Autor: Ernesto Pérez Zúñiga (Página 9 de 11)

El juego del mono. Capítulo 1

Cuando alquilé aquella casa comencé a soñar con monos. Ésta es la única frase que he conseguido escribir. Una rara fuerza se ha conjurado para impedírmelo. Hace dos noches soñé que no tenía que hacerlo. Un gran maestro, Onetti, me avisaba de que era innecesario: iba a estropear la historia que encontré de tan extraño modo. Mal presagio que ahora continúa en el avión donde viajo rumbo a cualquier parte. Yo, Montenegro el desventurado, sigo huyendo desde que logré escapar.

     Decidido a no permitir que todo se olvidase, guardé en la bolsa mi viejo portátil. Y justo ahora, cuando he ido a rescatarlo bajo el asiento del avión, me he encontrado con su ausencia, con que lo he abandonado a su suerte después de que cruzara soñoliento el escáner del control sobre la cinta transportadora.

     Tomé los zafios cinturón, abrigo, móvil, sucias monedas; y a cambio lo perdí todo, todo lo que puede albergar un ordenador que ha cumplido cuatro años.

     Mea culpa. Llevo tanto tiempo intentando ser otro que a veces me parece comportarme como un personaje de ficción, lo cual tiene una gran ventaja: obrar sin responsabilidad alguna.

     Por eso pretendo y busco lo contrario. Por eso, a pesar de las zancadillas, no me permito desistir. Este pequeño cuaderno de notas tendrá que ser suficiente por ahora. Llegaré a una ciudad, regresaré a otra, y encontraré la manera de seguir contando cómo hallé el diario del muerto.

     Ya han pasado cinco años desde que la Chica vino a rescatarme y no logro inventar mi redención. Desde entonces vivo semanas prestadas, atento a mi progresivo desaparecer. El tiempo y la fortuna no me son favorables, seré breve, tardaré menos, me ceñiré a lo esencial mientras sepa.  

Cuando alquilé aquella casa comencé a soñar con monos, casi de inmediato, una casa de pueblo de una sola planta con jardín trasero y un sótano al que se accedía por una trampilla que tardé en descubrir. 

     Desde mi terraza podía contemplar cada mañana, antes de obligarme a cumplir mi jornada laboral, la caída frondosa de las laderas, la planicie del campo de Gibraltar, verde pero invadida por el plomo de las fábricas en la bahía de Algeciras, cerca del Peñón, caído de donde no se sabe o de una época donde los dioses pensaban en las rocas. El Peñón que yo sabía poblado de monos salvajes y que aún no había visitado; el Peñón extranjero que se escondía del pueblo aparentemente en guerra, con ruina de bombas, donde yo había sido contratado como profesor de jóvenes con futuro incierto fuera de los talleres de mecánica o del contrabando.

Afilaba las curvas para divertirme al amanecer, para despertarme durante los pocos kilómetros que me separaban de La Línea de la Concepción. Aparcaba delante del instituto. Salía con desgana del coche, un Ford Fiesta del 89. Todas las mañanas del mismo modo. Escéptico. Fingiendo dureza. Me había puesto las mismas botas todos los días, las que compré en Guadalajara de Jalisco para celebrar que había permanecido vivo después de un tiroteo. Me proporcionaban fuerza para cruzar aquella avenida de aceras nunca reparadas, oyéndome los pasos, saludando con una mirada a los alumnos que todavía tardaban en entrar al instituto, agrupados en torno a sus motos y el primer porro del día.

     Sonaban mis pasos por el pasillo, entre las aulas, en cuyas puertas abiertas los muchachos solían inventar insultos, mirar de reojo. Yo simulaba poder. Imaginaba las influencias del Estrecho y del Peñón cercanos como si me soplaran en el cuello.

     Soltaba los brazos dentro de la chupa, relajaba las manos, hacía como que no veía a los chulos de la clase, a las crecidas muchachas, antes de irrumpir en el aula donde el día iba a comenzar a torcerse.

Entonces aquellos rostros, los de mis alumnos, parecían dormidos: cierto en unos, en la mayoría desgana. Habían tomado café para espabilarse, hachís para colgarse, ahora mascaban chicle con asco o jugaban a pintar círculos y rayas sobre el cuaderno, artistas de la abstracción. Yo todavía no había alzado la voz. En la primera fila, una chica con el escote reventando no apartaba de mí los ojos redondos y oscuros.

     Conforme las horas se apilaban, todos se iban amotinando en la plenitud de sus 16 o 17 años.

     “¿Y a ti qué te pasa?”, le pregunté al más nervioso, un tipo delgado, con la cabeza llena de greñas y rizos, que acababa de saltar de banco en banco.

     “Nada, profesor, es que me he tomado un tripi”.

     Se rió a carcajadas. Luego añadió:

     “Si quieres te enseño mi pipa”.

     Drogas, armas, sobreentendidos eran frecuentes por allí, un aviso de lo que más adelante encontraría en el sótano de la casa  del monte.

     “Siéntate y aguanta el tripi; no des por culo o te parto la cara”.

     Tenía que hablarles así; les divertía; era el único modo de que me dejaran continuar la clase, mientras hacía lo posible por disimular el miedo.

La sala de profesores no era mejor lugar, el salón del desencanto, una especie de consultorio donde todos los profesionales dudaban de su quehacer; los más experimentados habían acumulado bajas por depresión; los más jóvenes, juergas en la noche. En aquella sala, rodeado del ir y venir de la amargura o el cinismo, volví a disimular un débil temor. Por eso, cuando fui aceptado por un pequeño grupo de colegas, me apunté cuanto supe a aquella forma de vivir. Emborracharse era la mejor manera de preparar la clase del día siguiente, ligotear los unos con los otros, aceptar el juego de miradas que desnudan hablando de cualquier cosa. Para eso habíamos sacado unas oposiciones. Profesionales de primera que temen a sus alumnos; profesionales que están deseando que termine la tortura del día; docentes (ésa era la palabra del temario) a los que acaba importando un carajo el destino todavía confinado en los ojos que les miran en las aulas, ya sea con desprecio, atención o desconcierto; un destino, sin embargo, menesteroso, evidente en los labios que hablan distraídos con cualquier compañero de pupitre, interrumpiendo la clase.

     Congracié con el profesor de Educación Física, preocupado exclusivamente por excitantes viajes de riesgo para el verano; intimé con el delicado y simpático arquitecto, profesor de Matemáticas, al que gustaban los hombres y que gustaba a los hombres, y también a las mujeres; intimé aún más con la Chica de la Nariz, profesora de Historia, de la que hablaré a menudo en adelante. Preparábamos las clases en los bares de La Línea de la Concepción rechazando la teoría de cualquier responsabilidad. El contexto social era el culpable. Nada se podía hacer sino sortear aquella situación. A la tercera copa toda excusa resultaba convincente. Una certeza o una burla, daba igual.

     Clientes menos habituales que nosotros, los fines de semana nos encontrábamos con nuestros alumnos en las mismas barras: en la madrugada, algunas sonrisas preciosas. Yo abandonaba a la Chica de la Nariz en el tabaco y en la cerveza, con el pequeño grupo de colegas, y escapaba hacia el pasillo por donde había visto avanzar a cierta alumna mía. “Si quieres te enseño mi pipa”, recordaba, deseando también meterme un tripi y perseguirla sin conciencia. No hacía nada. Me quedaba en la puerta de los lavabos, como esperando turno y fumando un cigarrillo. Al verla salir, murmuraba para mí: “Niña de la Ducha.” Ella sonreía al reconocerme. Marchaba como una reina dentro de pantalones estrechos; y yo dejaba que transcurrieran uno o dos minutos antes de regresar con mis compañeros de profesión.

