esperanza y el miedo, entre los colores que salpican los coches aparcados y las fachadas sucias.

            Y hay que saber lo que nunca sabremos: qué rencor –pues no era de los nuestros- o qué necesidad exacta fueron el origen de todo lo que va a suceder hoy, domingo, dentro de diez minutos, en el piso tercero izquierda, del número 11 del callejón del Ángel, donde Rashid tiene una pistola en la mano derecha.

            Las únicas noticias de que disponemos son éstas: 1.Que Abdul Azad, de 19 años, y Rashid Azad, de 28, son hermanos. 2.Que pasan los minutos dejando gotas de sudor en las dos frentes que una vez se fruncieron de preocupación y esperanza en la medina de Rabat. 3.Que Abdul rebasa la primera manzana y Rashid introduce con cuidado, con temblor, el cargador en la culata. 4.Que Abdul y Rashid piensan a la vez en el destino de Abdul. 5.Que Rashid quita el seguro de la pistola, la deposita sobre la mesa y Abdul dobla dos esquinas de la segunda manzana. 6.Que acaban los diez minutos.

            Con esta información será tremendamente fácil ser testigos de los siguientes acontecimientos. Veremos con la nitidez azul de un domingo de abril a Abdul ante el telefonillo de un portal cerrado con una puerta de madera, con cicatrices en el barniz. Y que aprieta el botón metálico que llama al tercero izquierda, que provoca un zumbido al que le sigue una pausa a la que sigue una voz.

            Rashid le da paso y la puerta se abre. El cuerpo de Abdul siente la humedad del zaguán; su espíritu, la penumbra.

            Lo único que se escucha es el bloque del silencio donde intentan sonar los pasos de Abdul, que ha subido los escalones de madera hasta el primer piso, pues el edificio no tiene ascensor pero tiene una cansada luz amarillenta si se aprieta el interruptor de los descansillos. Eso hace Abdul.

            Todavía le quedan dos pisos. Como si fuera música lejana, le llega un olor inédito a un guiso que alguien ha condimentado con tocino y hueso añejo. Nosotros sí reconocemos el cocido. Y, mientras nos ocupamos en averiguar de dónde procede y en abrir nuestro apetito, Abdul acaba de llegar frente a la puerta del tercero izquierda.

            Entonces mira su pintura clara, marrón y desconchada, se fija en el signo pagano de un cristo de chapa que está clavado en el centro y en la placa donde están escritos los nombres de los seguramente muertos Don Antonio Jiménez Cuevas y Doña Antonia, señora de.

            Pero se preocupa, sobre todo, de averiguar qué puede estar sucediendo  al otro lado de la puerta, dentro de ese espacio que no conoce y al que pronto la vista añadirá volúmenes y formas, de escudriñar en vano qué destino se esconde en una de las habitaciones para lanzarse sobre él una vez que tome asiento para hablar con su hermano. “No hay sitio para nosotros. Ven”.

            Espera unos segundos, que se condensan dentro de su cerebro para salir de inmediato por su frente transformados, de nuevo, en gotas de sudor. Se decide y llama al timbre, que no suena, que efectivamente está estropeado. Golpea con los nudillos, gastados en rostros y paredes.

            Al otro lado, Rashid, sentado en una silla, empuña la pistola. Sus propios segundos interminables siguen empapando su espalda y, de paso, a dos jugadores de jockey que están estampados en su camisa. Ha sentido la respiración de su hermano antes de que se decidiera a llamar. Ha esperado la llamada con paciencia, pero, al oírla, un vértigo que nunca se explica bien cuando se siente le ha mordido el corazón. Late tan fuerte que Rashid teme que Abdul piense que le devuelven los golpes desde el otro lado de la puerta. También nosotros los escuchamos y nos gusta hacerlo. Porque disfrutamos sin querer del terror de los demás cuando lo vemos desde lejos, seguros tras la ventana. Late tan fuerte que el corazón manda y Rashid cambia de planes. Levanta con esfuerzo las bolsas de grasa de su cuerpo, se tambalea un momento y abre un cajón donde hay dos manzanas muy verdes; y, entre ellas, esconde la pistola. Entonces su mano, que había mojado el pomo del cajón, ahora moja el de la puerta.

            Frente a frente, los dos hermanos acoplan la imagen que tienen delante a la que todavía vive en sus recuerdos. A Abdul le cuesta bastante trabajo, porque el Rashid de hoy está enormemente gordo y no cabe bien en el Rashid de ayer. Titubean. Se abrazan.

– Cuánto creciste –dice Rashid.

Y cierra la puerta.

            Se acerca de prisa al cajón, lo abre, y la pistola  lanza un destello sin que ninguna luz se haya reflejado en ella. Abdul lo ha visto y su inquietud se confirma. Pero las manos de Rashid, que están temblando de indecisión y de miedo, se deciden por las dos manzanas y alarga una al hermano. «Habrán sido ellas, como son tan verdes», piensa Abdul.

            Un lento minuto se desliza bajo el portal y, como una serpiente, sube hacia el tercero izquierda. Ellos muerden en silencio sus respectivas manzanas. Sin embargo, a la boca de Rashid le cuesta mucho masticar. Él sabe que nadie podrá digerir esa fruta. Por eso se vuelve hacia el cajón, busca y Abdul recibe un tiro en la barriga. Lo primero que cae al suelo es la manzana.

            Se ha debido escuchar en todo el barrio, piensa Rashid. Es verdad. Nosotros, que ni siquiera vivimos en este barrio, lo hemos oído.

            ¿Qué vas a hacer, Rashid? Te vemos meter la boca del cañón en tu boca, en la que vemos un instante el brillo jugoso de un trozo de escarcha. Pero hasta que no dispares no vamos a creernos nada, porque hemos visto tanto cine con sorpresa final que ya pocas cosas nos inquietan. Claro, la vida es otra cosa y tú disparas sin contemplaciones. El corazón de tu manzana también cae primero. Nosotros nos vamos. Hemos visto bastante.

 

 

Santo Diablo. Capítulo 1

Cañoncito Pum

 

 

(Día)

 

Sombrero en mano, rodilla fría, en el pasillo central de la iglesia, Cañoncito Pum alzó sus ojos hacia la imagen lujosa de María Auxiliadora y pidió socorro para depurar la puntería. Imaginó los dedos celestes acariciando un vértigo de balas hacia la frente de su enemigo, y bajando la mirada sonrió, y gozándose se incorporó al tiempo que se santiguaba.

Obedientes a la orden de ese gesto, también se levantaron tres hombres que guardaban con arrobo la espalda del Amo. Los cuatro vestían traje blanco, sombrero blanco. Los cuatro, Cañoncito Pum en cabeza, se encaminaron con paso firme hacia la salida del templo. El automóvil, que parecía de aceite rojo bajo el día radiante, esperaba con el motor en marcha al pie de los escalones. Tenía faros enormes y radios de madera. En la puerta de la izquierda vibraba con el motor una ametralladora que Iván el Abubilla había instalado por orden tajante del señorito. Había dicho Cañoncito Pum, templándose:

-Iván, mejor dejas la Santa unos días y te vienes a Vulturno para ayudarme. Tengo balas para todos. Destrozaré al Antón y después iré a buscar al hijoputa de Manuel Juanmaría.

Cañoncito Pum y sus secuaces subieron al auto, y entre una algarabía de palomas temerosas tomaron el camino de las Quemadas.

Pero eso ocurrió pasado mañana, un periodo que la conciencia humana siente demasiado corto. Ni siquiera entonces, pasado mañana, Cañoncito había sido bautizado con aquel apodo: su nombre es Luis Sánchez de León y Bontempo. Si se queda en Vulturno y va al Casino, le dicen don Luis. Si baja a las Quemadas le llaman Amo. Con la excepción de Manuel Juanmaría, casado con una Orantes, el cual desde el episodio de la bombilla se hace el ciego si se lo topa y, si no hay remedio, le enfrenta los ojos y le trata de Luis. En el mercado ahora se murmura mucho sobre don Luis debido a los últimos fuegos en las Quemadas.

-¡Qué hará ahora el marqués de la Santa! -pregunta la joven verdulera a Nazario quien, antropólogo y curioso, va por gusto al mercado.

-Te apuesto que le pone un fusil a cada una de sus monjas. Y, a la superiora, un cañón alemán, o mejor uno italiano, que por ser latino será más garboso.

-¡Qué cosas dice usted, don Nazario!… ¿Y cuánto se apuesta?

-Este nabo que tengo en la mano.

Bajo el bombín entrecierra los ojos, mueve rápidamente el mostacho, una vez, y sonríe. La verdulera apoya su brazo en la cadera arqueada. Se contonea y dice:

-Ya estamos…

Las Quemadas es tierra grande, labrantía, arrendada a los Orantes en tiempos de don Pedro Sánchez de León, ya difunto. El marqués de las Quemadas reservó una enorme cortijada para sí con el fin de aislar del resto de los hombres el convento de la Santa. Cimero sobre una colina plantada de pinares, lo encerró entre lindes con vallas y desde entonces sólo en fiestas de romería se permite el paso de otras personas ajenas a la finca. El resto del año, el convento sólo puede ser visitado -con alguna excepción, como la otorgada a Isabel Orantes, que ayuda a las monjitas en la cocina- por la familia de su heredero, don Luis Sánchez de León y Bontempo, marqués de la Santa. Ejerce el honor de vigilarlo Iván el Abubilla, aperador de la cortijada que tiene edificio al pie de la colina. Sin embargo, joven poco religioso, Iván apenas entra al convento donde cuarenta monjas observan regla de clausura y, con extrema devoción, veneran el Brazo Incorrupto de la Santa que está guardado en una urna de cristal debajo del sagrario. Desde las torres del convento, sobre las copas de los pinos, se divisan todas las Quemadas: el cortijo que desciende en olivares hasta el río, la linde; la otra mitad del valle, trigo y olivo, arrendada a los Orantes; y allá enfrente, sobre la altura de otra colina, las ruinas romanas de Ambusta. El muro de su teatro, alto, bien conservado y con un arco en el centro, puede divisarse desde muy lejos, incluso desde la Plaza de Rosas de Vulturno.

Romana, mora, judía y, durante los últimos siglos, católica, Vulturno es una ciudad blanca bajo el fuego del verano; y, por el contrario, ciudad de paredes gruesas, que huele a carbón de encina en las heladas invernales.

