Publicado originalmente el 2 de septiembre de 2020 en Zenda.
Amistad de la muerte. Ernesto Pérez Zúñiga
Me pregunto cuántas cosas dejaríamos de hacer si no existiera la muerte. Probablemente, no consideraríamos necesario empeñarnos en casi nada. No existiría gran parte de las obras literarias ni desde luego los museos, cuyas obras seguirían siendo propiedad de sus autores, en el caso de que hubiesen considerado oportuno el esfuerzo para llevarlas a cabo.
Valle-Inclán lo expresaba así en una conferencia de 1926: «Porque sabemos que tenemos que morir, nos esforzamos en sobrevivir y en crear belleza y arte». Él desde luego lo consiguió con creces y por eso lo seguimos leyendo ahora. Lo seguimos viviendo, podría decirse, porque él como todos los artistas y creadores que admiramos guardan una vida latente en sus obras que nosotros activamos al leerlas o al contemplarlas o al escucharlas en el caso de la música. Podríamos definir incluso el arte como «aquello que hace vivir a sus autores por encima de su muerte».
Y también podríamos concluir que la muerte es condición indispensable para la existencia del arte. Sería espantoso que, pasados los siglos, Cervantes siguiera llenando los escaparates de la librerías con nuevas novelas y que Beethoven hubiese compuesto ya varios centenares de sinfonías. Los aborreceríamos, seguramente. Y ellos, tal como hicieron, preferirían haberse muerto. La muerte posibilita la renovación artística y, por supuesto, algo muy obvio: la renovación de la vida.