Publicado en El País el 6 de julio de 2017.
Cada julio cuento hasta el 18. Hay algo extraño en el aire, quizá porque España se siente incómoda en este mes. Quizá le sigue costando recordar con detalle. Podríamos imaginar, como antídoto, a Federico García Lorca paseando por Madrid, en julio de 1936, calibrando el viaje a Granada. Consideramos sus pensamientos a favor y en contra. Las portadas de los periódicos. La llamada de su madre. El deseo de regresar. Granada es la infancia, un lugar donde todavía no ha sucedido la historia. Recordamos el tomo de las obras completas publicadas que nuestros padres tenían en casa. Lorca era ya un autor querido, pero a veces ese cariño escondía sorprendentes contradicciones. Podía ocurrir que en un colegio de Granada algún alumno quitara importancia a la muerte de García Lorca (y, por tanto, a la Guerra Civil), porque había sido asesinado, no solo por motivos políticos, sino por una pretendida confabulación de venganzas entre homosexuales.
En estos días del Orgullo en Madrid podemos hacer otro ejercicio: qué habría hecho Lorca de haber tenido la suerte de compartir esta época. Nos lo imaginamos disfrutando de la sensación de no tener que esconderse, asistiendo a la cabalgata o todo lo contrario: preferiría huir del tumulto, a la misma Granada, donde escribir y amar sin ruido. Mirando el pasado de nuestras propias vidas podemos sentir el orgullo de vivir en un país donde gozar de la identidad sexual y de la libertad de pensamiento es un hecho inexcusable para gran parte de la sociedad.
Por desgracia, siguen siendo muchos los que detestan al Otro: la otra identidad, la otra libertad (porque las propias son sagradas). No lo expresan públicamente, pero sí en conversaciones privadas, en las barras de los bares o en los grupos de WhatsApp. Detestan por igual a los homosexuales que a los musulmanes. Tampoco soportan a los políticos que apuestan por la convivencia. A veces concluimos que estas personas simplemente rechazan la diferencia y que, como decía Antonio Machado, desprecian cuanto ignoran, pero es más complejo: odian lo que temen. Ni los budistas ni los pigmeos ni los caníbales atormentan sus disputas. Porque no están cerca. Aborrecen las divergencias en lo que consideran su inamovible identidad. Tienen miedo de sí mismos, podemos pensar. Del fracaso de la educación recibida. Del fracaso de los padres, criados en la sociedad muda del franquismo. De las pulsiones homosexuales que quizá alguna vez sienten o sintieron. Tienen miedo de que lo que han creído y han heredado no sea cierto. Viven en cualquier lugar de España y también en la Granada de Lorca.
Entonces vuelvo a contar los días hasta el 18. Y le digo a Lorca, en mi interior: No regreses a aquella ciudad de 1936. No lo hagas tú tampoco, España. Quedémonos en este Madrid de julio de 2017. A partir de aquí podemos seguir construyendo un futuro que se nos parezca.