Autor: Ernesto Pérez Zúñiga (Página 8 de 11)

Bárbaro Valle

Por Ernesto Perez Zúñiga

Publicado originariamente en Zenda

 

Leer el teatro de Valle Inclán, una obra tras otra, contemplando la evolución de uno de los mejores autores de la literatura universal, supone el disfrute paulatino de un personalísimo mundo de imaginación y lenguaje, una constatación continua de la alegría de ser lector.

     Se trata del volumen cuatro que la Biblioteca Castro dedica a sus Obras completas, en este caso el primero de los dos que concentran su producción teatral: la escrita entre 1899 y 1914, es decir, entre Cenizas y La cabeza del dragón, incluyendo la trilogía de Las comedias bárbaras (una de ellas, de 1923). Para un volumen posterior queda el teatro concebido por Valle-Inclán entre 1915 y 1936, año de su muerte y el de una España en tenguerengue que Valle comprendió de una manera única en sus esperpentos.

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El daimon flamenco

Por Ernesto Pérez Zúñiga

Publicado originalmente en alemán

Die Philosophie des Singens. Bettina Hesse (Hg.)

 

 1. La fuente que buscaba Monteverdi

No se puede encerrar a la fuente. Hay que saber escucharla. Llevarla a la voz y a los dedos. Así se hace y se ha hecho el flamenco. En el patio. En la tasca. En la plaza. En la lumbre. En el paseo solitario. En la fiesta. En el escenario. Solo hay que ver tocar a un guitarrista como Pepe Habichuela para comprobarlo. La cabeza del maestro se inclina sobre la guitarra. Los dedos se acercan a las cuerdas. Un silencio. Y la fuente suena.

     La fuente no tiene partitura. La han bebido los mayores, y estos la han entregado a sus hijos en una forma. Como vasijas de barro son los palos del flamenco: seguiriya, soleá, bulería o toná. No importa. Van de mano en mano. No se estudian, se viven (aunque también se estudien mucho). Pero sobre todo se trabajan. Desde la infancia. Trabajo de tocar y de cantar en cada uno de los ritmos que va imponiendo el día. Y la noche abierta. La noche sin reglas.

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El revólver de Onetti (con balas de Vargas Llosa)

El revólver de Onetti (con balas de Vargas Llosa)

Ernesto Pérez Zúñiga

Escrito con ocasión del congreso El canon del boom, organizado por la Cátedra Vargas Llosa, y Acción Cultural Española en 2012

 

Para Jonathan Blitzer

 

  1. Habitante

 

No recuerdo a otro autor que me marcara tanto, cumplida la mayoría de edad, como Juan Carlos Onetti. Tengo la sensación (y sé que la historia ha sido otra) de que fue el primer autor contemporáneo al que leí. Recuerdo el libro en las manos, en una librería de Granada, antes de comprarlo por las palabras del título, por aquello que avisté entre las páginas. Era una edición barata y estaba cerca de saber que Onetti iba a darme más que otra lectura. El mundo iba a estar en otro lugar que las calles que pisaba, cada vez menos adolescente, menos miedoso. No porque ese mundo no fuera válido, sino debido a la instauración de otro, paralelo, inventado por aquel escritor desconocido, y que iba a contaminar la dimensión del presente: convertirse en una manera de ser, más allá de las perpetraciones literarias.

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Prólogo de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, de José Balza

 

Prólogo a la última edición venezolana de Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar. José Balza.

 

Rastros

entre

Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar.

Ernesto Pérez Zúñiga

 

La obra narrativa de José Balza (1939, Delta del Orinoco) es de una precocidad asombrosa. Antes de los 30 años había escrito dos novelas de enorme solidez, Marzo anterior y Largo. Tendría 35 cuando se publicó en Caracas Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar, una llave maestra comparable con Percusión, su novela más citada hasta el momento, publicada en Barcelona, en Seix Barral, casi una década después. Quisiera que Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar se cite con la misma frecuencia a partir de ahora.

 

     1974. Esta es la fecha de su publicación. Tengo tres años. Doy mis primeros pasos mientras Balza la ha estado escribiendo. Al leer hoy la novela, sé que he crecido en ella. Es el bosque donde aprendo a caminar. No hay una espesura mejor. Profunda, pero llena de claridad.  Seguir leyendo

Prólogo a Cuentos de José Balza

Obedecer al río

Prólogo a Cuentos, de José Balza.

Editorial Paréntesis,  Sevilla, 2012

 

Como apartar una rama en la selva y, encontrar de repente, la ciudad futura. Así recibimos la publicación de esta colección de cuentos del venezolano José Balza, escritor imprescindible de la narrativa en español. No leerlo es perder. Y leerlo supone una experiencia plena: placer, alimento y una fusión con algo misterioso, mejor. Algo que está ya aquí y también acabando de llegar, quizá durante décadas: una literatura que llena el presente y, de manera circular, los precipicios del tiempo.

     José Balza, nacido en 1939 en el Delta del Orinoco, es autor de una amplia y cuidada obra narrativa y ensayística, que destaca por un número de cualidades raras en un mismo escritor: la impecable factura y sensualidad del lenguaje, la variada invención, la sutileza del pensamiento, la capacidad de amalgamar jugando estructuras y tramas, de proponer ritmos e inquietudes que  vienen de la experiencia, de los sueños o de otra dimensión que está en algún lugar invisible de la realidad. Todos estos elementos los reúne, por ejemplo, una sola novela, Percusión, publicada en España por esta misma editorial en 2010, después de la primera edición de Seix Barral en el 82.

