(Publicado en la revista Coroto, abril de 2012, en el dossier sobre literatura japonesa coordinado por Ednodio Quintero. La revista completa en el enlace: http://issuu.com/revistacoroto/docs/coroto2 )

 

 

No soy una persona propensa al insomnio, pero siempre que leo a Kawabata el viejo demonio se acaba apoderando de mí. Me ocurrió en Madrid, hace una década, con Lo bello y lo triste. Era difícil dejar de pasear con el protagonista por la quietud de Kyoto, una quietud como una inmensa esponja apacible y, sin embargo, empapada de densa melancolía. La vida está tan detenida que se escapa. Esa es mi sensación mientras la noche avanza -el libro abierto en mis manos- y, a pesar de la hora, no me vence el sueño, como sucede siempre cuando me enfrento a un nuevo libro de Yasunari Kawabata.

Me ha ocurrido hace unos meses de nuevo con El rumor de la montaña. Sin duda, la culpa la tiene Singo, su protagonista, por su actitud absolutamente consciente, concentrada en cada detalle del universo que le rodea: la colina que hay detrás de la casa, los defectos de su mujer, la desgracia de su hijo, la delicada belleza de su nuera. La noche, siempre la noche y, a deshora, los ojos abiertos. Las manchas de la vejez picotean las manos de Singo que, antes de ir al trabajo, por primera vez en su vida, ha olvidado cómo hacerse el nudo de la corbata.

Pero el colmo sucedió en mi primera y, hasta la fecha, única visita a Tokio, en la habitación de hotel de un rascacielos en Akasaka, que, según mis noticias, ha sido demolido recientemente.   Era la primera noche en que debía dormir en aquella ciudad, después del largo viaje en avión, desde cuya ventanilla vi el Monte Fuji, y, en su costado, el sol, como una naranja que iba rodando hacia abajo, en diagonal. El mismo color, por cierto, de la portada de mi edición de La casa de las bellas durmientes. A medianoche el libro aguardaba sobre la cama, mientras, ante el gran ventanal de mi habitación, en un piso muy alto, yo miraba una enorme luna (tan grande que parecía doble) sobre un bosque de rascacielos, incontables torres que turnaban sus figuras en un océano de neones, cada vez más lejos, en la oscuridad.

Rescato de mi diario lo que escribí unas horas más tarde:

 

9 de noviembre de 2008.

 

Leo que el viejo Eguchi duerme con pastillas y yo no puedo dormir.

Él acaricia la piel de una muchacha muerta y yo apenas tengo ideas para seguir despierto.

No tengo pastillas. Tengo las páginas de Kawawata con peso de orquídea.

Leo una piel interior.

 

Se acercaba el amanecer. Resultaba extraño haber contemplado al viejo Eguchi, insomne ante una bella durmiente, a la que iba llenando de sus propios recuerdos y pensamientos mientras la acariciaba furtivamente. Luego verle caer gracias a un somnífero. En cambio, yo, con el libro abierto en la mano, notaba la claridad en los ventanales de la habitación. La ciudad trepaba en forma de luz y con todas sus ocupaciones del día que ya se iba presentando. Mi conciencia no tendría más remedio que adaptarse desde ese estado especial del insomnio al bullicio que traería el día.

¿Cómo definir ese estado? Le pregunto a Eguchi. Le pregunto a Shingo, quien como aquél, “se sintió invadido por una suave tranquilidad, la tranquilidad de dormir con una joven», en El rumor de la montaña. Le pregunto también a muchos de los personajes de Murakami. La irremediable atención a lo minucioso que va sucediendo en nuestro pensamiento, en desorden de asuntos y de angustias, alentadas por la necesidad de dormir incompatible con un estado nervioso y vital muy determinado, donde en la carrera neurótica se abren, de pronto, islas de lucidez. Ahí descubrimos una certeza que nos calma y que, estamos seguros, transformará algo definitivo por la mañana: una decisión incontestable, una ruptura con algo o alguien, una aventura ineludible hacia alguna parte. En mi caso, son espejismos casi seguros, que el día siguiente borrará, pero que sirven, en aquel lugar de la noche, para centrar un momento la mente antes de que ésta vuelva a desbocarse tras mil preocupaciones.

Es diferente para los personajes de Kawabata. El insomnio les proporciona revelaciones sobre ellos mismos y sobre las personas que tocan sus vidas, de modo que impulsará algunas decisiones importantes durante la vigilia.

Pienso ahora en Sembazuru (traducida a nuestro idioma como Mil grullas, e incluso, en la edición que yo tengo, contemporánea a Kawabata, con el contorsionista título de Una grulla en una taza de té). El joven Kiku no puede dormir. Tendido en su cama, contempla, dentro de su cabeza, a la que fue la amante de su padre, y ahora suya; a la hija de ésta, que le turba de especial manera; y a una joven de belleza delicada, con quien quizá va a prometerse. Las dibuja, las potencia. Se revuelve en las sábanas. Y, por la mañana, habrá tomado una decisión que transformará la vida de aquellas mujeres.

Pero lo más maravilloso en esta novela es que esa actitud insomne, una mezcla de extrema atención y extrema susceptibilidad, se ha encarnado en los objetos de aquellos a los que pertenecieron: los muertos. Sus tazas de té, en nuestras manos, están transmitiéndonos una actitud, una presencia, una idea, una inclinación hasta entonces invisible. Los objetos siguen despiertos mientras nosotros los creemos dormidos.

