Cañoncito Pum

 

 

(Día)

 

Sombrero en mano, rodilla fría, en el pasillo central de la iglesia, Cañoncito Pum alzó sus ojos hacia la imagen lujosa de María Auxiliadora y pidió socorro para depurar la puntería. Imaginó los dedos celestes acariciando un vértigo de balas hacia la frente de su enemigo, y bajando la mirada sonrió, y gozándose se incorporó al tiempo que se santiguaba.

Obedientes a la orden de ese gesto, también se levantaron tres hombres que guardaban con arrobo la espalda del Amo. Los cuatro vestían traje blanco, sombrero blanco. Los cuatro, Cañoncito Pum en cabeza, se encaminaron con paso firme hacia la salida del templo. El automóvil, que parecía de aceite rojo bajo el día radiante, esperaba con el motor en marcha al pie de los escalones. Tenía faros enormes y radios de madera. En la puerta de la izquierda vibraba con el motor una ametralladora que Iván el Abubilla había instalado por orden tajante del señorito. Había dicho Cañoncito Pum, templándose:

-Iván, mejor dejas la Santa unos días y te vienes a Vulturno para ayudarme. Tengo balas para todos. Destrozaré al Antón y después iré a buscar al hijoputa de Manuel Juanmaría.

Cañoncito Pum y sus secuaces subieron al auto, y entre una algarabía de palomas temerosas tomaron el camino de las Quemadas.

Pero eso ocurrió pasado mañana, un periodo que la conciencia humana siente demasiado corto. Ni siquiera entonces, pasado mañana, Cañoncito había sido bautizado con aquel apodo: su nombre es Luis Sánchez de León y Bontempo. Si se queda en Vulturno y va al Casino, le dicen don Luis. Si baja a las Quemadas le llaman Amo. Con la excepción de Manuel Juanmaría, casado con una Orantes, el cual desde el episodio de la bombilla se hace el ciego si se lo topa y, si no hay remedio, le enfrenta los ojos y le trata de Luis. En el mercado ahora se murmura mucho sobre don Luis debido a los últimos fuegos en las Quemadas.

-¡Qué hará ahora el marqués de la Santa! -pregunta la joven verdulera a Nazario quien, antropólogo y curioso, va por gusto al mercado.

-Te apuesto que le pone un fusil a cada una de sus monjas. Y, a la superiora, un cañón alemán, o mejor uno italiano, que por ser latino será más garboso.

-¡Qué cosas dice usted, don Nazario!… ¿Y cuánto se apuesta?

-Este nabo que tengo en la mano.

Bajo el bombín entrecierra los ojos, mueve rápidamente el mostacho, una vez, y sonríe. La verdulera apoya su brazo en la cadera arqueada. Se contonea y dice:

-Ya estamos…

Las Quemadas es tierra grande, labrantía, arrendada a los Orantes en tiempos de don Pedro Sánchez de León, ya difunto. El marqués de las Quemadas reservó una enorme cortijada para sí con el fin de aislar del resto de los hombres el convento de la Santa. Cimero sobre una colina plantada de pinares, lo encerró entre lindes con vallas y desde entonces sólo en fiestas de romería se permite el paso de otras personas ajenas a la finca. El resto del año, el convento sólo puede ser visitado -con alguna excepción, como la otorgada a Isabel Orantes, que ayuda a las monjitas en la cocina- por la familia de su heredero, don Luis Sánchez de León y Bontempo, marqués de la Santa. Ejerce el honor de vigilarlo Iván el Abubilla, aperador de la cortijada que tiene edificio al pie de la colina. Sin embargo, joven poco religioso, Iván apenas entra al convento donde cuarenta monjas observan regla de clausura y, con extrema devoción, veneran el Brazo Incorrupto de la Santa que está guardado en una urna de cristal debajo del sagrario. Desde las torres del convento, sobre las copas de los pinos, se divisan todas las Quemadas: el cortijo que desciende en olivares hasta el río, la linde; la otra mitad del valle, trigo y olivo, arrendada a los Orantes; y allá enfrente, sobre la altura de otra colina, las ruinas romanas de Ambusta. El muro de su teatro, alto, bien conservado y con un arco en el centro, puede divisarse desde muy lejos, incluso desde la Plaza de Rosas de Vulturno.

