Categoría: Narrativa (Página 7 de 8)

Insomnio en Akasaka. Una misma habitación de hotel para Kawabata y Murakami.

(Publicado en la revista Coroto, abril de 2012, en el dossier sobre literatura japonesa coordinado por Ednodio Quintero. La revista completa en el enlace: http://issuu.com/revistacoroto/docs/coroto2 )

 

 

No soy una persona propensa al insomnio, pero siempre que leo a Kawabata el viejo demonio se acaba apoderando de mí. Me ocurrió en Madrid, hace una década, con Lo bello y lo triste. Era difícil dejar de pasear con el protagonista por la quietud de Kyoto, una quietud como una inmensa esponja apacible y, sin embargo, empapada de densa melancolía. La vida está tan detenida que se escapa. Esa es mi sensación mientras la noche avanza -el libro abierto en mis manos- y, a pesar de la hora, no me vence el sueño, como sucede siempre cuando me enfrento a un nuevo libro de Yasunari Kawabata.

Me ha ocurrido hace unos meses de nuevo con El rumor de la montaña. Sin duda, la culpa la tiene Singo, su protagonista, por su actitud absolutamente consciente, concentrada en cada detalle del universo que le rodea: la colina que hay detrás de la casa, los defectos de su mujer, la desgracia de su hijo, la delicada belleza de su nuera. La noche, siempre la noche y, a deshora, los ojos abiertos. Las manchas de la vejez picotean las manos de Singo que, antes de ir al trabajo, por primera vez en su vida, ha olvidado cómo hacerse el nudo de la corbata.

Pero el colmo sucedió en mi primera y, hasta la fecha, única visita a Tokio, en la habitación de hotel de un rascacielos en Akasaka, que, según mis noticias, ha sido demolido recientemente.   Era la primera noche en que debía dormir en aquella ciudad, después del largo viaje en avión, desde cuya ventanilla vi el Monte Fuji, y, en su costado, el sol, como una naranja que iba rodando hacia abajo, en diagonal. El mismo color, por cierto, de la portada de mi edición de La casa de las bellas durmientes. A medianoche el libro aguardaba sobre la cama, mientras, ante el gran ventanal de mi habitación, en un piso muy alto, yo miraba una enorme luna (tan grande que parecía doble) sobre un bosque de rascacielos, incontables torres que turnaban sus figuras en un océano de neones, cada vez más lejos, en la oscuridad.

Rescato de mi diario lo que escribí unas horas más tarde:

 

9 de noviembre de 2008.

 

Leo que el viejo Eguchi duerme con pastillas y yo no puedo dormir.

Él acaricia la piel de una muchacha muerta y yo apenas tengo ideas para seguir despierto.

No tengo pastillas. Tengo las páginas de Kawawata con peso de orquídea.

Leo una piel interior.

 

Se acercaba el amanecer. Resultaba extraño haber contemplado al viejo Eguchi, insomne ante una bella durmiente, a la que iba llenando de sus propios recuerdos y pensamientos mientras la acariciaba furtivamente. Luego verle caer gracias a un somnífero. En cambio, yo, con el libro abierto en la mano, notaba la claridad en los ventanales de la habitación. La ciudad trepaba en forma de luz y con todas sus ocupaciones del día que ya se iba presentando. Mi conciencia no tendría más remedio que adaptarse desde ese estado especial del insomnio al bullicio que traería el día.

¿Cómo definir ese estado? Le pregunto a Eguchi. Le pregunto a Shingo, quien como aquél, “se sintió invadido por una suave tranquilidad, la tranquilidad de dormir con una joven», en El rumor de la montaña. Le pregunto también a muchos de los personajes de Murakami. La irremediable atención a lo minucioso que va sucediendo en nuestro pensamiento, en desorden de asuntos y de angustias, alentadas por la necesidad de dormir incompatible con un estado nervioso y vital muy determinado, donde en la carrera neurótica se abren, de pronto, islas de lucidez. Ahí descubrimos una certeza que nos calma y que, estamos seguros, transformará algo definitivo por la mañana: una decisión incontestable, una ruptura con algo o alguien, una aventura ineludible hacia alguna parte. En mi caso, son espejismos casi seguros, que el día siguiente borrará, pero que sirven, en aquel lugar de la noche, para centrar un momento la mente antes de que ésta vuelva a desbocarse tras mil preocupaciones.