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Poemas de Cuadernos del hábito oscuro

Materialismo

 

 

El sonido de un dedo en una página

al máximo volumen

del cosmos

en una habitación pequeña

 

El estrangulamiento de la respiración

al mínimo volumen

del cosmos

en la coraza hecha de costillas

 

Torso de carne peso medio

cuelga del corazón del matadero

 

Cien pensamientos caducados dentro de la nevera del lenguaje

 

El sonido de un dedo sobre un torso

al máximo volumen

del cosmos

 

 

Cuerpo a cuerpo

  

I

 

Yo recibí a mi amor cuando empezó tu guerra

 

Yo destapé las sábanas para mi amada cuando

ladró vuestra ciudad

                    con una bomba a punto

de explotarle en la boca

 

Yo

-pura invención de su regreso-

por fin mordí su cuello

y pesqué sus pezones con mis dientes

mientras huías

entre ruinas de muertos que alzan alguna sola vez los brazos

para atrapar la vida

 

Yo entrecerré los ojos cerré los ojos

cuando

       ella cerró los ojos entrecerró los ojos

 

Vibraban sus caderas y sus senos

y vibraba la tierra y rincones del aire y el mismo fuego

vibraba dentro de las pieles como un tambor

cuando un disparo reventó tu cráneo

 

 

II

 

Gas

    ante el televisor escuchando una mentira

como gas

una mentira tras otra

como gas

del portavoz de los bandos

como gas

que ha decidido tu muerte

diminuta y peligrosa

animula vagula

blandula

y mi bando

hospes comesque corporis

el televisor una cámara de gas

 

Hoy sobre las piezas de tu cuerpo

-puzzle de los buitres-

ha vuelto a subir la bolsa en toda Europa y América

sobre tus ojos abiertos justo en las cuencas de un cráneo

como si fuera de

       otro

los ojos que son colores

solos

colores de un material

como si fuera de

                 otro

 

Como si fuera de otro

hemos encendido cualquier electrodoméstico

como cámara de gas

abro la nevera

una mentira tras otra

del portavoz de los bandos

que proporcionan antenas enchufes y tanques en la arena

 

Pero la arena

              la arena

no ha sido proporcionada

 

en el desierto

  

 

El guiñol cotidiano

 

 

Yo soy  

           el que cohabita detrás de mi figura

Yo soy  

           aquel que mueven mis muñecos

Yo soy  

      aquellos árboles rezagados al bosque

Yo soy   

      aquella casa donde nunca he llegado

  

El bonsái rebelde

 

 

Ni aquellas ramas que nunca obedecieron al rey

ni el tronco que se alimenta de ganaderías aterrorizadas

 

Córtale la lengua al que te dijeron

Córtale la lengua al que te dijiste

 

Tú   no   eres   ese   pensamiento   tuyo

ni cada deseo que envías a guerrear con los otros

        con las horas

 

Córtale la lengua

 

Deja tan sólo a los árboles

altos

                           mecerse

  

 

Leyenda bonsái

 

El sueño de la razón producía monstruos hasta que se inventó el cajero automático.

Fue cuando se aclaró definitivamente el orden de las preguntas:

ya no importó cuál era la materia de la que se hacen los sueños sino cuáles eran los sueños que se convertían en materia.

Fue el año en que los monstruos jugaron a la bolsa.

Y el sueño de la materia produjo muertos.

  

Sueño del astrónomo

 

 

     Nunca olvides que los días no existen uno tras otro donde una hora es de día y otra es de noche incontablemente. Nunca lunes ni domingo. Sí todo movimiento, sí todo las miradas.

     Nunca olvides que no hay reloj en la esfera donde un segundo es de día y otro es de noche incontablemente. Hay contables de estrellas. Pero hay silencios circulares que respiran.

 

 

30 de marzo, por ejemplo

 

 

Te levantas sin más, tranquilamente, un domingo de marzo con cambio de hora,

     mira el cielo: llueve,

pones agua y pan a calentar, y la habitación se llena de olores y del recuerdo de algunos muertos: un gesto, una costumbre, los alimentos que ellos preferían para el desayuno de las mañanas de domingo,

justo ese recuerdo

cuando muerdes el pan ya caliente, cuando intentas beber el líquido ardiendo, y puedes sentir todavía “lo caliente”, y te permites el lujo de maldecir “lo ardiendo”.

Los alimentos se adentran por tu cuerpo, los digieres, como los muertos hacían hace tan sólo unas semanas o unos años,

                         lo mismo da,

y tú te sigues preguntando: ¿qué haré esta mañana de domingo?

Poemas de calles para un pez luna

Carta flotante nº 1

               Gotas lentas, sordas lentas,

               quietas gotas, golpes raros

               de tu nombre en mi tejado.

               Tu mirada en cada esquina.

               Un arder de callejones

               es mi cama. Raros golpes.

               Quietas gotas en mi boca,

               gotas lentas. Si te llamo

               una trampa es el pasado.

               La mirada es sorda y lenta.

               Cuánto fuiste. Te he perdido.

               Yo soy mi peor castigo.

Anémona

 

               Aquí entre las horas peces

               salpican segundos

               de escamas de mano en mano

               como trampas

               tras trabas trabajos

               como trampas

               vivos

                        vamos.

                                    Vi

               calabozos diluidos

               idos

               locos

               aquí entre las horas peces.

El bosque

               El bosque cruzas.

               El bosque está en mis ojos.

               El bosque arde.

                         En la tumba de Arthur Gordon Pym

               Junta dedos y manos.

               Nada de lo que ves es cierto.

               Ni aquella catarata blanca

               que cae del cielo.

               Ni esa mirada negra

               que respira del mar.

               Junta dedos y manos.

               Ni tu antebrazo es cierto.

               No lo son ni tus hombros ni tu pecho.

               Ni el rostro de tu cuerpo es cierto.

               Junta dedos y manos.

               Sólo ellos son reales

               a punto de caer sobre el vacío.

El tren fantasma

               A mi lado en el tren, un asiento vacío.

               Junto a mí, un vestido tuyo.

               Le pongo tu cabeza. Lo relleno

               de periódicos tristes.

               Y lo siento a mi lado con peluca.

               Eres este muñeco.

               Eres tu peor parte

               para los pasajeros.

               Te miro, te reprendo.

               Vuelves los ojos

               y los pones en blanco.

               Y explota nuestro mundo que te puse

               por cabeza.

VII

 

El muerto avisa en su vestido.

Su piel contra la tela busca cárcel.

Se cierran las persianas.

Pasea.

El muerto avisa en las ciudades.

 

El muerto está en la orilla.

Hay pies que le rodean,

pateras en la espuma.

Hay cangrejos que indagan los centros comerciales.

Y una tortuga vende a un policía

chalecos antitiempo.

El muerto tiene prisa de que le saquen fotos

que no ardan en el fósforo del megacementerio.

 

Hay dados en tu mano y el muerto te vigila.

Los tiras al vacío y el muerto te comprende.

La caja los registra contra el muro, al contado.

Y vamos a la nada por caminos de todo.

