Cuando alquilé aquella casa comencé a soñar con monos. Ésta es la única frase que he conseguido escribir. Una rara fuerza se ha conjurado para impedírmelo. Hace dos noches soñé que no tenía que hacerlo. Un gran maestro, Onetti, me avisaba de que era innecesario: iba a estropear la historia que encontré de tan extraño modo. Mal presagio que ahora continúa en el avión donde viajo rumbo a cualquier parte. Yo, Montenegro el desventurado, sigo huyendo desde que logré escapar.
Decidido a no permitir que todo se olvidase, guardé en la bolsa mi viejo portátil. Y justo ahora, cuando he ido a rescatarlo bajo el asiento del avión, me he encontrado con su ausencia, con que lo he abandonado a su suerte después de que cruzara soñoliento el escáner del control sobre la cinta transportadora.
Tomé los zafios cinturón, abrigo, móvil, sucias monedas; y a cambio lo perdí todo, todo lo que puede albergar un ordenador que ha cumplido cuatro años.
Mea culpa. Llevo tanto tiempo intentando ser otro que a veces me parece comportarme como un personaje de ficción, lo cual tiene una gran ventaja: obrar sin responsabilidad alguna.
Por eso pretendo y busco lo contrario. Por eso, a pesar de las zancadillas, no me permito desistir. Este pequeño cuaderno de notas tendrá que ser suficiente por ahora. Llegaré a una ciudad, regresaré a otra, y encontraré la manera de seguir contando cómo hallé el diario del muerto.
Ya han pasado cinco años desde que la Chica vino a rescatarme y no logro inventar mi redención. Desde entonces vivo semanas prestadas, atento a mi progresivo desaparecer. El tiempo y la fortuna no me son favorables, seré breve, tardaré menos, me ceñiré a lo esencial mientras sepa.
Cuando alquilé aquella casa comencé a soñar con monos, casi de inmediato, una casa de pueblo de una sola planta con jardín trasero y un sótano al que se accedía por una trampilla que tardé en descubrir.
Desde mi terraza podía contemplar cada mañana, antes de obligarme a cumplir mi jornada laboral, la caída frondosa de las laderas, la planicie del campo de Gibraltar, verde pero invadida por el plomo de las fábricas en la bahía de Algeciras, cerca del Peñón, caído de donde no se sabe o de una época donde los dioses pensaban en las rocas. El Peñón que yo sabía poblado de monos salvajes y que aún no había visitado; el Peñón extranjero que se escondía del pueblo aparentemente en guerra, con ruina de bombas, donde yo había sido contratado como profesor de jóvenes con futuro incierto fuera de los talleres de mecánica o del contrabando.
Afilaba las curvas para divertirme al amanecer, para despertarme durante los pocos kilómetros que me separaban de La Línea de la Concepción. Aparcaba delante del instituto. Salía con desgana del coche, un Ford Fiesta del 89. Todas las mañanas del mismo modo. Escéptico. Fingiendo dureza. Me había puesto las mismas botas todos los días, las que compré en Guadalajara de Jalisco para celebrar que había permanecido vivo después de un tiroteo. Me proporcionaban fuerza para cruzar aquella avenida de aceras nunca reparadas, oyéndome los pasos, saludando con una mirada a los alumnos que todavía tardaban en entrar al instituto, agrupados en torno a sus motos y el primer porro del día.
Sonaban mis pasos por el pasillo, entre las aulas, en cuyas puertas abiertas los muchachos solían inventar insultos, mirar de reojo. Yo simulaba poder. Imaginaba las influencias del Estrecho y del Peñón cercanos como si me soplaran en el cuello.
Soltaba los brazos dentro de la chupa, relajaba las manos, hacía como que no veía a los chulos de la clase, a las crecidas muchachas, antes de irrumpir en el aula donde el día iba a comenzar a torcerse.