Pero aquellos primeros días al salir del trabajo me esperaba nadie, el viejo Ford Fiesta. A mi derecha, el muro del instituto. A mi izquierda, paredes descascarilladas, persianas de láminas de madera pintadas de un azul comido por el salitre. Al fondo de la avenida, el mar gris y una calma que aguardaba viento.

     La soledad llenaba el asfalto de socavones, los coches aparcados, ningún modelo menor de cinco años, parecían sin marca; parecían solo el color de la carrocería y el volante tras el parabrisas sucio de polvo.

     Yo permanecía de pie, entre mi coche y los alumnos que salían de clase, de nuevo agrupados y encendiendo sus porros.

     Olía bien, material de primera que me animó a dar un paseo antes de regresar a la casa del monte.

     Conforme caminaba apareció, tras el muro del instituto, el inmenso Peñón, el enorme Mineral en el límite de aquella llanura construida con fábricas venidas a menos, en una ciudad proclive al escombro pero intensamente habitada. Aquella era la frontera de Europa: caminaba por ella, la tocaba con los pies. Como símbolo de los nuevos tiempos, entre la derruida Línea de la Concepción y la verja de Gibraltar, se levantaba un flamante estadio. Gibraltar podía no ser español, pero el último gran edificio nacional estaba consagrado al fútbol.

     Continué por la avenida bajo un sol molesto cuya luz resaltaba las grietas de los edificios, los jirones de plástico que rodaban empujados por las rachas de aire desde una acera a otra.

     En los portales, viejas de luto interrogaban mi paso. Un perro corría detrás de una bolsa de basura. El Peñón me protegía, su presencia recortada bajo el clamor intermitente de las gaviotas.

     Llegué a la playa. Unos apartamentos nuevos de cuarenta años. Bajo mis pies se extendía el asfalto con gravilla: a un lado, el paseo marítimo mordido por la arena y por los agujeros; al otro, casetas de un piso y almacenes. El edificio más alto, un hotel viejo. Todo cemento y cal.

     Me fijé en una taberna a pocos pasos: un agujero abierto en la pared encalada bajo un cartel de El Águila, cerveza útil sólo en casos desesperados.

     Me decidí por la playa y avancé entre barcas de madera rota y lanchas de goma con los motores levantados para que no tocaran la arena gruesa, abundante en guijarros. En la orilla, cada veinte metros, había una larga caña con el puño clavado en la arena. Sus dueños, también separados unos de otros, vigilaban el agua. Quise preguntar a uno de ellos cómo iba la pesca, con curiosidad por los peces de aquella costa, pero  percibí algo en él que me disuadió: no un gesto, más bien su ausencia. Le observaba y no me devolvía la mirada. Estaba concentrado en algo en el agua, pero parecía concentrado en no volverse hacia mí.

      Miré en la misma dirección: a medio mar, dos buques mercantes. Más lejos, cruzaban hacia el Este grandes petroleros separados unos de otros como las cañas de la orilla. Me incliné y toqué la última espuma de una ola antes de que regresara definitivamente. Supe que de alguna manera estaba molestando y que debía abandonar la playa cuanto antes. Odio esas situaciones. Odio cuando se acaba la libertad. Por eso continué paseando por la orilla hacia la mole fabulosa del Peñón, sintiendo en mi espalda, ahora sí, la mirada de los pescadores, la de cada uno de ellos, como disparos.

     Ahora era yo quien no volvía la cara. Permitía que el agua avanzara hasta lamerme las botas, así pensarían que era un chalado.

     Llegué hasta la frontera: una verja de alambre que cruza la playa y se adentra en el mar con la llamativa pretensión de separar los primeros metros de agua mezclada que pertenecen a España y a Gibraltar. Detrás de la verja, las algas se arremolinaban a lo largo de kilómetros de arena como fardos. Algo más lejos, delante de la pared del Peñón, gritaban gaviotas y charranes, girando sobre desperdicios o adivinando al vuelo el brillo plateado de un pez, es fácil meterse en la mente de aquellos pajarracos. Por encima de los acantilados de la Roca, se adivinaban oscuros árboles. Quizá era allí donde vivían los monos. 

     Fui regresando desde la verja por la playa. Ahora las miradas las tenía de frente. Los pescadores, uno a uno, con el rostro girado hacia mí, la expresión de sus ojos confusa bajo las gorras. Se levantó viento. Me protegí la cara bajando la cabeza:  “No piensan que soy un chalado. Piensan que soy un guardia civil. Chupa de cuero gris, segunda mano, Alemania del Este. Botas mexicanas, color tequila sucio.”

     Salí de la playa y me detuve en el paseo, enfrente de la taberna. Uno de los pescadores pasó junto a mí y entró. Ahora sí me moría de sed, incluso para beber cerveza El Águila. Sentí un cosquilleo en la parte posterior de los muslos, como una alarma. Apenas me separaban doscientos o trescientos metros del instituto y de mi coche. El sol pegaba en la cabeza, en la garganta y en la lengua. Pensé algo así: “Sólo si logro que me acepten, podré soportar estos meses en La Línea”, pero, cuando descorrí la gruesa cortina de la taberna, sabía que era la sed la que me daba valor.

     El tugurio tenía las paredes abarrotadas de filas de botellas. Fue lo único que me dio tiempo a vislumbrar detrás de aquellos rostros que se habían vuelto hacia mí en silencio, un silencio desplomado sobre un barullo todavía palpable.

     “No pasa nada”, oí una voz.

     Tardé unos segundos en identificar a su dueño, un muchacho gordo con un pendiente en la nariz, el pelo rizado y aclarado con agua oxigenada.

     “No pasa nada”, repitió.

     Me fijé en él y sonreí.

     “Es el nuevo profesor”, sonrió él también. “Éste es mi padre”, dijo poniendo la mano en la espalda de un hombre con la camisa desabotonada, que también trabajaba tras la barra.

     Me acerqué y estreché la mano del viejo.

     “Cómo va el niño”, me preguntó. Observé en su sonrisa algunos dientes de oro. A mi espalda regresaba la conversación de la taberna.

     “Es un chico excelente”.

     De verdad me lo parecía en aquella situación, aunque en clase hubiera pensado que era un patán. Ahora resultaba que seguramente se encargaba de pasar la droga entre los alumnos.

     Además era adivino. Me puso una cerveza sobre la barra, con cierto ímpetu inquietante que provocó que parte del líquido rebosara sobre la madera negra.

     Me la bebí de un trago. Pedí otra. Hablé un rato de cualquier cosa con el padre. A la tercera cerveza pasamos a cosas serias: la falta de trabajo en La Línea, principalmente.

     “¿Y cree usted que a mi hijo le va a servir el instituto para algo?”

     Pensé en la sala de profesores, pero le aseguré que sí, que su educación sería imprescindible.

     Me dejaron solo en una esquina de la barra. Me fijé en las botellas de las estanterías, todas cubiertas de polvo. En un hueco había un calendario de tías en pelota, cortesía de uno de los muchos talleres mecánicos de la zona. Recordé la foto de Ava Gardner que tengo en mi mesilla de noche. Recordé que siempre quise ser como Humphrey Bogart. Lamentablemente, mis modelos son seres de ficción, seres que interpretan un guión artificial, apenas ajeno a la vida. Y, sin embargo, la imagen mitificada de Bogart me proporcionaba fuerzas para quedarme, incluso ganas de quedarme. Mitificar la realidad puede ser muy útil para soportarla, incluso para lograr vivir tranquilamente sin procurar un cambio.

     Los pescadores de la playa fueron entrando en la taberna. Hablaron conmigo; me tomaron bastante el pelo, pelo de guiri, pelo de despistado.