Es diferente para los personajes de Kawabata. El insomnio les proporciona revelaciones sobre ellos mismos y sobre las personas que tocan sus vidas, de modo que impulsará algunas decisiones importantes durante la vigilia.

Pienso ahora en Sembazuru (traducida a nuestro idioma como Mil grullas, e incluso, en la edición que yo tengo, contemporánea a Kawabata, con el contorsionista título de Una grulla en una taza de té). El joven Kiku no puede dormir. Tendido en su cama, contempla, dentro de su cabeza, a la que fue la amante de su padre, y ahora suya; a la hija de ésta, que le turba de especial manera; y a una joven de belleza delicada, con quien quizá va a prometerse. Las dibuja, las potencia. Se revuelve en las sábanas. Y, por la mañana, habrá tomado una decisión que transformará la vida de aquellas mujeres.

Pero lo más maravilloso en esta novela es que esa actitud insomne, una mezcla de extrema atención y extrema susceptibilidad, se ha encarnado en los objetos de aquellos a los que pertenecieron: los muertos. Sus tazas de té, en nuestras manos, están transmitiéndonos una actitud, una presencia, una idea, una inclinación hasta entonces invisible. Los objetos siguen despiertos mientras nosotros los creemos dormidos.

En Sembazuru, igual que el insomnio respecto a la figura tendida en el lecho, la trama sucede detrás. Los muertos caminan detrás de los personajes, como en la Ligeia de Poe, pero con mayor suavidad, interviniendo en sus deseos de manera apenas perceptible, a través de esas tazas de té en las que los padres, difuntos, apretaron sus labios en el mismo lugar que ahora sus hijos, vinculados precisa y fatalmente por esa continuidad del tacto y de las ceremonias. La estructura de esta novela es frágil, como la porcelana de la taza de té, y perfecta como el modelado que le da forma.

De otro modo, los personajes de Murakami comparten esta actitud insomne de la conciencia.

En su última novela, 1Q84, una frase del narrador define una clave que vale para el universo de este libro y, en general, para las novelas que escribe su autor: «La frontera entre el mundo real y los frutos de la psique se ha vuelto imprecisa».

Esa transpiración entre el mundo que contempla nítidamente un personaje, por el que camina con transparencia, y las criaturas que habitan en el inconsciente de ese mismo u otros personajes, nos proporciona la manera de urdir universos de Haruki Murakami. Los seres y posibilidades que inquietaron borrosamente nuestras sombras se pasean con perfecta naturalidad por las páginas, vestidos como cualquiera vestiría en una calle de Shibuya, de marca, con desenfado, o con un traje cortado a medida si es que tienes el dinero suficiente. Quien haya leído las historias de Murakami sabe que cualquier monstruo de los peores fondos de la psique colectiva puede estar forrado y pertenecer a la clase más alta.

Muchos de sus protagonistas tienen, desde luego, una actitud insomne. No se trata de que no duerman bien. De hecho, padecen sueños profundos que les llevan mucho más lejos de lo que sospechaban en la vigilia, o les ponen en una situación de desvalimiento acechado por alguna extraña presencia, como ocurre en After dark. A diferencia de los personajes de Kawabata, los de Murakami ejercen esa atención suprema hacia cualquier circunstancia exterior o interior, tan propia del insomnio, cuando les toca estar despiertos. Recordemos a Tooru Okada, alerta y sentado en el fondo de un pozo, en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo; a Kafka Tamura, alerta y sentado en la biblioteca de Kafka en la orilla; o mejor, para centrarnos en su última novela, a Tengo y Amoame, prisioneros en el mundo de 1Q84.

