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Premio Torrente Ballester de Novela 2012

Esperpento versus novela histórica

El esperpento es una mirada estética que arranca de la decepción por el ser humano en sociedad y, por tanto, de una falta de respeto –en el sentido de pavor, en el sentido de un sobrecogimiento lleno de afinidades- hacia el valor de sus acciones históricas. La lupa del esperpento va sobrevolando el mapa de nuestra Historia.

Es un fenómeno estético fundamentalmente moderno, pero pueden hallarse pinceladas de su manera de mirar, entre muchos, en el Satiricón, en el Libro de buen amor, en la picaresca, en algunos momentos del Quijote durante los cuales los personajes se convierten en fantoches; en la literatura burlesca del siglo de Oro, en los Sueños de Quevedo, en el escritor que lo imitó un siglo más tarde, Torres Villarroel; en la pintura negra de Goya, en sus grabados. De esta lista puede inferirse que el esperpento está enraizado en la tradición estética española. Acaso los españoles nos decepcionamos con anterioridad a los demás y retratamos nuestras debilidades a través de otras formas que venían a configurar un camino derivado del exceso del barroco, del barroco que huye hacia delante desde el horror del vacío. Vienen a la cabeza para desmentir la españolidad esperpéntica las imágenes de los cuadros del Bosco, algunos lienzos del expresionismo europeo; Woyzek, obra teatral de Georg Büchner, que murió en 1837, o este famoso fragmento del Macbeth:

“La vida es una sombra que camina, un pobre actor que en escena se arrebata, se contonea y nunca más se le oye. Es una historia contada por un idiota, llena de ruido y de furia, que no significa nada”.

Para mí el esperpento parte de una visión como ésta –aunque no sea la única posible y aunque, por supuesto, Shakespeare no escribía esperpentos-; diferente a la definición del esperpento como burla a través del arte o simple deformación.

Más que con los “cómicos” que intervenían en los dramas del Siglo de Oro para burlarse de un personaje principal y divertir al público, el esperpento tiene relación con los cuadros de Valdés Leal que hoy permanecen en el Hospital de la Caridad de Sevilla sobre la tumba del vividor arrepentido Juan de Mañara: Valdés Leal (In Ictu Oculi, Finis gloriae mundi) nos enseña las ricas ropas de los poderosos de la tierra, nobles y eclesiásticos, desparramadas en una sala oscura bajo los pies del esqueleto que nos advierte sobre la vanidad de todos nuestros afanes de grandeza, la vanidad de la Historia. Retratados minuciosamente los ropajes, vacíos ya de todo lo humano pero señalando sin cesar su anterior presencia, la advertencia es brutal, porque supone una desacralización de la actividad humana, especialmente la que tiene que ver con nuestra dimensión social, imprescindible para que surja muchos años después la mirada del esperpento puro.

(El estilo esperpéntico prefiere una estilización del lenguaje donde contrasta mejor lo que la lupa deforma. Quizá es lo que queda de esa angustia barroca que huía del vacío llenándolo de materia; en el esperpento ese vacío se construye, se malfigura).

Es un proceso que se va fortaleciendo a lo largo del siglo XIX (Goya muere en 1828): la cantada muerte de Dios implica la muerte de la divinidad del hombre. Y si durante la época romántica todavía el arte se ha salvado de la hoguera de la desacralización, Baudelaire en un escrito de 1865 ya esboza una suerte de esperpento sobre la Aurerola perdida, o pérdida de la aureola.

El ensayista estadounidense Marshall Berman en su libro: Todo lo sólido se desvanece en el aire (Siglo XXI, 1988), analiza dicho poema en prosa de Baudelaire:

“El desenlace de Baudelaire, en el que la aureola del héroe se desliza de su cabeza y rueda por el fango –en vez de ser arrancada con un gesto violento al estilo de (…) Shakespeare- evoca el vo-devil, la farsa, las pantomimas metafísicas de Chaplin y Keaton. Apunta a un siglo en que sus héroes aparecerán vestidos de antihéroes y cuyos momentos más solemnes de verdad no sólo serán descritos, sino realmente experimentados como payasadas, como rutinas de teatro de variedades o sala de fiestas”.

El esperpento, tal como lo conocemos hoy, no hubiera sido posible si esta concepción desacralizada acerca de las relaciones del ser humano con la vida, sobre todo del ser humano en sociedad, no se hubiera ido afianzando ideológicamente a través de la literatura y del arte, una concepción que es una de las bases fundacionales de la modernidad (y que continúa desde Dostoievski a Samuel Becket, de Orson Welles a Jeunet y Caro, y que Orson Welles me perdone).