     “Pensábamos que eras un chapa”.

     “¿Un chapa?”

     “Sí, un chapa que no conocíamos.”

     Reímos bastante. Llenamos el suelo de cáscaras de cacahuete y de colillas.

     Cuando salí de la taberna, me encontré con que había anochecido. Unos muchachos corrían desde la playa con cargamento en las manos, un gran fardo cogido entre todos, hasta entrar en un almacén que cerró de un portazo.

Tartini. Capítulo 1

Será porque he soñado que alguien grababa mi nombre en una lápida, como hacía aquel niño sobre la playa de Strugnano. Será porque esta mañana, mientras no conseguía levantar mis huesos del lecho, he cumplido tantos años que me avergüenza apuntarlos con esta tinta oscura como la puerta de Santa Caterina. Será porque después de varias décadas suena nítida la sonata que compuse en Ancona, también después de un sueño. Serán estas causas las que me determinan a dejar por escrito los hechos de mi vida antes de que se nublen definitivamente y los arrastre una última tormenta.

            El brazo que tan necesario me fue para la música como antes para la espada, el brazo herido hace medio siglo continúa envenenándome. He tenido que volver a practicar con la mano izquierda antes de lograr cierta claridad. Aunque ya escribí de esta manera cientos de páginas de la Ciencia platónica, no sé cuántas cuartillas alcanzarán mis fuerzas esta vez. Todo día es precioso, cada nube que se esfuma frente a mi ventana.

            Muchas veces me encuentro asomado a esta ventana vigilando la iglesia de Santa Caterina, donde hace unas semanas enterraron a Elisabetta. Absorto, me veo a mí mismo bajo la lápida, escuchando de lejos la música que compuse. Me veo incorporarme, caminar por la iglesia, cruzar la calle, subir hasta esta casa, asomarme de nuevo al mausoleo que contiene mi tumba.

            Todo cuanto agrada al mundo es breve sueño, dejó escrito Petrarca antes de dormir para siempre en las Colinas Eugáneas. Ojalá breve sueño fuera también todo cuanto desagrada al mundo, lo daña, lo vence, lo muerde secreta e implacablemente como el mal mi brazo. Pido con humildad lo mismo que el poeta, ciego y eterno en su sepultura de Arqua: encontrar piedad y no perdón.

            8 de abril de 1769, en Padova. Aquí comienzan las memorias de este hombre viejo, Giuseppe Tartini.

 En sueños he visto las minúsculas galerías donde se refugia el topo, y también grandes cataclismos que se mantienen secretos. Mi primer violín lo tuve en un sueño. Los sueños me han hablado demasiado. De ellos he aprendido más de lo que quisiera.

            Y me parece que sigo soñando cuando no duermo. Oigo, sin aviso, sonidos raros y bruscos en muchas ocasiones, como de fieras; otros sutiles, lejanos, que cruzan el firmamento. Esto me ha ocurrido desde joven, y de ello me he aprovechado tratando de imitarlos en las cuerdas de mi violín. En esos tratados que los doctos desprecian lo he dicho: mi música nace de la Naturaleza. Pero la Naturaleza contiene ondas y movimientos que no entienden ni los oídos ni los ojos.

            A veces sucede que en esta estancia los objetos se desplazan cuando estoy distraído. Abro los ojos y las pinzas de la chimenea están al pie de la ventana. Como si me estuvieran diciendo úsame para abrir las puertas de Santa Caterina, úsame para tirar de la argolla de la tumba de Elisabetta. Después de su muerte, muchas veces mi amigo Antonio Vandini se ha ofrecido a vivir conmigo. Debería aceptar. Él me calma, me da conversación, me llama despistado y bendice con buen humor mis imaginaciones.

            Él, que ha cumplido tantos años como yo y alguno más, continúa tocando el violonchelo. En cambio, mi violín, aquí lo tengo, muerto sobre la mesa. Toco la madera recortada en el taller de Niccolò Amati, equilibrada más tarde por las manos de Pietro Rhee en Cremona. Mi violín, varado sobre mi mesa desde la última vez que las cuerdas se rompieron. Vandini ha sido mucho más puro que yo, por eso sigue tocando.

            Me pregunto si tuve la oportunidad de decidir, si soy responsable de aquel sueño de los veinte años. Y todavía no sé si habré de pagarlo con esa pieza de cuero que llaman alma, o habrá bastado el desasosiego que me ha acompañado durante cinco décadas. Creo en ocasiones que se trata de un problema matemático tramado por los astros y que aún no he logrado resolver a pesar de tantas noches dedicadas al estudio y al cálculo.

            Nada he logrado. ¿Debo reírme ahora, como los académicos han hecho, de mi Ciencia platónica fundada en el círculo, donde he empeñado mis últimas fuerzas? Aún me deben quedar para dibujar mi historia. Acaso me explique mejor que los tratados y mis estudios.

            Ruego a las estrellas que escriban a través de mis dedos cuanto yo olvide. Nada dependía solo de mí, al contrario de lo que pensaba. Y a la vez mi responsabilidad era muchísimo mayor de lo que siempre he creído. 

            Debo ceñirme a lo que recuerdo.

            Seguro que me ayudará esta onza de chocolate que Giulio Meneghini me ha traído de Venecia. Un vaso de vino dará fluidez a la tinta.

No cantaremos en tierra de extraños. Capítulo 1

     –Dime quién eres antes de que me saquen la bala.

     Dentro de la luz se perfilaron los estucos, la pared pintada con adornos palaciegos, pensó. Pero bala había sido la primera palabra importante del día. Acarició las sábanas, reconociendo la calma que le proporcionaban desde su ingreso en el Hospital Varsovia de Toulouse. Todo lo contrario que sus sueños, donde volvía a suceder una y otra vez la pérdida de su mujer. 

     Seis años atrás le había prometido regresar después de la condena, a la que luego se habían sumado el destierro, el campo de concentración y el sótano. ¿Ángeles sigue viva? Cómo podría saberlo, viajar al otro lado de los Pirineos era imposible y peor con aquella fiebre que tiraba de su cuerpo con un extra de gravedad. ¿Quién es?

     Se refería al enfermo que ocupaba la cama de al lado, sustituto del moribundo que se habían llevado por la noche mientras él se agotaba tapándose las orejas para no oír sus gemidos, ni el resto de las respiraciones que se concentraban en la sala. Le costaba aceptar que el presente consistía en permanecer entre camas ocupadas por supervivientes de una historia que desconocía por completo. Los últimos años le habían pasado por encima como una tormenta, mientras él trataba de sobrevivir dentro de un sótano.

     Ahora quiso mirar al nuevo, hacia su izquierda, sin despegar la cabeza de la almohada, y ya se encontró la cara que se burlaba de él, como si aquellos ojos grandes se sintieran satisfechos y orgullosos de la barba y de las heridas que sin duda traía del frente y se comparara, socarrón, con cada uno de los que no habían luchado en la frontera.

     Desde ayer se rumoreaba que iban a llegar heridos procedentes de las montañas. Ayer. ¿Pero qué día era hoy?

     – 17 de octubre de 1944 -dijo el nuevo, que no había dejado de mirarle y que obviamente le había oído hablar, en voz alta.

     Tendría que aprender a controlar la fiebre que vivía en el hueco de su cabeza, o la locura cultivada en el encierro, ya bien arraigada. Se incorporó sobre la almohada y estiró la mano:

     – Manuel Juanmaría.

     El recién llegado la apretó con firmeza:

     -Sargento jefe Ramón Montenegro, en estos momentos sin ejército, y en una vida anterior profesor de literatura en un instituto de Madrid.