En la última parte de esta novela, encontramos a Amoame recluida, obligada a vigilar extenuantemente un parque por donde debe aparecer la persona que nunca aparece, Tengo, cuya ausencia está iluminada por las dos extrañas lunas que han aparecido en el cielo, señal activa de que la transpiración murakamiana entre mundo consciente e inconsciente es más poderosa que nunca.  Sentado en un columpio de ese parque, y coincidiendo cuando es imposible detectarlo para Aomame, Tengo vigila la inaudita existencia de las mismas dos lunas. Mientras tanto, en el edificio donde vive, el detective Ushikawa ha instalado un exhaustivo método de vigilancia fotográfica para espiar a Tengo y la posible aparición de Aomame.

Como en el insomnio: un espionaje a todo lo que se mueve fuera o dentro del pensamiento, con la complicación añadida de que en el universo de Murakami ocurren en la vida normal algunas cosas que han escapado de las regiones de los sueños.

Los personajes de Kawabata practican un insomnio más corriente, similar al nuestro, mientras que los de Murakami no suelen padecer insomnio, pero viven sus días sufriendo algo parecido a lo que los insomnes sufren en sus noches.

Curiosamente, al contrario que las de Kawabata, las novelas de Murakami no me producen insomnio. Las devoro, no puedo dejar de leerlas, pero, a mi hora habitual de dormir, voy cayendo en el sueño con suavidad y despierto al día siguiente sin mayores contratiempos.

Estos efectos tan distintos deben tener su origen en los niveles de tiempo y quietud vital a los que nos descienden unos y otros textos. Sin embargo, me gusta pensar que en el fondo hay una razón misteriosa, mágica de algún modo, relacionada con el poder de la ficción literaria y, en concreto, con una singular conexión entre Murakami, Kawabata y mis propias circunstancias. Estas son las siguientes:

1Q84 finaliza en el mismo hotel en el que no conseguí dormir mi primera noche en Tokio. Allí, a una habitación alta, lo más alta posible del rascacielos, suben Tengo y Aomame para pasar su primera noche juntos y contemplar la luna sobre la ciudad de Tokio, una única luna sobre nuestro mundo común. Yo también la contemplo, el 9 de noviembre de 2008, justo antes de irme a la cama con un libro de Kawabata por estrenar.

Ese hotel, según me han dicho, ha sido destruido, y permanece solo en el territorio de los recuerdos de los clientes que, como yo, durmieron allí. El caso más concreto, con mayor poder material, de persistencia del hotel de Akasaka se halla en esta historia de Murakami, que he leído en enero de 2012.

Después de la demolición del hotel que se alzó en Akasaka, lógicamente ya no existe su espacio, y, por tanto, los tiempos que se anclaban en él se han perdido o, en todo caso, han comenzado a obedecer nuevas leyes. Según ellas, mientras Tengo y Aomame pueden dormir en la cuidada habitación (recuerdo el yukata perfectamente doblado sobre la cama de matrimonio, rectangular ante el ventanal levemente redondeado), yo permanezco despierto terminando la lectura de La casa de las bellas durmientes, de Kawabata.

En el insomnio la lectura y la vida se han fundido, y la literatura se ha convertido en la latencia más palpable de la realidad.

Es la ficción. El único mundo en que permanezco despierto.

 

 

 

 

La recolectora de las piernas largas

Dónde está la mujer de las piernas largas, la mujer alta con medias de hilo blanco, cortadas a la altura de las rodillas esqueléticas, de hombre. Hace tiempo que no la vemos en la calle Alcalá, con su peluca de rizos y su gafas de sol bajo una cofia de ama de llaves. Paseaba con su bolso blanco, de plástico brillante, y unos guantes  hasta el codo, como si nadie la mirara, y éramos todos. Con ellos hurgaba en las papeleras más abarrotadas, de donde sacaba pequeños desperdicios, comida u objetos, para guardarlos, largirucha y aristócrata, como si ni la mugre ni las miradas pudieran tocarla. Brillaban también sus botones nacarados, salvados un instante de la soledad y de la muerte, mientras, ya cargada de desperdicios, se alejaba hacia alguna madriguera con Diógenes, en plena calle Gran Vía, rodeada de tiendas glamurosas.