 

El muerto lee los libros del pasado,

talla en los bosques troncos de palabras

y las letras son sólo cortinas en el viento,

otra barca que escapa, otra isla que engaña

un olor de tesoros temblando en la maleza.

Otra ciudad camina por las calles

con ojos como gotas que roen el fregadero.

 

El muerto compra aquellos ascensores

que siempre le regalan los botones de stop

y trabaja pegando carteles con tu nombre

para que tú te busques, te entregues y te cobres.

 

Hay ríos y hay un puente con pilares de piedra

que ahondan su destino en un tiempo profundo.

La corriente se lleva un deseo de peces

y el muerto pesca prisa con anzuelos tan lentos

que nunca recupera todo el tiempo perdido.

 

Si quema los rastrojos de los campos

se le incendian los bosques del olvido.

Si el muerto se emborracha, le queman los gusanos,

porque aún no conoce la palabra precisa

para enlazar tu mundo con tu muerte.

 

Quizá si los caballos espolea del aire

es para respirar en el galope,

es para comprender al trote.

Para sobrevivir al paso.

Quizá salta una valla y se cae en el barro

y le modela Dios, con sed, sin alma.

 

Lo mira el pájaro, muy lejos, solo,

vareando las ramas como el viento,

recogiendo un esfuerzo de aceitunas.

Y por los surcos del sembrado corre un agua

que no ha dejado de venir eternamente

de los lodos de la creación, de albercas

en donde los dioses son algas.

 

El muerto usa una azada:

su sombra

con la que busca el alba en el crepúsculo.

El muerto usa un tractor:

sus dientes

con que siega gargantas del deseo.

Son los largos trigales bajo el sueño.

Son los hombres que tallan en las piedras

sus armas, sus palabras y salarios.

El muerto usa una pala

con la que entierra el mundo.

 

Tiene un amor el muerto

y le envía las flores de su sangre.

Y su amor bebe rojos los abrazos y ríe,

y se lava las manos en la fuente:

una toca los peces contra el tiempo,

otra busca monedas

que arrojaron los sueños de los otros.

 

El muerto nunca resucita,

mira absorto la luz que deja atrás.

Se crucifica en cruces de caminos pasados.

Lo anduvo en mal morir,

en dejarse matar,

en matar lo que pudo.

 

El muerto tiene periscopios

y espía las familias en sus barcas.

No hay remos sino días,

no hay días sino anémonas tendidas

en las rutas de todo viaje.

Y hay un pez predador en tu mirada.

 

Nada un pez luna toda la ciudad.

En su ojo fosforece tu vacío.

Acaricia su aleta los espacios que fuiste.

Enfría su barriga tus huellas más recientes.

Acerca su pupila

a semáforos verdes

y se ilumina con el fantasma de tus pasos.

El semáforo cambia a rojo

y el pez luna se aleja al callejón de nada

donde suenan las leyes,

los himnos, los jadeos

que hicieron a los hijos quemando calorías.

 

Hay muertos muy delgados

en los montones de basura.

Hay otros gordos en las grandes avenidas

que fueron disecados como momias o alimañas.

Hay águilas arriba,

sobre los miradores de planetas.

El pez luna las mira

y se escabulle en tu memoria.

 

Busca tu corazón para escaparse,

el ritmo muscular de tu latido,

para fluir por tu sangre,

para esconderse por tus células,

para abismarse por tus genes,

y bailar en tus átomos

y nadar en la nada

y nadar hasta el fin,

hacia ninguna parte,

libre aún, poderoso, malperdido.

Relato de Las botas de siete leguas y otras maneras de morir

Dos manzanas

  

Hay que verlo por las calles de un barrio viejo de Madrid, hay que verlo joven y tostado, con camisa blanca y suelta, cortada por un diseño pobre y pasado de moda, con vaqueros azules, paso apresurado, hay que verlo sabiendo que se llama Abdul Azad, el que vino de Rabat, aquel cuyo nombre ahora mismo está meciéndose en la cabeza de alguien que, a dos manzanas de allí, le ha preparado una trampa, mientras Abdul avanza entre la esperanza y el miedo, entre los colores que salpican los coches aparcados y las fachadas sucias.

            Y hay que saber lo que nunca sabremos: qué rencor –pues no era de los nuestros- o qué necesidad exacta fueron el origen de todo lo que va a suceder hoy, domingo, dentro de diez minutos, en el piso tercero izquierda, del número 11 del callejón del Ángel, donde Rashid tiene una pistola en la mano derecha.

            Las únicas noticias de que disponemos son éstas: 1.Que Abdul Azad, de 19 años, y Rashid Azad, de 28, son hermanos. 2.Que pasan los minutos dejando gotas de sudor en las dos frentes que una vez se fruncieron de preocupación y esperanza en la medina de Rabat. 3.Que Abdul rebasa la primera manzana y Rashid introduce con cuidado, con temblor, el cargador en la culata. 4.Que Abdul y Rashid piensan a la vez en el destino de Abdul. 5.Que Rashid quita el seguro de la pistola, la deposita sobre la mesa y Abdul dobla dos esquinas de la segunda manzana. 6.Que acaban los diez minutos.

            Con esta información será tremendamente fácil ser testigos de los siguientes acontecimientos. Veremos con la nitidez azul de un domingo de abril a Abdul ante el telefonillo de un portal cerrado con una puerta de madera, con cicatrices en el barniz. Y que aprieta el botón metálico que llama al tercero izquierda, que provoca un zumbido al que le sigue una pausa a la que sigue una voz.

            Rashid le da paso y la puerta se abre. El cuerpo de Abdul siente la humedad del zaguán; su espíritu, la penumbra.

            Lo único que se escucha es el bloque del silencio donde intentan sonar los pasos de Abdul, que ha subido los escalones de madera hasta el primer piso, pues el edificio no tiene ascensor pero tiene una cansada luz amarillenta si se aprieta el interruptor de los descansillos. Eso hace Abdul.

            Todavía le quedan dos pisos. Como si fuera música lejana, le llega un olor inédito a un guiso que alguien ha condimentado con tocino y hueso añejo. Nosotros sí reconocemos el cocido. Y, mientras nos ocupamos en averiguar de dónde procede y en abrir nuestro apetito, Abdul acaba de llegar frente a la puerta del tercero izquierda.

            Entonces mira su pintura clara, marrón y desconchada, se fija en el signo pagano de un cristo de chapa que está clavado en el centro y en la placa donde están escritos los nombres de los seguramente muertos Don Antonio Jiménez Cuevas y Doña Antonia, señora de.