Manuel vio pasar por su mente las alambradas, el verde más allá, tan real que se podían tocar algunas briznas en el campo de Vernet; mucho antes, infinitamente antes, un árbol en la frontera, de sus ramas colgamos nuestras arpas, la violencia de los rostros que les detuvieron; atrás, más atrás, la mala sombra de los aviones, las tablas mal clavadas del ataúd en el que salió de Vulturno, vivo a pesar de todo pero como si nunca hubiera vivido. Y el hambre, después y después y después, “contra el hambre, alambrada día y noche”, como decía Max en Vernet, hasta que llegó aquella canción, olvídeme de mí si te olvidare, cuya música había nacido del páramo que se expandía por el estómago y las tripas.

     Por lo que no resultaba fácil prestar atención a lo que decía el sargento jefe, y menos si hablaba tanto de aquella casa donde había sido refugiado unos días antes de fracasar en la operación Reconquista con la que había tratado de entrar en España a través de los Pirineos:

     – Ha sido un desastre pero estas heridas compensan las camas y los manjares de Maillon. Con sólo contar lo que había hecho en París contra los nazis, me abrían todas las puertas y un buen puñado de corchetes.

     ¿Corchetes? Aquella palabra se había quedado sola, alumbrada en mitad de la mente de Manuel, pero esta vez ni siquiera había abierto la boca cuando Montenegro ya la estaba explicando:

     – Sujetadores, ropa interior.

     ¿O es que otra vez había hablado sin darse cuenta?

     Y Manuel se iba haciendo una idea de su nuevo compañero: cínico, envalentonado, más de cuarenta años y marcado por la intemperie, un hombre al que le gustaba hablar y quizás también escucharse, un superviviente que conserva la moral muy alta.

     Alguien parecido a él fue quien lo incorporó del suelo cuando los franceses lo sacaban del Castillo de Colliure, donde habían concentrando a los anarquistas en la avalancha que llegó a Francia al fin de la guerra. Manuel decidió contárselo:

     – Tropecé entre los fusiles, y un soldado que entraba en el Castillo me ayudó a levantarme.

     Aquella niebla viajó de un hombre a otro, de los ojos febriles a la mirada decidida, del rostro macilento y afeitado al salvaje de barba, nieve, bosques, trincheras y quién sabe. Montenegro apoyó la cabeza en la almohada y dijo:

     – Puede ser. Nos asignaron el Castillo y, al llegar, nos cruzamos con unos muertos de hambre, todos lo estábamos, pero lo vuestro parecía una reunión de mendigos. Uno cayó, es cierto. Lo siento, no reconozco tu cara.

     – Yo tampoco –murmuró Manuel-; prefiero no mirarme en un espejo.

      – Parecía imposible, pero después todo fue peor. Éramos todavía soldados de la República antes de caer en la trampa de Francia, que ya nos ha traicionado dos veces, una traición se llamó Daladier, a quien dedicamos la mejor letrina del campo Argelès-sur-Mer, y la otra se llama De Gaulle, por quien hemos liberado París, y él nos paga aceptando el gobierno de Franco.

     Francia es mi única casa, pensó Manuel.

     – Tu casa… -le reprochó Montenegro-, tu casa fue el Castillo donde te encerraron para darte la bienvenida.

     De eso sí se acordaba Manuel. Los soldados habían llegado con la orquesta militar tocando el himno de Riego, en formación, tratando de dignificar aquel paso de la frontera después de La Retirada. Y, junto a los soldados, una muchedumbre sin fuerzas que se dispersaba al primer ronroneo de los Junkers.

     – A nosotros –continuaba Montenegro-, nos quitaron las armas en cuanto llamamos al timbre de tu casa, y todavía nos dejaron libres en Colliure. En esos días enterramos al mejor poeta de España. Tuve el honor de cubrir el féretro con la bandera republicana y, aunque no conseguí plaza para cargarlo al hombro, caminé justo detrás, encabezando la marcha codo con codo con alguno de los políticos a los que tu casa repatrió poco después. Y Franco, por supuesto, los fusiló.

     Montenegro se quedó callado, mirando al techo, y luego dijo:

     – ¿Sabes? Toqué aquella madera. La tela tricolor se resbalaba del ataúd, como todo se había ido resbalando desde el 36. Y oí la música más triste del mundo. La tocaba un hombre solo delante de la tumba, no sé qué instrumento de cuerda. Llenaba cada resquicio del cementerio.

     Manuel recuperó la imagen de un hombre que había arrojado al suelo su equipaje antes de cruzar la frontera, era una maleta, y al caer se abrió y los papeles se fueron derramando por el polvo, y pisábamos aquella caligrafía porque a nadie quedaba voluntad nada más que para seguir avanzando.

     ¿Chsst?

     Le estaba chistando Montenegro; incorporándose, le daba con el brazo:

     – Deja de cuchichear y cuéntame más de ti. Me gustaría conocer a la persona que se acuesta a mi lado antes de que los médicos me maten.

     – No hay mucho que contar. Trabajaba en una compañía eléctrica en un pueblo de Andalucía y allí me condenaron por anarquista. Conseguí escaparme y llegué a la frontera. Desde  Colliure me llevaron a un campo de concentración. Allí me parece que estuve siempre y allí sigo estando.

     En el techo, junto a la raya marcada por el adorno en estuco, Manuel veía los rostros que sus propios ojos proyectaban y que se iban transformando en palabras: el relojero, el conde, el zapatero, el industrial, el pintor, el diplomático, el peletero, el tuerto sin oficio, el flaco entre los flacos, el minero, el chófer, aquellos vascos que detuvieron por casualidad, el tranviario, el sacristán de Murcia, el testigo de Jehová que le enseñaba a cantar los salmos, los judíos que traían de cualquier parte, este griego, aquel austriaco, francés, húngaro, y también españoles de todo rincón con nombre; el hijo de puta jefe de la barraca, gordísimo, capaz de estrangularte por un plato de lentejas; los comunistas del fondo, inseparables, que habían luchado en las Brigadas Internacionales y que llamaban traidor a quienquiera que no pensase como ellos; y, por encima de todos, Max te observaba y te levantaba del suelo una y otra vez con la mano que usaba para apuntar frases en papelitos. Cualquier ideología o procedencia valía para ser prisionero, lo más apreciado era la torpeza de haber caído sin causa: torpes todos, inútiles con los carceleros y con el hambre y con la sensación de que la montaña y el río estaban al alcance, a un paso más allá de las alambradas; insalvable el espacio reducido, como vivir dentro de un cráneo inserto dentro de un cráneo mayor: el campo de Vernet, atestado de pensamientos de inconcebible crueldad convertidos en acciones de inmediato. Tienes razón con lo que has dicho de Francia, sargento jefe, y tenía razón Max. “Al buen lamer llaman francés”, me decía para que me riera de aquellos carceleros que estaban trabajando para el fascismo. Y luego me encerraron en la Jaula.

     – ¿Qué era la Jaula?

     – Un trozo de tierra cercado y a la intemperie.

     – ¿Y por qué te encerraron allí, compañero, qué hiciste?

     – No quise acarrear más piedras.

 

Tenía que llevarlas de aquí para allá, con razón ninguna. Cuando dejó de hacerlo tomó una decisión superior a la voluntad, que cedió al peso de hierro que suponía vivir cada segundo. Y tampoco sabía por qué, ya en la Jaula, se puso a cantar bajo los golpes, arrodillado, aquella letra que le enseñó el testigo de Jehová y que luego Max había completado y mejorado con una versión española. No sabía decir de dónde vino la música en aquel momento preciso, de algún lugar detrás del esternón y que no parecía suyo ni de nadie, sino de una conjunción de tierra y cielo en aquella encrucijada de su cuerpo. Cantó y los golpes se detuvieron: el látigo y las órdenes que hablaban en francés. Y como si el silencio fuera viento que se levantara en todas direcciones, cada centímetro del Campo se fue callando. Él mismo oía su propia voz como si fuera la de otro. Entonces se dio cuenta de que uno de los oficiales, el más viejo, se había acercado, y le escrutaba. Se llamaba Corbeau.