Tan antigua es Vulturno que tiene leyendas en la mayoría de sus calles empedradas.

Los balcones de los antiguos palacios se enfrentan, con coraza de rejas y color de geranios, a la curiosidad de los habitantes del barrio bajo, situado junto a la puerta árabe de la ciudad. Allí se abre la Plaza del Mercado, desde donde se divisan en la cercana colina los muros del monasterio de San Leopoldo. Un laberinto de callejones sube hacia la Plaza de los Evangelistas, donde está la Catedral, en la parte oeste. Y hacia el este serpentea la calle principal que desemboca en la Plaza Noble, con el Ayuntamiento a un lado y el Casino al otro. Desde ambos puntos cardinales la ciudad se estrecha, formando un ángulo en cuyo vértice la Plaza de Rosas mira sobre un precipicio el cuenco que forman las sierras. En el fondo de ese cuenco hay dos suaves colinas separadas por un valle. Don Luis, envuelto en una bata oscura, cierra un ojo y, colocando el dedo índice de su mano derecha delante del que ha dejado abierto, puede ocultar la totalidad de ese valle: las Quemadas. Con un leve movimiento a la izquierda, hace desaparecer la colina de Ambusta; moviéndolo imperceptiblemente hacia la derecha, sepulta la colina donde se alza el convento, aunque éste ni se intuye, cubierto de pinares.

-Luis, sal de la terraza, que entra el aire. Vuelve a la cama, anda.

El Palacio de Bontempo hace esquina con la Plaza de Rosas, cuyos rectángulos de mirtos cobijan rosales y saltaojos. La fachada del Palacio es de piedra, con líneas estrictas que enmarcan la gran puerta de madera, sobre la que está el escudo de los Sánchez de León: dos espadas en cruz latina, con un Inri grabado en el guardamano de la empuñadura más alta. Hay sombras y humedad en el zaguán del Palacio; un patio interior con naranjos y, en el centro, una fuente culminada por un angelote cuyo pene es surtidor de poca agua; hay puertas cerradas que se ven a través de los arcos de la galería, una escalinata que lleva a un portón de madera con una cerradura tan grande que siempre tiene puesta una llave de luz. Tras la puerta, un pasillo acristalado comunica las dos alas del Palacio.

En este momento se oye una voz. El pasillo dobla a la izquierda y se pierde en una progresiva penumbra con más puertas cerradas. Es en la primera donde se oye esa voz, femenina, paciente -«Luis, anda, que entra el aire»-, ondas que arrastran, atravesando la madera de la puerta, hacia una boca pintada, hacia unos párpados cerrados, hacia un rostro de rasgos suaves con cejas remarcadas con lápiz. Con su pelo castaño suelto sobre la almohada, Leonor suspira.

            Al volver de la terraza, don Luis la mira con ojos de azabache, hirientes. La boca del marqués de la Santa es carnosa, romboide y, sin estar pintada, es casi tan roja como la de su mujer. Ahora se contrae en una mueca de asco. Don Luis está pensando en el aliento, fermentos de noche, de Leonor tras el sueño. Le parece que ya respira ese aliento por su nariz de semita, en cuya superficie crecen algunos vellos negros. El marqués sabe que Leonor le va a pedir un beso y luego le dirá, como siempre: «raspas». Es muy moreno don Luis. La barba le crece dura y rápida apretando aún más su rostro cejijunto, que sólo se muestra despejado en la frente, bajo un cabello abundante y lacio aplastado por la gomina.

            -Dame un beso, Luis.

Él se inclina sobre ese rostro, en el que comienza a marcarse una segunda generación de arrugas. Lo besa.

            -Raspas, Luis.

Acaricia ese cuello. Es una mano vellosa la que desciende e, introduciéndose por debajo de las sábanas, busca el escote del camisón y toca la piel, cálida de mantas, con dedos que se mueven con lujuria y algo que empieza a parecerse al odio.

            -Luis.

La mano aparta un escapulario, palpa la tristeza del pezón, recoge el seno caído. Lo suelta, de pronto, como si quemara. Leonor abre los ojos grandes, de un castaño tan intenso que apenas se distinguen las pupilas. Es un iris que parece cubierto de una cortina de lluvia cegadora.

-Hoy vamos a ir la Liga entera a ver al señor obispo.

Pues que folle contigo el obispo. No han sido palabras. Don Luis, de pie junto a la cama, la mira fijamente, en silencio. Por un instante, imagina al obispo tendido junto a Leonor, mostrando la desnudez de un cuerpo degradado, con la mitra sobre las ingles.

-Dios los cría y ellos se juntan -dice ahora girándose hacia la terraza y con la mirada preocupada, catapultando el mismo refrán que ha dicho a su mujer hacia allá lejos, a las Quemadas.

Leonor se ha incorporado y ha apoyado la espalda en el cabecero de la cama. Sus cabellos alborotados rozan la base de un pequeño estante, sobre el cual un Jesús Niño de madera policromada hace un gesto decidido de avanzar hacia delante, llevando entre pecho y hombro una gran cruz, como si se dispusiera a desfilar ante el Altísimo.

Don Luis no se ha movido:

-Yo voy a ir también a la Catedral en cuanto me vista, aunque no a ver al obispo. Seguramente lo veré más tarde. Hoy pueden ocurrir grandes cosas. Aparte de su apoyo necesito la inspiración de Nuestra Señora.

            La lluvia castaña se detiene un momento en el iris de Leonor.

            –¡Qué es lo que vas a hacer! -pregunta. Y esa lluvia se reanuda.

Don Luis se acerca hasta ella. Coge su mano. Muy blanca. Suave. La aprieta. A la vez que aprieta los dientes, imperceptiblemente.

            -No te lo contaré hasta que suceda, Leonor. Hoy mismo lo sabrían tus íntimas de la Liga y todos los confesores de Vulturno -se inclina para besarla-. Hay que acabar con esta locura cuanto antes -el rombo de sus labios abandona bruscamente la mano de su esposa, pero el marqués no la suelta; le da la vuelta, hunde el azabache de su mirada en las líneas de la palma-. Venceremos -resuelve y se aleja de la cama-. Ya no te veré hasta esta tarde -dice desde la puerta-. Adiós, querida. No existe otro destino que la voluntad de Dios.

 

Magdalena empuja la puerta de la habitación de sus padres y, de pronto, se detiene. Su madre está tumbada en el suelo junto a la cama, boca abajo, con los brazos en cruz. Y aunque una vez ya la vio así, Magdalena no se acuerda. Magdalena no se llamaba Magdalena. Dos semanas después de que hubiera nacido, el marqués la tenía en brazos, sentado en una mecedora cerca de la ventana y observando a Leonor, que estaba en la misma postura de esta mañana, tumbada ante el Niño de madera. Don Luis, doce años más joven, mecía a la niña con el balanceo de la butaca y, al cabo de un rato, Leonor se levantó.

            -No la vamos a llamar Auxiliadora, sino Magdalena -dijo-. El nombre hace el carácter y yo quiero que mi hija nazca ya arrepentida del pecado original.

-¿No ves que ya ha nacido, mujer? -el marqués reía acariciando la boquita de la niña-. Mira qué bonita eres, Auxiliadora Magdalena.

-La bautizaremos la semana que viene -la lluvia caía lentamente en los ojos de Leonor-, en la Santa.

            Magdalena no se acuerda de cuando no estaba bautizada y, todavía sin cerrar la puerta, aprieta los brazos desnudos sobre el camisón blanco, a la altura del pecho, y con un escalofrío pregunta:

            –¿Mamá?

            Leonor se levanta del suelo y se envuelve en una bata de color gris perla.

            -Hija, pasa, estaba rezando.

            -Pero si el suelo está muy frío -dice Magdalena abrazándose a ella, disfrutando el tacto de la seda entre las mangas de su madre.

            -El que algo quiere algo le cuesta. El Señor entiende mejor nuestras palabras si las pronunciamos con un poco de sacrificio.

            -A mí ya me falta poquito para confirmarme -dice alegre Magdalena, sentándose en la cama-. Hoy Antón me va a llevar al convento a ver a la superiora.

            -Mira qué bien… Pues aprovecha para hacerme un favor, hija -Leonor camina hacia el otro lado de la habitación-. Hay que entregarles la asignación mensual. Ya eres mayorcita para que te encargues tú.

            -Ellas no trabajan, ¿verdad?

            -No digas eso, niña -se enfada su madre abriendo un escritorio con incrustaciones de nácar-. En el convento trabajan mucho rezando por todos nosotros y cuidando el Brazo de la Santa. Las personas de Dios oran por la sociedad que trabaja y por el Ejército que nos defiende.

            -Pues, ¿sabes lo que dice Antón? –contesta Magdalena avanzando hacia su madre.

            -No me vengas con una de las ocurrencias de ese golfo.

            –¿Te lo cuento o no?

            -Dime

            -Pues que papá se jubiló cuando hizo la primera comunión.

            Leonor, sentada ante el escritorio, cuenta los billetes que hay dentro de una caja de madera. Magdalena la observa por encima del hombro, y se moja los labios con la lengua.

            -Magdalena, ¡no seas indiscreta! -Leonor guarda el dinero en una bolsa de cuero y la cierra impulsivamente-. Y no se te ocurra creer a nadie que diga que tu padre no trabaja, y menos a ese desgraciado. Quien lo diga es por envidia. Tu padre dirige el trabajo de mucha gente y procura que nunca falte. Anda, toma.

Mientras le da la bolsa, se oye la llamada de don Luis:

«¡Antón!»

Madre e hija se miran.

«¡Antón!», se vuelve a oír.

Leonor se levanta y, tomando a su hija del hombro, la lleva fuera de la habitación, y, en el pasillo, abre una de las ventanas que dan al patio.

-Míralo -dice-, no sabes lo que tiene que hacer para que esos diablos no nos devoren a todos.

-Pero si Antón es como mi hermano mayor.

-Por muy amiguitos que seáis, él es tu criado. A ver si te enteras de una vez. Me gusta que seas generosa y que seas su amiga. Pero empiezas a tener una edad en que te conviene guardar las distancias con los hombres, y más si no son de tu condición. Prueba hoy cuando te lleve a la Santa, trátalo como a un chofer. Eso es lo que él es, nada más.