La propia obra de Valle Inclán refleja esta deriva ideológica, que en su caso supone una transformación evidente de su estilo y de su manera de concebir el movimiento de sus personajes; desde el regodeo en la vitalidad malditista del Marqués de Bradomín hasta la guiñolización de los innumerables personajes históricos que pululan por el Ruedo Ibérico.

Los espejos del callejón del gato son las primeras lupas del esperpento; detrás de cada uno de los espejos se oculta el ojo agudísimo de Valle Inclán, que contempla la deformación de aquellos que se miran en ellos. Aquí se define el esperpento como una estética que nace en un callejón –sería imposible que naciera en un bosque-, como una estética ciudadana y peatonal, que se corresponde con los habitantes de una sociedad concreta; de una condición humana concreta y perdida en un tiempo edificado entre hormigones. La borrachera de Max Estrella y don Latino, el fondo del vaso del que hablan, apuntan hacia otra de los direcciones del esperpento: una irracionalidad latente en los objetos que retrata, un embrutecimiento que obedece a impulsos del que sus protagonistas no están del todo avisados.

Pero quizá mi definición favorita está en Los cuernos de don Friolera: Don Estrafalario le dice a don Manolito: “Mi estética es una superación del dolor y de la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos al contarse las historias de los vivos (…). Yo quisiera ver este mundo con la perspectiva de la otra ribera”.

La definición de Luces de bohemia estaba fundamentada en una realidad social.

La de Los cuernos de don Friolera va un paso más allá, de hecho se va al más allá, a un punto de vista metafísico: la visión de los hechos humanos se establece desde fuera del mundo, desde el plano de la muerte, la distancia total, desde donde el narrador observa sin prejuicios pero también sin lo que se suele entender por “realismo”, por el sencillo hecho de que su visión se produce sobre un promontorio que no pertenece a lo que entendemos por realidad. Las consecuencias inmediatas son:

– La mirada desde la muerte –que ya anunciaba Valdés Leal- no tiene prejuicios: observa con distanciamiento las acciones humanas, presentándolas con otra objetividad.

– Sin embargo, con la distancia, la lupa del esperpento necesita más aumentos y deforma más aquello que mira.

– A la vez, la mirada desde la otra ribera, es sobre todo transcendente: por esta razón, la estética que surge de ella es mucho más simbólica que satírica.

“En charcas de sangre, cantaron su triunfo las ranas del orden”. Esta frase de Valle (que pertenece al Ruedo Ibérico) sería una buena síntesis de este esperpento “desde la otra ribera”: la crueldad y la brutalidad del poder que se ejerce como una especie de instinto animal, sin sentido, ridículo desde la distancia moral desde la que se contempla. Esta construcción metafórica tiene una efectividad mucho mayor que el retrato de los protagonistas de la represión como meros fantoches o marionetas con pistolones.

Este tipo de consideraciones, que había ido intuyendo en mis lecturas de Valle, se me volvieron conscientes conforme escribía mi primera novela.

Santo diablo se inspira en en las condiciones sociales y en los personajes que protagonizaron o precedieron, décadas antes, nuestra Guerra Civil (Vulturno es Ronda; Ambusta, Acinipo; Cañoncito Pum, un terrateniente andaluz que se ganó el apodo instalando una ametralladora en su coche; Mateo Cristalina y Manuel Juanmaría, los anarquistas que imprimían periódicos clandestinos desde finales del XIX y los repartían entre los jornaleros que trabajaban a cambio de miseria).

Pretendía seguir las claves estéticas que usó Valle en las tres novelas del Ruedo Ibérico, que narran el período del reinado de Isabel II, retratan su corte de visionarias y petimetres, y aventuran cómo se rebelaron militares y revolucionarios en distintas partes de España. Me parecía que su visión impresionista y esperpética de la Historia podía llegar con más fuerza al corazón de los sucesos y del comportamiento de sus protagonistas. En un momento en que las librerías estaban llenas de novelas históricas potenciadas por las editoriales como fenómeno comercial, sentí que la novela que tenía dentro acerca de la guerra civil debía alejarse lo más posible de aquel modelo y, buscando una concepción de realismo más amplia, escribir una fábula donde tuviera cabida otra polifonía.

El distanciamiento y la deformación de claroscuro sirven para enfocar la esencia de embrutecimiento que esconden la ambición, el interés y los resortes de la voluntad y la barbarie de gran parte de los personajes.