            Pero se preocupa, sobre todo, de averiguar qué puede estar sucediendo  al otro lado de la puerta, dentro de ese espacio que no conoce y al que pronto la vista añadirá volúmenes y formas, de escudriñar en vano qué destino se esconde en una de las habitaciones para lanzarse sobre él una vez que tome asiento para hablar con su hermano. “No hay sitio para nosotros. Ven”.

            Espera unos segundos, que se condensan dentro de su cerebro para salir de inmediato por su frente transformados, de nuevo, en gotas de sudor. Se decide y llama al timbre, que no suena, que efectivamente está estropeado. Golpea con los nudillos, gastados en rostros y paredes.

            Al otro lado, Rashid, sentado en una silla, empuña la pistola. Sus propios segundos interminables siguen empapando su espalda y, de paso, a dos jugadores de jockey que están estampados en su camisa. Ha sentido la respiración de su hermano antes de que se decidiera a llamar. Ha esperado la llamada con paciencia, pero, al oírla, un vértigo que nunca se explica bien cuando se siente le ha mordido el corazón. Late tan fuerte que Rashid teme que Abdul piense que le devuelven los golpes desde el otro lado de la puerta. También nosotros los escuchamos y nos gusta hacerlo. Porque disfrutamos sin querer del terror de los demás cuando lo vemos desde lejos, seguros tras la ventana. Late tan fuerte que el corazón manda y Rashid cambia de planes. Levanta con esfuerzo las bolsas de grasa de su cuerpo, se tambalea un momento y abre un cajón donde hay dos manzanas muy verdes; y, entre ellas, esconde la pistola. Entonces su mano, que había mojado el pomo del cajón, ahora moja el de la puerta.

            Frente a frente, los dos hermanos acoplan la imagen que tienen delante a la que todavía vive en sus recuerdos. A Abdul le cuesta bastante trabajo, porque el Rashid de hoy está enormemente gordo y no cabe bien en el Rashid de ayer. Titubean. Se abrazan.

– Cuánto creciste –dice Rashid.

Y cierra la puerta.

            Se acerca de prisa al cajón, lo abre, y la pistola  lanza un destello sin que ninguna luz se haya reflejado en ella. Abdul lo ha visto y su inquietud se confirma. Pero las manos de Rashid, que están temblando de indecisión y de miedo, se deciden por las dos manzanas y alarga una al hermano. «Habrán sido ellas, como son tan verdes», piensa Abdul.

            Un lento minuto se desliza bajo el portal y, como una serpiente, sube hacia el tercero izquierda. Ellos muerden en silencio sus respectivas manzanas. Sin embargo, a la boca de Rashid le cuesta mucho masticar. Él sabe que nadie podrá digerir esa fruta. Por eso se vuelve hacia el cajón, busca y Abdul recibe un tiro en la barriga. Lo primero que cae al suelo es la manzana.

            Se ha debido escuchar en todo el barrio, piensa Rashid. Es verdad. Nosotros, que ni siquiera vivimos en este barrio, lo hemos oído.

            ¿Qué vas a hacer, Rashid? Te vemos meter la boca del cañón en tu boca, en la que vemos un instante el brillo jugoso de un trozo de escarcha. Pero hasta que no dispares no vamos a creernos nada, porque hemos visto tanto cine con sorpresa final que ya pocas cosas nos inquietan. Claro, la vida es otra cosa y tú disparas sin contemplaciones. El corazón de tu manzana también cae primero. Nosotros nos vamos. Hemos visto bastante.

 

 

Santo Diablo. Capítulo 1

Cañoncito Pum

 

 

(Día)

 

Sombrero en mano, rodilla fría, en el pasillo central de la iglesia, Cañoncito Pum alzó sus ojos hacia la imagen lujosa de María Auxiliadora y pidió socorro para depurar la puntería. Imaginó los dedos celestes acariciando un vértigo de balas hacia la frente de su enemigo, y bajando la mirada sonrió, y gozándose se incorporó al tiempo que se santiguaba.

Obedientes a la orden de ese gesto, también se levantaron tres hombres que guardaban con arrobo la espalda del Amo. Los cuatro vestían traje blanco, sombrero blanco. Los cuatro, Cañoncito Pum en cabeza, se encaminaron con paso firme hacia la salida del templo. El automóvil, que parecía de aceite rojo bajo el día radiante, esperaba con el motor en marcha al pie de los escalones. Tenía faros enormes y radios de madera. En la puerta de la izquierda vibraba con el motor una ametralladora que Iván el Abubilla había instalado por orden tajante del señorito. Había dicho Cañoncito Pum, templándose:

-Iván, mejor dejas la Santa unos días y te vienes a Vulturno para ayudarme. Tengo balas para todos. Destrozaré al Antón y después iré a buscar al hijoputa de Manuel Juanmaría.

Cañoncito Pum y sus secuaces subieron al auto, y entre una algarabía de palomas temerosas tomaron el camino de las Quemadas.

Pero eso ocurrió pasado mañana, un periodo que la conciencia humana siente demasiado corto. Ni siquiera entonces, pasado mañana, Cañoncito había sido bautizado con aquel apodo: su nombre es Luis Sánchez de León y Bontempo. Si se queda en Vulturno y va al Casino, le dicen don Luis. Si baja a las Quemadas le llaman Amo. Con la excepción de Manuel Juanmaría, casado con una Orantes, el cual desde el episodio de la bombilla se hace el ciego si se lo topa y, si no hay remedio, le enfrenta los ojos y le trata de Luis. En el mercado ahora se murmura mucho sobre don Luis debido a los últimos fuegos en las Quemadas.

-¡Qué hará ahora el marqués de la Santa! -pregunta la joven verdulera a Nazario quien, antropólogo y curioso, va por gusto al mercado.

-Te apuesto que le pone un fusil a cada una de sus monjas. Y, a la superiora, un cañón alemán, o mejor uno italiano, que por ser latino será más garboso.

-¡Qué cosas dice usted, don Nazario!… ¿Y cuánto se apuesta?

-Este nabo que tengo en la mano.