–¡Antón! -la voz retumba en el patio y se pierde, y reaparece en la fuente el manso chorro del angelote como si el susto le hubiera provocado una retención involuntaria de la orina-. ¡Antón!

 

 

Limpiaba el coche, gris en la oscuridad de la cochera. Pasaba el trapo por el metal, escuchando la voz de mando con el placer de no acudir a su llamada. Con la paz que produce la indiferencia a las órdenes, la libertad. Así podría ser siempre si él quisiera. Si de una vez tuviera los cojones de hacerlo. Todos los días esperando el momento de decidirme, de que todos se decidan. Uno solo no tiene poder. Salvo el Juanmaría, menudo. Pero todos juntos, eso es otra cosa. Porque de qué va a vivir uno si se enfrenta a un amo y luego a otro y a otro. Pero si los diablos toman el poder…

-¡Antón!

«Mierda», se dice golpeando el capó del coche, donde el reflejo de un ventanuco tiembla.

            –¡Amo! -exagera el jadeo-. ¡Amo! -corre desde la cochera que está al otro lado del patio, como si viniera desde muy lejos-. ¡Ya estoy aquí! -se detiene a dos metros de don Luis, defendido por un costado de la fuente. A un lado el marqués del traje blanco, la frente alta de la que nace ese pelo negro, lacio y aceitoso; al otro, el criado, de estatura menor, con el cuerpo musculoso dentro de un mono azul; el pelo corto, moreno; la nariz chata, los ojos grandes y verdes que miran los zapatos, también blancos, del Amo.

            -Dónde estabas, don Cojones. Llevo dos horas llamándote. Acércate, hombre, que no te voy a comer.

            -Estaba poniendo a punto el coche. Es por su hija, ¿sabe usted? Hace tiempo que el motor no arrancaba, lo estaba probando y, claro, no le oía -miente, acercándose con una disculpa en la sonrisa.

            -Antón, yo no he oído nada.

            -Sería el ruido de la fuente, que cegaba el del motor -dice ya a su lado. Duda. Se atreve-: Incluso los gritos de usted…

            –¡Cállate! -grita don Luis. Antón se queda inerte, la vista en el suelo, sintiendo la fuerza contenida de sus propios músculos. Entonces se oye una risa corta y alegre, y ambos alzan la vista con tiempo suficiente de ver a Magdalena con una mano en la boca mientras su madre la aparta de la ventana.

 -No me mientas, coño -continúa don Luis-. Si no fuera porque tu padre nos sirvió durante cuarenta años…

            Antón permanece en silencio, rojo de vergüenza. Ahora la niña le perderá el respeto.

            -Mi padre -balbucea. Antón lo recuerda en la Santa, aparcero antes que el Abubilla, la noche en que murió. Él era niño; unos doce tenía, ya hace ocho años. Había fiesta en la Santa por la romería. Casi todos los señoritos de Vulturno estaban allí. Y fue idea de madre que lo veláramos en la cuadra para no estropear la celebración. Qué iban a hacer tantos señoritos a esas horas. No se iban a ir a casa. Dijo. Y tú aceptaste, hijo de puta. Luego le diste buenos dineros a madre, a cambio del favor de que nadie se enterara. Menos mal que ella también se murió. De triste…-. Mi padre -balbucea Antón-, usted…

            -Vamos, Antón, hagamos las paces -el Amo le da una palmada en el hombro-. Siento haber mentado a tu padre. Era un hombre fuerte y duró más que el mío, que también lo era. Ellos pasaron mucho tiempo juntos en el campo. Tú has salido de ciudad, más rebelde. Tu padre era un buen hombre, Antón. Y tú también lo eres, qué coño. Ya sabes que estoy nervioso. Hay mucho jaleo en las Quemadas y puede ocurrir cualquier cosa. No paro de buscar soluciones y a ti se te ocurre tocarme las pelotas. Ayúdame -exclama-, ayúdame, hombre -se echa mano al bolsillo derecho de la chaqueta y saca un paquete de cigarrillos. Enciende uno. Se guarda el paquete pero lo saca otra vez. Sonríe. Mira a Antón-. Toma uno, anda.

            Antón da pataditas al empedrado del patio con la pierna derecha, como si fuera un niño. Hasta que no vea tu cabeza en el suelo, piensa y levanta la vista para coger el cigarro.

            -Parece que hoy vamos a quemar el coche -resume el Amo dándole fuego, ocurrente-. Es verdad que hace tiempo que no lo usamos. ¿Vas a llevar a mi niña, dices?

            -Sí, a la Santa. Algo con las monjas.

            -Su confirmación.

            -Eso.

            Los dos fuman. Se miran a los ojos.

            -No me gusta que vayáis allí ahora. Los jornaleros están tramando algo.

            -No se preocupe, Amo, en la Santa no hay ningún peligro. Otra cosa sería si fuéramos por las Quemadas, pero había pensado ir por detrás, por el camino de Calima. Nadie de las Quemadas nos verá. Además, el Abubilla ha tomado la linde con la Guardia Civil. En el coche estamos allí en menos que canta un gallo. Las monjas le dan la charla a Magdalena y nos volvemos.

            -Oye, Antón, más respeto.

            -Es sólo una manera de hablar.

            -Está bien, pero contente un poco… Es verdad que es imposible que entren en la Santa, entre otras cosas, porque está protegida por el Brazo. No se atreverían. El pueblo es un demonio, pero un demonio que adora a todos los santos. Id cuanto antes y cuanto antes os volvéis. ¿A qué hora salís?

            -A primera hora de la tarde.

            –¡Con toda la calor!… Pues está estrecha la cosa. Dentro de un rato tienes que recogerme en el Casino, a las dos. Podemos estar aquí de vuelta a las cuatro o cuatro y media. Da tiempo, ¿no es así? -dice don Luis tirando el cigarro al suelo, a medio fumar.

            Antón sigue fumando con grandes caladas y asiente con la cabeza.

-Buen tabaco este -dice.

            -No te creas… Bueno, basta de charla, que se me acaba la mañana. -Don Luis se dirige hacia la puerta de la calle-. A ver si un día aprendo de ti y me levanto con el sol. Hasta luego.

            Antón ve desaparecer la espalda del Amo, chupa con fuerza la colilla, diminuta entre sus dedos, y la lanza contra el angelote de la fuente.

 

Después de rebotar contra el pecho del ángel, la colilla se deslizó por la barriga de piedra y, tomando la parábola del surtidor, cayó en la taza de mármol. Vibró en las pequeñas olas, bailó con mansedumbre hacia el desagüe y fue conducida a la canalización que expulsaba el alma de la fuente, cristal continuo, hacia la calle; lenta, primero, la colilla tropezó con una avispa muerta y pegadas una a la otra fluyeron juntas por el estrecho cauce de mármol que desembocaba en la Plaza de Rosas. El mismo camino que había tomado don Luis, de ancestros nobiliarios. Pero, mientras que él pudo escoger entre cruzar la Plaza de Rosas o encaminarse hacia la izquierda por la calle Espronceda, la colilla no tuvo más remedio que dejarse arrastrar por la acequia que bajaba por la calle Espronceda y, embalándose, ya separada de la avispa, adelantó a don Luis Sánchez de León y Bontempo, que había elegido descender hacia la Catedral precisamente por la misma calle.

            Estaba dando un rodeo para no pasar por delante de la Casa de las Luces, la sede de la Compañía Eléctrica Vulturniana, S.A., donde había estado trabajando Manuel Juanmaría, un electricista que no hacía distinciones con la gente -casuchas y mansiones, a todos trataba del mismo modo- y al que Don Luis no quería ni ver desde que fue al palacio para hacer la revisión anual.

Paso a paso. De la calle Espronceda a la de la Esgrima, dejando a la izquierda la Plaza Noble. Llegó ese Juanmaría, casi descortés de taciturno, y no le hice ni caso. Hay decenas de bombillas en el Palacio de Bontempo. Yo no tenía ni idea de cuántas había, la verdad. Antón le hacía el recorrido: garaje, caballerizas, almacenes, despensas, dormitorios, salones. Ese Juanmaría las contó todas. «Hay ochenta y un bombillas», le dijo al Antón, «hay permiso para ochenta». Y qué le diría el enano del Antón, pues que a él le resbalaba. «Pues si no lo sabes tú», le contestaría el otro, «llévame ante el dueño de la casa». Paso a paso. Llegaron ante mí. Yo estaba en el patio dispuesto para irme al Casino como voy ahora con mi traje blanco como para comulgar. Paso a paso. Encamino la calle de la Aurora. Vienen los dos y dice el Antón: «Aquí, Amo, de la Casa de las Luces que…» «Con permiso», le corta Juanmaría. «Tiene usted una bombilla de más, según el contrato le corresponden ochenta». Hablaba sereno y me miraba a los ojos, los suyos enormes, grises. Me turbé, lo reconozco, me turbé. Seguro que es un diablo, me dije, y me puse a la ofensiva. «Pues pon en el contrato ochenta y uno», le dije. «Imposible», contestó sin nervios. «Sube la tarifa. Tienes que ir a la Casa y firmar uno nuevo. Si te niegas, no pasa nada, te cortamos esa fuente de luz y se acabó el problema». Paso a paso. Le dejé hablar por la sorpresa, por el silencio que hacía en mí la indignación. «Cómo te atreves a tutearme», salté. «No somos más que hombres», aseguró Juanmaría, «si tú me tuteas, yo también tengo derecho a hacerlo». Entonces me pensé la furia. Me agradaba la valentía de aquel hombre. Saqué un billete y se lo tendí. «Con esto queda solucionado», concluí, pero Juanmaría ni movió la mano. «Eso arréglalo en la Casa, buenos días». Y se marchó, paso a paso. Calle Angosta. El Antón le miraba la espalda boquiabierto, rojo de alegría el muy canalla. Cuando desapareció por la puerta, le descargué un buen sopapo y me marché directo a la Casa de las Luces. Paso a paso. Entré en el despacho de Juan y no me fui de allí hasta que no le vi firmar el despido de Manuel Juanmaría, por diablo. Y él ahora va a la Casa de las Luces, paso a paso, cada día y se planta en la puerta toda la mañana. Nada dice. Ni pancartas ni voces, y todo el mundo que pasa paso a paso entiende su denuncia y su protesta. El único que se ha atrevido, el cabrón. Paso a paso. Plaza de los Evangelistas.