La narración esperpéntica esculpe bajorrelieves sobre la narración realista para destacar los tópicos y los mitos de las clases sociales, la ingenuidad de ciertos discursos revolucionarios; para destacar aún más, porque más se prestan, la retórica y los mensajes ideológicos de los vencedores que se transmitieron como patrones de comportamiento durante décadas del último siglo español.

Pero un esperpento contemporáneo busca algo más que la expresión última de la realidad a través de la deformación: trata de hacer reaccionar químicamente los elementos subconscientes y conscientes de la mente del lector, usando en la escritura la herencia moral e ideológica recibida por nuestra Historia más reciente.

Cada lector puede recibir y volver a deformar el esperpento según su propia memoria e idiosincracia. Cada lector obrará (reaccionará) sobre la narración según su propia postura –consciente y subconsciente- respecto a ella. En este sentido, el esperpento se convierte en un mecanismo vivo de indagación, reflexión y denuncia sobre nuestra Historia.

El término “novela histórica” guarda una paradoja, es un oxímoron tramposo, porque no parece serlo. Un novelista se rige por las reglas de la ficción y de la subjetividad, mientras que el historiador debe obedecer a la búsqueda de la verdad desde un punto de vista puramente objetivo. La Historia puede llegar a ser un argumento literario, pero entonces queda bajo la fuerza gravitatoria de la invención. Solo ella, la invención, establecerá el lugar que los acontecimientos históricos ocupan en el juego de las palabras. La fidelidad a los hechos históricos puede destrozar (o no) la verosimilitud de una novela. En una novela manda la relación de la ficción con el lenguaje. Los argumentos en sí importan menos que las palabras.

No creo que los novelistas deban buscar argumentos en la Historia. Es ella, la Historia, la que nos busca. Nace como una fuente inevitable en la mano de los novelistas, uniendo memoria, inconsciente y toma de conciencia. Me hice novelista con Santo diablo justo porque necesitaba explicarme, imaginar y contar una historia que, sin haberla vivido, formaba parte de mi herencia tanto como el idioma con el que hablo y escribo. Entre dicha herencia, encontré la lupa del esperpento. Su óptica lingüística, su estética consciente, resulta uno de los instrumentos más creativos y eficaces -todavía nuevo Valle-Inclán- para contemplarnos en el pasado.

(publicado en papel en la revista El rapto de Europa, nº 16).

 

(Imágenes con agradecimiento a Juan Carlos Chirinos, que hizo la primera edición de este artículo para La Mancha). 

Entrevista en Nostromo, con Ignacio Vidal-Folch

Entrevista con Ignacio Vidal-Folch en Nostromo

Nostromo – R. Piglia, E. Pérez Zúñiga, F. Aramburu y E. Dobry

11 jul 2011

En Nostromo no queríamos dejar pasar la oportunidad de charlar esta temporada con tres de los mejores escritores en lengua española y un gran poeta. Nos referimos a Ricardo Piglia, Fernando Aramburu, Ernesto Pérez Zúñiga y Edgardo Dobry.

Fernando Aramburu inició su andadura literaria desde la poesía; pero la publicación de su primera novela, Fuegos con limón, en 1996, lo reveló como un narrador extraordinario.

Ernesto Pérez Zúñiga, con tres novelas publicadas en breve tiempo, ha demostrado ser uno de los más originales y turbadores narradores españoles de hoy. Su última novela, El juego del Mono, es deudora de la estética de Poe y de los experimentos metaliterarios.

Con su última novela, Blanco Nocturno, Ricardo Piglia ha sido galardonado con los premios de la Crítica y el Rómulo Gallegos. Pocos autores reúnen la doble faceta de creadores de ficción y estudiosos de la literatura. Piglia forma parte de ese grupo, convirtiéndose en una voz imprescindible en el panorama literario internacional.

Al final del programa Eduard Escoffet entrevista al poeta Edgardo Dobry.

José Eduardo Tornay sobre «El juego del mono»

«(…) Precisamente leí la última novela de Ernesto Pérez Zúñiga, quien fuera profesor de literatura en La Línea hace unos años. Se llama El juego del mono, la ha publicado Alianza Editorial y, si están ustedes interesados en leerse un novela apasionante, imaginativa, a la vez realista y onírica y que trascurra en la misma tierra que pisan, ya están tardando en hacerse con un ejemplar.

Montenegro, el protagonista, es precisamente un profesor que navega entre el desinterés de sus alumnos linenses, el contacto con la delincuencia local, el sexo urgente con una compañera de claustro, el deseo prohibido por una alumna quinceañera y el escrutinio de su propia existencia que, como todo lo que le rodea, naufraga.