Desfilando, con su bolso fashion lleno de basura, coqueta.

Para mostrar que ella era una máscara de todos aquellos que la mirábamos de reojo, peatones normales que íbamos y veníamos de un consumo ordenado, clasificados en estantes de despegue y hangares de llegada, con prisa.

Dejábamos caer a nuestro paso, en el centro de cada papelera, envoltorios relucientes que ella recogía, clasificaba antes de cruzarse y perderse.

http://fronterad.com/?q=node/4451

Juan Ángel Juristo sobre «El juego del Mono», en ABC Cultural.

«Con El juego del mono, el autor vuelve a encerrarnos en un universo extraño, opresivo, donde las tensiones provienen de un contraste violentamente establecido desde el comienzo»

«De esa investigación y de la inmersión en el mundo de la marginación trata este bello libro que se nos presenta como una metáfora salvífica del poder del arte, de la literatura como transformación del mundo, de la visión del hombre ante las cosas. Ese acierto en narrar la frontera entre lo que constituye la ficción y la realidad es la clave de la excelencia de esta novela.»

abc cultural

Huerto cerrado. Blanca Riestra sobre «El juego del mono».

El juego del mono es una novela extraña. En ella, Ernesto Pérez Zúñiga confirma lo que para él es escribir: quemar las naves y volver a empezar, sin aceptar fórmulas, sin acogerse a géneros ni capillas. Escribir a pecho descubierto, cada vez desde cero. Echarse al monte. Todas sus novelas han sido novelas únicas, todas implicaban un riesgo distinto cada una.

El juego del mono, a pesar de estar trufado de homenajes a autores concretos, sobre todo Onetti –inevitable ver ecos de Santa María en Gibraltar-, Valle, Nabokov… desde luego, es una novela que no se parece a ninguna. Siendo contemporánea, no cede en ningún momento a las pequeñas trampas simplificadoras que la contemporaneidad nos ofrece, sino que, como ha dicho un crítico recientemente, vehicula una “extraña pureza”.

Sorprende primero una prosa limpia y dura, esculpida al cincel, de deuda poética. Una prosa  que funciona perfectamente como contrapunto a  un paisaje andaluz, fronterizo, simbólico, y que es casi como cante jondo, esencial, hiriente. Después, llama la atención la particular estructura de muñecas rusas, historia dentro de otra historia, que todo a lo largo de la novela aparece como un calco invertido de unas Mil y una noches, donde el carcelero sería Sherezade y Montenegro el prisionero  condenado a entretener a su verdugo.  Además,  la estructura del Juego del mono evoca, para mí, inevitablemente, la confección de las primeras novelas de origen oriental en nuestra lengua. Pienso en el conde Nicanor y pienso en la culminación de esta tendencia que fue el Quijote. Yéndonos a otros pagos, están en el Decamerón, Gargantúa y Pantagruel, los Cuentos de Canterbury… Una novela, pues, hecha de opúsculos donde un narrador refleja la voz de otro narrador y este a su vez a otro. Este juego, y es que en esta novela todo es juego, contribuye a distorsionar las fronteras de la realidad y la ficción y funciona en sí mismo como un poderoso artefacto de “mise en abîme”.

En El juego del mono, la trama no es estática en absoluto, sino que, en su celeridad, tiene toques de novela negra. Se trata de una historia de descenso, o quizás de dos historias de descenso que se reflejan la una a la otra, como en un espejo. Pero aún así, la acción no es más que el antifaz de otra cosa. Y es que cuando uno cierra el libro y se quita las gafas, es inevitable pensar que estamos ante una novela de acción que en el fondo es alegórica. Es como si en ella  las imágenes establecieran un diálogo destinado a explorar una oscuridad tan cerrada como la esquina negra de la bodega del mono, adonde los últimos rayos de luz del jardín apenas llegan.