Romana, mora, judía y, durante los últimos siglos, católica, Vulturno es una ciudad blanca bajo el fuego del verano; y, por el contrario, ciudad de paredes gruesas, que huele a carbón de encina en las heladas invernales.

Tan antigua es Vulturno que tiene leyendas en la mayoría de sus calles empedradas.

Los balcones de los antiguos palacios se enfrentan, con coraza de rejas y color de geranios, a la curiosidad de los habitantes del barrio bajo, situado junto a la puerta árabe de la ciudad. Allí se abre la Plaza del Mercado, desde donde se divisan en la cercana colina los muros del monasterio de San Leopoldo. Un laberinto de callejones sube hacia la Plaza de los Evangelistas, donde está la Catedral, en la parte oeste. Y hacia el este serpentea la calle principal que desemboca en la Plaza Noble, con el Ayuntamiento a un lado y el Casino al otro. Desde ambos puntos cardinales la ciudad se estrecha, formando un ángulo en cuyo vértice la Plaza de Rosas mira sobre un precipicio el cuenco que forman las sierras. En el fondo de ese cuenco hay dos suaves colinas separadas por un valle. Don Luis, envuelto en una bata oscura, cierra un ojo y, colocando el dedo índice de su mano derecha delante del que ha dejado abierto, puede ocultar la totalidad de ese valle: las Quemadas. Con un leve movimiento a la izquierda, hace desaparecer la colina de Ambusta; moviéndolo imperceptiblemente hacia la derecha, sepulta la colina donde se alza el convento, aunque éste ni se intuye, cubierto de pinares.

-Luis, sal de la terraza, que entra el aire. Vuelve a la cama, anda.

El Palacio de Bontempo hace esquina con la Plaza de Rosas, cuyos rectángulos de mirtos cobijan rosales y saltaojos. La fachada del Palacio es de piedra, con líneas estrictas que enmarcan la gran puerta de madera, sobre la que está el escudo de los Sánchez de León: dos espadas en cruz latina, con un Inri grabado en el guardamano de la empuñadura más alta. Hay sombras y humedad en el zaguán del Palacio; un patio interior con naranjos y, en el centro, una fuente culminada por un angelote cuyo pene es surtidor de poca agua; hay puertas cerradas que se ven a través de los arcos de la galería, una escalinata que lleva a un portón de madera con una cerradura tan grande que siempre tiene puesta una llave de luz. Tras la puerta, un pasillo acristalado comunica las dos alas del Palacio.

En este momento se oye una voz. El pasillo dobla a la izquierda y se pierde en una progresiva penumbra con más puertas cerradas. Es en la primera donde se oye esa voz, femenina, paciente -«Luis, anda, que entra el aire»-, ondas que arrastran, atravesando la madera de la puerta, hacia una boca pintada, hacia unos párpados cerrados, hacia un rostro de rasgos suaves con cejas remarcadas con lápiz. Con su pelo castaño suelto sobre la almohada, Leonor suspira.

            Al volver de la terraza, don Luis la mira con ojos de azabache, hirientes. La boca del marqués de la Santa es carnosa, romboide y, sin estar pintada, es casi tan roja como la de su mujer. Ahora se contrae en una mueca de asco. Don Luis está pensando en el aliento, fermentos de noche, de Leonor tras el sueño. Le parece que ya respira ese aliento por su nariz de semita, en cuya superficie crecen algunos vellos negros. El marqués sabe que Leonor le va a pedir un beso y luego le dirá, como siempre: «raspas». Es muy moreno don Luis. La barba le crece dura y rápida apretando aún más su rostro cejijunto, que sólo se muestra despejado en la frente, bajo un cabello abundante y lacio aplastado por la gomina.

            -Dame un beso, Luis.

Él se inclina sobre ese rostro, en el que comienza a marcarse una segunda generación de arrugas. Lo besa.

            -Raspas, Luis.

Acaricia ese cuello. Es una mano vellosa la que desciende e, introduciéndose por debajo de las sábanas, busca el escote del camisón y toca la piel, cálida de mantas, con dedos que se mueven con lujuria y algo que empieza a parecerse al odio.

            -Luis.