     Manuel calló. Cómo seguir contándole la verdad, mejor decir:

     – Cuando salí de allí trabajé en una mina, hice carbón, fui leñador en los bosques de l’Ariege.

     Lo siguiente que vio en el techo del Hospital Varsovia ya no fueron palabras para Montenegro sino aquella historia que jamás le confesaría. Porque la lucha sucede dentro de uno contra la marioneta que tiene mi rostro. Porque el que está ahí dentro sabe que hay tres partes de uno mismo sobre una que podrían quitarse las cadenas de los acontecimientos, que podrían haberlo hecho pero no supieron cómo, y en cambio se convencieron de que era aquella marioneta la que importaba, y la que tenía que actuar según me enseñó mi padre.

     – No me hables de padres -dijo Montenegro-. Los míos son del norte, a saber qué fue de ellos en la guerra. Y, sobre todo, no me hables de Francia. No nos ayudó a proteger nuestro primer intento de democracia y, encima, nos recibió a culatazos.

     – Al menos Francia nos ha dejado este hospital. Mucho más que España -dijo Manuel-. ¿Qué fue de ti después de Colliure?

 

Después, contó el sargento jefe, fue internado en el campo de Argelès-sur-Mer, del que consiguió salir para enrolarse en la legión extranjera, luchar en África a cambio de una graduación de esclavo, y desertar de los franceses profascistas que torturaban con sus botas de hierro a los refugiados españoles en los campos de Argelia. Persiguió y alcanzó la sombra prestigiosa de Leclerc, quien regaba otra vez con entusiasmo las raíces ya secas de todo lo que no fuera instinto de supervivencia y miedo.

     Leclerc nos decía: “No sois los combatientes de la Guerra Civil, sino los de una cruzada por la libertad”. Y nosotros le creíamos. Así nos embarcamos hacia Inglaterra y después hemos llegado a esta tierra. Nos llamaban la Nueve. Íbamos bajo el mando de la Francia Libre, en carros de combate con nombres españoles, Quijote o Belchite, cosida al hombro la bandera republicana. Hemos respirado plomo y lo hemos hecho masticar a los alemanes. Hemos tenido que avanzar dejando atrás la muerte de aquel cuerpo que se llamaba compañero, que sabía contar cómo había escapado de España y ahora continuaba guerreando por un mundo justo para todos. Había que aprender a dejarlos difuminados, repartidos en una explosión, acribillados en una emboscada. Muchos éramos mayores para esto. La guerra está hecha para gente de veinte años, incluso yo me dormía de pie o no me despertaba en la trinchera hasta que las bombas percutían una y otra vez; un resplandor te acababa avisando, si tenías suerte.

     No solo Manuel, la sala era escucha, una escucha hacia fuera que se giraba hacia dentro. Se había detenido cualquier otra conversación o actividad, salvo la nerviosa que se notaba en las manos de algún enfermo que pellizcaba las sábanas o un periódico atrasado. Cada uno había regresado a su propia historia, similar a la de Montenegro en lucha y en desdicha, más infeliz de aventura en la mayoría de los casos, hundidos demasiado tiempo en trabajos forzados en bosques o en minas, o en la construcción de empalizadas, o simplemente abandonados en un campo de concentración y otro, en tierra francesa o plenamente nazi, viendo perderse a los amigos y a la familia desperdigada. 

     -Yo fui afortunado -continuó el sargento jefe- porque entré en París con los primeros. Recorrí los Campos Elíseos con mi brigada entre la alegría de los miles de hombres y mujeres que luego nos buscaron, para darnos el abrazo que nos iba a quitar De Gaulle casi al instante. Antes, todavía tuve tiempo de disparar contra los nazis en las calles de París. Después el maldito general afirmó que aquella ciudad la habían liberado los franceses. Leclerc nos dijo que había que seguir avanzando hacia Alemania y que no atacaríamos las fronteras de España. Así rompió su promesa, obedeciendo a De Gaulle. Para él y el resto de los aliados ha sido más cómodo dejarle a Franco nuestro país. Muchos compañeros han preferido seguir con Leclerc, que es un gran hombre. Pero yo tenía por fin los Pirineos a la vista y no pude aguantarme. Después de tanto esperar, el paso ha sido en falso, otra vez a la española: ni ejército, ni armas y un plan descabellado, La Reconquista, todos inexpertos, demasiados comunistas en el mando. Aún sabiendo que las cosas se hacían mal, quise ir y recibir esta bala, la bala que hoy sin falta me tienen que quitar.

El río de Oro había dividido la ciudad y, en tiempos remotos, los buscadores solían mostrar ínfimas pepitas a los que se asomaban al puente. Ahora sus habitantes lo habían convertido en un basurero y se podía palpar, en las orillas verdes, el peso húmedo de los que habían desaparecido.

Así los vio Monte, como si fuese el único que podía hacerlo, y luego contempló cómo se alejaban su madre y sus hermanos: las espaldas, la manera de andar de cada uno de ellos, ajenos pero afines, amados pero ya remotos, cotidianos pero ya con la sombra de la siega, como el resto de los que paseaban en aquella misma hora, titilantes y diminutos por las líneas de la mano de un dios fugitivo.

Entonces, cuando se perdieron entre la gente, subió la cuesta de la Alhambra.

Todavía tendría una hora de luz.

Le habían acompañado a comprarle sus regalos de cumpleaños, unas botas para escalar con Robin y los demás, y un sombrero del que se había encaprichado, parecido al que llevaba su abuelo Ramón. Sería el único chico de 13 años, en toda la ciudad, capaz de usarlo para ir al colegio, aguantando las burlas de sus compañeros de clase. Pero le daba igual. Necesitaba hacerse fuerte porque no podía evitar sentirse solo en medio de todos.

Su familia estaba acostumbrada a sus rarezas desde que era muy niño, y ninguno se sorprendió cuando Monte dijo que quería celebrar su cumpleaños a solas, arriba, en el palacio de arcilla. Y le dejaron hacer, a su aire, mientras continuaban de compras por el centro, desconociendo lo que había ocurrido aquel fin de semana en casa de Robin. Monte ya nunca sería el mismo. Había descubierto que su profesor de música, al que tanto admiraban él y sus amigos, era un íncubo, igual que aquellos que atormentaban sus pesadillas, con la diferencia de que éste era de carne y hueso.

      Lo había leído en uno de sus libros favoritos, que reunía leyendas de muchos países. Los íncubos atacaban de noche, inesperadamente. Se abalanzaban sobre los durmientes y los inmovilizaban con su peso.

– ¿Por qué lo haces? -le había preguntado a él, de noche.

– Por amor -contestó el íncubo-. Porque amo la pureza. Porque quiero abrazar tu pureza antes de que te conviertas en adulto, y la pierdas definitivamente, como yo la he perdido.

También había leído Monte, en el mismo libro de leyendas, que los íncubos conceden un tesoro a aquellos capaces de robarles un cabello antes de escapar en la oscuridad, y que el tesoro era mayor si la víctima era capaz de decir en voz alta el nombre del demonio que le había atacado.