El segundo círculo. Capítulo 1

{Pasamos sobre el cementerio y las pizarras de Lumbres. Veníamos desde los rayos del sol que acababa de amanecer sobre la Sierra Negra, una gigantesca sombra de barro y minerales. Ayer habíamos escuchado la fiesta que inauguraba la urbanización –como si estuviéramos sumergidos en el mar más profundo y alguien tocara un tambor fuerte y alegre en la superficie- y ahora veníamos sobre el césped de la piscina desierta que tenía forma de pentágono como si el diseñador hubiera seguido las instrucciones de una profecía-; veníamos sobre la pista de tenis ocupada ya por los dos veraneantes más madrugadores, que estrenaban zapatillas, raquetas y el suelo ocre que pisaban; veníamos sobre los jardines de flores importadas, sobre las placas solares de los tejados, negros también como los campos y el pueblo, Lumbres, casi en abandono, negros como el nombre propio de la urbanización, Sierra Negra, que había sido robado a la montaña. Y esperamos a que todo el mundo estuviera despierto.}

El abdomen de Sandra se apoyaba sobre la encimera de la cocina, las caderas bajo el empuje de Joan, quien la había asaltado cuando fregaba los platos del desayuno y de la cena de la noche anterior. El grifo seguía totalmente abierto sobre una fuente a medio enjuagar: gotas de agua salpicaban el rostro de Sandra y la piel de su garganta, que Joan lamía y mordía –su puño aferrado a los largos cabellos de un rubio casi blanco, apartándolos hacia el otro lado de la cabeza-. Humedad, ahora en el reino de la humedad, pensó Sandra, que había sentido el ataque de Joan cuando estaba concentrada en rascar una sartén y sólo tuvo que dejarse hacer, igual que el agua del grifo no pararía de fluir mientras no se cerrara, pero yo no pienso cerrarme. Las manos de Joan acariciaron sus senos hacia abajo y luego los apretaron hacia arriba, como queriendo aumentar su tamaño. Y entonces esa carne la escondida, la vigilante-, fue comprendida abierta, completada-, por otra carne, ansiosa y fuerte, demasiado fuerte.

– Ten cuidado –gimió Sandra.

Joan, estimulado por esas palabras, azotó tibiamente con la palma de la mano la nalga derecha de Sandra.

– Canalla dijo ella sonriendo.

Y, como si el agua del grifo hubiera salpicado demasiado alto, Joan recibió sobre su nuca un frío ¿una sombra pelirroja? que penetró por su columna tirando de él hacia atrás y apartándolo de Sandra.

Joan contempló un instante la desnudez de aquellas nalgas donde iba apareciendo la marca de unos dedos.

– Qué haces preguntó ella.

– Nada, te miro –respondió Joan para justificarse pero sin entender lo que estaba ocurriendo, si es que había ocurrido algo.

El juego del mono. Capítulo 1

Cuando alquilé aquella casa comencé a soñar con monos. Ésta es la única frase que he conseguido escribir. Una rara fuerza se ha conjurado para impedírmelo. Hace dos noches soñé que no tenía que hacerlo. Un gran maestro, Onetti, me avisaba de que era innecesario: iba a estropear la historia que encontré de tan extraño modo. Mal presagio que ahora continúa en el avión donde viajo rumbo a cualquier parte. Yo, Montenegro el desventurado, sigo huyendo desde que logré escapar.

     Decidido a no permitir que todo se olvidase, guardé en la bolsa mi viejo portátil. Y justo ahora, cuando he ido a rescatarlo bajo el asiento del avión, me he encontrado con su ausencia, con que lo he abandonado a su suerte después de que cruzara soñoliento el escáner del control sobre la cinta transportadora.

     Tomé los zafios cinturón, abrigo, móvil, sucias monedas; y a cambio lo perdí todo, todo lo que puede albergar un ordenador que ha cumplido cuatro años.

     Mea culpa. Llevo tanto tiempo intentando ser otro que a veces me parece comportarme como un personaje de ficción, lo cual tiene una gran ventaja: obrar sin responsabilidad alguna.

     Por eso pretendo y busco lo contrario. Por eso, a pesar de las zancadillas, no me permito desistir. Este pequeño cuaderno de notas tendrá que ser suficiente por ahora. Llegaré a una ciudad, regresaré a otra, y encontraré la manera de seguir contando cómo hallé el diario del muerto.

     Ya han pasado cinco años desde que la Chica vino a rescatarme y no logro inventar mi redención. Desde entonces vivo semanas prestadas, atento a mi progresivo desaparecer. El tiempo y la fortuna no me son favorables, seré breve, tardaré menos, me ceñiré a lo esencial mientras sepa.  

Cuando alquilé aquella casa comencé a soñar con monos, casi de inmediato, una casa de pueblo de una sola planta con jardín trasero y un sótano al que se accedía por una trampilla que tardé en descubrir. 

     Desde mi terraza podía contemplar cada mañana, antes de obligarme a cumplir mi jornada laboral, la caída frondosa de las laderas, la planicie del campo de Gibraltar, verde pero invadida por el plomo de las fábricas en la bahía de Algeciras, cerca del Peñón, caído de donde no se sabe o de una época donde los dioses pensaban en las rocas. El Peñón que yo sabía poblado de monos salvajes y que aún no había visitado; el Peñón extranjero que se escondía del pueblo aparentemente en guerra, con ruina de bombas, donde yo había sido contratado como profesor de jóvenes con futuro incierto fuera de los talleres de mecánica o del contrabando.

Afilaba las curvas para divertirme al amanecer, para despertarme durante los pocos kilómetros que me separaban de La Línea de la Concepción. Aparcaba delante del instituto. Salía con desgana del coche, un Ford Fiesta del 89. Todas las mañanas del mismo modo. Escéptico. Fingiendo dureza. Me había puesto las mismas botas todos los días, las que compré en Guadalajara de Jalisco para celebrar que había permanecido vivo después de un tiroteo. Me proporcionaban fuerza para cruzar aquella avenida de aceras nunca reparadas, oyéndome los pasos, saludando con una mirada a los alumnos que todavía tardaban en entrar al instituto, agrupados en torno a sus motos y el primer porro del día.

     Sonaban mis pasos por el pasillo, entre las aulas, en cuyas puertas abiertas los muchachos solían inventar insultos, mirar de reojo. Yo simulaba poder. Imaginaba las influencias del Estrecho y del Peñón cercanos como si me soplaran en el cuello.

     Soltaba los brazos dentro de la chupa, relajaba las manos, hacía como que no veía a los chulos de la clase, a las crecidas muchachas, antes de irrumpir en el aula donde el día iba a comenzar a torcerse.

Entonces aquellos rostros, los de mis alumnos, parecían dormidos: cierto en unos, en la mayoría desgana. Habían tomado café para espabilarse, hachís para colgarse, ahora mascaban chicle con asco o jugaban a pintar círculos y rayas sobre el cuaderno, artistas de la abstracción. Yo todavía no había alzado la voz. En la primera fila, una chica con el escote reventando no apartaba de mí los ojos redondos y oscuros.

     Conforme las horas se apilaban, todos se iban amotinando en la plenitud de sus 16 o 17 años.

     “¿Y a ti qué te pasa?”, le pregunté al más nervioso, un tipo delgado, con la cabeza llena de greñas y rizos, que acababa de saltar de banco en banco.

     “Nada, profesor, es que me he tomado un tripi”.

     Se rió a carcajadas. Luego añadió:

     “Si quieres te enseño mi pipa”.

     Drogas, armas, sobreentendidos eran frecuentes por allí, un aviso de lo que más adelante encontraría en el sótano de la casa  del monte.

     “Siéntate y aguanta el tripi; no des por culo o te parto la cara”.

     Tenía que hablarles así; les divertía; era el único modo de que me dejaran continuar la clase, mientras hacía lo posible por disimular el miedo.

La sala de profesores no era mejor lugar, el salón del desencanto, una especie de consultorio donde todos los profesionales dudaban de su quehacer; los más experimentados habían acumulado bajas por depresión; los más jóvenes, juergas en la noche. En aquella sala, rodeado del ir y venir de la amargura o el cinismo, volví a disimular un débil temor. Por eso, cuando fui aceptado por un pequeño grupo de colegas, me apunté cuanto supe a aquella forma de vivir. Emborracharse era la mejor manera de preparar la clase del día siguiente, ligotear los unos con los otros, aceptar el juego de miradas que desnudan hablando de cualquier cosa. Para eso habíamos sacado unas oposiciones. Profesionales de primera que temen a sus alumnos; profesionales que están deseando que termine la tortura del día; docentes (ésa era la palabra del temario) a los que acaba importando un carajo el destino todavía confinado en los ojos que les miran en las aulas, ya sea con desprecio, atención o desconcierto; un destino, sin embargo, menesteroso, evidente en los labios que hablan distraídos con cualquier compañero de pupitre, interrumpiendo la clase.

     Congracié con el profesor de Educación Física, preocupado exclusivamente por excitantes viajes de riesgo para el verano; intimé con el delicado y simpático arquitecto, profesor de Matemáticas, al que gustaban los hombres y que gustaba a los hombres, y también a las mujeres; intimé aún más con la Chica de la Nariz, profesora de Historia, de la que hablaré a menudo en adelante. Preparábamos las clases en los bares de La Línea de la Concepción rechazando la teoría de cualquier responsabilidad. El contexto social era el culpable. Nada se podía hacer sino sortear aquella situación. A la tercera copa toda excusa resultaba convincente. Una certeza o una burla, daba igual.

     Clientes menos habituales que nosotros, los fines de semana nos encontrábamos con nuestros alumnos en las mismas barras: en la madrugada, algunas sonrisas preciosas. Yo abandonaba a la Chica de la Nariz en el tabaco y en la cerveza, con el pequeño grupo de colegas, y escapaba hacia el pasillo por donde había visto avanzar a cierta alumna mía. “Si quieres te enseño mi pipa”, recordaba, deseando también meterme un tripi y perseguirla sin conciencia. No hacía nada. Me quedaba en la puerta de los lavabos, como esperando turno y fumando un cigarrillo. Al verla salir, murmuraba para mí: “Niña de la Ducha.” Ella sonreía al reconocerme. Marchaba como una reina dentro de pantalones estrechos; y yo dejaba que transcurrieran uno o dos minutos antes de regresar con mis compañeros de profesión.

