Será porque he soñado que alguien grababa mi nombre en una lápida, como hacía aquel niño sobre la playa de Strugnano. Será porque esta mañana, mientras no conseguía levantar mis huesos del lecho, he cumplido tantos años que me avergüenza apuntarlos con esta tinta oscura como la puerta de Santa Caterina. Será porque después de varias décadas suena nítida la sonata que compuse en Ancona, también después de un sueño. Serán estas causas las que me determinan a dejar por escrito los hechos de mi vida antes de que se nublen definitivamente y los arrastre una última tormenta.
El brazo que tan necesario me fue para la música como antes para la espada, el brazo herido hace medio siglo continúa envenenándome. He tenido que volver a practicar con la mano izquierda antes de lograr cierta claridad. Aunque ya escribí de esta manera cientos de páginas de la Ciencia platónica, no sé cuántas cuartillas alcanzarán mis fuerzas esta vez. Todo día es precioso, cada nube que se esfuma frente a mi ventana.
Muchas veces me encuentro asomado a esta ventana vigilando la iglesia de Santa Caterina, donde hace unas semanas enterraron a Elisabetta. Absorto, me veo a mí mismo bajo la lápida, escuchando de lejos la música que compuse. Me veo incorporarme, caminar por la iglesia, cruzar la calle, subir hasta esta casa, asomarme de nuevo al mausoleo que contiene mi tumba.
Todo cuanto agrada al mundo es breve sueño, dejó escrito Petrarca antes de dormir para siempre en las Colinas Eugáneas. Ojalá breve sueño fuera también todo cuanto desagrada al mundo, lo daña, lo vence, lo muerde secreta e implacablemente como el mal mi brazo. Pido con humildad lo mismo que el poeta, ciego y eterno en su sepultura de Arqua: encontrar piedad y no perdón.
8 de abril de 1769, en Padova. Aquí comienzan las memorias de este hombre viejo, Giuseppe Tartini.
En sueños he visto las minúsculas galerías donde se refugia el topo, y también grandes cataclismos que se mantienen secretos. Mi primer violín lo tuve en un sueño. Los sueños me han hablado demasiado. De ellos he aprendido más de lo que quisiera.
Y me parece que sigo soñando cuando no duermo. Oigo, sin aviso, sonidos raros y bruscos en muchas ocasiones, como de fieras; otros sutiles, lejanos, que cruzan el firmamento. Esto me ha ocurrido desde joven, y de ello me he aprovechado tratando de imitarlos en las cuerdas de mi violín. En esos tratados que los doctos desprecian lo he dicho: mi música nace de la Naturaleza. Pero la Naturaleza contiene ondas y movimientos que no entienden ni los oídos ni los ojos.
A veces sucede que en esta estancia los objetos se desplazan cuando estoy distraído. Abro los ojos y las pinzas de la chimenea están al pie de la ventana. Como si me estuvieran diciendo úsame para abrir las puertas de Santa Caterina, úsame para tirar de la argolla de la tumba de Elisabetta. Después de su muerte, muchas veces mi amigo Antonio Vandini se ha ofrecido a vivir conmigo. Debería aceptar. Él me calma, me da conversación, me llama despistado y bendice con buen humor mis imaginaciones.
Él, que ha cumplido tantos años como yo y alguno más, continúa tocando el violonchelo. En cambio, mi violín, aquí lo tengo, muerto sobre la mesa. Toco la madera recortada en el taller de Niccolò Amati, equilibrada más tarde por las manos de Pietro Rhee en Cremona. Mi violín, varado sobre mi mesa desde la última vez que las cuerdas se rompieron. Vandini ha sido mucho más puro que yo, por eso sigue tocando.
Me pregunto si tuve la oportunidad de decidir, si soy responsable de aquel sueño de los veinte años. Y todavía no sé si habré de pagarlo con esa pieza de cuero que llaman alma, o habrá bastado el desasosiego que me ha acompañado durante cinco décadas. Creo en ocasiones que se trata de un problema matemático tramado por los astros y que aún no he logrado resolver a pesar de tantas noches dedicadas al estudio y al cálculo.
Nada he logrado. ¿Debo reírme ahora, como los académicos han hecho, de mi Ciencia platónica fundada en el círculo, donde he empeñado mis últimas fuerzas? Aún me deben quedar para dibujar mi historia. Acaso me explique mejor que los tratados y mis estudios.
Ruego a las estrellas que escriban a través de mis dedos cuanto yo olvide. Nada dependía solo de mí, al contrario de lo que pensaba. Y a la vez mi responsabilidad era muchísimo mayor de lo que siempre he creído.
Debo ceñirme a lo que recuerdo.
Seguro que me ayudará esta onza de chocolate que Giulio Meneghini me ha traído de Venecia. Un vaso de vino dará fluidez a la tinta.