Roberto, Robin, murmuró, y lo repitió en volumen creciente, subiendo entre los bosques del palacio, que dejaban caer sobre el camino inéditas páginas de otoño. Gracias a aquella leyenda, se había acordado, en esa misma mañana tan angustiosa del lunes, de una bolsa de cuero que escondió en un muro de la Alhambra, años atrás, poco después de hacer la primera comunión, donde había depositado y desterrado los tesoros de su infancia.

      Por supuesto, la bolsa no estaría allí. Era imposible que hubiera aguantado la lluvia, el viento, las estaciones multiplicadas, la curiosidad de cualquier otro niño o de las ratas y, sobre todo, los trabajos de restauración a los que se sometía de cuando en cuando el edificio. Recordaba perfectamente la zona donde la había colocado, detrás de un ladrillo suelto, cerca de la entrada. Por eso, cuando palpó la superficie hasta encontrar la ranura y la piedra cedió, al anochecer, y detrás de ella apareció la bolsita de cuero, intacta, sintió que había milagros que compensaban las horas en las que el asombro se une a la desdicha. El asombro también lograba unirse a la felicidad.

La abrió en casa esa misma noche, después de apretarla en la mano corriendo por la calle, dejando atrás una sombra y otra, rostros conocidos, el recuerdo de su padre, las farolas que teñían las aceras de un color parecido al otoño de los árboles. Sobre la cama, le aguardaban las cajas con el sombrero y las botas que su madre le había regalado, más unos pantalones nuevos que sustituían a los que él, al igual que su hermano menor, solía romper por las rodillas en el patio del colegio. Sopló en el polvo que manchaba el cuero de la bolsa y se esforzó en encontrar un resquicio para tirar del cordón que la cerraba. Allí estaban sus verdaderos regalos de aquel día, que se desperdigaron encima de la colcha y que Monte fue examinando uno a uno, incrédulo por haberlos recuperado, mediante un poder desconocido, desde otra dimensión de la que no estaba previsto que volvieran nunca:

la medalla de su bautismo,

una siringa en miniatura,

una cabeza de madelmán,

un trozo de cera azul,

dos insignias militares, una de metal y otra de tela,

una navajita

y la llave del arcón arrumbado en el armario.

Tomó la medalla y, trece años después, todavía se extrañó al descifrar su nombre completo: Manuel Montenegro Moncada, en una letra diminuta.

Cuando pasaban lista en el colegio, o cuando le entregaban las notas de los exámenes, sentía un leve rechazo ante su nombre y apellidos, tan rotundos, con tantas emes y enes, como si trataran de atraparle entre montañas que se elevaran en la caligrafía. Y él estaba en medio, como un valle por descubrir.

Se acordaba bien de la primera vez, en su infancia, cuando experimentó  un repentino extrañamiento: “¡Manuel!”, alguien le llamaba, y él supo que jamás le representaría aquel sonido, que él era alguien diferente al que trataban de clasificar bajo una palabra, igual que iba recelando del nombre de tantas cosas que había en el mundo. Cómo le molestaba  eso. Caminar por el campo y que las misteriosas formas que vibraban entre el aire y la tierra fueran enjauladas dentro de un concepto: árbol o espiga, olivo, olmo, trigo o cebada. Él recordaba percibir cada una de esas formas de la existencia más allá de sus nombres, vivas y con una personalidad propia. Las reconocía y era reconocido por ellas. Hasta que otra vez venía el nombre a fastidiarlo todo.

– Manuel, esto es un “bosque”.

Y entonces aquellos fabulosos seres que se agitaban despacio, susurrantes, terminaban mudos y quietos dentro de una palabra.

Fue su abuelo Ramón el responsable de bautizarle otra vez.

– No me gusta cómo me llamo, abuelo. Es como si hubiera alguien dentro de mí con otro nombre, o con ninguno.

El abuelo, riéndose, le contó la historia que le ampliaría muchos años después:

– Tu padre se llama Manuel y tú también -le dijo-, en honor de mi mejor amigo, que me salvó la vida cuando estuve a punto de morir en la cárcel, hace muchos años, después de la guerra. Él vino a rescatarme desde Francia y allí volvimos hasta que pude regresar a España, después de la muerte de tu abuela Raquel. Manuel no ha querido volver. Está un poco loco, como tú, pero es la mejor persona que conozco. Así que, si no te gusta tu nombre, tienes todo el derecho a cambiarlo. Eres un Montenegro, y con los ojos de mi padre, que era una montaña. Tú, un monte pequeño todavía. A partir de hoy, te llamaré Monte y que los demás hagan lo que quieran.

Pero el apodo hizo fortuna entre el resto de la familia, comenzando por su madre, Elvira, que así podía diferenciar al padre y al niño, cuando los llamaba desde la cocina, voceando después el nombre de sus otros dos hijos, Lurdes y Miguel, como si lo hiciera por orden de edad.

Monte sonrió al revivir a su padre y acarició, en la medalla, la figura diminuta de un ángel. De pequeño los creyó ver, y dejó de verlos con certeza cuando le operaron de aquella verruga en el entrecejo con la que había nacido, de la que le quedaba una visible cicatriz.

      Su madre le había contado muchas veces las circunstancias de su nacimiento. Cómo ocurrió al amanecer, después de que ella se arrodillara en la iglesia la tarde anterior, rezando para que le naciera un hijo con el pelo y los ojos de Robert Redford, aunque no tan rebelde como eres, ni con aquella verruga que parecía que viniste al mundo con un pequeño cuerno de rinoceronte.

– A lo mejor era de unicornio, mamá.

– Qué más da. No quisimos operarte tan pequeño. Preferimos esperar a que crecieras un poco.

– No era una verruga tan grande.

– Pero daba malfario. La prima Sara me había dicho que en otra vida te habían matado de un tiro en la cabeza. Y que por eso tenías esa marca de nacimiento.

– Eso te lo estás inventando.

– Me da igual. Suficiente razón para quitártela.

Y, con ella, la capacidad de percibir lo invisible.

Su padre, Manuel, le había contado cómo nació con los ojos abiertos, con una curiosidad por todo lo que se movía, por la apariencia de cada objeto, las camillas del hospital, el instrumental quirúrgico, los fluorescentes del techo, el aluminio de las ventanas, las batas de los médicos.

– Sara me dijo -continuó su madre en el recuerdo- que estabas extrañado por cuánto había cambiado el mundo que conociste en tu vida anterior.

– No digas más tonterías, Elvira -intervino su padre-. Parece mentira que seas católica y apostólica. Y que hayas sido la mejor pianista de España.

– Al menos creo en algo más que en la política. Hijo, ten cuidado con parecerte a tu padre y a tu abuelo.

Eso era imposible. Con un abuelo como el legendario Ramón Montenegro, que había luchado contra los nazis y había liberado París, la política aparecía a menudo en las reuniones familiares, aunque se evitaban en presencia de la otra rama, los Moncada, los padres de Elvira, que habían vivido en sintonía con la dictadura. Monte, de niño, se sintió especialmente unido a ellos.

También hablaban de los ángeles, pensó observando la medalla, aunque los míos eran más extraños.

Percibía miradas, esa era la mejor manera de explicarlo. Las calles y los parques repletos de miradas sueltas, que no venían de un rostro, y que a veces le prestaban atención a él, desde el agua estancada de una fuente o entre las hojas de los árboles. Parecían esconderse dentro de un agujero en la tierra, entre las hormigas. O habitaban en las cortinas de luz de la tarde. Cuando Monte se apresuraba a tocarlas, se quedaba con un trozo de tela en la mano.

-La mirada de las nubes nunca he dejado de verlas  -dijo Monte a la medalla-. Pero sí las sombras que vinieron acompañando a la bruja Casilda.