Entonces aquellos rostros, los de mis alumnos, parecían dormidos: cierto en unos, en la mayoría desgana. Habían tomado café para espabilarse, hachís para colgarse, ahora mascaban chicle con asco o jugaban a pintar círculos y rayas sobre el cuaderno, artistas de la abstracción. Yo todavía no había alzado la voz. En la primera fila, una chica con el escote reventando no apartaba de mí los ojos redondos y oscuros.
Conforme las horas se apilaban, todos se iban amotinando en la plenitud de sus 16 o 17 años.
“¿Y a ti qué te pasa?”, le pregunté al más nervioso, un tipo delgado, con la cabeza llena de greñas y rizos, que acababa de saltar de banco en banco.
“Nada, profesor, es que me he tomado un tripi”.
Se rió a carcajadas. Luego añadió:
“Si quieres te enseño mi pipa”.
Drogas, armas, sobreentendidos eran frecuentes por allí, un aviso de lo que más adelante encontraría en el sótano de la casa del monte.
“Siéntate y aguanta el tripi; no des por culo o te parto la cara”.
Tenía que hablarles así; les divertía; era el único modo de que me dejaran continuar la clase, mientras hacía lo posible por disimular el miedo.
La sala de profesores no era mejor lugar, el salón del desencanto, una especie de consultorio donde todos los profesionales dudaban de su quehacer; los más experimentados habían acumulado bajas por depresión; los más jóvenes, juergas en la noche. En aquella sala, rodeado del ir y venir de la amargura o el cinismo, volví a disimular un débil temor. Por eso, cuando fui aceptado por un pequeño grupo de colegas, me apunté cuanto supe a aquella forma de vivir. Emborracharse era la mejor manera de preparar la clase del día siguiente, ligotear los unos con los otros, aceptar el juego de miradas que desnudan hablando de cualquier cosa. Para eso habíamos sacado unas oposiciones. Profesionales de primera que temen a sus alumnos; profesionales que están deseando que termine la tortura del día; docentes (ésa era la palabra del temario) a los que acaba importando un carajo el destino todavía confinado en los ojos que les miran en las aulas, ya sea con desprecio, atención o desconcierto; un destino, sin embargo, menesteroso, evidente en los labios que hablan distraídos con cualquier compañero de pupitre, interrumpiendo la clase.
Congracié con el profesor de Educación Física, preocupado exclusivamente por excitantes viajes de riesgo para el verano; intimé con el delicado y simpático arquitecto, profesor de Matemáticas, al que gustaban los hombres y que gustaba a los hombres, y también a las mujeres; intimé aún más con la Chica de la Nariz, profesora de Historia, de la que hablaré a menudo en adelante. Preparábamos las clases en los bares de La Línea de la Concepción rechazando la teoría de cualquier responsabilidad. El contexto social era el culpable. Nada se podía hacer sino sortear aquella situación. A la tercera copa toda excusa resultaba convincente. Una certeza o una burla, daba igual.
Clientes menos habituales que nosotros, los fines de semana nos encontrábamos con nuestros alumnos en las mismas barras: en la madrugada, algunas sonrisas preciosas. Yo abandonaba a la Chica de la Nariz en el tabaco y en la cerveza, con el pequeño grupo de colegas, y escapaba hacia el pasillo por donde había visto avanzar a cierta alumna mía. “Si quieres te enseño mi pipa”, recordaba, deseando también meterme un tripi y perseguirla sin conciencia. No hacía nada. Me quedaba en la puerta de los lavabos, como esperando turno y fumando un cigarrillo. Al verla salir, murmuraba para mí: “Niña de la Ducha.” Ella sonreía al reconocerme. Marchaba como una reina dentro de pantalones estrechos; y yo dejaba que transcurrieran uno o dos minutos antes de regresar con mis compañeros de profesión.
Pero aquellos primeros días al salir del trabajo me esperaba nadie, el viejo Ford Fiesta. A mi derecha, el muro del instituto. A mi izquierda, paredes descascarilladas, persianas de láminas de madera pintadas de un azul comido por el salitre. Al fondo de la avenida, el mar gris y una calma que aguardaba viento.