Todo es simbólico, pues, y todo es tentativo. Pienso en el diálogo indirecto que se establece entre la carcelera y el prisionero, donde, éste trata de rodear mediante la escritura algo inexpresable, infructuosamente, una y otra vez, y al mismo tiempo, adivinar o sondear cuál es la intención, los pensamientos, los deseos de la temible Sherezade enmascarada.

Pero ¿imágenes de qué? Pues, sobre todo de en qué consiste la existencia y en qué consiste escribir. Porque,  ¿qué es la  vida –permítanme la licencia barroca – más que la reclusión sin razón aparente en una cárcel? ¿Y qué hace el escritor sino seguir la órdenes de un diosecillo cruel que le ordena que explique lo inexplicable, que convierta  su bajeza, su animalidad, su desesperación en palabras?  Montenegro evoca a  Murakami, como patrón de su santo encierro, y es cierto que Murakami es experto en este tipo de personajes confinados en subterráneos absurdos. Pero forzoso es también pensar en el mito de la Caverna, o en el Segismundo de la Vida es sueño o en el pobre Calibán de la Tempestad y preguntarnos con ellos cuales son los límites entre el sueño y la vigilia.

Todos los nombres son simbólicos: Montenegro –sombrío eco del protagonista de las Comedias bárbaras de Valle, de quien hereda su brutalidad y su conciencia- , La chica de la Nariz, la niña de la Ducha. Hasta  La línea de la concepción parece traernos resonancias de otras cosas. El lenguaje y los nombres nos dan pistas, remiten a una mitología primera  y siembran a veces el desconcierto.

Otro hallazgo muy afortunado, a mi parecer, es la utilización del espacio. El juego del mono manipula el espacio al máximo como estrategia expresiva. Lo cual apuntala algo que ya sabíamos,  la intuición de que toda novela no es más que territorio acotado a base de palabras, un laberinto, un recinto voluntariamente desdibujado o definido, con su correspondencia mental  en nuestros momentos de ensoñación o de desvelo. La novela es espacio edificado.

El juego del mono habla, en fin,  sobre la creación, sobre la impotencia, sobre los agobiantes espacios interiores del espíritu. Pero también sobre la vida como prisión y como deslumbramiento. Porque nada es tan hermoso ni tan bello como el jardín, el huerto cerrado, vislumbrado apenas desde el sótano.

Culturamas.

«El juego del mono», por Doménico Chiappe.

En El juego del mono, un profesor de literatura se muda a Algeciras para dar clases en un colegio público. Conoce a los habitantes, algunos contrabandistas, y visita el peñón de Gibraltar de vez en cuando, como forma de escape y recreación. Ahí secuestrará a un mono, de los que roban y divierten a los turistas (él, uno más), y lo encerrará en el sótano de su casa alquilada, en cuya cercanía apareció un cadáver y donde aparecerá un manuscrito. En esta narración hay tres rasgos propios del autor:
1) El ambiente cotidiano y sin embargo opresivo. De ahí que la primera mención, de las muchas que se encuentran en la novela, sea para Onetti.
2) La delimitación temporal en el hoy, el aquí, el ahora, y no obstante la universalidad de los personajes.
3) Los personajes, tan habituales, tan del vecindario, pero descubiertos en un mundo íntimo que deja entrever la mediocridad de sus habilidades, la impotencia de encontrarse sin salidas, atrapados en un laberinto de setos que no son más que la realidad y las circunstancias propias.
Como advertencia al lector, una línea: «Cuando alquilé aquella casa comencé a soñar con monos». Lo real y lo onírico fluyen como el traspaso de una frontera física (Algeciras) a otra (Gibraltar). O como el paso del bajo de la casa al sótano. La pequeña tragedia diaria del profesor se cuenta con una estructura de matrioshka, muñeca que abre su panza en la página 113, con el capítulo “La historia que me contó el mono”. En ese momento, la narración principal, la de este profesor incómodo aunque apoltronado, cede ante un manuscrito encontrado en el sótano de la casa de Algeciras, donde está prisionero el primate de Gibraltar.
Lo que “cuenta el mono” pertenece a otro prisionero: un hombre en medio de la naturaleza, con lo que se establece una paradoja, porque el mono residente en el sótano es otro prisionero pero en medio de la ciudad. Dos rehenes o uno solo. O, quizás, el futuro del profesor. La incertidumbre del lector juega un rol de tensión en toda la trama. «No entiendo este juego. Entiendo que encerrarme es un acto en extremo cruel, en extremo inexplicable», dice el narrador. Otra paradoja: el secuestrado que narra esta segunda parte debe aprender a escribir, mientras que quien lo lee, un profesor de literatura, debe enseñar a leer.
El prisionero del manuscrito enloquece bajo el yugo de La Mujer del Jardín y, mientras lee este legado, el narrador-protagonista, recorre un camino similar. Este tránsito, el de la locura, el que ocupa la última parte de la novela, “La Mujer de la Máscara, La Chica de la Nariz, La Niña de la Ducha”, se atraviesa de manera minuciosa, oscura, nebulosa. Con saña, con lentitud, se camina por una cuesta que lleva a lo terrible, hacia una cima de zoofilia (mujer-perro / hombre-mono / mujer-mono), contada con elegancia, repleta de silencios esclarecedores, de la que el protagonista solo se precipitará al vacío, como si cumpliera una sentencia, una predestinación.