Las imaginó un tiempo en el edificio donde vivían, arrinconadas debajo de un ventanuco, observando a los tres hermanos que bajaban corriendo las escaleras, antes de saludar al portero, Mariano, que se entretenía tallando flautas.

– ¿Tú las ves? -le preguntó un día Monte-. ¿Conoces a esas sombras que viven en el rellano?

Mariano, que tenía unos ojos penetrantes, muy azules, le contestó que no, que allí no había nadie salvo ellos.

– Si él con esa mirada que parece arder no las veía, entonces no existieron -continuó Monte hablando con la medalla-. Menos mal que me operaron de aquella verruga.

Unos días antes de cumplir 13 años, había descubierto en clase aquel cuadro del Bosco, donde el médico, ataviado con un embudo, extraía la piedra de la locura.

Me hicieron lo mismo en el entrecejo. Aunque seguro se dejaron algo dentro de la piel.

Pero mucho antes, mientras aún conservaba la locura al completo, quiso esconderse cuando su madre le abrió la puerta a Casilda, aquella muchacha de Alfacar cuyos padres trabajaban la tierra de los Moncada. Monte y sus hermanos la recibieron como a la encarnación femenina del yeti. Quizá por aquel espantoso abrigo, fabricado por su padre, según decía ella, con la piel de los conejos que había cazado y descuartizado en el campo. El yeti permanecía en la entrada de la casa, aguardando, colgado en el perchero. Y los hermanos jugaban a correr por el pasillo para tocar ese abrigo que parecía una conejera de fantasmas. Luego regresaban, riendo y despavoridos, sin haberlo rozado.

Casilda había venido a cuidarlos cuando Elvira Moncada, célebre pianista en los repertorios de Chopin y de Schubert, debía ausentarse en época de conciertos. Le causaba tanto conflicto abandonarlos que ella acabaría abandonando su exitosa carrera, a pesar de la oposición inicial de su marido, profesor de literatura en la Universidad de Granada.

 Monte recordó las manos huesudas de Casilda, que apretaba en exceso las suyas cuando los llevaba al parque; su risa, también exagerada, en los bares donde les hacía entrar cuando quedaba con su novio; su nariz de pájaro y aquellos ojos negros, bonitos, en los que los tres hermanos querían confiar.

      Un día aquellas manos se atrevieron a destapar la tapa del piano, y comenzaron a reptar con torpeza sobre la superficie negra y blanca. Monte permanecía absorto en los dedos de Casilda, cortos y anchos, opuestos a los de su madre, y en el horrible sonido que sacaban a las teclas. Sintió un pellizco en el estómago, al que le siguió el estruendo de la tapa del piano al caer de golpe y el grito de Casilda y la risa de sus hermanos.

– Han sido los conejos del abrigo -dijo Lurdes, la más lista de los tres.

 En cualquier caso, Casilda la tomó con Monte, porque era el que estaba más cerca de ella en aquel momento.

-A partir de ese día trató de matarme -le dijo Monte a la medalla-. Y no se conformó con un solo método.

La dejó sobre la cama y, acercándose a la estantería, cogió el libro de leyendas.

Donde viven los íncubos, pensó, donde ahora vive también Robin.

Luego acercó el rostro a una de las fotografías pegadas en la pared, con chinchetas.

– Padre -susurró besando la imagen-; por qué me has abandonado.

 

Ernesto Pérez Zúñiga en el ciclo Presencias Literarias en la Universidad de Cádiz, presentado por la periodista cultural gaditana María Ángeles Robles. 16 de mayo de 2019

 

Reseña de Escarcha por Javier Puebla

Reseña de Escarcha en Diario 16, por Javier Puebla:

ESCARCHA ha sido mi principal libro de compañía de este verano, en el que apenas he existido: centrado en el segundo borrador de una novela que se comía mi magia y mi tiempo sin sentirlo.

Pero en los momentos de fuga, suficientes, allí estaba ESCARCHA. Me ha gustado muchísimo, me ha acompañado muchísimo.

De Ernesto Pérez Zuñiga leí con gran placer hace ya algunos años, y también durante el verano, El juego del mono.

Como ya escribí en su momento, excelente novela: El juego del mono, aunque entiendo que ESCARCHA es superior.

Superior no sólo en extensión, casi quinientas páginas, sino también en madurez narrativa, en ambición y esfuerzo, cantidad de trabajo: está corregida hasta el límite, afilada hasta el punto que las líneas, las palabras, cortan el aire a tal nivel que es difícil resistir la tentación de leer en voz alta algunos párrafos:

«El capitalismo nos va poniendo a todos el mismo uniforme de demócratas, cuando lo único que quiere de nosotros es nuestro consumo» (p.441)

«Pero también la noche es el lugar favorito de la Muerte. Morimos entre millares de estrellas» (p. 484)

Decía el afamado Roberto Bolaño, cuando aún carecía de popularidad y fama, que la mayor aportación a la poesía en los últimos cincuenta años se había hecho desde el campo de la narrativa y citaba a Joyce; la obra de Pérez Zuñiga está en la misma estela. Rezuma poesía, pero a diferencia de Joyce no pierde en ningún momento el norte narrativo, la dirección de la historia que está contando.

Ya estuve en la presentación del libro, de ESCARCHA, y me quedé con la imagen de Ernesto abrazando a uno de sus personajes:

ESCARCHA es una novela iniciática, que dibuja un mundo entero, sin esquivar ni ahorrarse ningún tema. Y lo hace manteniendo en todo momento el pulso narrativo y el ritmo: uno de esos libros que uno está deseando llegar al oasis del tiempo libre para volver a abrirlo. Y al mismo tiempo, leerlo con mimo, lo más despacio posible. Más de cincuenta subrayados, con tintas diferentes, fui copiando en las páginas de cortesía del principio y el final de la edición realizada por Galaxia Guttenberg.

Tengo tantas cosas que decir sobre ESCARCHA que mejor me paro para no convertir en demasiado extenso este artículo. Sólo repetir que lo he disfrutado, que me ha gustado muchísimo y me ha hecho compañía durante tres meses duros y difíciles. Que para cualquier persona que guste de leer es una apuesta segura, porque sus páginas están habitadas por la LITERATURA (perdón por el descaro de escribir la palabra con mayúsculas, es sólo para que se vea un poco más: empieza a escasear demasiado su presencia en estos tiempos).

Por Javier Puebla.

El de vivir más ardiente. Mínima introducción al jazz

Publicado originalmente en  El rapto de Europa

El de vivir más ardiente. Mínima introducción al jazz

  

El jazz es una vibración musical de tal intensidad que, cuando uno tiene la suerte de encontrársela en un momento clave de la vida, se convierte en una suerte de despertador-refugio. Imaginemos un enorme despertador de los antiguos, en el que podemos entrar por una portezuela trasera y, allí, bajo de la rueda del tiempo, hay un escenario donde están tocando cuatro músicos con una libertad que uno no ha visto hasta el momento. Sentimos la calidez de la penumbra. Pero, sobre todo, algo casi inexplicable se está despertando en nuestra caja torácica, donde resuena lo que ocurre en el escenario. Aquellos músicos van sacudiendo las telarañas que teníamos hasta entonces en el pecho. Las normas, las dudas, la desazón, la rabia, se derrumban en la velocidad de los dedos en el piano, en los brincos alados del saxofón, en ese ritmo magnético que marcan la batería y el bajo. Ah, entonces en esto consistía vivir, se dice uno. Ah, entonces uno estaba muerto hasta ahora. Mientras esta música siga sonando. Mientras que, incluso cuando ha callado, sigue meciendo nuestro silencio cuando caminamos por la más solitaria de las calles.