Pero aquellos primeros días al salir del trabajo me esperaba nadie, el viejo Ford Fiesta. A mi derecha, el muro del instituto. A mi izquierda, paredes descascarilladas, persianas de láminas de madera pintadas de un azul comido por el salitre. Al fondo de la avenida, el mar gris y una calma que aguardaba viento.

     La soledad llenaba el asfalto de socavones, los coches aparcados, ningún modelo menor de cinco años, parecían sin marca; parecían solo el color de la carrocería y el volante tras el parabrisas sucio de polvo.

     Yo permanecía de pie, entre mi coche y los alumnos que salían de clase, de nuevo agrupados y encendiendo sus porros.

     Olía bien, material de primera que me animó a dar un paseo antes de regresar a la casa del monte.

     Conforme caminaba apareció, tras el muro del instituto, el inmenso Peñón, el enorme Mineral en el límite de aquella llanura construida con fábricas venidas a menos, en una ciudad proclive al escombro pero intensamente habitada. Aquella era la frontera de Europa: caminaba por ella, la tocaba con los pies. Como símbolo de los nuevos tiempos, entre la derruida Línea de la Concepción y la verja de Gibraltar, se levantaba un flamante estadio. Gibraltar podía no ser español, pero el último gran edificio nacional estaba consagrado al fútbol.

     Continué por la avenida bajo un sol molesto cuya luz resaltaba las grietas de los edificios, los jirones de plástico que rodaban empujados por las rachas de aire desde una acera a otra.

     En los portales, viejas de luto interrogaban mi paso. Un perro corría detrás de una bolsa de basura. El Peñón me protegía, su presencia recortada bajo el clamor intermitente de las gaviotas.

     Llegué a la playa. Unos apartamentos nuevos de cuarenta años. Bajo mis pies se extendía el asfalto con gravilla: a un lado, el paseo marítimo mordido por la arena y por los agujeros; al otro, casetas de un piso y almacenes. El edificio más alto, un hotel viejo. Todo cemento y cal.

     Me fijé en una taberna a pocos pasos: un agujero abierto en la pared encalada bajo un cartel de El Águila, cerveza útil sólo en casos desesperados.

     Me decidí por la playa y avancé entre barcas de madera rota y lanchas de goma con los motores levantados para que no tocaran la arena gruesa, abundante en guijarros. En la orilla, cada veinte metros, había una larga caña con el puño clavado en la arena. Sus dueños, también separados unos de otros, vigilaban el agua. Quise preguntar a uno de ellos cómo iba la pesca, con curiosidad por los peces de aquella costa, pero  percibí algo en él que me disuadió: no un gesto, más bien su ausencia. Le observaba y no me devolvía la mirada. Estaba concentrado en algo en el agua, pero parecía concentrado en no volverse hacia mí.

      Miré en la misma dirección: a medio mar, dos buques mercantes. Más lejos, cruzaban hacia el Este grandes petroleros separados unos de otros como las cañas de la orilla. Me incliné y toqué la última espuma de una ola antes de que regresara definitivamente. Supe que de alguna manera estaba molestando y que debía abandonar la playa cuanto antes. Odio esas situaciones. Odio cuando se acaba la libertad. Por eso continué paseando por la orilla hacia la mole fabulosa del Peñón, sintiendo en mi espalda, ahora sí, la mirada de los pescadores, la de cada uno de ellos, como disparos.

     Ahora era yo quien no volvía la cara. Permitía que el agua avanzara hasta lamerme las botas, así pensarían que era un chalado.

     Llegué hasta la frontera: una verja de alambre que cruza la playa y se adentra en el mar con la llamativa pretensión de separar los primeros metros de agua mezclada que pertenecen a España y a Gibraltar. Detrás de la verja, las algas se arremolinaban a lo largo de kilómetros de arena como fardos. Algo más lejos, delante de la pared del Peñón, gritaban gaviotas y charranes, girando sobre desperdicios o adivinando al vuelo el brillo plateado de un pez, es fácil meterse en la mente de aquellos pajarracos. Por encima de los acantilados de la Roca, se adivinaban oscuros árboles. Quizá era allí donde vivían los monos. 

     Fui regresando desde la verja por la playa. Ahora las miradas las tenía de frente. Los pescadores, uno a uno, con el rostro girado hacia mí, la expresión de sus ojos confusa bajo las gorras. Se levantó viento. Me protegí la cara bajando la cabeza:  “No piensan que soy un chalado. Piensan que soy un guardia civil. Chupa de cuero gris, segunda mano, Alemania del Este. Botas mexicanas, color tequila sucio.”

     Salí de la playa y me detuve en el paseo, enfrente de la taberna. Uno de los pescadores pasó junto a mí y entró. Ahora sí me moría de sed, incluso para beber cerveza El Águila. Sentí un cosquilleo en la parte posterior de los muslos, como una alarma. Apenas me separaban doscientos o trescientos metros del instituto y de mi coche. El sol pegaba en la cabeza, en la garganta y en la lengua. Pensé algo así: “Sólo si logro que me acepten, podré soportar estos meses en La Línea”, pero, cuando descorrí la gruesa cortina de la taberna, sabía que era la sed la que me daba valor.

     El tugurio tenía las paredes abarrotadas de filas de botellas. Fue lo único que me dio tiempo a vislumbrar detrás de aquellos rostros que se habían vuelto hacia mí en silencio, un silencio desplomado sobre un barullo todavía palpable.

     “No pasa nada”, oí una voz.

     Tardé unos segundos en identificar a su dueño, un muchacho gordo con un pendiente en la nariz, el pelo rizado y aclarado con agua oxigenada.

     “No pasa nada”, repitió.

     Me fijé en él y sonreí.

     “Es el nuevo profesor”, sonrió él también. “Éste es mi padre”, dijo poniendo la mano en la espalda de un hombre con la camisa desabotonada, que también trabajaba tras la barra.

     Me acerqué y estreché la mano del viejo.

     “Cómo va el niño”, me preguntó. Observé en su sonrisa algunos dientes de oro. A mi espalda regresaba la conversación de la taberna.

     “Es un chico excelente”.

     De verdad me lo parecía en aquella situación, aunque en clase hubiera pensado que era un patán. Ahora resultaba que seguramente se encargaba de pasar la droga entre los alumnos.

     Además era adivino. Me puso una cerveza sobre la barra, con cierto ímpetu inquietante que provocó que parte del líquido rebosara sobre la madera negra.

     Me la bebí de un trago. Pedí otra. Hablé un rato de cualquier cosa con el padre. A la tercera cerveza pasamos a cosas serias: la falta de trabajo en La Línea, principalmente.

     “¿Y cree usted que a mi hijo le va a servir el instituto para algo?”

     Pensé en la sala de profesores, pero le aseguré que sí, que su educación sería imprescindible.

     Me dejaron solo en una esquina de la barra. Me fijé en las botellas de las estanterías, todas cubiertas de polvo. En un hueco había un calendario de tías en pelota, cortesía de uno de los muchos talleres mecánicos de la zona. Recordé la foto de Ava Gardner que tengo en mi mesilla de noche. Recordé que siempre quise ser como Humphrey Bogart. Lamentablemente, mis modelos son seres de ficción, seres que interpretan un guión artificial, apenas ajeno a la vida. Y, sin embargo, la imagen mitificada de Bogart me proporcionaba fuerzas para quedarme, incluso ganas de quedarme. Mitificar la realidad puede ser muy útil para soportarla, incluso para lograr vivir tranquilamente sin procurar un cambio.

     Los pescadores de la playa fueron entrando en la taberna. Hablaron conmigo; me tomaron bastante el pelo, pelo de guiri, pelo de despistado.

     “Pensábamos que eras un chapa”.

     “¿Un chapa?”

     “Sí, un chapa que no conocíamos.”

     Reímos bastante. Llenamos el suelo de cáscaras de cacahuete y de colillas.

     Cuando salí de la taberna, me encontré con que había anochecido. Unos muchachos corrían desde la playa con cargamento en las manos, un gran fardo cogido entre todos, hasta entrar en un almacén que cerró de un portazo.

Tartini. Capítulo 1

Será porque he soñado que alguien grababa mi nombre en una lápida, como hacía aquel niño sobre la playa de Strugnano. Será porque esta mañana, mientras no conseguía levantar mis huesos del lecho, he cumplido tantos años que me avergüenza apuntarlos con esta tinta oscura como la puerta de Santa Caterina. Será porque después de varias décadas suena nítida la sonata que compuse en Ancona, también después de un sueño. Serán estas causas las que me determinan a dejar por escrito los hechos de mi vida antes de que se nublen definitivamente y los arrastre una última tormenta.

            El brazo que tan necesario me fue para la música como antes para la espada, el brazo herido hace medio siglo continúa envenenándome. He tenido que volver a practicar con la mano izquierda antes de lograr cierta claridad. Aunque ya escribí de esta manera cientos de páginas de la Ciencia platónica, no sé cuántas cuartillas alcanzarán mis fuerzas esta vez. Todo día es precioso, cada nube que se esfuma frente a mi ventana.

            Muchas veces me encuentro asomado a esta ventana vigilando la iglesia de Santa Caterina, donde hace unas semanas enterraron a Elisabetta. Absorto, me veo a mí mismo bajo la lápida, escuchando de lejos la música que compuse. Me veo incorporarme, caminar por la iglesia, cruzar la calle, subir hasta esta casa, asomarme de nuevo al mausoleo que contiene mi tumba.

            Todo cuanto agrada al mundo es breve sueño, dejó escrito Petrarca antes de dormir para siempre en las Colinas Eugáneas. Ojalá breve sueño fuera también todo cuanto desagrada al mundo, lo daña, lo vence, lo muerde secreta e implacablemente como el mal mi brazo. Pido con humildad lo mismo que el poeta, ciego y eterno en su sepultura de Arqua: encontrar piedad y no perdón.

            8 de abril de 1769, en Padova. Aquí comienzan las memorias de este hombre viejo, Giuseppe Tartini.

 En sueños he visto las minúsculas galerías donde se refugia el topo, y también grandes cataclismos que se mantienen secretos. Mi primer violín lo tuve en un sueño. Los sueños me han hablado demasiado. De ellos he aprendido más de lo que quisiera.