La mano aparta un escapulario, palpa la tristeza del pezón, recoge el seno caído. Lo suelta, de pronto, como si quemara. Leonor abre los ojos grandes, de un castaño tan intenso que apenas se distinguen las pupilas. Es un iris que parece cubierto de una cortina de lluvia cegadora.

-Hoy vamos a ir la Liga entera a ver al señor obispo.

Pues que folle contigo el obispo. No han sido palabras. Don Luis, de pie junto a la cama, la mira fijamente, en silencio. Por un instante, imagina al obispo tendido junto a Leonor, mostrando la desnudez de un cuerpo degradado, con la mitra sobre las ingles.

-Dios los cría y ellos se juntan -dice ahora girándose hacia la terraza y con la mirada preocupada, catapultando el mismo refrán que ha dicho a su mujer hacia allá lejos, a las Quemadas.

Leonor se ha incorporado y ha apoyado la espalda en el cabecero de la cama. Sus cabellos alborotados rozan la base de un pequeño estante, sobre el cual un Jesús Niño de madera policromada hace un gesto decidido de avanzar hacia delante, llevando entre pecho y hombro una gran cruz, como si se dispusiera a desfilar ante el Altísimo.

Don Luis no se ha movido:

-Yo voy a ir también a la Catedral en cuanto me vista, aunque no a ver al obispo. Seguramente lo veré más tarde. Hoy pueden ocurrir grandes cosas. Aparte de su apoyo necesito la inspiración de Nuestra Señora.

            La lluvia castaña se detiene un momento en el iris de Leonor.

            –¡Qué es lo que vas a hacer! -pregunta. Y esa lluvia se reanuda.

Don Luis se acerca hasta ella. Coge su mano. Muy blanca. Suave. La aprieta. A la vez que aprieta los dientes, imperceptiblemente.

            -No te lo contaré hasta que suceda, Leonor. Hoy mismo lo sabrían tus íntimas de la Liga y todos los confesores de Vulturno -se inclina para besarla-. Hay que acabar con esta locura cuanto antes -el rombo de sus labios abandona bruscamente la mano de su esposa, pero el marqués no la suelta; le da la vuelta, hunde el azabache de su mirada en las líneas de la palma-. Venceremos -resuelve y se aleja de la cama-. Ya no te veré hasta esta tarde -dice desde la puerta-. Adiós, querida. No existe otro destino que la voluntad de Dios.

 

Magdalena empuja la puerta de la habitación de sus padres y, de pronto, se detiene. Su madre está tumbada en el suelo junto a la cama, boca abajo, con los brazos en cruz. Y aunque una vez ya la vio así, Magdalena no se acuerda. Magdalena no se llamaba Magdalena. Dos semanas después de que hubiera nacido, el marqués la tenía en brazos, sentado en una mecedora cerca de la ventana y observando a Leonor, que estaba en la misma postura de esta mañana, tumbada ante el Niño de madera. Don Luis, doce años más joven, mecía a la niña con el balanceo de la butaca y, al cabo de un rato, Leonor se levantó.

            -No la vamos a llamar Auxiliadora, sino Magdalena -dijo-. El nombre hace el carácter y yo quiero que mi hija nazca ya arrepentida del pecado original.

-¿No ves que ya ha nacido, mujer? -el marqués reía acariciando la boquita de la niña-. Mira qué bonita eres, Auxiliadora Magdalena.

-La bautizaremos la semana que viene -la lluvia caía lentamente en los ojos de Leonor-, en la Santa.

            Magdalena no se acuerda de cuando no estaba bautizada y, todavía sin cerrar la puerta, aprieta los brazos desnudos sobre el camisón blanco, a la altura del pecho, y con un escalofrío pregunta:

            –¿Mamá?

            Leonor se levanta del suelo y se envuelve en una bata de color gris perla.

            -Hija, pasa, estaba rezando.

            -Pero si el suelo está muy frío -dice Magdalena abrazándose a ella, disfrutando el tacto de la seda entre las mangas de su madre.

            -El que algo quiere algo le cuesta. El Señor entiende mejor nuestras palabras si las pronunciamos con un poco de sacrificio.

            -A mí ya me falta poquito para confirmarme -dice alegre Magdalena, sentándose en la cama-. Hoy Antón me va a llevar al convento a ver a la superiora.