La Tormenta en un vaso.

El juego del mono, por Lázaro Covadlo.

“Todo aquel que escribe ficciones es un inquisidor de las posibilidades verosímiles que tiene la realidad para manifestarse extraordinaria”. Esto lo piensa, lo dice, lo escribe, el hombre que está encerrado en el sótano en compañía de un mono al que acabará por matar y, finalmente, devorar cocinado en guiso. El hombre que estuvo encerrado en un sótano, secuestrado por una hermosa mujer a la que relacionará con Sherezade, ha redactó un manuscrito. El manuscrito quedó en el sótano, el sótano está en una casa en medio de un jardín, la casa que está en medio del jardín se encuentra en una urbanización en la que vive Montenegro y también “La Niña”, que es una apetecible adolescente a la que Montenegro desearía hincarle el diente. La niña apetecible es alumna de Montenegro y éste ejerce de profesor de literatura en un Instituto del Campo de Gibraltar y a instancias de él la clase entera lee Drácula, de Bram Stoker, y eso que la lectura predilecta de Montenegro parece ser Lolita, de Vladimir Nabokov. Entonces uno piensa que “La Niña” es Lolita y el anti héroe Montenegro quisiera ser Drácula para morderle el cuello y otras cosas más.

“Siempre sobrevivirá en algún lugar de la tierra un hombre distraído que dedique más horas al ensueño que al sueño o al trabajo, y que no tenga otro remedio, para no perecer como ser humano, que el de inventar y contar historias”, piensa, dice, escribe el hombre encerrado en el sótano cuyo manuscrito lee Montenegro. Lo lee en el sótano y en compañía de un mono de Gibraltar. Otro mono, no el que mató y al que se comió el anterior inquilino, secuestrado por una Sherezade que le hace el amor y de la que el prisionero se enamora. A todo esto uno sospecha que el hombre secuestrado es sólo un narrador puesto en hojas de papel por el profesor Montenegro, tipo relativamente alcohólico, cocainómano, antihéroe y perdedor nato. Pero es que Montenegro es el narrador de esta historia y ha sido puesto allí —como la muñeca mayor de un juego de muñecas rusas— por el autor, un tal Ernesto Pérez Zúñiga, que escribe de maravillas, oiga usted. Llegados a este punto no es del todo ilícito sospechar que Montenegro, el prisionero del sótano, la dama que este último relaciona con Sherezade, el mono vivo y el mono devorado, la niña apetecible y demás personajes pudieran ser todos ellos emanaciones fantásticas de Pérez Zúñiga. Sí, el mismo que ha pergeñado esta novela cuyo final cierra como un portazo, y el lector ya sabrá porqué lo expreso así.

Las novelas que a uno lo impresionan lo llevan a evocar novelas leídas con anterioridad.