            Y me parece que sigo soñando cuando no duermo. Oigo, sin aviso, sonidos raros y bruscos en muchas ocasiones, como de fieras; otros sutiles, lejanos, que cruzan el firmamento. Esto me ha ocurrido desde joven, y de ello me he aprovechado tratando de imitarlos en las cuerdas de mi violín. En esos tratados que los doctos desprecian lo he dicho: mi música nace de la Naturaleza. Pero la Naturaleza contiene ondas y movimientos que no entienden ni los oídos ni los ojos.

            A veces sucede que en esta estancia los objetos se desplazan cuando estoy distraído. Abro los ojos y las pinzas de la chimenea están al pie de la ventana. Como si me estuvieran diciendo úsame para abrir las puertas de Santa Caterina, úsame para tirar de la argolla de la tumba de Elisabetta. Después de su muerte, muchas veces mi amigo Antonio Vandini se ha ofrecido a vivir conmigo. Debería aceptar. Él me calma, me da conversación, me llama despistado y bendice con buen humor mis imaginaciones.

            Él, que ha cumplido tantos años como yo y alguno más, continúa tocando el violonchelo. En cambio, mi violín, aquí lo tengo, muerto sobre la mesa. Toco la madera recortada en el taller de Niccolò Amati, equilibrada más tarde por las manos de Pietro Rhee en Cremona. Mi violín, varado sobre mi mesa desde la última vez que las cuerdas se rompieron. Vandini ha sido mucho más puro que yo, por eso sigue tocando.

            Me pregunto si tuve la oportunidad de decidir, si soy responsable de aquel sueño de los veinte años. Y todavía no sé si habré de pagarlo con esa pieza de cuero que llaman alma, o habrá bastado el desasosiego que me ha acompañado durante cinco décadas. Creo en ocasiones que se trata de un problema matemático tramado por los astros y que aún no he logrado resolver a pesar de tantas noches dedicadas al estudio y al cálculo.

            Nada he logrado. ¿Debo reírme ahora, como los académicos han hecho, de mi Ciencia platónica fundada en el círculo, donde he empeñado mis últimas fuerzas? Aún me deben quedar para dibujar mi historia. Acaso me explique mejor que los tratados y mis estudios.

            Ruego a las estrellas que escriban a través de mis dedos cuanto yo olvide. Nada dependía solo de mí, al contrario de lo que pensaba. Y a la vez mi responsabilidad era muchísimo mayor de lo que siempre he creído. 

            Debo ceñirme a lo que recuerdo.

            Seguro que me ayudará esta onza de chocolate que Giulio Meneghini me ha traído de Venecia. Un vaso de vino dará fluidez a la tinta.

No cantaremos en tierra de extraños. Capítulo 1

     –Dime quién eres antes de que me saquen la bala.

     Dentro de la luz se perfilaron los estucos, la pared pintada con adornos palaciegos, pensó. Pero bala había sido la primera palabra importante del día. Acarició las sábanas, reconociendo la calma que le proporcionaban desde su ingreso en el Hospital Varsovia de Toulouse. Todo lo contrario que sus sueños, donde volvía a suceder una y otra vez la pérdida de su mujer. 

     Seis años atrás le había prometido regresar después de la condena, a la que luego se habían sumado el destierro, el campo de concentración y el sótano. ¿Ángeles sigue viva? Cómo podría saberlo, viajar al otro lado de los Pirineos era imposible y peor con aquella fiebre que tiraba de su cuerpo con un extra de gravedad. ¿Quién es?

     Se refería al enfermo que ocupaba la cama de al lado, sustituto del moribundo que se habían llevado por la noche mientras él se agotaba tapándose las orejas para no oír sus gemidos, ni el resto de las respiraciones que se concentraban en la sala. Le costaba aceptar que el presente consistía en permanecer entre camas ocupadas por supervivientes de una historia que desconocía por completo. Los últimos años le habían pasado por encima como una tormenta, mientras él trataba de sobrevivir dentro de un sótano.

     Ahora quiso mirar al nuevo, hacia su izquierda, sin despegar la cabeza de la almohada, y ya se encontró la cara que se burlaba de él, como si aquellos ojos grandes se sintieran satisfechos y orgullosos de la barba y de las heridas que sin duda traía del frente y se comparara, socarrón, con cada uno de los que no habían luchado en la frontera.

     Desde ayer se rumoreaba que iban a llegar heridos procedentes de las montañas. Ayer. ¿Pero qué día era hoy?

     – 17 de octubre de 1944 -dijo el nuevo, que no había dejado de mirarle y que obviamente le había oído hablar, en voz alta.

     Tendría que aprender a controlar la fiebre que vivía en el hueco de su cabeza, o la locura cultivada en el encierro, ya bien arraigada. Se incorporó sobre la almohada y estiró la mano:

     – Manuel Juanmaría.

     El recién llegado la apretó con firmeza:

     -Sargento jefe Ramón Montenegro, en estos momentos sin ejército, y en una vida anterior profesor de literatura en un instituto de Madrid.

Manuel vio pasar por su mente las alambradas, el verde más allá, tan real que se podían tocar algunas briznas en el campo de Vernet; mucho antes, infinitamente antes, un árbol en la frontera, de sus ramas colgamos nuestras arpas, la violencia de los rostros que les detuvieron; atrás, más atrás, la mala sombra de los aviones, las tablas mal clavadas del ataúd en el que salió de Vulturno, vivo a pesar de todo pero como si nunca hubiera vivido. Y el hambre, después y después y después, “contra el hambre, alambrada día y noche”, como decía Max en Vernet, hasta que llegó aquella canción, olvídeme de mí si te olvidare, cuya música había nacido del páramo que se expandía por el estómago y las tripas.

     Por lo que no resultaba fácil prestar atención a lo que decía el sargento jefe, y menos si hablaba tanto de aquella casa donde había sido refugiado unos días antes de fracasar en la operación Reconquista con la que había tratado de entrar en España a través de los Pirineos:

     – Ha sido un desastre pero estas heridas compensan las camas y los manjares de Maillon. Con sólo contar lo que había hecho en París contra los nazis, me abrían todas las puertas y un buen puñado de corchetes.

     ¿Corchetes? Aquella palabra se había quedado sola, alumbrada en mitad de la mente de Manuel, pero esta vez ni siquiera había abierto la boca cuando Montenegro ya la estaba explicando:

     – Sujetadores, ropa interior.

     ¿O es que otra vez había hablado sin darse cuenta?

     Y Manuel se iba haciendo una idea de su nuevo compañero: cínico, envalentonado, más de cuarenta años y marcado por la intemperie, un hombre al que le gustaba hablar y quizás también escucharse, un superviviente que conserva la moral muy alta.

     Alguien parecido a él fue quien lo incorporó del suelo cuando los franceses lo sacaban del Castillo de Colliure, donde habían concentrando a los anarquistas en la avalancha que llegó a Francia al fin de la guerra. Manuel decidió contárselo:

     – Tropecé entre los fusiles, y un soldado que entraba en el Castillo me ayudó a levantarme.

     Aquella niebla viajó de un hombre a otro, de los ojos febriles a la mirada decidida, del rostro macilento y afeitado al salvaje de barba, nieve, bosques, trincheras y quién sabe. Montenegro apoyó la cabeza en la almohada y dijo:

     – Puede ser. Nos asignaron el Castillo y, al llegar, nos cruzamos con unos muertos de hambre, todos lo estábamos, pero lo vuestro parecía una reunión de mendigos. Uno cayó, es cierto. Lo siento, no reconozco tu cara.

     – Yo tampoco –murmuró Manuel-; prefiero no mirarme en un espejo.

      – Parecía imposible, pero después todo fue peor. Éramos todavía soldados de la República antes de caer en la trampa de Francia, que ya nos ha traicionado dos veces, una traición se llamó Daladier, a quien dedicamos la mejor letrina del campo Argelès-sur-Mer, y la otra se llama De Gaulle, por quien hemos liberado París, y él nos paga aceptando el gobierno de Franco.

     Francia es mi única casa, pensó Manuel.

     – Tu casa… -le reprochó Montenegro-, tu casa fue el Castillo donde te encerraron para darte la bienvenida.

     De eso sí se acordaba Manuel. Los soldados habían llegado con la orquesta militar tocando el himno de Riego, en formación, tratando de dignificar aquel paso de la frontera después de La Retirada. Y, junto a los soldados, una muchedumbre sin fuerzas que se dispersaba al primer ronroneo de los Junkers.

     – A nosotros –continuaba Montenegro-, nos quitaron las armas en cuanto llamamos al timbre de tu casa, y todavía nos dejaron libres en Colliure. En esos días enterramos al mejor poeta de España. Tuve el honor de cubrir el féretro con la bandera republicana y, aunque no conseguí plaza para cargarlo al hombro, caminé justo detrás, encabezando la marcha codo con codo con alguno de los políticos a los que tu casa repatrió poco después. Y Franco, por supuesto, los fusiló.

     Montenegro se quedó callado, mirando al techo, y luego dijo:

     – ¿Sabes? Toqué aquella madera. La tela tricolor se resbalaba del ataúd, como todo se había ido resbalando desde el 36. Y oí la música más triste del mundo. La tocaba un hombre solo delante de la tumba, no sé qué instrumento de cuerda. Llenaba cada resquicio del cementerio.

     Manuel recuperó la imagen de un hombre que había arrojado al suelo su equipaje antes de cruzar la frontera, era una maleta, y al caer se abrió y los papeles se fueron derramando por el polvo, y pisábamos aquella caligrafía porque a nadie quedaba voluntad nada más que para seguir avanzando.

     ¿Chsst?

     Le estaba chistando Montenegro; incorporándose, le daba con el brazo:

     – Deja de cuchichear y cuéntame más de ti. Me gustaría conocer a la persona que se acuesta a mi lado antes de que los médicos me maten.

     – No hay mucho que contar. Trabajaba en una compañía eléctrica en un pueblo de Andalucía y allí me condenaron por anarquista. Conseguí escaparme y llegué a la frontera. Desde  Colliure me llevaron a un campo de concentración. Allí me parece que estuve siempre y allí sigo estando.

