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Leopoldo López, preso político venezolano. AFP

Publicado originalmente en El País Opinión en julio de 2017.

La salutación de Alberto Garzón, en Twitter, al preso político venezolano Leopoldo López, calificándolo como “golpista”, después de que este haya recibido la rebaja de su condena en la cárcel, sustituida por un arresto domiciliario, hace pensar de nuevo en la impactante ceguera de una parte de la izquierda española, que sigue sin condenar los gobiernos totalitarios que le son afines ideológicamente, como ya hiciera con los de Stalin y Castro.

Tras la cascada de respuestas asombradas, también en Twitter, la siguiente afirmación del líder Alberto Garzón es más sorprendente todavía: “No me gusta lo moral como criterio”. Estas palabras recuerdan, por opuestas, las que Max Aub escribió cuando logró regresar unos meses, al final de su vida, a la España de Franco, desde su exilio mexicano: “Para mí un intelectual es una persona para quien los problemas políticos son problemas morales”.

Habría que invitar a Alberto Garzón, si no a convertirse en un intelectual, al menos a reflexionar sobre las palabras de este escritor español que sí se vio obligado a luchar contra el fascismo y que padeció sus consecuencias como preso político y recibiendo el regalo del exilio. También habría que recordar a Garzón y a otros partidarios de la izquierda ciega que fue justamente la necesidad ética de otra realidad social la que propició la creación de los partidos políticos de inspiración marxista.

Ahora no parecen percatarse de que la libertad y la justicia siguen siendo más importantes que los pesebres ideológicos, ni vislumbran que lo que ocurre hoy en Venezuela es la represión sistemática, por parte del Gobierno, a ciudadanos desesperados ante una situación insostenible en los servicios básicos, cuyo mantenimiento justificaría la existencia, precisamente, de ese y cualquier gobierno. La llamada oposición venezolana (en la que, por cierto, hay agrupaciones de izquierda) sintetiza, para los ciegos, el rostro que pertenece, en realidad, a miles de personas de todas las edades, no afiliadas a ningún partido, desde niños hasta ancianos, que salen cada día a las calles del país para protestar y defenderse de los abusos del Estado, un Estado que se ha parapetado en una máquina que asesina, amedrenta y encarcela, con el apoyo incontrolable de fuerzas paramilitares.

Por fortuna, las denuncias de organizaciones internacionales, la condena de múltiples periodistas y políticos en el mundo (por supuesto, también de izquierdas) están desenmascarando al Gargantúa venezolano, que, disfrazado de benefactor del pueblo, se articula en múltiples intereses económicos, incluidos, al parecer, los más oscuros.

Se trata, una vez más, del poder contra la gente. Al totalitarismo no le importa la máscara que debe ponerse para devorar la sociedad de la que se alimenta. Pero esa izquierda ciega no lo ve. Por ahora. La izquierda ciega tendría que arrancarse los ojos para ver de nuevo, como hizo Edipo cuando descubrió la injusticia de sus actos contra su propia madre. Se arranca solo el ojo derecho. Sin él, llora las otras barbaries. El de la izquierda sigue viendo lo que quiere ver.