Bajo el bombín entrecierra los ojos, mueve rápidamente el mostacho, una vez, y sonríe. La verdulera apoya su brazo en la cadera arqueada. Se contonea y dice:

-Ya estamos…

Las Quemadas es tierra grande, labrantía, arrendada a los Orantes en tiempos de don Pedro Sánchez de León, ya difunto. El marqués de las Quemadas reservó una enorme cortijada para sí con el fin de aislar del resto de los hombres el convento de la Santa. Cimero sobre una colina plantada de pinares, lo encerró entre lindes con vallas y desde entonces sólo en fiestas de romería se permite el paso de otras personas ajenas a la finca. El resto del año, el convento sólo puede ser visitado -con alguna excepción, como la otorgada a Isabel Orantes, que ayuda a las monjitas en la cocina- por la familia de su heredero, don Luis Sánchez de León y Bontempo, marqués de la Santa. Ejerce el honor de vigilarlo Iván el Abubilla, aperador de la cortijada que tiene edificio al pie de la colina. Sin embargo, joven poco religioso, Iván apenas entra al convento donde cuarenta monjas observan regla de clausura y, con extrema devoción, veneran el Brazo Incorrupto de la Santa que está guardado en una urna de cristal debajo del sagrario. Desde las torres del convento, sobre las copas de los pinos, se divisan todas las Quemadas: el cortijo que desciende en olivares hasta el río, la linde; la otra mitad del valle, trigo y olivo, arrendada a los Orantes; y allá enfrente, sobre la altura de otra colina, las ruinas romanas de Ambusta. El muro de su teatro, alto, bien conservado y con un arco en el centro, puede divisarse desde muy lejos, incluso desde la Plaza de Rosas de Vulturno.

Romana, mora, judía y, durante los últimos siglos, católica, Vulturno es una ciudad blanca bajo el fuego del verano; y, por el contrario, ciudad de paredes gruesas, que huele a carbón de encina en las heladas invernales.

Tan antigua es Vulturno que tiene leyendas en la mayoría de sus calles empedradas.

Los balcones de los antiguos palacios se enfrentan, con coraza de rejas y color de geranios, a la curiosidad de los habitantes del barrio bajo, situado junto a la puerta árabe de la ciudad. Allí se abre la Plaza del Mercado, desde donde se divisan en la cercana colina los muros del monasterio de San Leopoldo. Un laberinto de callejones sube hacia la Plaza de los Evangelistas, donde está la Catedral, en la parte oeste. Y hacia el este serpentea la calle principal que desemboca en la Plaza Noble, con el Ayuntamiento a un lado y el Casino al otro. Desde ambos puntos cardinales la ciudad se estrecha, formando un ángulo en cuyo vértice la Plaza de Rosas mira sobre un precipicio el cuenco que forman las sierras. En el fondo de ese cuenco hay dos suaves colinas separadas por un valle. Don Luis, envuelto en una bata oscura, cierra un ojo y, colocando el dedo índice de su mano derecha delante del que ha dejado abierto, puede ocultar la totalidad de ese valle: las Quemadas. Con un leve movimiento a la izquierda, hace desaparecer la colina de Ambusta; moviéndolo imperceptiblemente hacia la derecha, sepulta la colina donde se alza el convento, aunque éste ni se intuye, cubierto de pinares.

-Luis, sal de la terraza, que entra el aire. Vuelve a la cama, anda.

El Palacio de Bontempo hace esquina con la Plaza de Rosas, cuyos rectángulos de mirtos cobijan rosales y saltaojos. La fachada del Palacio es de piedra, con líneas estrictas que enmarcan la gran puerta de madera, sobre la que está el escudo de los Sánchez de León: dos espadas en cruz latina, con un Inri grabado en el guardamano de la empuñadura más alta. Hay sombras y humedad en el zaguán del Palacio; un patio interior con naranjos y, en el centro, una fuente culminada por un angelote cuyo pene es surtidor de poca agua; hay puertas cerradas que se ven a través de los arcos de la galería, una escalinata que lleva a un portón de madera con una cerradura tan grande que siempre tiene puesta una llave de luz. Tras la puerta, un pasillo acristalado comunica las dos alas del Palacio.

En este momento se oye una voz. El pasillo dobla a la izquierda y se pierde en una progresiva penumbra con más puertas cerradas. Es en la primera donde se oye esa voz, femenina, paciente -«Luis, anda, que entra el aire»-, ondas que arrastran, atravesando la madera de la puerta, hacia una boca pintada, hacia unos párpados cerrados, hacia un rostro de rasgos suaves con cejas remarcadas con lápiz. Con su pelo castaño suelto sobre la almohada, Leonor suspira.

            Al volver de la terraza, don Luis la mira con ojos de azabache, hirientes. La boca del marqués de la Santa es carnosa, romboide y, sin estar pintada, es casi tan roja como la de su mujer. Ahora se contrae en una mueca de asco. Don Luis está pensando en el aliento, fermentos de noche, de Leonor tras el sueño. Le parece que ya respira ese aliento por su nariz de semita, en cuya superficie crecen algunos vellos negros. El marqués sabe que Leonor le va a pedir un beso y luego le dirá, como siempre: «raspas». Es muy moreno don Luis. La barba le crece dura y rápida apretando aún más su rostro cejijunto, que sólo se muestra despejado en la frente, bajo un cabello abundante y lacio aplastado por la gomina.

            -Dame un beso, Luis.

Él se inclina sobre ese rostro, en el que comienza a marcarse una segunda generación de arrugas. Lo besa.

            -Raspas, Luis.

Acaricia ese cuello. Es una mano vellosa la que desciende e, introduciéndose por debajo de las sábanas, busca el escote del camisón y toca la piel, cálida de mantas, con dedos que se mueven con lujuria y algo que empieza a parecerse al odio.

            -Luis.

La mano aparta un escapulario, palpa la tristeza del pezón, recoge el seno caído. Lo suelta, de pronto, como si quemara. Leonor abre los ojos grandes, de un castaño tan intenso que apenas se distinguen las pupilas. Es un iris que parece cubierto de una cortina de lluvia cegadora.

-Hoy vamos a ir la Liga entera a ver al señor obispo.

Pues que folle contigo el obispo. No han sido palabras. Don Luis, de pie junto a la cama, la mira fijamente, en silencio. Por un instante, imagina al obispo tendido junto a Leonor, mostrando la desnudez de un cuerpo degradado, con la mitra sobre las ingles.

