El río de Oro había dividido la ciudad y, en tiempos remotos, los buscadores solían mostrar ínfimas pepitas a los que se asomaban al puente. Ahora sus habitantes lo habían convertido en un basurero y se podía palpar, en las orillas verdes, el peso húmedo de los que habían desaparecido.
Así los vio Monte, como si fuese el único que podía hacerlo, y luego contempló cómo se alejaban su madre y sus hermanos: las espaldas, la manera de andar de cada uno de ellos, ajenos pero afines, amados pero ya remotos, cotidianos pero ya con la sombra de la siega, como el resto de los que paseaban en aquella misma hora, titilantes y diminutos por las líneas de la mano de un dios fugitivo.
Entonces, cuando se perdieron entre la gente, subió la cuesta de la Alhambra.
Todavía tendría una hora de luz.
Le habían acompañado a comprarle sus regalos de cumpleaños, unas botas para escalar con Robin y los demás, y un sombrero del que se había encaprichado, parecido al que llevaba su abuelo Ramón. Sería el único chico de 13 años, en toda la ciudad, capaz de usarlo para ir al colegio, aguantando las burlas de sus compañeros de clase. Pero le daba igual. Necesitaba hacerse fuerte porque no podía evitar sentirse solo en medio de todos.
Su familia estaba acostumbrada a sus rarezas desde que era muy niño, y ninguno se sorprendió cuando Monte dijo que quería celebrar su cumpleaños a solas, arriba, en el palacio de arcilla. Y le dejaron hacer, a su aire, mientras continuaban de compras por el centro, desconociendo lo que había ocurrido aquel fin de semana en casa de Robin. Monte ya nunca sería el mismo. Había descubierto que su profesor de música, al que tanto admiraban él y sus amigos, era un íncubo, igual que aquellos que atormentaban sus pesadillas, con la diferencia de que éste era de carne y hueso.
Lo había leído en uno de sus libros favoritos, que reunía leyendas de muchos países. Los íncubos atacaban de noche, inesperadamente. Se abalanzaban sobre los durmientes y los inmovilizaban con su peso.
– ¿Por qué lo haces? -le había preguntado a él, de noche.
– Por amor -contestó el íncubo-. Porque amo la pureza. Porque quiero abrazar tu pureza antes de que te conviertas en adulto, y la pierdas definitivamente, como yo la he perdido.
También había leído Monte, en el mismo libro de leyendas, que los íncubos conceden un tesoro a aquellos capaces de robarles un cabello antes de escapar en la oscuridad, y que el tesoro era mayor si la víctima era capaz de decir en voz alta el nombre del demonio que le había atacado.
Roberto, Robin, murmuró, y lo repitió en volumen creciente, subiendo entre los bosques del palacio, que dejaban caer sobre el camino inéditas páginas de otoño. Gracias a aquella leyenda, se había acordado, en esa misma mañana tan angustiosa del lunes, de una bolsa de cuero que escondió en un muro de la Alhambra, años atrás, poco después de hacer la primera comunión, donde había depositado y desterrado los tesoros de su infancia.
Por supuesto, la bolsa no estaría allí. Era imposible que hubiera aguantado la lluvia, el viento, las estaciones multiplicadas, la curiosidad de cualquier otro niño o de las ratas y, sobre todo, los trabajos de restauración a los que se sometía de cuando en cuando el edificio. Recordaba perfectamente la zona donde la había colocado, detrás de un ladrillo suelto, cerca de la entrada. Por eso, cuando palpó la superficie hasta encontrar la ranura y la piedra cedió, al anochecer, y detrás de ella apareció la bolsita de cuero, intacta, sintió que había milagros que compensaban las horas en las que el asombro se une a la desdicha. El asombro también lograba unirse a la felicidad.
La abrió en casa esa misma noche, después de apretarla en la mano corriendo por la calle, dejando atrás una sombra y otra, rostros conocidos, el recuerdo de su padre, las farolas que teñían las aceras de un color parecido al otoño de los árboles. Sobre la cama, le aguardaban las cajas con el sombrero y las botas que su madre le había regalado, más unos pantalones nuevos que sustituían a los que él, al igual que su hermano menor, solía romper por las rodillas en el patio del colegio. Sopló en el polvo que manchaba el cuero de la bolsa y se esforzó en encontrar un resquicio para tirar del cordón que la cerraba. Allí estaban sus verdaderos regalos de aquel día, que se desperdigaron encima de la colcha y que Monte fue examinando uno a uno, incrédulo por haberlos recuperado, mediante un poder desconocido, desde otra dimensión de la que no estaba previsto que volvieran nunca:
la medalla de su bautismo,
una siringa en miniatura,
una cabeza de madelmán,
un trozo de cera azul,
dos insignias militares, una de metal y otra de tela,
una navajita
y la llave del arcón arrumbado en el armario.