            -Mira qué bien… Pues aprovecha para hacerme un favor, hija -Leonor camina hacia el otro lado de la habitación-. Hay que entregarles la asignación mensual. Ya eres mayorcita para que te encargues tú.

            -Ellas no trabajan, ¿verdad?

            -No digas eso, niña -se enfada su madre abriendo un escritorio con incrustaciones de nácar-. En el convento trabajan mucho rezando por todos nosotros y cuidando el Brazo de la Santa. Las personas de Dios oran por la sociedad que trabaja y por el Ejército que nos defiende.

            -Pues, ¿sabes lo que dice Antón? –contesta Magdalena avanzando hacia su madre.

            -No me vengas con una de las ocurrencias de ese golfo.

            –¿Te lo cuento o no?

            -Dime

            -Pues que papá se jubiló cuando hizo la primera comunión.

            Leonor, sentada ante el escritorio, cuenta los billetes que hay dentro de una caja de madera. Magdalena la observa por encima del hombro, y se moja los labios con la lengua.

            -Magdalena, ¡no seas indiscreta! -Leonor guarda el dinero en una bolsa de cuero y la cierra impulsivamente-. Y no se te ocurra creer a nadie que diga que tu padre no trabaja, y menos a ese desgraciado. Quien lo diga es por envidia. Tu padre dirige el trabajo de mucha gente y procura que nunca falte. Anda, toma.

Mientras le da la bolsa, se oye la llamada de don Luis:

«¡Antón!»

Madre e hija se miran.

«¡Antón!», se vuelve a oír.

Leonor se levanta y, tomando a su hija del hombro, la lleva fuera de la habitación, y, en el pasillo, abre una de las ventanas que dan al patio.

-Míralo -dice-, no sabes lo que tiene que hacer para que esos diablos no nos devoren a todos.

-Pero si Antón es como mi hermano mayor.

-Por muy amiguitos que seáis, él es tu criado. A ver si te enteras de una vez. Me gusta que seas generosa y que seas su amiga. Pero empiezas a tener una edad en que te conviene guardar las distancias con los hombres, y más si no son de tu condición. Prueba hoy cuando te lleve a la Santa, trátalo como a un chofer. Eso es lo que él es, nada más.

–¡Antón! -la voz retumba en el patio y se pierde, y reaparece en la fuente el manso chorro del angelote como si el susto le hubiera provocado una retención involuntaria de la orina-. ¡Antón!

 

 

Limpiaba el coche, gris en la oscuridad de la cochera. Pasaba el trapo por el metal, escuchando la voz de mando con el placer de no acudir a su llamada. Con la paz que produce la indiferencia a las órdenes, la libertad. Así podría ser siempre si él quisiera. Si de una vez tuviera los cojones de hacerlo. Todos los días esperando el momento de decidirme, de que todos se decidan. Uno solo no tiene poder. Salvo el Juanmaría, menudo. Pero todos juntos, eso es otra cosa. Porque de qué va a vivir uno si se enfrenta a un amo y luego a otro y a otro. Pero si los diablos toman el poder…

-¡Antón!

«Mierda», se dice golpeando el capó del coche, donde el reflejo de un ventanuco tiembla.

            –¡Amo! -exagera el jadeo-. ¡Amo! -corre desde la cochera que está al otro lado del patio, como si viniera desde muy lejos-. ¡Ya estoy aquí! -se detiene a dos metros de don Luis, defendido por un costado de la fuente. A un lado el marqués del traje blanco, la frente alta de la que nace ese pelo negro, lacio y aceitoso; al otro, el criado, de estatura menor, con el cuerpo musculoso dentro de un mono azul; el pelo corto, moreno; la nariz chata, los ojos grandes y verdes que miran los zapatos, también blancos, del Amo.

            -Dónde estabas, don Cojones. Llevo dos horas llamándote. Acércate, hombre, que no te voy a comer.

            -Estaba poniendo a punto el coche. Es por su hija, ¿sabe usted? Hace tiempo que el motor no arrancaba, lo estaba probando y, claro, no le oía -miente, acercándose con una disculpa en la sonrisa.

            -Antón, yo no he oído nada.