-Dios los cría y ellos se juntan -dice ahora girándose hacia la terraza y con la mirada preocupada, catapultando el mismo refrán que ha dicho a su mujer hacia allá lejos, a las Quemadas.

Leonor se ha incorporado y ha apoyado la espalda en el cabecero de la cama. Sus cabellos alborotados rozan la base de un pequeño estante, sobre el cual un Jesús Niño de madera policromada hace un gesto decidido de avanzar hacia delante, llevando entre pecho y hombro una gran cruz, como si se dispusiera a desfilar ante el Altísimo.

Don Luis no se ha movido:

-Yo voy a ir también a la Catedral en cuanto me vista, aunque no a ver al obispo. Seguramente lo veré más tarde. Hoy pueden ocurrir grandes cosas. Aparte de su apoyo necesito la inspiración de Nuestra Señora.

            La lluvia castaña se detiene un momento en el iris de Leonor.

            –¡Qué es lo que vas a hacer! -pregunta. Y esa lluvia se reanuda.

Don Luis se acerca hasta ella. Coge su mano. Muy blanca. Suave. La aprieta. A la vez que aprieta los dientes, imperceptiblemente.

            -No te lo contaré hasta que suceda, Leonor. Hoy mismo lo sabrían tus íntimas de la Liga y todos los confesores de Vulturno -se inclina para besarla-. Hay que acabar con esta locura cuanto antes -el rombo de sus labios abandona bruscamente la mano de su esposa, pero el marqués no la suelta; le da la vuelta, hunde el azabache de su mirada en las líneas de la palma-. Venceremos -resuelve y se aleja de la cama-. Ya no te veré hasta esta tarde -dice desde la puerta-. Adiós, querida. No existe otro destino que la voluntad de Dios.

 

Magdalena empuja la puerta de la habitación de sus padres y, de pronto, se detiene. Su madre está tumbada en el suelo junto a la cama, boca abajo, con los brazos en cruz. Y aunque una vez ya la vio así, Magdalena no se acuerda. Magdalena no se llamaba Magdalena. Dos semanas después de que hubiera nacido, el marqués la tenía en brazos, sentado en una mecedora cerca de la ventana y observando a Leonor, que estaba en la misma postura de esta mañana, tumbada ante el Niño de madera. Don Luis, doce años más joven, mecía a la niña con el balanceo de la butaca y, al cabo de un rato, Leonor se levantó.

            -No la vamos a llamar Auxiliadora, sino Magdalena -dijo-. El nombre hace el carácter y yo quiero que mi hija nazca ya arrepentida del pecado original.

-¿No ves que ya ha nacido, mujer? -el marqués reía acariciando la boquita de la niña-. Mira qué bonita eres, Auxiliadora Magdalena.

-La bautizaremos la semana que viene -la lluvia caía lentamente en los ojos de Leonor-, en la Santa.

            Magdalena no se acuerda de cuando no estaba bautizada y, todavía sin cerrar la puerta, aprieta los brazos desnudos sobre el camisón blanco, a la altura del pecho, y con un escalofrío pregunta:

            –¿Mamá?

            Leonor se levanta del suelo y se envuelve en una bata de color gris perla.

            -Hija, pasa, estaba rezando.

            -Pero si el suelo está muy frío -dice Magdalena abrazándose a ella, disfrutando el tacto de la seda entre las mangas de su madre.

            -El que algo quiere algo le cuesta. El Señor entiende mejor nuestras palabras si las pronunciamos con un poco de sacrificio.

            -A mí ya me falta poquito para confirmarme -dice alegre Magdalena, sentándose en la cama-. Hoy Antón me va a llevar al convento a ver a la superiora.

            -Mira qué bien… Pues aprovecha para hacerme un favor, hija -Leonor camina hacia el otro lado de la habitación-. Hay que entregarles la asignación mensual. Ya eres mayorcita para que te encargues tú.

            -Ellas no trabajan, ¿verdad?

            -No digas eso, niña -se enfada su madre abriendo un escritorio con incrustaciones de nácar-. En el convento trabajan mucho rezando por todos nosotros y cuidando el Brazo de la Santa. Las personas de Dios oran por la sociedad que trabaja y por el Ejército que nos defiende.

            -Pues, ¿sabes lo que dice Antón? –contesta Magdalena avanzando hacia su madre.

            -No me vengas con una de las ocurrencias de ese golfo.

            –¿Te lo cuento o no?

            -Dime

            -Pues que papá se jubiló cuando hizo la primera comunión.

            Leonor, sentada ante el escritorio, cuenta los billetes que hay dentro de una caja de madera. Magdalena la observa por encima del hombro, y se moja los labios con la lengua.

            -Magdalena, ¡no seas indiscreta! -Leonor guarda el dinero en una bolsa de cuero y la cierra impulsivamente-. Y no se te ocurra creer a nadie que diga que tu padre no trabaja, y menos a ese desgraciado. Quien lo diga es por envidia. Tu padre dirige el trabajo de mucha gente y procura que nunca falte. Anda, toma.

Mientras le da la bolsa, se oye la llamada de don Luis:

«¡Antón!»

Madre e hija se miran.

«¡Antón!», se vuelve a oír.

Leonor se levanta y, tomando a su hija del hombro, la lleva fuera de la habitación, y, en el pasillo, abre una de las ventanas que dan al patio.

-Míralo -dice-, no sabes lo que tiene que hacer para que esos diablos no nos devoren a todos.

-Pero si Antón es como mi hermano mayor.

-Por muy amiguitos que seáis, él es tu criado. A ver si te enteras de una vez. Me gusta que seas generosa y que seas su amiga. Pero empiezas a tener una edad en que te conviene guardar las distancias con los hombres, y más si no son de tu condición. Prueba hoy cuando te lleve a la Santa, trátalo como a un chofer. Eso es lo que él es, nada más.

–¡Antón! -la voz retumba en el patio y se pierde, y reaparece en la fuente el manso chorro del angelote como si el susto le hubiera provocado una retención involuntaria de la orina-. ¡Antón!

 

 

Limpiaba el coche, gris en la oscuridad de la cochera. Pasaba el trapo por el metal, escuchando la voz de mando con el placer de no acudir a su llamada. Con la paz que produce la indiferencia a las órdenes, la libertad. Así podría ser siempre si él quisiera. Si de una vez tuviera los cojones de hacerlo. Todos los días esperando el momento de decidirme, de que todos se decidan. Uno solo no tiene poder. Salvo el Juanmaría, menudo. Pero todos juntos, eso es otra cosa. Porque de qué va a vivir uno si se enfrenta a un amo y luego a otro y a otro. Pero si los diablos toman el poder…

-¡Antón!