La frontera, totalmente permeable en la novela, actúa como un filtro que al ser atravesado deposita al protagonista en distintos planos de la existencia, como la trampilla que condujera a un sótano en que fuera posible disfrazarse alternativamente de secuestrador enmascarado y de secuestrado insomne. En la novela hay drogas y mucho alcohol, mucho bourbon. Los monos de Gibraltar, presentes desde el título del libro, son un símbolo que los buenos lectores sabrán interpretar y se emborrachan con tanta frecuencia como los humanos, para eso son nuestros primos hermanos.

Hay, también, el rastro de un muerto y la sombra de una mujer, Sherezade o la Mujer de la Máscara, un manuscrito encontrado por azar y un vaivén continuo a bordo de un Ford Fiesta vetusto entre La Línea, Gibraltar, la playa de Levante y un pueblo innominado al que yo he querido identificar con San Roque. Buena prosa, imágenes insólitas y un argumento al que el lector activo tendrá que añadirle lo que le falte.»

Texto completo en:

http://www.apuntanoticias.com/apuntaguia/index.php?option=com_k2&view=item&id=84%3Anatalia-d%C3%ADaz-está-leyendo&Itemid=71

La bohemia que se quedó sin río

 Chulapos mambo

Juan Carlos Méndez Guédez

Casa de Cartón, Madrid, 2011.

El escritor venezolano Juan Carlos Méndez Guédez. /Fotografía de Vasco Szinetar

Publicado originalmente en la revista digital Fronterad.

La bohemia que se quedó sin río

Las últimas novelas del venezolano Juan Carlos Méndez Guédez, afincado en Madrid, se vienen caracterizando por una lúdica atención a nuestro mundo urbano más contemporáneo y, en concreto, a las nuevas formas de convivencia que se ha ido definiendo en España en los últimos lustros de emigración. Una tarde con campanas (2004) inició este camino con maestría, humor y lirismo, continuado después por Tal vez la lluvia (2009), dotada de una ironía mayor, melancólica, que nos lleva, un paso más allá, a este Chulapos mambo, desvergonzado, hilarante, brutal retrato sin piedad de tres personajes que reúnen lo peor de nuestra época. Se publica esta novela un siglo después de que Madrid se poblara de tantos escritores de  provincias peninsulares o de los países de ultramar, que fueron configurando esa bohemia en la que Alejandro Sawa acabó convertido en paradigma, no sólo por sustanciar al Max Estrella de Valle-Inclán, sino por escribir su propio testimonio en una novela como Declaraciones de un vencido, que recoge el gran portazo que la realidad de la capital dio a sus sueños de triunfo literario, como le ocurrió a tantos otros que se fueron convirtiendo en una suerte de pícaros de la literatura. Chulapos mambo, de pie en nuestros días, rescata situaciones que recuerdan las golferías de los modernistas que se pasean por las calles de Madrid en Luces de bohemia, y lo hace con un original homenaje estético a géneros que florecieron en aquel tiempo llevando, principalmente a los escenarios, el revuelto grotesco de aquellas aspiraciones y desesperaciones de ciudad: zarzuelas, sainetes, astracanes durante las primeras décadas del XX hasta el depurado género que fue cosiendo Valle-Inclán en los esperpentos. El  título de la novela de Méndez Guédez  nos da una clave en esta dirección al indicarnos con una paradoja la naturaleza guiñolesca de sus protagonistas: el chulapo, personaje típico de un Madrid de barrio que pasó del teatro a sus fiestas populares con una considerable dosis de artificio y de olor a bambalina. Y, en lugar del chotis y por aposición, el mambo, el ritmo caribeño que traen los nuevos soñadores de un triunfo que, hoy, al principio del siglo XXI, sigue siendo tan difícil como al principio del XX. Ya, desde este audaz título, Juan Carlos Méndez Guédez les otorga una categoría de marionetas del absurdo, que entroncan con las maneras de un Jardiel o un Mihura, rescatando más tradiciones hispanas, y acercándose a un género de novela cómica con valedores actuales como Tom Sharpe, en la literatura inglesa, o, en la española, como Eduardo Mendoza, Ignacio Vidal Folch o Antonio Orejudo. Sin embargo, la propia naturaleza de Juan Carlos Méndez Guédez, como autor hispanoamericano que vive en España y conoce muy bien las dos orillas del Atlántico, otorga a su forma satírica una visión única, entre cuyas fuentes hay que mencionar, desde luego, las narraciones picarescas que nacen del Lazarillo.