Novelas de otro tiempo. Lo digo con la mejor intención, porque no es que Pérez Zúñiga escriba como se escribía en otro tiempo. No, para nada, tan sólo digo que la lectura de su última novela me traslada a otras novelas que igualmente me han impresionado, y esto es así porque mientras recorría las páginas de El juego del mono llegaban a mi memoria pasajes de El extranjero, de Albert Camus, o de El lobo estepario, de Hermann Hesse, o de Los siete locos, de Roberto Arlt, al tiempo que Montenegro me hacía pensar en los anti héroes de Fiodor Dostoievski o de Raimond Carver. Sin embargo, El juego del mono es cosa diferente, por supuesto que sí. Y por supuesto que este tipo de asociaciones corren exclusivamente por cuenta del lector. Otros lectores harán, con seguridad, asociaciones diferentes, que eso es lo que nos ocurre con las novelas que nos impresionan.

Ah, y Lovecraft…

(Publicado en Facebook: grupo Dr. Jackyll and Mr. Hyde)

Oficio de las tinieblas. Juan Gaitán sobre «El juego del mono».

En la revista Mercurio:

Cuando un escritor, en la quinta línea de una novela, en la palabra número treinta y nueve, cita a Juan Carlos Onetti, probablemente ya me ha ganado para su causa, ya me ha predispuesto a su favor. Luego, a poco que se avanza en la lectura, uno empieza a saber que lo intuido estaba cargado de razón, que Ernesto Pérez Zúñiga tiene esa profundidad narrativa que nos gusta tanto porque podemos rastrear en ella el aliento de un poeta. Al lector con ciertas exigencias, con el paladar hecho a algo más que a fast foodliteraria, le agrada encontrar escritores que cuidan el lenguaje, que tienen una intención estética más allá de la tiranía de la trama, que buscan la forma y la cultivan: “vivo en la ciudad de los muertos, frente a la bella ciudad del tiempo”.

El juego del mono, la última novela de Ernesto Pérez Zúñiga, es una de esas novelas que apetece escribir antes incluso de haberla terminado de leer. Tal vez sea por lo que tiene de onírica y evocadora, o porque su personaje central, Montenegro, un profesor de literatura carcomido por el fracaso del sistema educativo, dé pie al autor para llenar el texto de homenajes literarios (Dos­toievski, Murakami, Nabokov) y también de metaliteratura. Y además, tiene el acierto de colocar a ese personaje en un territorio fronterizo, La Línea de la Concepción. Algún día habría que hacer el recuento de cuántas obras literarias han utilizado (desde Cervantes e incluso otros antes que él) el viejo truco del manuscrito encontrado. Pero hasta ahora nadie lo había empleado para construir a su alrededor una sutil metáfora del escritor, un ser sometido a una profesión durísima, si quiere hacerse honestamente, que siempre trabaja con los pies fríos y que, para colmo, es consciente de la imposibilidad de huir. El escritor ejerce, así, un “oficio de tinieblas” que queda perfectamente descrito: “te voy a entregar mis sueños. Y es irónico hacerlo. Porque he de penetrar mi oscuridad. Caminando por ella, observar sus decorados absurdos que encubren una caja fuerte donde se guarda el sentido. Y aquí comienza la paradoja de mi labor: descubrir la combinación, extraer los sueños con cuidado y llevarlos a la luz a través de la escritura. Corresponde a tus ojos alumbrarlos. Los lectores son la luz de la palabra”, párrafo adjudicable a un escritor sin nombre que permaneció secuestrado en un sótano y cuyo manuscrito encuentra Montenegro puede que por casualidad.

Pérez Zúñiga proporcionará al lector con gusto literario dulces momentos, felices hallazgos y un juego de homenajes que resultará divertido ir descubriendo mientras Montenegro, por su parte, baja a los infiernos de los ambientes marginales fronterizos, trata de desentrañar el enmarañado misterio del escritor secuestrado y, de camino, reflexiona en torno al hecho literario (a veces paraíso a veces averno) y su maravilloso poder para difuminar los límites entre la realidad y la ficción.

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