     En el techo, junto a la raya marcada por el adorno en estuco, Manuel veía los rostros que sus propios ojos proyectaban y que se iban transformando en palabras: el relojero, el conde, el zapatero, el industrial, el pintor, el diplomático, el peletero, el tuerto sin oficio, el flaco entre los flacos, el minero, el chófer, aquellos vascos que detuvieron por casualidad, el tranviario, el sacristán de Murcia, el testigo de Jehová que le enseñaba a cantar los salmos, los judíos que traían de cualquier parte, este griego, aquel austriaco, francés, húngaro, y también españoles de todo rincón con nombre; el hijo de puta jefe de la barraca, gordísimo, capaz de estrangularte por un plato de lentejas; los comunistas del fondo, inseparables, que habían luchado en las Brigadas Internacionales y que llamaban traidor a quienquiera que no pensase como ellos; y, por encima de todos, Max te observaba y te levantaba del suelo una y otra vez con la mano que usaba para apuntar frases en papelitos. Cualquier ideología o procedencia valía para ser prisionero, lo más apreciado era la torpeza de haber caído sin causa: torpes todos, inútiles con los carceleros y con el hambre y con la sensación de que la montaña y el río estaban al alcance, a un paso más allá de las alambradas; insalvable el espacio reducido, como vivir dentro de un cráneo inserto dentro de un cráneo mayor: el campo de Vernet, atestado de pensamientos de inconcebible crueldad convertidos en acciones de inmediato. Tienes razón con lo que has dicho de Francia, sargento jefe, y tenía razón Max. “Al buen lamer llaman francés”, me decía para que me riera de aquellos carceleros que estaban trabajando para el fascismo. Y luego me encerraron en la Jaula.

     – ¿Qué era la Jaula?

     – Un trozo de tierra cercado y a la intemperie.

     – ¿Y por qué te encerraron allí, compañero, qué hiciste?

     – No quise acarrear más piedras.

 

Tenía que llevarlas de aquí para allá, con razón ninguna. Cuando dejó de hacerlo tomó una decisión superior a la voluntad, que cedió al peso de hierro que suponía vivir cada segundo. Y tampoco sabía por qué, ya en la Jaula, se puso a cantar bajo los golpes, arrodillado, aquella letra que le enseñó el testigo de Jehová y que luego Max había completado y mejorado con una versión española. No sabía decir de dónde vino la música en aquel momento preciso, de algún lugar detrás del esternón y que no parecía suyo ni de nadie, sino de una conjunción de tierra y cielo en aquella encrucijada de su cuerpo. Cantó y los golpes se detuvieron: el látigo y las órdenes que hablaban en francés. Y como si el silencio fuera viento que se levantara en todas direcciones, cada centímetro del Campo se fue callando. Él mismo oía su propia voz como si fuera la de otro. Entonces se dio cuenta de que uno de los oficiales, el más viejo, se había acercado, y le escrutaba. Se llamaba Corbeau.

     Manuel calló. Cómo seguir contándole la verdad, mejor decir:

     – Cuando salí de allí trabajé en una mina, hice carbón, fui leñador en los bosques de l’Ariege.

     Lo siguiente que vio en el techo del Hospital Varsovia ya no fueron palabras para Montenegro sino aquella historia que jamás le confesaría. Porque la lucha sucede dentro de uno contra la marioneta que tiene mi rostro. Porque el que está ahí dentro sabe que hay tres partes de uno mismo sobre una que podrían quitarse las cadenas de los acontecimientos, que podrían haberlo hecho pero no supieron cómo, y en cambio se convencieron de que era aquella marioneta la que importaba, y la que tenía que actuar según me enseñó mi padre.

     – No me hables de padres -dijo Montenegro-. Los míos son del norte, a saber qué fue de ellos en la guerra. Y, sobre todo, no me hables de Francia. No nos ayudó a proteger nuestro primer intento de democracia y, encima, nos recibió a culatazos.

     – Al menos Francia nos ha dejado este hospital. Mucho más que España -dijo Manuel-. ¿Qué fue de ti después de Colliure?

 

Después, contó el sargento jefe, fue internado en el campo de Argelès-sur-Mer, del que consiguió salir para enrolarse en la legión extranjera, luchar en África a cambio de una graduación de esclavo, y desertar de los franceses profascistas que torturaban con sus botas de hierro a los refugiados españoles en los campos de Argelia. Persiguió y alcanzó la sombra prestigiosa de Leclerc, quien regaba otra vez con entusiasmo las raíces ya secas de todo lo que no fuera instinto de supervivencia y miedo.

     Leclerc nos decía: “No sois los combatientes de la Guerra Civil, sino los de una cruzada por la libertad”. Y nosotros le creíamos. Así nos embarcamos hacia Inglaterra y después hemos llegado a esta tierra. Nos llamaban la Nueve. Íbamos bajo el mando de la Francia Libre, en carros de combate con nombres españoles, Quijote o Belchite, cosida al hombro la bandera republicana. Hemos respirado plomo y lo hemos hecho masticar a los alemanes. Hemos tenido que avanzar dejando atrás la muerte de aquel cuerpo que se llamaba compañero, que sabía contar cómo había escapado de España y ahora continuaba guerreando por un mundo justo para todos. Había que aprender a dejarlos difuminados, repartidos en una explosión, acribillados en una emboscada. Muchos éramos mayores para esto. La guerra está hecha para gente de veinte años, incluso yo me dormía de pie o no me despertaba en la trinchera hasta que las bombas percutían una y otra vez; un resplandor te acababa avisando, si tenías suerte.

     No solo Manuel, la sala era escucha, una escucha hacia fuera que se giraba hacia dentro. Se había detenido cualquier otra conversación o actividad, salvo la nerviosa que se notaba en las manos de algún enfermo que pellizcaba las sábanas o un periódico atrasado. Cada uno había regresado a su propia historia, similar a la de Montenegro en lucha y en desdicha, más infeliz de aventura en la mayoría de los casos, hundidos demasiado tiempo en trabajos forzados en bosques o en minas, o en la construcción de empalizadas, o simplemente abandonados en un campo de concentración y otro, en tierra francesa o plenamente nazi, viendo perderse a los amigos y a la familia desperdigada. 

     -Yo fui afortunado -continuó el sargento jefe- porque entré en París con los primeros. Recorrí los Campos Elíseos con mi brigada entre la alegría de los miles de hombres y mujeres que luego nos buscaron, para darnos el abrazo que nos iba a quitar De Gaulle casi al instante. Antes, todavía tuve tiempo de disparar contra los nazis en las calles de París. Después el maldito general afirmó que aquella ciudad la habían liberado los franceses. Leclerc nos dijo que había que seguir avanzando hacia Alemania y que no atacaríamos las fronteras de España. Así rompió su promesa, obedeciendo a De Gaulle. Para él y el resto de los aliados ha sido más cómodo dejarle a Franco nuestro país. Muchos compañeros han preferido seguir con Leclerc, que es un gran hombre. Pero yo tenía por fin los Pirineos a la vista y no pude aguantarme. Después de tanto esperar, el paso ha sido en falso, otra vez a la española: ni ejército, ni armas y un plan descabellado, La Reconquista, todos inexpertos, demasiados comunistas en el mando. Aún sabiendo que las cosas se hacían mal, quise ir y recibir esta bala, la bala que hoy sin falta me tienen que quitar.

El río de Oro había dividido la ciudad y, en tiempos remotos, los buscadores solían mostrar ínfimas pepitas a los que se asomaban al puente. Ahora sus habitantes lo habían convertido en un basurero y se podía palpar, en las orillas verdes, el peso húmedo de los que habían desaparecido.

Así los vio Monte, como si fuese el único que podía hacerlo, y luego contempló cómo se alejaban su madre y sus hermanos: las espaldas, la manera de andar de cada uno de ellos, ajenos pero afines, amados pero ya remotos, cotidianos pero ya con la sombra de la siega, como el resto de los que paseaban en aquella misma hora, titilantes y diminutos por las líneas de la mano de un dios fugitivo.

Entonces, cuando se perdieron entre la gente, subió la cuesta de la Alhambra.

Todavía tendría una hora de luz.

Le habían acompañado a comprarle sus regalos de cumpleaños, unas botas para escalar con Robin y los demás, y un sombrero del que se había encaprichado, parecido al que llevaba su abuelo Ramón. Sería el único chico de 13 años, en toda la ciudad, capaz de usarlo para ir al colegio, aguantando las burlas de sus compañeros de clase. Pero le daba igual. Necesitaba hacerse fuerte porque no podía evitar sentirse solo en medio de todos.

Su familia estaba acostumbrada a sus rarezas desde que era muy niño, y ninguno se sorprendió cuando Monte dijo que quería celebrar su cumpleaños a solas, arriba, en el palacio de arcilla. Y le dejaron hacer, a su aire, mientras continuaban de compras por el centro, desconociendo lo que había ocurrido aquel fin de semana en casa de Robin. Monte ya nunca sería el mismo. Había descubierto que su profesor de música, al que tanto admiraban él y sus amigos, era un íncubo, igual que aquellos que atormentaban sus pesadillas, con la diferencia de que éste era de carne y hueso.

      Lo había leído en uno de sus libros favoritos, que reunía leyendas de muchos países. Los íncubos atacaban de noche, inesperadamente. Se abalanzaban sobre los durmientes y los inmovilizaban con su peso.

– ¿Por qué lo haces? -le había preguntado a él, de noche.

– Por amor -contestó el íncubo-. Porque amo la pureza. Porque quiero abrazar tu pureza antes de que te conviertas en adulto, y la pierdas definitivamente, como yo la he perdido.

También había leído Monte, en el mismo libro de leyendas, que los íncubos conceden un tesoro a aquellos capaces de robarles un cabello antes de escapar en la oscuridad, y que el tesoro era mayor si la víctima era capaz de decir en voz alta el nombre del demonio que le había atacado.

Roberto, Robin, murmuró, y lo repitió en volumen creciente, subiendo entre los bosques del palacio, que dejaban caer sobre el camino inéditas páginas de otoño. Gracias a aquella leyenda, se había acordado, en esa misma mañana tan angustiosa del lunes, de una bolsa de cuero que escondió en un muro de la Alhambra, años atrás, poco después de hacer la primera comunión, donde había depositado y desterrado los tesoros de su infancia.