La trama de la novela se estructura a través de tres voces, correspondientes a la de los tres “chulapos” de nuestro tiempo. Simao, narrador en primera persona, es un inmigrante que ha llegado a España con su familia obligado por la necesidad de trabajo y de huir de un disparatado régimen político que recuerda, sin nombrarla, a la actual Venezuela. Simao es una suerte de pícaro ilustrado, a quien la necesidad obliga a vivir hacinado, a hacer el amor con su mujer delante de sus padres y de un omnipresente perro, y a ganarse la vida haciéndosela  imposible a una anciana a quien debe echar de su casa, para que las fuerzas inmobiliarias puedan actuar impunemente. Es el poder sin escrúpulos del materialismo de nuestro tiempo, encarnado por el segundo chulapo, Alejandro, un español que representa el sueño utilitario de la prosperidad: director de una marca de ropa con fábricas en países con obra de mano barata. Aficionado a los deportivos y obsesionado por el porno, recuerda al protagonista enloquecido de Dinero, de Martin Amis. El tercer chulapo, el chulapo mambo genuino, es Henry Estrada, un escritor hispanoamericano que viene a Madrid en representación de su propio país, a cambio de vasallaje político, y que decide quedarse en España con la misma idea que aquel Alejandro Sawa de la vieja bohemia: triunfar. Solo que, a diferencia de éste, Henry Estrada apenas ha escrito un libro todavía, empeño en el que pasará toda la novela, obsesionado con los autores del Boom, acosando a autores vivos como Bryce Echenique, Vargas Llosa, Muñoz Molina o Tabucchi, convertido en una marioneta cómica, una especie de míster Bean de la literatura, que esconde una afilada sátira contra la vanidad de los escritores y las modas literarias, o contra aquellas ingenuidades vendibles de algunos escritores que creen descubrir novedades, que encubren, más que nada, una falta de lectura. Hay episodios desternillantes en este sentido, como cuando Estrada descubre el Henrygrama, trasunto de los caligramas de Apollinaire, o escribe su novela junto a un crítico secuestrado que debe indicarle, bajo tortura, lo que se debe escribir hoy en día para vender mucho.

Los tres chulapos son guiñolescas representaciones de profundas enajenaciones de nuestra sociedad. Lo que en Alejandro es obsesión por el placer, en Simao es necesidad de supervivencia, y en Henry devoción absurda por la fama, a través de un arte que ha perdido su sentido: la escritura ya no es una búsqueda estética del mundo sino una sucesión de peldaños vacíos donde el ser humano sublima su más perfecto ridículo. Con estos personajes, Juan Carlos Méndez Guédez ridiculiza gran parte de los valores huecos  (otra vez los hombres huecos de Elliot) de las ciudades en que vivimos. Además, Simao y Henry concentran una crítica sin piedad  a las contradicciones de un poder político que acaba usando precisamente la falta de ética y la necesidad de supervivencia como poderosos instrumentos para convertir a los ciudadanos en marionetas perfectas.

Las tres voces presentan una escritura muy ágil, que incorpora con facilidad diferentes tipos de discurso y un repaso de técnicas narrativas, que sirven a su autor para hacer un homenaje a esos autores del Boom, a los que el personaje Estrada quiere imitar, a la vez que para elaborar una meticulosa ironía sobre diferentes tradiciones narrativas, y una autoironía establecida principalmente en el narrador omnisciente al que corresponde detallar las aventuras y desventuras del aspirante a escritor.

El conjunto de los personajes, y las peripecias que los interconectan, configuran un retrato despiadado y cómico de nuestro mundo, y del propio hecho de escribir sobre él. A la pregunta Shekesperiana del material sobre el que se hacen ciertos sueños, Méndez Guédez nos muestra con valentía cómo la gente de nuestro tiempo es capaz de convertirlos en un simple deshecho, en basura, o en todo caso en un simulacro de la realidad, que acaba sustituyendo a la realidad misma.

Es lo que ocurre con una de las últimas parodias del libro, situada en el río Manzanares, al que se acerca uno de los personajes con la idea mitificada de un glorioso suicidio, como el de Celan en el Sena. Pero el propio río, por su ínfimo tamaño, por su carácter suburbial, es una broma de sí mismo, una parodia de río mayor, por lo que hasta la dignidad de la muerte es una idea absurda. Aquí uno vuelve a pensar en Mihura o en Ionesco, vestidos en un carnaval con guirnaldas de fiesta terminada. La vieja bohemia vino a Madrid en busca de un triunfo inexistente. Ha regresado en un nuevo principio de siglo, lleno de los atractivos espejismos que hemos elaborado durante cien años, y esta vez, por no conseguir nada, hasta se ha quedado sin río.