La soledad llenaba el asfalto de socavones, los coches aparcados, ningún modelo menor de cinco años, parecían sin marca; parecían solo el color de la carrocería y el volante tras el parabrisas sucio de polvo.
Yo permanecía de pie, entre mi coche y los alumnos que salían de clase, de nuevo agrupados y encendiendo sus porros.
Olía bien, material de primera que me animó a dar un paseo antes de regresar a la casa del monte.
Conforme caminaba apareció, tras el muro del instituto, el inmenso Peñón, el enorme Mineral en el límite de aquella llanura construida con fábricas venidas a menos, en una ciudad proclive al escombro pero intensamente habitada. Aquella era la frontera de Europa: caminaba por ella, la tocaba con los pies. Como símbolo de los nuevos tiempos, entre la derruida Línea de la Concepción y la verja de Gibraltar, se levantaba un flamante estadio. Gibraltar podía no ser español, pero el último gran edificio nacional estaba consagrado al fútbol.
Continué por la avenida bajo un sol molesto cuya luz resaltaba las grietas de los edificios, los jirones de plástico que rodaban empujados por las rachas de aire desde una acera a otra.
En los portales, viejas de luto interrogaban mi paso. Un perro corría detrás de una bolsa de basura. El Peñón me protegía, su presencia recortada bajo el clamor intermitente de las gaviotas.
Llegué a la playa. Unos apartamentos nuevos de cuarenta años. Bajo mis pies se extendía el asfalto con gravilla: a un lado, el paseo marítimo mordido por la arena y por los agujeros; al otro, casetas de un piso y almacenes. El edificio más alto, un hotel viejo. Todo cemento y cal.
Me fijé en una taberna a pocos pasos: un agujero abierto en la pared encalada bajo un cartel de El Águila, cerveza útil sólo en casos desesperados.
Me decidí por la playa y avancé entre barcas de madera rota y lanchas de goma con los motores levantados para que no tocaran la arena gruesa, abundante en guijarros. En la orilla, cada veinte metros, había una larga caña con el puño clavado en la arena. Sus dueños, también separados unos de otros, vigilaban el agua. Quise preguntar a uno de ellos cómo iba la pesca, con curiosidad por los peces de aquella costa, pero percibí algo en él que me disuadió: no un gesto, más bien su ausencia. Le observaba y no me devolvía la mirada. Estaba concentrado en algo en el agua, pero parecía concentrado en no volverse hacia mí.
Miré en la misma dirección: a medio mar, dos buques mercantes. Más lejos, cruzaban hacia el Este grandes petroleros separados unos de otros como las cañas de la orilla. Me incliné y toqué la última espuma de una ola antes de que regresara definitivamente. Supe que de alguna manera estaba molestando y que debía abandonar la playa cuanto antes. Odio esas situaciones. Odio cuando se acaba la libertad. Por eso continué paseando por la orilla hacia la mole fabulosa del Peñón, sintiendo en mi espalda, ahora sí, la mirada de los pescadores, la de cada uno de ellos, como disparos.
Ahora era yo quien no volvía la cara. Permitía que el agua avanzara hasta lamerme las botas, así pensarían que era un chalado.
Llegué hasta la frontera: una verja de alambre que cruza la playa y se adentra en el mar con la llamativa pretensión de separar los primeros metros de agua mezclada que pertenecen a España y a Gibraltar. Detrás de la verja, las algas se arremolinaban a lo largo de kilómetros de arena como fardos. Algo más lejos, delante de la pared del Peñón, gritaban gaviotas y charranes, girando sobre desperdicios o adivinando al vuelo el brillo plateado de un pez, es fácil meterse en la mente de aquellos pajarracos. Por encima de los acantilados de la Roca, se adivinaban oscuros árboles. Quizá era allí donde vivían los monos.