«Mierda», se dice golpeando el capó del coche, donde el reflejo de un ventanuco tiembla.

            –¡Amo! -exagera el jadeo-. ¡Amo! -corre desde la cochera que está al otro lado del patio, como si viniera desde muy lejos-. ¡Ya estoy aquí! -se detiene a dos metros de don Luis, defendido por un costado de la fuente. A un lado el marqués del traje blanco, la frente alta de la que nace ese pelo negro, lacio y aceitoso; al otro, el criado, de estatura menor, con el cuerpo musculoso dentro de un mono azul; el pelo corto, moreno; la nariz chata, los ojos grandes y verdes que miran los zapatos, también blancos, del Amo.

            -Dónde estabas, don Cojones. Llevo dos horas llamándote. Acércate, hombre, que no te voy a comer.

            -Estaba poniendo a punto el coche. Es por su hija, ¿sabe usted? Hace tiempo que el motor no arrancaba, lo estaba probando y, claro, no le oía -miente, acercándose con una disculpa en la sonrisa.

            -Antón, yo no he oído nada.

            -Sería el ruido de la fuente, que cegaba el del motor -dice ya a su lado. Duda. Se atreve-: Incluso los gritos de usted…

            –¡Cállate! -grita don Luis. Antón se queda inerte, la vista en el suelo, sintiendo la fuerza contenida de sus propios músculos. Entonces se oye una risa corta y alegre, y ambos alzan la vista con tiempo suficiente de ver a Magdalena con una mano en la boca mientras su madre la aparta de la ventana.

 -No me mientas, coño -continúa don Luis-. Si no fuera porque tu padre nos sirvió durante cuarenta años…

            Antón permanece en silencio, rojo de vergüenza. Ahora la niña le perderá el respeto.

            -Mi padre -balbucea. Antón lo recuerda en la Santa, aparcero antes que el Abubilla, la noche en que murió. Él era niño; unos doce tenía, ya hace ocho años. Había fiesta en la Santa por la romería. Casi todos los señoritos de Vulturno estaban allí. Y fue idea de madre que lo veláramos en la cuadra para no estropear la celebración. Qué iban a hacer tantos señoritos a esas horas. No se iban a ir a casa. Dijo. Y tú aceptaste, hijo de puta. Luego le diste buenos dineros a madre, a cambio del favor de que nadie se enterara. Menos mal que ella también se murió. De triste…-. Mi padre -balbucea Antón-, usted…

            -Vamos, Antón, hagamos las paces -el Amo le da una palmada en el hombro-. Siento haber mentado a tu padre. Era un hombre fuerte y duró más que el mío, que también lo era. Ellos pasaron mucho tiempo juntos en el campo. Tú has salido de ciudad, más rebelde. Tu padre era un buen hombre, Antón. Y tú también lo eres, qué coño. Ya sabes que estoy nervioso. Hay mucho jaleo en las Quemadas y puede ocurrir cualquier cosa. No paro de buscar soluciones y a ti se te ocurre tocarme las pelotas. Ayúdame -exclama-, ayúdame, hombre -se echa mano al bolsillo derecho de la chaqueta y saca un paquete de cigarrillos. Enciende uno. Se guarda el paquete pero lo saca otra vez. Sonríe. Mira a Antón-. Toma uno, anda.

            Antón da pataditas al empedrado del patio con la pierna derecha, como si fuera un niño. Hasta que no vea tu cabeza en el suelo, piensa y levanta la vista para coger el cigarro.

            -Parece que hoy vamos a quemar el coche -resume el Amo dándole fuego, ocurrente-. Es verdad que hace tiempo que no lo usamos. ¿Vas a llevar a mi niña, dices?

            -Sí, a la Santa. Algo con las monjas.

            -Su confirmación.

            -Eso.

            Los dos fuman. Se miran a los ojos.

            -No me gusta que vayáis allí ahora. Los jornaleros están tramando algo.

            -No se preocupe, Amo, en la Santa no hay ningún peligro. Otra cosa sería si fuéramos por las Quemadas, pero había pensado ir por detrás, por el camino de Calima. Nadie de las Quemadas nos verá. Además, el Abubilla ha tomado la linde con la Guardia Civil. En el coche estamos allí en menos que canta un gallo. Las monjas le dan la charla a Magdalena y nos volvemos.

            -Oye, Antón, más respeto.

            -Es sólo una manera de hablar.

            -Está bien, pero contente un poco… Es verdad que es imposible que entren en la Santa, entre otras cosas, porque está protegida por el Brazo. No se atreverían. El pueblo es un demonio, pero un demonio que adora a todos los santos. Id cuanto antes y cuanto antes os volvéis. ¿A qué hora salís?

            -A primera hora de la tarde.

            –¡Con toda la calor!… Pues está estrecha la cosa. Dentro de un rato tienes que recogerme en el Casino, a las dos. Podemos estar aquí de vuelta a las cuatro o cuatro y media. Da tiempo, ¿no es así? -dice don Luis tirando el cigarro al suelo, a medio fumar.

            Antón sigue fumando con grandes caladas y asiente con la cabeza.

-Buen tabaco este -dice.

            -No te creas… Bueno, basta de charla, que se me acaba la mañana. -Don Luis se dirige hacia la puerta de la calle-. A ver si un día aprendo de ti y me levanto con el sol. Hasta luego.

            Antón ve desaparecer la espalda del Amo, chupa con fuerza la colilla, diminuta entre sus dedos, y la lanza contra el angelote de la fuente.

 

Después de rebotar contra el pecho del ángel, la colilla se deslizó por la barriga de piedra y, tomando la parábola del surtidor, cayó en la taza de mármol. Vibró en las pequeñas olas, bailó con mansedumbre hacia el desagüe y fue conducida a la canalización que expulsaba el alma de la fuente, cristal continuo, hacia la calle; lenta, primero, la colilla tropezó con una avispa muerta y pegadas una a la otra fluyeron juntas por el estrecho cauce de mármol que desembocaba en la Plaza de Rosas. El mismo camino que había tomado don Luis, de ancestros nobiliarios. Pero, mientras que él pudo escoger entre cruzar la Plaza de Rosas o encaminarse hacia la izquierda por la calle Espronceda, la colilla no tuvo más remedio que dejarse arrastrar por la acequia que bajaba por la calle Espronceda y, embalándose, ya separada de la avispa, adelantó a don Luis Sánchez de León y Bontempo, que había elegido descender hacia la Catedral precisamente por la misma calle.