Como se dice en un momento de la novela, con belleza y desolación macbethianas: “Vivíamos en fragmentos, en pedazos. Cada pedazo tenía sentido por sí mismo y no guardaba continuidad con ningún otro.”

 

Ernesto Pérez Zúñiga

Insomnio en Akasaka. Una misma habitación de hotel para Kawabata y Murakami.

(Publicado en la revista Coroto, abril de 2012, en el dossier sobre literatura japonesa coordinado por Ednodio Quintero. La revista completa en el enlace: http://issuu.com/revistacoroto/docs/coroto2 )

 

 

No soy una persona propensa al insomnio, pero siempre que leo a Kawabata el viejo demonio se acaba apoderando de mí. Me ocurrió en Madrid, hace una década, con Lo bello y lo triste. Era difícil dejar de pasear con el protagonista por la quietud de Kyoto, una quietud como una inmensa esponja apacible y, sin embargo, empapada de densa melancolía. La vida está tan detenida que se escapa. Esa es mi sensación mientras la noche avanza -el libro abierto en mis manos- y, a pesar de la hora, no me vence el sueño, como sucede siempre cuando me enfrento a un nuevo libro de Yasunari Kawabata.

Me ha ocurrido hace unos meses de nuevo con El rumor de la montaña. Sin duda, la culpa la tiene Singo, su protagonista, por su actitud absolutamente consciente, concentrada en cada detalle del universo que le rodea: la colina que hay detrás de la casa, los defectos de su mujer, la desgracia de su hijo, la delicada belleza de su nuera. La noche, siempre la noche y, a deshora, los ojos abiertos. Las manchas de la vejez picotean las manos de Singo que, antes de ir al trabajo, por primera vez en su vida, ha olvidado cómo hacerse el nudo de la corbata.

Pero el colmo sucedió en mi primera y, hasta la fecha, única visita a Tokio, en la habitación de hotel de un rascacielos en Akasaka, que, según mis noticias, ha sido demolido recientemente.   Era la primera noche en que debía dormir en aquella ciudad, después del largo viaje en avión, desde cuya ventanilla vi el Monte Fuji, y, en su costado, el sol, como una naranja que iba rodando hacia abajo, en diagonal. El mismo color, por cierto, de la portada de mi edición de La casa de las bellas durmientes. A medianoche el libro aguardaba sobre la cama, mientras, ante el gran ventanal de mi habitación, en un piso muy alto, yo miraba una enorme luna (tan grande que parecía doble) sobre un bosque de rascacielos, incontables torres que turnaban sus figuras en un océano de neones, cada vez más lejos, en la oscuridad.

Rescato de mi diario lo que escribí unas horas más tarde:

 

9 de noviembre de 2008.

 

Leo que el viejo Eguchi duerme con pastillas y yo no puedo dormir.

Él acaricia la piel de una muchacha muerta y yo apenas tengo ideas para seguir despierto.

No tengo pastillas. Tengo las páginas de Kawawata con peso de orquídea.

Leo una piel interior.

 

Se acercaba el amanecer. Resultaba extraño haber contemplado al viejo Eguchi, insomne ante una bella durmiente, a la que iba llenando de sus propios recuerdos y pensamientos mientras la acariciaba furtivamente. Luego verle caer gracias a un somnífero. En cambio, yo, con el libro abierto en la mano, notaba la claridad en los ventanales de la habitación. La ciudad trepaba en forma de luz y con todas sus ocupaciones del día que ya se iba presentando. Mi conciencia no tendría más remedio que adaptarse desde ese estado especial del insomnio al bullicio que traería el día.

¿Cómo definir ese estado? Le pregunto a Eguchi. Le pregunto a Shingo, quien como aquél, “se sintió invadido por una suave tranquilidad, la tranquilidad de dormir con una joven», en El rumor de la montaña. Le pregunto también a muchos de los personajes de Murakami. La irremediable atención a lo minucioso que va sucediendo en nuestro pensamiento, en desorden de asuntos y de angustias, alentadas por la necesidad de dormir incompatible con un estado nervioso y vital muy determinado, donde en la carrera neurótica se abren, de pronto, islas de lucidez. Ahí descubrimos una certeza que nos calma y que, estamos seguros, transformará algo definitivo por la mañana: una decisión incontestable, una ruptura con algo o alguien, una aventura ineludible hacia alguna parte. En mi caso, son espejismos casi seguros, que el día siguiente borrará, pero que sirven, en aquel lugar de la noche, para centrar un momento la mente antes de que ésta vuelva a desbocarse tras mil preocupaciones.

