Autor: Ernesto Pérez Zúñiga (Página 6 de 7)
La novela saldrá a la luz en octubre, en la editorial Galaxia Gutenberg.
Texto publicado originalmente en EL PERSEGUIDOR, el 22 de julio de 2018.
Como apartar una rama en la selva y encontrar, de repente, la ciudad futura. Así leemos la obra de José Balza, escritor imprescindible de la narrativa en español. No leerlo es perder. Y leerlo supone una experiencia plena: una fusión con algo misterioso, mejor. Algo que está ya aquí y también acabando de llegar, quizá durante décadas: una literatura que llena el presente y, de manera circular, los precipicios del tiempo.
José Balza, nacido en 1939 en el Delta del Orinoco, es autor de una amplia y cuidada
obra narrativa y ensayística, que destaca por un número de cualidades raras en un mismo escritor: la impecable factura y sensualidad del lenguaje, la variada invención, la sutileza del pensamiento, la capacidad de amalgamar jugando estructuras y tramas, de proponer ritmos e inquietudes que vienen de la experiencia, de los sueños o de otra dimensión que está en algún lugar invisible de la realidad. Todos estos elementos los reúne, por ejemplo, una sola novela, Percusión, publicada en España por Seix Barral en
1982.
La obra narrativa de José Balza fue de una precocidad asombrosa. Antes de los 30
años había escrito dos novelas de enorme solidez, Marzo anterior y Largo. Tendría 35 cuando publicó Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, una novela con
un enorme poder de renovación y que leída hoy mismo resulta venidera. Hay algo profético en ellas (como en Un hombre de aceite, que auguraba en 2001 la Venezuela que vendría): una estética lábil, que inaugura el tiempo de cada forma, pero también la
exploración de una ética abierta del ser, donde las normas se derrumban ante la
aventura escurridiza de la verdad.
Junto con estas novelas, son sus cuentos los que han tenido una repercusión internacional mayor, publicados en conjuntos tan reseñados como La mujer de espaldas (1986), Un Orinoco fantasma (2000), El doble arte de morir (2008) o Los peces de fuego (2010). En nuestro país, por ejemplo, la editorial Páginas de Espuma publicó una breve antología en el año 2004 y al cuidado de otro narrador venezolano, Juan Carlos Méndez Guédez, en cuyo prólogo supo situar a José Balza en “la estirpe de los escritores más renovadores e inclasificables de nuestro idioma (…) junto a nombres como Ricardo Piglia, Roberto Bolaño, César Aira o Enrique Vila Matas”.
Desde entonces son numerosas las voces que lo reclaman como uno de los maestros de la narrativa en español de final de siglo XX y principios del XXI. Sus aforismos, agudas fulguraciones, y ensayos, que abundan en la excelencia de lo escondido, se recogen en
volúmenes, por nombrar los más recientes, como Ensayos de humo (2013) o Play b
(2017). Es difícil hallar desde Cortázar (quien celebró, por cierto, la escritura de Balza),
un escritor que entregue a nuestro idioma tal diversidad de lenguaje, estructura e imaginación.
En una entrevista del año 99, afirmó: “Me gusta que los personajes vivan de tal forma que provoquen la sensación en los lectores de que sólo la literatura (…) puede proponer una frontera nueva de la experiencia cotidiana en el ser humano”.
Pocas experiencias literarias iguales a cruzarla.
Algunas páginas del manuscrito de la próxima novela de Ernesto Pérez Zúñiga. Será publicada en octubre por la Editorial Galaxia Gutenberg.
Publicado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos.
Cuando llegábamos al aeropuerto de Bogotá, volví a sentir cuánta falta nos hace América. Las montañas —cíclopes interminables— reverdecían también en mí y avisaban de que en aquella tierra emanaba una energía más poderosa que la del pequeño país europeo del que yo venía.
Iba a Pereira, al Eje Cafetero detrás de las montañas, al Festival Luna de Locos, que dirige Giovanny Gómez y que reúne a poetas de medio mundo para desperdigarlos por plazas, colegios y pueblos. A diferencia de mi país, en el que la poesía parece oficiarse en cubículos desangelados, en Colombia las lecturas se acogen como una fiesta. En plazas abarrotadas de jóvenes leo junto a mis compañeros de viaje (otros españoles, como Luis García Montero, Elena Medel y Jordi Valls; el argentino Juan Arabia; colombianos, como Juliana Gómez Nieto, Lindantonella Solano Mendoza, Mauricio Peñaranda, Arturo Estrada, José Luis Díaz-Granados; la galesa Zoë Skoulding; el canadiense Herménégilde Chiasson; el británico James Byrne, entre muchos otros) en la noche cálida, el público sentado en la hierba.