Tomó la medalla y, trece años después, todavía se extrañó al descifrar su nombre completo: Manuel Montenegro Moncada, en una letra diminuta.
Cuando pasaban lista en el colegio, o cuando le entregaban las notas de los exámenes, sentía un leve rechazo ante su nombre y apellidos, tan rotundos, con tantas emes y enes, como si trataran de atraparle entre montañas que se elevaran en la caligrafía. Y él estaba en medio, como un valle por descubrir.
Se acordaba bien de la primera vez, en su infancia, cuando experimentó un repentino extrañamiento: “¡Manuel!”, alguien le llamaba, y él supo que jamás le representaría aquel sonido, que él era alguien diferente al que trataban de clasificar bajo una palabra, igual que iba recelando del nombre de tantas cosas que había en el mundo. Cómo le molestaba eso. Caminar por el campo y que las misteriosas formas que vibraban entre el aire y la tierra fueran enjauladas dentro de un concepto: árbol o espiga, olivo, olmo, trigo o cebada. Él recordaba percibir cada una de esas formas de la existencia más allá de sus nombres, vivas y con una personalidad propia. Las reconocía y era reconocido por ellas. Hasta que otra vez venía el nombre a fastidiarlo todo.
– Manuel, esto es un “bosque”.
Y entonces aquellos fabulosos seres que se agitaban despacio, susurrantes, terminaban mudos y quietos dentro de una palabra.
Fue su abuelo Ramón el responsable de bautizarle otra vez.
– No me gusta cómo me llamo, abuelo. Es como si hubiera alguien dentro de mí con otro nombre, o con ninguno.
El abuelo, riéndose, le contó la historia que le ampliaría muchos años después:
– Tu padre se llama Manuel y tú también -le dijo-, en honor de mi mejor amigo, que me salvó la vida cuando estuve a punto de morir en la cárcel, hace muchos años, después de la guerra. Él vino a rescatarme desde Francia y allí volvimos hasta que pude regresar a España, después de la muerte de tu abuela Raquel. Manuel no ha querido volver. Está un poco loco, como tú, pero es la mejor persona que conozco. Así que, si no te gusta tu nombre, tienes todo el derecho a cambiarlo. Eres un Montenegro, y con los ojos de mi padre, que era una montaña. Tú, un monte pequeño todavía. A partir de hoy, te llamaré Monte y que los demás hagan lo que quieran.
Pero el apodo hizo fortuna entre el resto de la familia, comenzando por su madre, Elvira, que así podía diferenciar al padre y al niño, cuando los llamaba desde la cocina, voceando después el nombre de sus otros dos hijos, Lurdes y Miguel, como si lo hiciera por orden de edad.
Monte sonrió al revivir a su padre y acarició, en la medalla, la figura diminuta de un ángel. De pequeño los creyó ver, y dejó de verlos con certeza cuando le operaron de aquella verruga en el entrecejo con la que había nacido, de la que le quedaba una visible cicatriz.
Su madre le había contado muchas veces las circunstancias de su nacimiento. Cómo ocurrió al amanecer, después de que ella se arrodillara en la iglesia la tarde anterior, rezando para que le naciera un hijo con el pelo y los ojos de Robert Redford, aunque no tan rebelde como eres, ni con aquella verruga que parecía que viniste al mundo con un pequeño cuerno de rinoceronte.
– A lo mejor era de unicornio, mamá.
– Qué más da. No quisimos operarte tan pequeño. Preferimos esperar a que crecieras un poco.
– No era una verruga tan grande.
– Pero daba malfario. La prima Sara me había dicho que en otra vida te habían matado de un tiro en la cabeza. Y que por eso tenías esa marca de nacimiento.
– Eso te lo estás inventando.
– Me da igual. Suficiente razón para quitártela.
Y, con ella, la capacidad de percibir lo invisible.
Su padre, Manuel, le había contado cómo nació con los ojos abiertos, con una curiosidad por todo lo que se movía, por la apariencia de cada objeto, las camillas del hospital, el instrumental quirúrgico, los fluorescentes del techo, el aluminio de las ventanas, las batas de los médicos.
– Sara me dijo -continuó su madre en el recuerdo- que estabas extrañado por cuánto había cambiado el mundo que conociste en tu vida anterior.
– No digas más tonterías, Elvira -intervino su padre-. Parece mentira que seas católica y apostólica. Y que hayas sido la mejor pianista de España.