Es diferente para los personajes de Kawabata. El insomnio les proporciona revelaciones sobre ellos mismos y sobre las personas que tocan sus vidas, de modo que impulsará algunas decisiones importantes durante la vigilia.

Pienso ahora en Sembazuru (traducida a nuestro idioma como Mil grullas, e incluso, en la edición que yo tengo, contemporánea a Kawabata, con el contorsionista título de Una grulla en una taza de té). El joven Kiku no puede dormir. Tendido en su cama, contempla, dentro de su cabeza, a la que fue la amante de su padre, y ahora suya; a la hija de ésta, que le turba de especial manera; y a una joven de belleza delicada, con quien quizá va a prometerse. Las dibuja, las potencia. Se revuelve en las sábanas. Y, por la mañana, habrá tomado una decisión que transformará la vida de aquellas mujeres.

Pero lo más maravilloso en esta novela es que esa actitud insomne, una mezcla de extrema atención y extrema susceptibilidad, se ha encarnado en los objetos de aquellos a los que pertenecieron: los muertos. Sus tazas de té, en nuestras manos, están transmitiéndonos una actitud, una presencia, una idea, una inclinación hasta entonces invisible. Los objetos siguen despiertos mientras nosotros los creemos dormidos.

En Sembazuru, igual que el insomnio respecto a la figura tendida en el lecho, la trama sucede detrás. Los muertos caminan detrás de los personajes, como en la Ligeia de Poe, pero con mayor suavidad, interviniendo en sus deseos de manera apenas perceptible, a través de esas tazas de té en las que los padres, difuntos, apretaron sus labios en el mismo lugar que ahora sus hijos, vinculados precisa y fatalmente por esa continuidad del tacto y de las ceremonias. La estructura de esta novela es frágil, como la porcelana de la taza de té, y perfecta como el modelado que le da forma.

De otro modo, los personajes de Murakami comparten esta actitud insomne de la conciencia.

En su última novela, 1Q84, una frase del narrador define una clave que vale para el universo de este libro y, en general, para las novelas que escribe su autor: «La frontera entre el mundo real y los frutos de la psique se ha vuelto imprecisa».

Esa transpiración entre el mundo que contempla nítidamente un personaje, por el que camina con transparencia, y las criaturas que habitan en el inconsciente de ese mismo u otros personajes, nos proporciona la manera de urdir universos de Haruki Murakami. Los seres y posibilidades que inquietaron borrosamente nuestras sombras se pasean con perfecta naturalidad por las páginas, vestidos como cualquiera vestiría en una calle de Shibuya, de marca, con desenfado, o con un traje cortado a medida si es que tienes el dinero suficiente. Quien haya leído las historias de Murakami sabe que cualquier monstruo de los peores fondos de la psique colectiva puede estar forrado y pertenecer a la clase más alta.

Muchos de sus protagonistas tienen, desde luego, una actitud insomne. No se trata de que no duerman bien. De hecho, padecen sueños profundos que les llevan mucho más lejos de lo que sospechaban en la vigilia, o les ponen en una situación de desvalimiento acechado por alguna extraña presencia, como ocurre en After dark. A diferencia de los personajes de Kawabata, los de Murakami ejercen esa atención suprema hacia cualquier circunstancia exterior o interior, tan propia del insomnio, cuando les toca estar despiertos. Recordemos a Tooru Okada, alerta y sentado en el fondo de un pozo, en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo; a Kafka Tamura, alerta y sentado en la biblioteca de Kafka en la orilla; o mejor, para centrarnos en su última novela, a Tengo y Amoame, prisioneros en el mundo de 1Q84.

En la última parte de esta novela, encontramos a Amoame recluida, obligada a vigilar extenuantemente un parque por donde debe aparecer la persona que nunca aparece, Tengo, cuya ausencia está iluminada por las dos extrañas lunas que han aparecido en el cielo, señal activa de que la transpiración murakamiana entre mundo consciente e inconsciente es más poderosa que nunca.  Sentado en un columpio de ese parque, y coincidiendo cuando es imposible detectarlo para Aomame, Tengo vigila la inaudita existencia de las mismas dos lunas. Mientras tanto, en el edificio donde vive, el detective Ushikawa ha instalado un exhaustivo método de vigilancia fotográfica para espiar a Tengo y la posible aparición de Aomame.