            -Sería el ruido de la fuente, que cegaba el del motor -dice ya a su lado. Duda. Se atreve-: Incluso los gritos de usted…

            –¡Cállate! -grita don Luis. Antón se queda inerte, la vista en el suelo, sintiendo la fuerza contenida de sus propios músculos. Entonces se oye una risa corta y alegre, y ambos alzan la vista con tiempo suficiente de ver a Magdalena con una mano en la boca mientras su madre la aparta de la ventana.

 -No me mientas, coño -continúa don Luis-. Si no fuera porque tu padre nos sirvió durante cuarenta años…

            Antón permanece en silencio, rojo de vergüenza. Ahora la niña le perderá el respeto.

            -Mi padre -balbucea. Antón lo recuerda en la Santa, aparcero antes que el Abubilla, la noche en que murió. Él era niño; unos doce tenía, ya hace ocho años. Había fiesta en la Santa por la romería. Casi todos los señoritos de Vulturno estaban allí. Y fue idea de madre que lo veláramos en la cuadra para no estropear la celebración. Qué iban a hacer tantos señoritos a esas horas. No se iban a ir a casa. Dijo. Y tú aceptaste, hijo de puta. Luego le diste buenos dineros a madre, a cambio del favor de que nadie se enterara. Menos mal que ella también se murió. De triste…-. Mi padre -balbucea Antón-, usted…

            -Vamos, Antón, hagamos las paces -el Amo le da una palmada en el hombro-. Siento haber mentado a tu padre. Era un hombre fuerte y duró más que el mío, que también lo era. Ellos pasaron mucho tiempo juntos en el campo. Tú has salido de ciudad, más rebelde. Tu padre era un buen hombre, Antón. Y tú también lo eres, qué coño. Ya sabes que estoy nervioso. Hay mucho jaleo en las Quemadas y puede ocurrir cualquier cosa. No paro de buscar soluciones y a ti se te ocurre tocarme las pelotas. Ayúdame -exclama-, ayúdame, hombre -se echa mano al bolsillo derecho de la chaqueta y saca un paquete de cigarrillos. Enciende uno. Se guarda el paquete pero lo saca otra vez. Sonríe. Mira a Antón-. Toma uno, anda.

            Antón da pataditas al empedrado del patio con la pierna derecha, como si fuera un niño. Hasta que no vea tu cabeza en el suelo, piensa y levanta la vista para coger el cigarro.

            -Parece que hoy vamos a quemar el coche -resume el Amo dándole fuego, ocurrente-. Es verdad que hace tiempo que no lo usamos. ¿Vas a llevar a mi niña, dices?

            -Sí, a la Santa. Algo con las monjas.

            -Su confirmación.

            -Eso.

            Los dos fuman. Se miran a los ojos.

            -No me gusta que vayáis allí ahora. Los jornaleros están tramando algo.

            -No se preocupe, Amo, en la Santa no hay ningún peligro. Otra cosa sería si fuéramos por las Quemadas, pero había pensado ir por detrás, por el camino de Calima. Nadie de las Quemadas nos verá. Además, el Abubilla ha tomado la linde con la Guardia Civil. En el coche estamos allí en menos que canta un gallo. Las monjas le dan la charla a Magdalena y nos volvemos.

            -Oye, Antón, más respeto.

            -Es sólo una manera de hablar.

            -Está bien, pero contente un poco… Es verdad que es imposible que entren en la Santa, entre otras cosas, porque está protegida por el Brazo. No se atreverían. El pueblo es un demonio, pero un demonio que adora a todos los santos. Id cuanto antes y cuanto antes os volvéis. ¿A qué hora salís?

            -A primera hora de la tarde.

            –¡Con toda la calor!… Pues está estrecha la cosa. Dentro de un rato tienes que recogerme en el Casino, a las dos. Podemos estar aquí de vuelta a las cuatro o cuatro y media. Da tiempo, ¿no es así? -dice don Luis tirando el cigarro al suelo, a medio fumar.

            Antón sigue fumando con grandes caladas y asiente con la cabeza.

-Buen tabaco este -dice.

            -No te creas… Bueno, basta de charla, que se me acaba la mañana. -Don Luis se dirige hacia la puerta de la calle-. A ver si un día aprendo de ti y me levanto con el sol. Hasta luego.

            Antón ve desaparecer la espalda del Amo, chupa con fuerza la colilla, diminuta entre sus dedos, y la lanza contra el angelote de la fuente.