            Estaba dando un rodeo para no pasar por delante de la Casa de las Luces, la sede de la Compañía Eléctrica Vulturniana, S.A., donde había estado trabajando Manuel Juanmaría, un electricista que no hacía distinciones con la gente -casuchas y mansiones, a todos trataba del mismo modo- y al que Don Luis no quería ni ver desde que fue al palacio para hacer la revisión anual.

Paso a paso. De la calle Espronceda a la de la Esgrima, dejando a la izquierda la Plaza Noble. Llegó ese Juanmaría, casi descortés de taciturno, y no le hice ni caso. Hay decenas de bombillas en el Palacio de Bontempo. Yo no tenía ni idea de cuántas había, la verdad. Antón le hacía el recorrido: garaje, caballerizas, almacenes, despensas, dormitorios, salones. Ese Juanmaría las contó todas. «Hay ochenta y un bombillas», le dijo al Antón, «hay permiso para ochenta». Y qué le diría el enano del Antón, pues que a él le resbalaba. «Pues si no lo sabes tú», le contestaría el otro, «llévame ante el dueño de la casa». Paso a paso. Llegaron ante mí. Yo estaba en el patio dispuesto para irme al Casino como voy ahora con mi traje blanco como para comulgar. Paso a paso. Encamino la calle de la Aurora. Vienen los dos y dice el Antón: «Aquí, Amo, de la Casa de las Luces que…» «Con permiso», le corta Juanmaría. «Tiene usted una bombilla de más, según el contrato le corresponden ochenta». Hablaba sereno y me miraba a los ojos, los suyos enormes, grises. Me turbé, lo reconozco, me turbé. Seguro que es un diablo, me dije, y me puse a la ofensiva. «Pues pon en el contrato ochenta y uno», le dije. «Imposible», contestó sin nervios. «Sube la tarifa. Tienes que ir a la Casa y firmar uno nuevo. Si te niegas, no pasa nada, te cortamos esa fuente de luz y se acabó el problema». Paso a paso. Le dejé hablar por la sorpresa, por el silencio que hacía en mí la indignación. «Cómo te atreves a tutearme», salté. «No somos más que hombres», aseguró Juanmaría, «si tú me tuteas, yo también tengo derecho a hacerlo». Entonces me pensé la furia. Me agradaba la valentía de aquel hombre. Saqué un billete y se lo tendí. «Con esto queda solucionado», concluí, pero Juanmaría ni movió la mano. «Eso arréglalo en la Casa, buenos días». Y se marchó, paso a paso. Calle Angosta. El Antón le miraba la espalda boquiabierto, rojo de alegría el muy canalla. Cuando desapareció por la puerta, le descargué un buen sopapo y me marché directo a la Casa de las Luces. Paso a paso. Entré en el despacho de Juan y no me fui de allí hasta que no le vi firmar el despido de Manuel Juanmaría, por diablo. Y él ahora va a la Casa de las Luces, paso a paso, cada día y se planta en la puerta toda la mañana. Nada dice. Ni pancartas ni voces, y todo el mundo que pasa paso a paso entiende su denuncia y su protesta. El único que se ha atrevido, el cabrón. Paso a paso. Plaza de los Evangelistas.

El segundo círculo. Capítulo 1

{Pasamos sobre el cementerio y las pizarras de Lumbres. Veníamos desde los rayos del sol que acababa de amanecer sobre la Sierra Negra, una gigantesca sombra de barro y minerales. Ayer habíamos escuchado la fiesta que inauguraba la urbanización –como si estuviéramos sumergidos en el mar más profundo y alguien tocara un tambor fuerte y alegre en la superficie- y ahora veníamos sobre el césped de la piscina desierta que tenía forma de pentágono como si el diseñador hubiera seguido las instrucciones de una profecía-; veníamos sobre la pista de tenis ocupada ya por los dos veraneantes más madrugadores, que estrenaban zapatillas, raquetas y el suelo ocre que pisaban; veníamos sobre los jardines de flores importadas, sobre las placas solares de los tejados, negros también como los campos y el pueblo, Lumbres, casi en abandono, negros como el nombre propio de la urbanización, Sierra Negra, que había sido robado a la montaña. Y esperamos a que todo el mundo estuviera despierto.}

El abdomen de Sandra se apoyaba sobre la encimera de la cocina, las caderas bajo el empuje de Joan, quien la había asaltado cuando fregaba los platos del desayuno y de la cena de la noche anterior. El grifo seguía totalmente abierto sobre una fuente a medio enjuagar: gotas de agua salpicaban el rostro de Sandra y la piel de su garganta, que Joan lamía y mordía –su puño aferrado a los largos cabellos de un rubio casi blanco, apartándolos hacia el otro lado de la cabeza-. Humedad, ahora en el reino de la humedad, pensó Sandra, que había sentido el ataque de Joan cuando estaba concentrada en rascar una sartén y sólo tuvo que dejarse hacer, igual que el agua del grifo no pararía de fluir mientras no se cerrara, pero yo no pienso cerrarme. Las manos de Joan acariciaron sus senos hacia abajo y luego los apretaron hacia arriba, como queriendo aumentar su tamaño. Y entonces esa carne la escondida, la vigilante-, fue comprendida abierta, completada-, por otra carne, ansiosa y fuerte, demasiado fuerte.

– Ten cuidado –gimió Sandra.

Joan, estimulado por esas palabras, azotó tibiamente con la palma de la mano la nalga derecha de Sandra.

– Canalla dijo ella sonriendo.

Y, como si el agua del grifo hubiera salpicado demasiado alto, Joan recibió sobre su nuca un frío ¿una sombra pelirroja? que penetró por su columna tirando de él hacia atrás y apartándolo de Sandra.

Joan contempló un instante la desnudez de aquellas nalgas donde iba apareciendo la marca de unos dedos.

– Qué haces preguntó ella.

– Nada, te miro –respondió Joan para justificarse pero sin entender lo que estaba ocurriendo, si es que había ocurrido algo.

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