En Sembazuru, igual que el insomnio respecto a la figura tendida en el lecho, la trama sucede detrás. Los muertos caminan detrás de los personajes, como en la Ligeia de Poe, pero con mayor suavidad, interviniendo en sus deseos de manera apenas perceptible, a través de esas tazas de té en las que los padres, difuntos, apretaron sus labios en el mismo lugar que ahora sus hijos, vinculados precisa y fatalmente por esa continuidad del tacto y de las ceremonias. La estructura de esta novela es frágil, como la porcelana de la taza de té, y perfecta como el modelado que le da forma.

De otro modo, los personajes de Murakami comparten esta actitud insomne de la conciencia.

En su última novela, 1Q84, una frase del narrador define una clave que vale para el universo de este libro y, en general, para las novelas que escribe su autor: «La frontera entre el mundo real y los frutos de la psique se ha vuelto imprecisa».

Esa transpiración entre el mundo que contempla nítidamente un personaje, por el que camina con transparencia, y las criaturas que habitan en el inconsciente de ese mismo u otros personajes, nos proporciona la manera de urdir universos de Haruki Murakami. Los seres y posibilidades que inquietaron borrosamente nuestras sombras se pasean con perfecta naturalidad por las páginas, vestidos como cualquiera vestiría en una calle de Shibuya, de marca, con desenfado, o con un traje cortado a medida si es que tienes el dinero suficiente. Quien haya leído las historias de Murakami sabe que cualquier monstruo de los peores fondos de la psique colectiva puede estar forrado y pertenecer a la clase más alta.

Muchos de sus protagonistas tienen, desde luego, una actitud insomne. No se trata de que no duerman bien. De hecho, padecen sueños profundos que les llevan mucho más lejos de lo que sospechaban en la vigilia, o les ponen en una situación de desvalimiento acechado por alguna extraña presencia, como ocurre en After dark. A diferencia de los personajes de Kawabata, los de Murakami ejercen esa atención suprema hacia cualquier circunstancia exterior o interior, tan propia del insomnio, cuando les toca estar despiertos. Recordemos a Tooru Okada, alerta y sentado en el fondo de un pozo, en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo; a Kafka Tamura, alerta y sentado en la biblioteca de Kafka en la orilla; o mejor, para centrarnos en su última novela, a Tengo y Amoame, prisioneros en el mundo de 1Q84.

En la última parte de esta novela, encontramos a Amoame recluida, obligada a vigilar extenuantemente un parque por donde debe aparecer la persona que nunca aparece, Tengo, cuya ausencia está iluminada por las dos extrañas lunas que han aparecido en el cielo, señal activa de que la transpiración murakamiana entre mundo consciente e inconsciente es más poderosa que nunca.  Sentado en un columpio de ese parque, y coincidiendo cuando es imposible detectarlo para Aomame, Tengo vigila la inaudita existencia de las mismas dos lunas. Mientras tanto, en el edificio donde vive, el detective Ushikawa ha instalado un exhaustivo método de vigilancia fotográfica para espiar a Tengo y la posible aparición de Aomame.

Como en el insomnio: un espionaje a todo lo que se mueve fuera o dentro del pensamiento, con la complicación añadida de que en el universo de Murakami ocurren en la vida normal algunas cosas que han escapado de las regiones de los sueños.

Los personajes de Kawabata practican un insomnio más corriente, similar al nuestro, mientras que los de Murakami no suelen padecer insomnio, pero viven sus días sufriendo algo parecido a lo que los insomnes sufren en sus noches.

Curiosamente, al contrario que las de Kawabata, las novelas de Murakami no me producen insomnio. Las devoro, no puedo dejar de leerlas, pero, a mi hora habitual de dormir, voy cayendo en el sueño con suavidad y despierto al día siguiente sin mayores contratiempos.

Estos efectos tan distintos deben tener su origen en los niveles de tiempo y quietud vital a los que nos descienden unos y otros textos. Sin embargo, me gusta pensar que en el fondo hay una razón misteriosa, mágica de algún modo, relacionada con el poder de la ficción literaria y, en concreto, con una singular conexión entre Murakami, Kawabata y mis propias circunstancias. Estas son las siguientes:

1Q84 finaliza en el mismo hotel en el que no conseguí dormir mi primera noche en Tokio. Allí, a una habitación alta, lo más alta posible del rascacielos, suben Tengo y Aomame para pasar su primera noche juntos y contemplar la luna sobre la ciudad de Tokio, una única luna sobre nuestro mundo común. Yo también la contemplo, el 9 de noviembre de 2008, justo antes de irme a la cama con un libro de Kawabata por estrenar.

Ese hotel, según me han dicho, ha sido destruido, y permanece solo en el territorio de los recuerdos de los clientes que, como yo, durmieron allí. El caso más concreto, con mayor poder material, de persistencia del hotel de Akasaka se halla en esta historia de Murakami, que he leído en enero de 2012.

Después de la demolición del hotel que se alzó en Akasaka, lógicamente ya no existe su espacio, y, por tanto, los tiempos que se anclaban en él se han perdido o, en todo caso, han comenzado a obedecer nuevas leyes. Según ellas, mientras Tengo y Aomame pueden dormir en la cuidada habitación (recuerdo el yukata perfectamente doblado sobre la cama de matrimonio, rectangular ante el ventanal levemente redondeado), yo permanezco despierto terminando la lectura de La casa de las bellas durmientes, de Kawabata.

En el insomnio la lectura y la vida se han fundido, y la literatura se ha convertido en la latencia más palpable de la realidad.

Es la ficción. El único mundo en que permanezco despierto.