Vamos a colegios con patio de verbena, donde hacen de guirnalda nuestros poemas rotulados en cartulina y los cómicos retratos dibujados por los pequeños. Todos participan, cada alumno aporta una lectura, un poema propio, una reflexión, con mayor alegría en los barrios más difíciles: criaturas de la violencia o de la pobreza sonríen, bailan, escuchan, tienen el hambre de saber, de crecer con nosotros, pero también de compartir. Cuando voy a esos colegios, veo un mar en el que se derrama el sol; son las miradas, las inteligencias de los chicos y chicas colombianos, ejemplarmente preparados por sus profesores para ese momento, donde los hijos del café y de las montañas dan sentido a las cartas que traemos en las manos. Como si justo antes estuvieran en blanco. Ahora se marcan con vivas figuras. Y me hace recordar la abulia de mi país privilegiado y europeo, en el que los adolescentes parecen esconderse en cápsulas de hierro para no tener contacto con lo que les ofrecen los mayores, todos torpes en nuestra manera de transmitir y recoger legados. Seguir leyendo

Luis Bárcenas, la pasada semana, en la Audiencia Nacional. JAIME VILLANUEVA
Publicado originalmente en El País Opinión, el 10 de junio de 2018.
Los políticos son los protagonistas de esta película mala en la que los actores cambian, a su beneficio, la idea original del guion democrático
Da la impresión de que hemos dejado que los políticos abusen del espacio público que les corresponde, una omnipresencia que retrata una España de opereta, con personajes oscuros, muy poco edificantes. Llenan las pantallas, los diarios, y, lo que es peor, nuestras mentes. Bailamos al ritmo de sus ocurrencias y disparates, como si la vida pública no fuera más que la de ellos en lugar de, sin ir más lejos, la nuestra: médicos, obreros, profesores, comerciantes, dependientes… filósofos, que tan bien hay alguno. Pero los políticos son los protagonistas de esta película mala en la que los actores cambian, a su beneficio, la idea original del guion democrático.
Si la democracia existe para el bien común, muchos la entuban para su bien particular. Y aunque no todos se comportan así (hay miles de políticos que se dejan la piel en su trabajo) hoy en España resplandecen los más irresponsables, muchas veces no elegidos por el pueblo, sino por camarillas intrigantes que comercian con lingotes de poder. Ahí tenemos a Torra, recién llegado por las bambalinas, empeñado en representar un papel de energúmeno xenófobo, en lugar de usar el privilegio recién adquirido para tratar de conciliar la pluralidad de Cataluña. Quizá porque ha llegado por una puerta que los ciudadanos no son capaces de prever. Quizá porque el sistema de acceso está mal diseñado. ¿Un gobierno de los mejores? Al menos, no de los peores. Seguir leyendo
Publicado originalmente el 1 de noviembre de 2016 en Cuadernos Hispanoamericanos.
La escasez de frecuencia en la incursión en el género épico en nuestros días se debe a ciertas identidades con las que se afronta la realidad: la tendencia a acotar espacios cerrados, la falta ya de tierras incógnitas que hace que la indagación se vuelva hacia uno mismo, la desconfianza hacia las ideologías totalizadoras, la inmersión definitiva en un mundo lleno de matices y de grises, en agudo contraste con ese planteamiento en blanco y negro, casi dicotómico, del siglo xix –y que hacía aumentar el aspecto melodramático que hoy día se antoja artificioso y, lo que es peor en la literatura, inverosímil– hacen que las amplias perspectivas en que se mueve la épica y cierto esquematismo inherente a ella sea terreno poco habitado en la literatura actual. Con actual nos referimos a una narrativa que comienza tras la Segunda Guerra Mundial, cuando se inicia la labor de demolición del enfrentamiento entre valores burgueses y revolucionarios que hasta bien entrado el siglo había condicionado buena parte de la narrativa –que hasta bajo el género del recién creado thriller era literatura de denuncia, de revulsión–. La crisis del 29, por ejemplo, fue el último acontecimiento capaz de generar una épica: Las uvas de la ira, La ruta del tabaco… las atmósferas trágicas del sur faulkneriano, son ejemplos señeros de haber rozado, quizá por última vez, el género. Y no hay que olvidar que es justo en esos años cuando en el cine aparecen los primeros films del western, la última gran frontera del género épico en Occidente: La diligencia, de John Ford, madre nutricia de ellos, es de 1939.
Curiosamente la Guerra Mundial subsiguiente no dio obra de alcance épico de calidad en la narrativa, la sombra demoledora del expresionismo había dado sus frutos, salvo en el cine, con estructuras estéticas mucho más convencionales. Y, luego, ya es sabido, las corrientes estéticas de posguerra no favorecieron ese resurgir del género que para muchos tenía ya el aspecto de una nostalgia mal llevada pero doblemente anhelada. En cierta manera la épica nos acerca al mito y éste es necesidad recurrente en el arte. Seguir leyendo

JAVIER HERNÁNDEZ
La unidad parece venir de los márgenes ahora que los núcleos no desean la unión: la Unión Europea, desde luego, pero se diría lo mismo de cualquier espacio de acuerdo. La concordia ha dejado de ser importante para el núcleo. Entendemos por núcleo cualquier poder político instaurado, gobernante o en ciernes, que ha aglutinado en torno a millares de votantes convencidos de su singularidad respecto al resto de seres humanos (ya sea en su mismo país, en el continente o en el resto del mundo). Cada núcleo, por muy diferente que se crea de los demás, está en sintonía con el resto: armoniza en la falta de diálogo, se ensalza en la ausencia de empatía, idealiza la solidaridad con los iguales, descarta la equidad del contrincante. Los ciudadanos europeos nos estamos acostumbrando a escuchar esta sinfonía formada por muchos núcleos descoordinados y tozudos, que se imaginan tocando un instrumento único, y que, en el fondo, suenan a lo mismo.