 

Después de rebotar contra el pecho del ángel, la colilla se deslizó por la barriga de piedra y, tomando la parábola del surtidor, cayó en la taza de mármol. Vibró en las pequeñas olas, bailó con mansedumbre hacia el desagüe y fue conducida a la canalización que expulsaba el alma de la fuente, cristal continuo, hacia la calle; lenta, primero, la colilla tropezó con una avispa muerta y pegadas una a la otra fluyeron juntas por el estrecho cauce de mármol que desembocaba en la Plaza de Rosas. El mismo camino que había tomado don Luis, de ancestros nobiliarios. Pero, mientras que él pudo escoger entre cruzar la Plaza de Rosas o encaminarse hacia la izquierda por la calle Espronceda, la colilla no tuvo más remedio que dejarse arrastrar por la acequia que bajaba por la calle Espronceda y, embalándose, ya separada de la avispa, adelantó a don Luis Sánchez de León y Bontempo, que había elegido descender hacia la Catedral precisamente por la misma calle.

            Estaba dando un rodeo para no pasar por delante de la Casa de las Luces, la sede de la Compañía Eléctrica Vulturniana, S.A., donde había estado trabajando Manuel Juanmaría, un electricista que no hacía distinciones con la gente -casuchas y mansiones, a todos trataba del mismo modo- y al que Don Luis no quería ni ver desde que fue al palacio para hacer la revisión anual.

Paso a paso. De la calle Espronceda a la de la Esgrima, dejando a la izquierda la Plaza Noble. Llegó ese Juanmaría, casi descortés de taciturno, y no le hice ni caso. Hay decenas de bombillas en el Palacio de Bontempo. Yo no tenía ni idea de cuántas había, la verdad. Antón le hacía el recorrido: garaje, caballerizas, almacenes, despensas, dormitorios, salones. Ese Juanmaría las contó todas. «Hay ochenta y un bombillas», le dijo al Antón, «hay permiso para ochenta». Y qué le diría el enano del Antón, pues que a él le resbalaba. «Pues si no lo sabes tú», le contestaría el otro, «llévame ante el dueño de la casa». Paso a paso. Llegaron ante mí. Yo estaba en el patio dispuesto para irme al Casino como voy ahora con mi traje blanco como para comulgar. Paso a paso. Encamino la calle de la Aurora. Vienen los dos y dice el Antón: «Aquí, Amo, de la Casa de las Luces que…» «Con permiso», le corta Juanmaría. «Tiene usted una bombilla de más, según el contrato le corresponden ochenta». Hablaba sereno y me miraba a los ojos, los suyos enormes, grises. Me turbé, lo reconozco, me turbé. Seguro que es un diablo, me dije, y me puse a la ofensiva. «Pues pon en el contrato ochenta y uno», le dije. «Imposible», contestó sin nervios. «Sube la tarifa. Tienes que ir a la Casa y firmar uno nuevo. Si te niegas, no pasa nada, te cortamos esa fuente de luz y se acabó el problema». Paso a paso. Le dejé hablar por la sorpresa, por el silencio que hacía en mí la indignación. «Cómo te atreves a tutearme», salté. «No somos más que hombres», aseguró Juanmaría, «si tú me tuteas, yo también tengo derecho a hacerlo». Entonces me pensé la furia. Me agradaba la valentía de aquel hombre. Saqué un billete y se lo tendí. «Con esto queda solucionado», concluí, pero Juanmaría ni movió la mano. «Eso arréglalo en la Casa, buenos días». Y se marchó, paso a paso. Calle Angosta. El Antón le miraba la espalda boquiabierto, rojo de alegría el muy canalla. Cuando desapareció por la puerta, le descargué un buen sopapo y me marché directo a la Casa de las Luces. Paso a paso. Entré en el despacho de Juan y no me fui de allí hasta que no le vi firmar el despido de Manuel Juanmaría, por diablo. Y él ahora va a la Casa de las Luces, paso a paso, cada día y se planta en la puerta toda la mañana. Nada dice. Ni pancartas ni voces, y todo el mundo que pasa paso a paso entiende su denuncia y su protesta. El único que se ha atrevido, el cabrón. Paso a paso. Plaza de los Evangelistas.