– Al menos creo en algo más que en la política. Hijo, ten cuidado con parecerte a tu padre y a tu abuelo.
Eso era imposible. Con un abuelo como el legendario Ramón Montenegro, que había luchado contra los nazis y había liberado París, la política aparecía a menudo en las reuniones familiares, aunque se evitaban en presencia de la otra rama, los Moncada, los padres de Elvira, que habían vivido en sintonía con la dictadura. Monte, de niño, se sintió especialmente unido a ellos.
También hablaban de los ángeles, pensó observando la medalla, aunque los míos eran más extraños.
Percibía miradas, esa era la mejor manera de explicarlo. Las calles y los parques repletos de miradas sueltas, que no venían de un rostro, y que a veces le prestaban atención a él, desde el agua estancada de una fuente o entre las hojas de los árboles. Parecían esconderse dentro de un agujero en la tierra, entre las hormigas. O habitaban en las cortinas de luz de la tarde. Cuando Monte se apresuraba a tocarlas, se quedaba con un trozo de tela en la mano.
-La mirada de las nubes nunca he dejado de verlas -dijo Monte a la medalla-. Pero sí las sombras que vinieron acompañando a la bruja Casilda.
Las imaginó un tiempo en el edificio donde vivían, arrinconadas debajo de un ventanuco, observando a los tres hermanos que bajaban corriendo las escaleras, antes de saludar al portero, Mariano, que se entretenía tallando flautas.
– ¿Tú las ves? -le preguntó un día Monte-. ¿Conoces a esas sombras que viven en el rellano?
Mariano, que tenía unos ojos penetrantes, muy azules, le contestó que no, que allí no había nadie salvo ellos.
– Si él con esa mirada que parece arder no las veía, entonces no existieron -continuó Monte hablando con la medalla-. Menos mal que me operaron de aquella verruga.
Unos días antes de cumplir 13 años, había descubierto en clase aquel cuadro del Bosco, donde el médico, ataviado con un embudo, extraía la piedra de la locura.
Me hicieron lo mismo en el entrecejo. Aunque seguro se dejaron algo dentro de la piel.
Pero mucho antes, mientras aún conservaba la locura al completo, quiso esconderse cuando su madre le abrió la puerta a Casilda, aquella muchacha de Alfacar cuyos padres trabajaban la tierra de los Moncada. Monte y sus hermanos la recibieron como a la encarnación femenina del yeti. Quizá por aquel espantoso abrigo, fabricado por su padre, según decía ella, con la piel de los conejos que había cazado y descuartizado en el campo. El yeti permanecía en la entrada de la casa, aguardando, colgado en el perchero. Y los hermanos jugaban a correr por el pasillo para tocar ese abrigo que parecía una conejera de fantasmas. Luego regresaban, riendo y despavoridos, sin haberlo rozado.
Casilda había venido a cuidarlos cuando Elvira Moncada, célebre pianista en los repertorios de Chopin y de Schubert, debía ausentarse en época de conciertos. Le causaba tanto conflicto abandonarlos que ella acabaría abandonando su exitosa carrera, a pesar de la oposición inicial de su marido, profesor de literatura en la Universidad de Granada.
Monte recordó las manos huesudas de Casilda, que apretaba en exceso las suyas cuando los llevaba al parque; su risa, también exagerada, en los bares donde les hacía entrar cuando quedaba con su novio; su nariz de pájaro y aquellos ojos negros, bonitos, en los que los tres hermanos querían confiar.
Un día aquellas manos se atrevieron a destapar la tapa del piano, y comenzaron a reptar con torpeza sobre la superficie negra y blanca. Monte permanecía absorto en los dedos de Casilda, cortos y anchos, opuestos a los de su madre, y en el horrible sonido que sacaban a las teclas. Sintió un pellizco en el estómago, al que le siguió el estruendo de la tapa del piano al caer de golpe y el grito de Casilda y la risa de sus hermanos.
– Han sido los conejos del abrigo -dijo Lurdes, la más lista de los tres.
En cualquier caso, Casilda la tomó con Monte, porque era el que estaba más cerca de ella en aquel momento.
-A partir de ese día trató de matarme -le dijo Monte a la medalla-. Y no se conformó con un solo método.
La dejó sobre la cama y, acercándose a la estantería, cogió el libro de leyendas.
Donde viven los íncubos, pensó, donde ahora vive también Robin.
Luego acercó el rostro a una de las fotografías pegadas en la pared, con chinchetas.
– Padre -susurró besando la imagen-; por qué me has abandonado.