Cada núcleo es un vórtice de promesas dirigidas a los votantes, a los que se suele tratar bajo la misma ley de la oferta y la demanda que engrasa hoy los huesos de ese esqueleto llamado Europa. Los votantes nos hemos convertido en un vale a cambio del poder, engatusados no solo con la promesa de cualquier pequeño paraíso, sino con la de que vamos a perder nuestro miedo. Miedo a los extraños en nuestras fronteras, miedo a la pérdida de seguridad y de trabajo. Qué importa lo que nos dejemos en el camino: unos pocos derechos, unas migajas de libertad, minucias de dignidad humana. En comparación con el amparo del núcleo. Seguir leyendo
Entrevista publicada originalmente en Zenda Libros.
Una cálida y sobria elegancia. Es lo primero que percibo de Sebastian Barry (Dublín, 1955) en el café del hotel donde voy a entrevistarlo después de leer su última y espléndida novela, Días sin final, publicada por AdN (Alianza de novelas). Unas manos cuidadas y fuertes, en uno de cuyos dedos —los dedos que escriben— destaca un sello dorado. Es el mismo que he visto en la fotografía de la solapa del libro; en la mano donde apoya su rostro serio y afilado por la barba, cuyos rasgos se esponjan, al hablar, llenos de cordialidad. La mirada, afilada, observadora, el ceño fruncido por pausadas reflexiones. Vive en los montes de Irlanda. Lo imagino paseando entre bosques. Imagino barro en sus botas; ropa con olor a leña, largas conversaciones con su familia, con su hijo Toby, a quien está dedicada esta novela.
—En realidad ha sido un regalo que él me ha hecho a mí —dice—.
Un regalo a quienes hemos leído el libro, pienso, pero no lo digo. Toby tiene 16 años, es homosexual, algo que en Irlanda, como en otras muchas partes del mundo, es un hecho inaceptable para las mentes obstusas.
—¿Qué te ha enseñado tu hijo? —empiezo preguntándole.
—A respetar, a reverenciar su vida. La vida.
—Y así te has convertido en Thomas McNulty, el protagonista y narrador de esta novela, un irlandés del siglo XIX enrolado en el ejército de Estados Unidos, y enamorado de otro hombre, John Cole.
—No soy Thomas, pero soy la persona que se ha sentado a su lado, para escuchar atentamente lo que él tenía que decir. Lo primero que debe hacer un escritor es aprender a escuchar la voz de sus personajes. Recuerdo el momento en que sucedió. Estaba en mi despacho. Había escrito ya 30 páginas. Pero todavía Thomas no había comenzado a hablar. Entonces dijo la primera frase de esta novela: “La forma de preparar un cadáver en Misuri se llevaba la palma, desde luego”. Y se hizo presente en mi habitación. Por supuesto, Thomas ha venido al mundo con cualidades de otras personas, sobre todo de mi hijo Toby, que es una persona valiente y noble. Pero hay que creer en esa magia de la literatura que hace verdadera la invención: hay que esperar a que el personaje se manifieste. Si yo fuera el que hablara directamente en la novela, el libro sería mucho peor. Seguir leyendo
Relato perteneciente al libro Las botas de siete lenguas y otras maneras de morir. Publicado originalmente en la web Words Without Borders.
Translation of “Dos Manzanas.” Copyright Ernesto Pérez Zúñiga. Translation copyright 2011 by Jonathan Blitzer. All rights reserved.
You have to see him there on the streets of an old neighborhood in Madrid; you have to look for him, young and tanned, with an open white shirt, specked with some paltry design, a style out of fashion, and with his blue jeans, as he hurries along. You have to see him knowing that his name is Abdul Azad, that he is from Tangiers, and that his name, at this very moment, is rattling around in the head of someone else, who, two blocks from there, has laid a trap for him while Abdul walks along between hope and fear among the blurring colors that mottle the parked cars and filthy storefronts.
And try to imagine what we will never know for sure: what old grudge (since it did not stem from us) and what precise urgency are at the root of everything that is going to happen today, Sunday, within the next ten minutes, in apartment 3L, in the alleyway off 11 Ángel Street, where Rashid is holding a pistol in his right hand.
The only details we have at our disposal are these: 1. That Abdul Azad, nineteen years old, and Rashid Azad, twenty-eight, are brothers. 2. That the minutes pass leaving beads of sweat on their brows, which some time ago in a market in Tangiers were furrowed in tense disagreement. 3. That Abdul rounds the first block while Rashid carefully slides the magazine into the butt of the gun, his hands trembling. 4. That Abdul and Rashid are both thinking about the fate of Abdul. 5. That Rashid releases the safety on the pistol, which he places on the table, as Abdul makes his way past the final corner of the second block. 6. That ten minutes have passed. Seguir leyendo