Fui regresando desde la verja por la playa. Ahora las miradas las tenía de frente. Los pescadores, uno a uno, con el rostro girado hacia mí, la expresión de sus ojos confusa bajo las gorras. Se levantó viento. Me protegí la cara bajando la cabeza: “No piensan que soy un chalado. Piensan que soy un guardia civil. Chupa de cuero gris, segunda mano, Alemania del Este. Botas mexicanas, color tequila sucio.”
Salí de la playa y me detuve en el paseo, enfrente de la taberna. Uno de los pescadores pasó junto a mí y entró. Ahora sí me moría de sed, incluso para beber cerveza El Águila. Sentí un cosquilleo en la parte posterior de los muslos, como una alarma. Apenas me separaban doscientos o trescientos metros del instituto y de mi coche. El sol pegaba en la cabeza, en la garganta y en la lengua. Pensé algo así: “Sólo si logro que me acepten, podré soportar estos meses en La Línea”, pero, cuando descorrí la gruesa cortina de la taberna, sabía que era la sed la que me daba valor.
El tugurio tenía las paredes abarrotadas de filas de botellas. Fue lo único que me dio tiempo a vislumbrar detrás de aquellos rostros que se habían vuelto hacia mí en silencio, un silencio desplomado sobre un barullo todavía palpable.
“No pasa nada”, oí una voz.
Tardé unos segundos en identificar a su dueño, un muchacho gordo con un pendiente en la nariz, el pelo rizado y aclarado con agua oxigenada.
“No pasa nada”, repitió.
Me fijé en él y sonreí.
“Es el nuevo profesor”, sonrió él también. “Éste es mi padre”, dijo poniendo la mano en la espalda de un hombre con la camisa desabotonada, que también trabajaba tras la barra.
Me acerqué y estreché la mano del viejo.
“Cómo va el niño”, me preguntó. Observé en su sonrisa algunos dientes de oro. A mi espalda regresaba la conversación de la taberna.
“Es un chico excelente”.
De verdad me lo parecía en aquella situación, aunque en clase hubiera pensado que era un patán. Ahora resultaba que seguramente se encargaba de pasar la droga entre los alumnos.
Además era adivino. Me puso una cerveza sobre la barra, con cierto ímpetu inquietante que provocó que parte del líquido rebosara sobre la madera negra.
Me la bebí de un trago. Pedí otra. Hablé un rato de cualquier cosa con el padre. A la tercera cerveza pasamos a cosas serias: la falta de trabajo en La Línea, principalmente.
“¿Y cree usted que a mi hijo le va a servir el instituto para algo?”
Pensé en la sala de profesores, pero le aseguré que sí, que su educación sería imprescindible.
Me dejaron solo en una esquina de la barra. Me fijé en las botellas de las estanterías, todas cubiertas de polvo. En un hueco había un calendario de tías en pelota, cortesía de uno de los muchos talleres mecánicos de la zona. Recordé la foto de Ava Gardner que tengo en mi mesilla de noche. Recordé que siempre quise ser como Humphrey Bogart. Lamentablemente, mis modelos son seres de ficción, seres que interpretan un guión artificial, apenas ajeno a la vida. Y, sin embargo, la imagen mitificada de Bogart me proporcionaba fuerzas para quedarme, incluso ganas de quedarme. Mitificar la realidad puede ser muy útil para soportarla, incluso para lograr vivir tranquilamente sin procurar un cambio.
Los pescadores de la playa fueron entrando en la taberna. Hablaron conmigo; me tomaron bastante el pelo, pelo de guiri, pelo de despistado.
“Pensábamos que eras un chapa”.
“¿Un chapa?”
“Sí, un chapa que no conocíamos.”
Reímos bastante. Llenamos el suelo de cáscaras de cacahuete y de colillas.
Cuando salí de la taberna, me encontré con que había anochecido. Unos muchachos corrían desde la playa con cargamento en las manos, un gran fardo cogido entre todos, hasta entrar en un almacén que cerró de un portazo.