Como en el insomnio: un espionaje a todo lo que se mueve fuera o dentro del pensamiento, con la complicación añadida de que en el universo de Murakami ocurren en la vida normal algunas cosas que han escapado de las regiones de los sueños.

Los personajes de Kawabata practican un insomnio más corriente, similar al nuestro, mientras que los de Murakami no suelen padecer insomnio, pero viven sus días sufriendo algo parecido a lo que los insomnes sufren en sus noches.

Curiosamente, al contrario que las de Kawabata, las novelas de Murakami no me producen insomnio. Las devoro, no puedo dejar de leerlas, pero, a mi hora habitual de dormir, voy cayendo en el sueño con suavidad y despierto al día siguiente sin mayores contratiempos.

Estos efectos tan distintos deben tener su origen en los niveles de tiempo y quietud vital a los que nos descienden unos y otros textos. Sin embargo, me gusta pensar que en el fondo hay una razón misteriosa, mágica de algún modo, relacionada con el poder de la ficción literaria y, en concreto, con una singular conexión entre Murakami, Kawabata y mis propias circunstancias. Estas son las siguientes:

1Q84 finaliza en el mismo hotel en el que no conseguí dormir mi primera noche en Tokio. Allí, a una habitación alta, lo más alta posible del rascacielos, suben Tengo y Aomame para pasar su primera noche juntos y contemplar la luna sobre la ciudad de Tokio, una única luna sobre nuestro mundo común. Yo también la contemplo, el 9 de noviembre de 2008, justo antes de irme a la cama con un libro de Kawabata por estrenar.

Ese hotel, según me han dicho, ha sido destruido, y permanece solo en el territorio de los recuerdos de los clientes que, como yo, durmieron allí. El caso más concreto, con mayor poder material, de persistencia del hotel de Akasaka se halla en esta historia de Murakami, que he leído en enero de 2012.

Después de la demolición del hotel que se alzó en Akasaka, lógicamente ya no existe su espacio, y, por tanto, los tiempos que se anclaban en él se han perdido o, en todo caso, han comenzado a obedecer nuevas leyes. Según ellas, mientras Tengo y Aomame pueden dormir en la cuidada habitación (recuerdo el yukata perfectamente doblado sobre la cama de matrimonio, rectangular ante el ventanal levemente redondeado), yo permanezco despierto terminando la lectura de La casa de las bellas durmientes, de Kawabata.

En el insomnio la lectura y la vida se han fundido, y la literatura se ha convertido en la latencia más palpable de la realidad.

Es la ficción. El único mundo en que permanezco despierto.

 

 

 

 

La recolectora de las piernas largas

Dónde está la mujer de las piernas largas, la mujer alta con medias de hilo blanco, cortadas a la altura de las rodillas esqueléticas, de hombre. Hace tiempo que no la vemos en la calle Alcalá, con su peluca de rizos y su gafas de sol bajo una cofia de ama de llaves. Paseaba con su bolso blanco, de plástico brillante, y unos guantes  hasta el codo, como si nadie la mirara, y éramos todos. Con ellos hurgaba en las papeleras más abarrotadas, de donde sacaba pequeños desperdicios, comida u objetos, para guardarlos, largirucha y aristócrata, como si ni la mugre ni las miradas pudieran tocarla. Brillaban también sus botones nacarados, salvados un instante de la soledad y de la muerte, mientras, ya cargada de desperdicios, se alejaba hacia alguna madriguera con Diógenes, en plena calle Gran Vía, rodeada de tiendas glamurosas.

Desfilando, con su bolso fashion lleno de basura, coqueta.

Para mostrar que ella era una máscara de todos aquellos que la mirábamos de reojo, peatones normales que íbamos y veníamos de un consumo ordenado, clasificados en estantes de despegue y hangares de llegada, con prisa.

Dejábamos caer a nuestro paso, en el centro de cada papelera, envoltorios relucientes que ella recogía, clasificaba antes de cruzarse y perderse.

http://fronterad.com/?q=node/4451

Juan Ángel Juristo sobre «El juego del Mono», en ABC Cultural.

«Con El juego del mono, el autor vuelve a encerrarnos en un universo extraño, opresivo, donde las tensiones provienen de un contraste violentamente establecido desde el comienzo»

«De esa investigación y de la inmersión en el mundo de la marginación trata este bello libro que se nos presenta como una metáfora salvífica del poder del arte, de la literatura como transformación del mundo, de la visión del hombre ante las cosas. Ese acierto en narrar la frontera entre lo que constituye la ficción y la realidad es la clave de la excelencia de esta novela.»

abc cultural

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