 

A mí me ocurrió al final de la niñez. Me gustaba coleccionar fascículos de los quioscos: un álbum de barcos que no me llevaron a ninguna parte, fichas sobre animales que me animaban a escapar de la ciudad donde vivía. En esos días apareció una colección de jazz. Me hice con los primeros discos de Louis Armstrong, Duke Ellington y Lester Young. Giraban en el equipo de música y yo no podía creer cuánta curación emanaba de aquel jazz, incontables emociones y pensamientos musicales, pero sublimados en una corriente de eléctrica belleza en la que el cuerpo, sin que uno le ordenara nada, comenzaba a moverse. Uno se inicia en el balanceo del swing, un balanceo que fuerza la voluntad a encontrase, quizá por primera vez, con uno mismo. El swing obliga a decir sí, como la Molly Bloom de Joyce, un sí rotundamente natural a la vida, que nace en los dedos que tamborilean sobre el pantalón, y en la pierna que se mueve sola. Porque aquellos viejos discos grabados en los años 30 han creado un canal directo entre nuestro cuerpo y nuestras emociones, después de enrojecer, calentándolo, el punto central de nuestra diana interna.

 

Pero el swing es solo el principio. El jazz es la búsqueda que nace del swing y está centrada en el desarrollo de la intimidad y del conocimiento a través de la investigación de un instrumento sobre infinitas variaciones rítmicas y armónicas. El piano de Monk o  el saxo de Charlie Parker son vehículos intensos de la búsqueda de uno mismo a través de la música. La historia del jazz se escribe con las páginas que buscadores de una creatividad casi inconcebible han abierto en este camino: Miles Davis, Charlie Mingus, Eric Dolphy, Mal Waldron, Cannonball Addlerdey, Dexter Gordon, Horace Silver. Algunos de ellos, como John Coltrane llegaron muy lejos en esa búsqueda. Tan lejos que se convirtieron en auténticos mediums de energías sobrehumanas, de una espiritualidad envolvente que, en la música, se transformaba en un torrente de sonidos y armonías casi imposibles de concebir a priori salvo por aquellos genios que se iban alimentando unos a otros. Muchos de ellos tocaron juntos. He dicho que su búsqueda era solitaria. Tan solitaria como el arte verdadero puede ser. Pero se realizaba, se recreaba, se acababa construyendo en común. Como si en el escenario, milagrosamente, se fueran apareciendo las piezas de un solo edificio armónico y nunca visto gracias a la integración de lo que van diciéndose cada uno de los instrumentos, cada una de las búsquedas hasta construir algunas de las maravillas del mundo. Afortunados los que pudieron escuchar en directo los conjuntos que grabaron A Kind of blue, quienes presenciaron The night of the cookers o estuvieron con Thelonius Monk en el Five Spot.

 

Solo al escribir los nombres de estos músicos parecen deshacerse en la boca como un imposible azucarillo de amargura. Porque la mayoría de ellos tuvieron un destino trágico o murieron jóvenes en esa búsqueda que la vida trufó con drogas, pobreza o discriminación racial. El jazz es también la historia del derecho a ser de una raza maltratada por los blancos hasta nuestros días. Y todos esos impulsos reunidos han ido creando, a juicio de muchos, la música más interesante de nuestro tiempo. Como dice Geoff Dyer, en uno de los libros más hermosos que se ha escrito sobre la historia del jazz, But beautiful, “ninguna otra forma de arte investiga con tanto ahínco la famosa distinción de T.S. Eliot entre lo que está muerto y todavía sigue con vida”.

 

El jazz nos galvaniza, nos sacude, nos despierta, se descarga en nosotros y nosotros en él, porque el jazz también se hace de quien lo escucha. Necesita de los pabellones auditivos de la gente que se sumerge en él en directo o en su casa. Las ondas que rebotan en nuestra carne y vuelven a los dedos del pianista, que a su vez escucha lo que dice el bajo, que escucha el bambú de la batería, que escucha el viento del saxofón, que escucha a las estrellas que se deshacen en una tromba de luz invisible que atraviesa nuestro interior.

 

Nadie me ha acompañado tanto. Desconocidos a quienes conozco mejor que a un hermano. Como si aquello que llamamos Dios fuera capaz de sollozar dentro de uno y unir en un solo canto de felicidad y desdicha a todos los seres humanos. Saint John Perse escribió sobre los pájaros: “Entre todos nuestros hermanos de sangre el de vivir más ardiente”. Lo mismo se puede decir del jazz. No en vano, Bird fue el verdadero nombre de Charlie Parker.

 

Sollozaba. Y no sabía que quería decir: gracias.

 

Ernesto Pérez Zúñiga

El vacío creador

Publicado originalmente en El rapto de Europa. Núm. 31

Junio 2016

 

Fotografía de Lisbeth Salas

El vacío creador

Ernesto Pérez Zúñiga

 

Medito todos los días. Una vez al despertar. Otra antes de desaparecer en el sueño. Desaparecer es ir al vacío de ser consciente. Porque, paradójicamente, cada vez soy más consciente de lo que sucede durante las horas de sueño. El vacío es el lugar del nacimiento. El vacío no existe. El vacío está lleno.

     No soy especialista en la meditación. Medito siempre que puedo. Caminando. Sentado en un café. No medito cuando converso con alguien por educación, pero intuyo que meditar juntos sería el mejor inicio para un diálogo perfecto.

     Aprendo mucho de los buenos textos sobre meditación, como los que hemos reunido en este número de El rapto de Europa, con algunas de las personas más solventes en nuestro país para hablar de ello.

     Para mí, meditar es ir descendiendo al vacío. Para hacerlo, me resulta necesario darme cuenta de cada una de las capas que lo cubren. La información de cada uno de los cinco sentidos. Luego, las emociones, los anhelos, las intenciones. Las observo. Después, el río del pensamiento. Oigo cómo suena. Me siento junto a él. Lo dejo marchar. Entonces, comienza eso que parece vacío, y donde se puede seguir profundizando a voluntad. Porque, en mi experiencia, solo se queda despierta la voluntad de permanecer atento.

     Es obvio que entonces podemos reencontrarnos con el sol, desde la ventana de nuestra casa. El sol es el centro del sistema en el que estamos girando como habitantes de este planeta. Giramos en torno a él a la vez que en torno de nosotros mismos. El sol hace en nosotros como las manos en la cerámica. Nuestra carne pertenece al sol-ceramista y giramos en su torno. Lo podemos convocar en el interior de nuestra conciencia. Hacer que nos inunde. Imaginar que nosotros nadamos en él como en una piscina y, después, regresar, fulgurantes, a nuestro cuerpo.

     El vacío, el despojamiento, es creador. Al desvestirnos, nos funde con el otro. Al descascarillarnos, nos convierte en lo que ya éramos: el resto del mundo. El universo nos puebla (mejor, dicho nos damos cuenta de que ya nos poblaba). Se hace elástico dentro de nosotros. Diminutos, abarcamos su grandeza. Porque descubrimos que somos su identidad. Fragmentos que viven la ilusión del solipsismo. Ciega y enérgicamente.

     En el vacío tocamos todos los seres. El vacío es como el cobre para la electricidad. Permite la conexión entre todas las posibilidades de pensamiento y acción. En efecto, nada humano nos resulta ajeno. El vacío es una máquina de empatía.

     Para un escritor, la página en blanco es el vacío.

Ernesto Pérez Zúñiga, con Pepe Habichuela e Inma Chacón, en Poemad.

«Pero, de pronto, el viento». Poemad. IV Festival de Poesía de Madrid, organizado por la editorial Musa a las 9, se celebró los días 17 y 18 de octubre de 2014 en el Centro Cultural Conde Duque.

« Entradas anteriores Entradas siguientes »