      Por supuesto, la bolsa no estaría allí. Era imposible que hubiera aguantado la lluvia, el viento, las estaciones multiplicadas, la curiosidad de cualquier otro niño o de las ratas y, sobre todo, los trabajos de restauración a los que se sometía de cuando en cuando el edificio. Recordaba perfectamente la zona donde la había colocado, detrás de un ladrillo suelto, cerca de la entrada. Por eso, cuando palpó la superficie hasta encontrar la ranura y la piedra cedió, al anochecer, y detrás de ella apareció la bolsita de cuero, intacta, sintió que había milagros que compensaban las horas en las que el asombro se une a la desdicha. El asombro también lograba unirse a la felicidad.

La abrió en casa esa misma noche, después de apretarla en la mano corriendo por la calle, dejando atrás una sombra y otra, rostros conocidos, el recuerdo de su padre, las farolas que teñían las aceras de un color parecido al otoño de los árboles. Sobre la cama, le aguardaban las cajas con el sombrero y las botas que su madre le había regalado, más unos pantalones nuevos que sustituían a los que él, al igual que su hermano menor, solía romper por las rodillas en el patio del colegio. Sopló en el polvo que manchaba el cuero de la bolsa y se esforzó en encontrar un resquicio para tirar del cordón que la cerraba. Allí estaban sus verdaderos regalos de aquel día, que se desperdigaron encima de la colcha y que Monte fue examinando uno a uno, incrédulo por haberlos recuperado, mediante un poder desconocido, desde otra dimensión de la que no estaba previsto que volvieran nunca:

la medalla de su bautismo,

una siringa en miniatura,

una cabeza de madelmán,

un trozo de cera azul,

dos insignias militares, una de metal y otra de tela,

una navajita

y la llave del arcón arrumbado en el armario.

Tomó la medalla y, trece años después, todavía se extrañó al descifrar su nombre completo: Manuel Montenegro Moncada, en una letra diminuta.

Cuando pasaban lista en el colegio, o cuando le entregaban las notas de los exámenes, sentía un leve rechazo ante su nombre y apellidos, tan rotundos, con tantas emes y enes, como si trataran de atraparle entre montañas que se elevaran en la caligrafía. Y él estaba en medio, como un valle por descubrir.

Se acordaba bien de la primera vez, en su infancia, cuando experimentó  un repentino extrañamiento: “¡Manuel!”, alguien le llamaba, y él supo que jamás le representaría aquel sonido, que él era alguien diferente al que trataban de clasificar bajo una palabra, igual que iba recelando del nombre de tantas cosas que había en el mundo. Cómo le molestaba  eso. Caminar por el campo y que las misteriosas formas que vibraban entre el aire y la tierra fueran enjauladas dentro de un concepto: árbol o espiga, olivo, olmo, trigo o cebada. Él recordaba percibir cada una de esas formas de la existencia más allá de sus nombres, vivas y con una personalidad propia. Las reconocía y era reconocido por ellas. Hasta que otra vez venía el nombre a fastidiarlo todo.

– Manuel, esto es un “bosque”.

Y entonces aquellos fabulosos seres que se agitaban despacio, susurrantes, terminaban mudos y quietos dentro de una palabra.

Fue su abuelo Ramón el responsable de bautizarle otra vez.

– No me gusta cómo me llamo, abuelo. Es como si hubiera alguien dentro de mí con otro nombre, o con ninguno.

El abuelo, riéndose, le contó la historia que le ampliaría muchos años después:

– Tu padre se llama Manuel y tú también -le dijo-, en honor de mi mejor amigo, que me salvó la vida cuando estuve a punto de morir en la cárcel, hace muchos años, después de la guerra. Él vino a rescatarme desde Francia y allí volvimos hasta que pude regresar a España, después de la muerte de tu abuela Raquel. Manuel no ha querido volver. Está un poco loco, como tú, pero es la mejor persona que conozco. Así que, si no te gusta tu nombre, tienes todo el derecho a cambiarlo. Eres un Montenegro, y con los ojos de mi padre, que era una montaña. Tú, un monte pequeño todavía. A partir de hoy, te llamaré Monte y que los demás hagan lo que quieran.

Pero el apodo hizo fortuna entre el resto de la familia, comenzando por su madre, Elvira, que así podía diferenciar al padre y al niño, cuando los llamaba desde la cocina, voceando después el nombre de sus otros dos hijos, Lurdes y Miguel, como si lo hiciera por orden de edad.

Monte sonrió al revivir a su padre y acarició, en la medalla, la figura diminuta de un ángel. De pequeño los creyó ver, y dejó de verlos con certeza cuando le operaron de aquella verruga en el entrecejo con la que había nacido, de la que le quedaba una visible cicatriz.

      Su madre le había contado muchas veces las circunstancias de su nacimiento. Cómo ocurrió al amanecer, después de que ella se arrodillara en la iglesia la tarde anterior, rezando para que le naciera un hijo con el pelo y los ojos de Robert Redford, aunque no tan rebelde como eres, ni con aquella verruga que parecía que viniste al mundo con un pequeño cuerno de rinoceronte.

– A lo mejor era de unicornio, mamá.

– Qué más da. No quisimos operarte tan pequeño. Preferimos esperar a que crecieras un poco.

– No era una verruga tan grande.

– Pero daba malfario. La prima Sara me había dicho que en otra vida te habían matado de un tiro en la cabeza. Y que por eso tenías esa marca de nacimiento.

– Eso te lo estás inventando.

– Me da igual. Suficiente razón para quitártela.

Y, con ella, la capacidad de percibir lo invisible.

Su padre, Manuel, le había contado cómo nació con los ojos abiertos, con una curiosidad por todo lo que se movía, por la apariencia de cada objeto, las camillas del hospital, el instrumental quirúrgico, los fluorescentes del techo, el aluminio de las ventanas, las batas de los médicos.

– Sara me dijo -continuó su madre en el recuerdo- que estabas extrañado por cuánto había cambiado el mundo que conociste en tu vida anterior.

– No digas más tonterías, Elvira -intervino su padre-. Parece mentira que seas católica y apostólica. Y que hayas sido la mejor pianista de España.

– Al menos creo en algo más que en la política. Hijo, ten cuidado con parecerte a tu padre y a tu abuelo.

Eso era imposible. Con un abuelo como el legendario Ramón Montenegro, que había luchado contra los nazis y había liberado París, la política aparecía a menudo en las reuniones familiares, aunque se evitaban en presencia de la otra rama, los Moncada, los padres de Elvira, que habían vivido en sintonía con la dictadura. Monte, de niño, se sintió especialmente unido a ellos.

También hablaban de los ángeles, pensó observando la medalla, aunque los míos eran más extraños.

Percibía miradas, esa era la mejor manera de explicarlo. Las calles y los parques repletos de miradas sueltas, que no venían de un rostro, y que a veces le prestaban atención a él, desde el agua estancada de una fuente o entre las hojas de los árboles. Parecían esconderse dentro de un agujero en la tierra, entre las hormigas. O habitaban en las cortinas de luz de la tarde. Cuando Monte se apresuraba a tocarlas, se quedaba con un trozo de tela en la mano.

-La mirada de las nubes nunca he dejado de verlas  -dijo Monte a la medalla-. Pero sí las sombras que vinieron acompañando a la bruja Casilda.

Las imaginó un tiempo en el edificio donde vivían, arrinconadas debajo de un ventanuco, observando a los tres hermanos que bajaban corriendo las escaleras, antes de saludar al portero, Mariano, que se entretenía tallando flautas.

– ¿Tú las ves? -le preguntó un día Monte-. ¿Conoces a esas sombras que viven en el rellano?

Mariano, que tenía unos ojos penetrantes, muy azules, le contestó que no, que allí no había nadie salvo ellos.

– Si él con esa mirada que parece arder no las veía, entonces no existieron -continuó Monte hablando con la medalla-. Menos mal que me operaron de aquella verruga.

Unos días antes de cumplir 13 años, había descubierto en clase aquel cuadro del Bosco, donde el médico, ataviado con un embudo, extraía la piedra de la locura.

Me hicieron lo mismo en el entrecejo. Aunque seguro se dejaron algo dentro de la piel.

Pero mucho antes, mientras aún conservaba la locura al completo, quiso esconderse cuando su madre le abrió la puerta a Casilda, aquella muchacha de Alfacar cuyos padres trabajaban la tierra de los Moncada. Monte y sus hermanos la recibieron como a la encarnación femenina del yeti. Quizá por aquel espantoso abrigo, fabricado por su padre, según decía ella, con la piel de los conejos que había cazado y descuartizado en el campo. El yeti permanecía en la entrada de la casa, aguardando, colgado en el perchero. Y los hermanos jugaban a correr por el pasillo para tocar ese abrigo que parecía una conejera de fantasmas. Luego regresaban, riendo y despavoridos, sin haberlo rozado.

Casilda había venido a cuidarlos cuando Elvira Moncada, célebre pianista en los repertorios de Chopin y de Schubert, debía ausentarse en época de conciertos. Le causaba tanto conflicto abandonarlos que ella acabaría abandonando su exitosa carrera, a pesar de la oposición inicial de su marido, profesor de literatura en la Universidad de Granada.

 Monte recordó las manos huesudas de Casilda, que apretaba en exceso las suyas cuando los llevaba al parque; su risa, también exagerada, en los bares donde les hacía entrar cuando quedaba con su novio; su nariz de pájaro y aquellos ojos negros, bonitos, en los que los tres hermanos querían confiar.

      Un día aquellas manos se atrevieron a destapar la tapa del piano, y comenzaron a reptar con torpeza sobre la superficie negra y blanca. Monte permanecía absorto en los dedos de Casilda, cortos y anchos, opuestos a los de su madre, y en el horrible sonido que sacaban a las teclas. Sintió un pellizco en el estómago, al que le siguió el estruendo de la tapa del piano al caer de golpe y el grito de Casilda y la risa de sus hermanos.

– Han sido los conejos del abrigo -dijo Lurdes, la más lista de los tres.

 En cualquier caso, Casilda la tomó con Monte, porque era el que estaba más cerca de ella en aquel momento.

-A partir de ese día trató de matarme -le dijo Monte a la medalla-. Y no se conformó con un solo método.

La dejó sobre la cama y, acercándose a la estantería, cogió el libro de leyendas.

Donde viven los íncubos, pensó, donde ahora vive también Robin.

Luego acercó el rostro a una de las fotografías pegadas en la pared, con chinchetas.

– Padre -susurró besando la imagen-; por qué me has abandonado.